Coloquio

Edición Nº23 - Octubre 1990

Ed. Nº23: Relaciones de Spinoza con el señor

Por Bernardo Koremblit Z´L

Omnímoda esencia y existencia de Dios
 

Estas criaturas que son para nosotros una costumbre, no sólo buena sino además feliz, y a quienes extrañamos cuando transcurre un tiempo sin tratarlos. Los amamos y los leemos y pensamos en ellos y están con nosotros umbilicalmente unidos al pensamiento, al sentimiento, que los evocan con tal intensidad que la evocación pasa a ser una invocación. 

Estas criaturas son los siemprevivos Shakespeare, Dostoievski, el rey David, Mozart, Einstein, Proust, Baudelaire, Buber, Miguel Angel, Spinoza… Sé bien de las crujías de Dostoievski y de la tragedia de Mozart y de las desesperaciones y exasperaciones de Michelángelo y de los tormentos de otros elegidos a los que el Señor mandó al mundo para que mostrasen las posibilidades del genio y el ingenio humanos, pero creo que ninguno de los martirizados fue más digno que Spinoza y ninguno mayor víctima de la indignidad de los demás. Esta situación padecida por un ser acerca del cual no nos concretamos a leerlo, estudiarlo y admirarlo sino a amarlo, puede amargamos, enojarnos y hasta enfurecernos, pero él nos aconsejó el cultivo de la serenidad, el hábito de la paciencia y quizás, si la conocía, nos habría citado la declaración senequista según la cual ha de sobrellevarse con resignación lo que no puede ser cambiado. Quien evoque e invoque al nobilísimo Spinoza debe hacerlo entonces sin odio y también sin esperanza de que sus estudiosos y seguidores acepten su consejo de la paciencia y la serenidad. Con esta estoica actitud he de referirme a él ahora, diciéndome con los versos imborrables de Fray Luis de León, otro judío recomendador de la filosofía moral del sosiego y la calma y la misma impavidez (hasta donde es posible sostenerla): Vivir quiero conmigo, / gozar quiero del bien que debo al Cielo, / a solas sin testigo, / libre de amor, de celo, / de odio, de esperanza, de recelo.

Mis insuficientes conocimientos no me facultan para saber si es verdad que el Señor, con su infinita sabiduría y bondad, hizo al hombre a su imagen y semejanza; y no me humilla esta ignorancia porque no sé quién estaría en plenitud y colmadamente facultado para saberlo. Si el Señor hizo a la insuficiente, limitada y mezquina criatura terrena a su modelo y representación, la opinión que tendría del Señor sería triste y lamentable, y, por el contrario, mi juicio respecto del Altísimo es jocundo, feliz y ponderativo, además de la respetuosa y amantísima devoción que siento por su esencia y existencia. En compensación creo que el Dios de Spinoza ama a los que razonan, anima a los que dilucidan e ilumina a quienes lo aman con amor intelectual antes que a aquellos que con vaivenes del cuerpo y golpes de puño en el pecho o arrodillados ante el reclinatorio, rezan leyendo o apretando entre las manos el libro de oraciones, el sidur en la sinagoga o el misal y el eucologio en la iglesia, o con la frente sobre el piso a las cinco de la tarde en la mezquita musulmana. Y puesto que el Señor prefiere (así ha sido siempre y así es desde toda la eternidad) a quienes hacen del discernimiento el medio legítimamente zigzagueante para hallar la verdad, y, en la elevada y profunda especulación mental, hacen de su filosofía una religión fundada en la razón, el taumatúrgico Baruj Spinoza murió en la bohardilla del Paviljoensgrajt, de La Haya, el domingo 21 de febrero, hace 313 años, con la convicción de haber sido amado por Dios aunque no hubiese dedicado el tiempo a los rezos, las abluciones, los ayunos y las colectas. Como su connacional y antecesor en el humanismo Erasmo de Rotterdam, Spinoza defendió con heroísmo y martirologio el concepto tan sabio como tan humano según el cual no hay en el campo teológico o filosófico o político o sensible una verdad absoluta y valedera para todas las situaciones, y que exigir una lívida obediencia cadavérica a una opinión eclesiástica o social o de cualquier naturaleza, rechazando dogmática y despóticamente toda otra concepción, equivale a desconocer el designio divino: Dios quiere que sus criaturas razonen aunque sean religiosas y concurran a la mañana, a la tarde y a la noche, y aun en horas extras, a la iglesia, a la sinagoga, a la mezquita, al teocali o a cualquier recinto destinado a la práctica de las formas exteriores de un culto. Es lo cierto que Baruj Spinoza fue inmolado por la tenebrosa ortodoxia de su tiempo, pero el nuestro lo ha desagraviado y premiado, y desde el empíreo de los bienaventurados donde ahora reside junto a pensadores, poetas, artistas y almas libres, rebeldes con fecundidad y nobleza, podrá decir con las palabras del ardiente y ardido Rathenau: «de espina o laurel, siempre es corona». El ilustre judeo-holandés murió hace tres siglos, y esta evocación es un homenaje a la insenescente realidad de su inteligencia en ascuas, la fina aristocracia de su alma y a su trascendental proclama —un hito, un punto de partida en el registro del pensamiento y el sentimiento humanos— según la cual la libertad de conciencia es el santo y seña con el que el hombre se abre paso ante los centinelas de la verdad, la belleza, el amor y la dignidad. (Esta evocación, que es a un tiempo —ya lo he dicho, pero hay perisologías legítimas— una invocación, no se hace para hablar de mí sino de este insomne prodigio, pero he de decir que de Spinoza he aprendido que puedo creer sin indecisiones ni reparos en Dios. Porque cuando se me pregunta si creo en Dios mi respuesta es afirmativa, y agrego que la demostración de su inexistencia no cambiaría mi credulidad, porque importa más creer en Dios que saber si Dios existe.)

Este portentoso hacán de la judeidad holandesa y uno de los espíritus que con mayor selección y privilegio el gran Dispensador ha mandado al mundo desde que genesíacamente hizo del caos y las tinieblas la luz y la vida, vivió sólo 44 años y 3 meses (nació el 24 de noviembre de 1632, año en que el rabino e impresor portugués Menashé ben Israel publicó el Conciliador, después de gestionar ante Cronwell la admisión de los judíos en Inglaterra), pero fue un decurso suficiente y bastante para que esa pestaña de la inteligencia estableciera, tras cuidadosas meditaciones y aciculares interrogaciones, contestadas por su radiante clarividencia, que el compromiso del hombre libre es con la vida y no con la muerte, como lo declara en la Ética; que Dios es inmanente del mundo y no exclusivo del tabernáculo, los altares y los lujosos templos asiáticos; y que, por serlo, es un Dios al que el hombre, libres la conciencia y el intelecto, puede descubrir por razonamiento, por intuición, por la pan teísta visión de su espíritu y su mente. Al lenguaje de clausura con que se expresan las religiones oficiales, aherrojando o distorsionando el pensamiento, Spinoza opone el de inauguración, mediante el cual el hombre siente e intelige la presencia de Dios, ese Dios que participa de la realidad de su existencia. La omnímoda verdad de Dios no ha de aprenderse con exclusividad en los textos sagrados ni en la sacra preceptiva escolar ni en los canonizados conceptos para gozar en herencia de su posesión sino que ha de aprehenderse en el estudio y la sensación cotidianos. Por esta profana concepción, por esta sacrílega y relajada y atea e irreligiosa y hasta libertina actitud, Benedictus Spinoza pasa a ser llamado Maledictus, pues su Tractatus Theologico-Politicus «supera todas las monstruosidades y todos los desvarios quiméricos de las cabezas más locas que se hayan encerrado jamás en los manicomios», según las tronantes apocalípticas palabras de Pierre Beyle, filósofo protestante que con el bumerang de sus indefiniciones abrazó el catolicismo para luego renegar de éste y volver al protestantismo del más urticante calvinismo. Palabras del orate Pierre Beyle de quien bien puede afirmarse que el cerebro se le había subido a la cabeza, y no precisamente porque las cosas vuelven siempre a su lugar sino por quién sabe qué extraña disposición fisiológica de su organismo.

El 27 de julio de 1655 —el filósofo perjuro, el Spinoza engendrado por el horrísono endriago de la más incalificable apostasía no ha cumplido aún veintitrés años, pero sabe y entiende como un viejo sabio decano— recibe el jerem y la consiguiente expulsión de la sinagoga Hispano-Portuguesa de Amsterdam. Sus correligionarios reemplazan palabras por rayos y lavas volcánicas y pedernales de pólvora para fulminarlo en la hoguera del incinerante documento del Tribunal Rabínico:

«Excomulgamos, execramos y maldecimos a Baruch D’Espinoza (…). ¡Maldito sea de día y maldito sea de noche! ¡Maldito sea al salir de su casa y maldito sea al regreso! Que Dios jamás le perdone; que la cólera y la ira de Dios se enciendan contra este hombre y que le envíen todas las maldiciones inscriptas en el Libro de la Ley». Pero la humareda que se levanta de esta primera parte de la excomunión no entinta del todo el nombre y la persona del heresiarca al que le espera todavía el párrafo final del piadoso documento anatematizador: «Conjuramos que nadie tenga con él trato ni hablado ni escrito; que nadie permanezca con él bajo un mismo techo o entre las mismas cuatro paredes; que nadie le haga favor alguno; que nadie lea ningún papel hecho o escrito por él». Es probable y hasta posible (no son sinónimos, pero en este turno pueden serlo) que el Tribunal Rabínico haya sido integrado por dignas y nobles personas, y que el cuerpo (no así el alma) colegiado fuese respetable, venerable y honorable, pero ya se ve que la asamblea mejor constituida puede sancionar la peor injusticia.

Florecimiento del humanismo moderno

Como siempre y como en toda época, nadie es de su tiempo si habla el sobrenatural lenguaje de la libertad espiritual y la independencia intelectual, y Baruch (Benito, Ben o Benedictus) Spinoza no lo fue del suyo aunque en el suyo precisamente haya sido el hombre que, en una de las primeras veces en la historia del pensamiento, perforó la pétrea requeté establecida infalibilidad canónica que no permite el tránsito de una idea o una posición a otra, tránsito que en retórica se denomina en frase platónica metábasis , y en medicina significa «cambio de remedio», cuando los síntomas de la enfermedad lo recomiendan. La serpiente del signo interrogante es estremecedora: ¿La metafísica panteísta de Spinoza tiene por único objetivo la identificación de Dios con el universo en el plano de la concepción y el sentimiento religiosos? Pues no sólo eso ni eso únicamente: está dirigida a una ética, y, alcanzada, al hallazgo de un mundo que no sea el infierno de otro planeta sino un mundo donde la libre voluntad de los seres, espiritualizados e intelectualizados (en la buena acepción del vocablo), sea ejercida con el auspicio de la ética, el favor de la estética y el apoyo de esa diosa de los ojos brillantes en cuyos dominios viven jocundas y fecundas las ideas.

Malditto seja de dia e malditto seja de noute, malditto seja em seudeytar, e malditto seja em seu levantar, malditto elle emn seu sayr, e malditto elle em seu entrar. Pero a pesar de estas diabólicas palabras del pésete en portugués con que se lo reprobó, el réprobo Spinoza vivió y murió con bondad, indulgencia y benevolencia. Sabio y piadoso, no excomulgó a sus tan desemejantes semejantes que con insensatez lo excomulgaron. Dijo este poeta de la reflexión —y puede llamárselo poeta, porque tanto en sus meditaciones filosóficas como en sus concepciones teológicas hay el intenso y apasionado sentido de la poesis en llamas— que «no podemos anhelar nada que no sea necesario», pero su insignificante evocador, pobre e insuficiente en su evocación, se permite refutar esa apreciación, sosteniendo que es tan necesario como obligatorio explicarlo y revelarlo. No lo es el desexcomulgarlo porque ya lo está y lo estuvo siempre desde el mismo 27 de julio de 1655 en que se intentó fulminarlo con el insensato anatema, por lo menos en la intelección de los hombres libres cuyo único dogma es el antidogmatismo, y en la razón de los hombres —una paradoja que no habría desdeñado el fino y sutil Spinoza— presos de su conciencia libre y cautivos de su independiente espiritual. Dijo también el sabio y panhumano Spinoza que «el espíritu no se vence por la violencia sino por el amor y la nobleza» (ya se advierte que Zweig, Romain Rolland, Bertrán d Russell, Thoman Mann, Buber, Albert Schweizer son sus epígonos), y puesto que ésta es una verdad y una realidad como el sol de todos los días, nuestro homenaje quizás consista en decir a quienes lo ofendieron y agravaron hace tres siglos, si es que tienen oídos para oír y ojos para ver, como dicen los Salmos de David, el rey poeta que cantó y bailó ante el Arca y a quien Spinoza amaba, que también nosotros, con nobleza y amor spinocistas, los comprendemos y los perdonamos, pues ellos fueron respecto de Spinoza lo que fueron aquellos que dice Juan en el versículo más estremecedor de su Libro: «A los suyos vino y los suyos no lo conocieron». Esto es precisamente lo que no nos sucede a nosotros. Se es escéptico no porque no se crea en nada sino porque se cree que todo es acaecible; no se es escéptico porque se crea que nada es ni será sino porque se cree que todo es y será factible. Ha de ser pensado en esta situación que Flaubert dijo de Baruj Spinoza: «Era el ateo más religioso de los hombres, puesto que no admitía más que a Dios». Bien se ve que una paradoja no es siempre una mentira que vi ve a expensas de sus encantos sino que nada es tan coherente como lo es una paradoja. Y puesto que a Dios se lo puede encontrar únicamente en todas partes, he aquí que, por la misma razón, en todas nuestras reflexiones sobre la libertad de conciencia y la independencia espíritu-intelectual, encontramos siempre y en todas partes al más ilustre y sabio de todos loe reivindicados: Bañó Spinoza, en todas las circunstancias, escríbanse artículos para Coloquio o no se los escriba, celébrense o no homenajes a su amada persona.

El siglo de Spinoza, ese XVII encendido en la combustión de ardientes transformaciones —mejor sería decir en el resplandor de centelleantes renovaciones, en la luminosidad de rejuvenecedoras reconstrucciones— es el siglo en el que la filosofía, que no quiere morir como no quiere morir nada ni nadie que sienta en el corazón y en la sensibilidad abrasadores llamados, va a descongelar la pétrea inmutalidad que la tenía prisionera como la soltería o la viudez a la cautiva en la torre del castillo medieval. El dragón que la custodia será ultimado y el foso y el puente levadizo superados. El empirismo de los ingleses —ese sistema fundado en la mera rutina, esa filosofía que toma la experiencia como única base de los conocimientos, en suma, ese empirismo ignorante de que lo real es estrecho y mezquino y solamente lo posible es vasto y generoso—, y el racionalismo de los franceses —doctrina filosófica en exceso prestigiosa, según la cual la inhumana razón humana es la omnipotente dueña de todas las situaciones, y por extensión y expansión el pensar o la facultad pensante es superior a la emoción y a la voluntad y a la intuición y al entusiasmo y a la misma inteligencia apasionada— tenían, empirismo y racionalismo subyugadores, echados su dominio en la filosofía. Y así aparecen la insurrección contra la escolástica, la crítica de las Sagradas Escrituras, la diatriba contra el ritual religioso, y es el siglo XVII de Pascal nutrido por el jansenismo que niega el conocimiento supremo por la razón sin la fe, el Pascal que a los veintitrés años destruye (enmendándolos) los errores de la antigua fisica y demuestra los fenómenos de la pesantez del aire; el siglo alumbrado por el relampagueo de la poesía de Racine, las sabias pero di vertidas comedias de Molière, las Fábulas pedagógicas de La Fontaine, los caprichos y las arias del atrevido y original Frascobaldi (motetes, oratorios, kiries, tocatas, partiti y canzoni en los que la animación se conjugaba con el elevado sentido místico), la «escandalosa» heterodoxia de Galileo, las meninas de Velázquez, el siglo de la publicación de la vida y los hechos de ese milagroso ser rebelado en España contra empirismos de Inglaterra y racionalismos de Francia: Don Quijote, y en fin el siglo de Luis XIV, benemérito rey Sol que a los 13 años fue declarado mayor de edad y que luego habría de proteger a artistas, literatos, poetas y científicos, y también el siglo de Richelieu, para cuya tumba he redactado los cuatro heptasílabos del penoso epitafio: «Yace aquí el gran Cardenal, / que hizo en vida mal y bien. El bien que hizo lo hizo mal; / el mal que hizo lo hizo bien». Y es en este 1760 en que la bomba detona en Holanda con el gran escándalo de la publicación del Tratado Teológico-Político del insurrecto Baruj Spinoza, araíz del cual los que no entendían que el fervor religioso podía conciliarse con la libertad de pensamiento se tiraron de los cabellos y desgarraron las vestiduras como beatos espantados ante el heresiarca Satanás. Pues no entendían que el ser tan libre en lo intelectual y lo espiritual y ser a un tiempo fidelísimo devoto del Señor es, como lo manifestaba y recalcaba el humanísimo Spinoza, y no entre dientes ni de dientes afuera sino con toda la voz que tenía y con palabras que caían como espesas gotas de lacre sellando y resellando una incontestable verdad, «la mejor garantía en favor de la piedad y la paz interior del espíritu». En el intenso Tratado Teológico- Político y con mayor especificación aún en la monumental Ética sostiene que el hombre es libre apenas de un modo relativo, porque se halla bajo la influencia de factores que escapan a su dominio. ¡Y sin embargo cada individuo debe basarse en la fuerza de su raciocinio, en las conclusiones de su reflexión! Esto proclamaba nuestro bienquerido y bien leído Spinoza, este genio de profundas concepciones intelectuales y honda espiritualidad que vivió como hombre libre en una de las épocas en que más aherrojado y prisionero en el ergástulo de la oscuridad vivía el hombre de ese siglo petrificado por lo establecido, el hombre sumiso y sumido en la inmovilizadora rectitud y la clausuradora conformidad de la ortodoxia que le negaba todo aire de inauguración.

Tanto por la Ética como por el Tratado Teológico-Político, él es, con su sustancia, esencia y existencia, el inspirado humanista creador del sistema más racional y perfecto del panteísmo, siendo «un ebrio de Dios» como con bendita expresión lo llamó Novalis. Son permanentes las reverencias que le hace todo aquel que, habiendo advertido cómo Spinoza, participando de lo infinito y lo eterno, se sustrajo al torbellino de causas y efectos que hacen efímera e insustancial la existencia, ha aprendido a lograr la paz interior que le permita sobreponerse a las agresiones de la vida social. Y dado que el autor de este insuficiente (pero esperanzado) tornaviaje a la esencialidad de Benedictus Spinoza puede resistir a todo menos a las tentaciones, se atreve a preguntarle: ¿Cómo alcanzaste, Baruj Spinoza, esos bienes supremos? Por lo que se ha visto de su vida y se sabe de su obra puede conjeturarse que su respuesta sería sencilla como una oración: «No importándome la soledad, si era necesaria; no importándome la pobreza, si esa era la condición; no importándome la enfermedad, si me era impuesta; no importándome el trajín intelectual, si así debía ser para mi derecho a la serenidad». Y creo que luego de esta augusta declaración que me permito atribuirle, agregaría otra respuesta, que también tengo el atrevimiento de adjudicarle en mérito a la confianza que el benévolo Spinoza me dispensa desde hace largo tiempo: «Imagínese un creyente que me hubiese encarado con la tesis de que la filosofía es incapaz de fijar al hombre un camino en la vida, cosa que sólo la religión puede lograr. Pues le habría contestado que tal objeción no reza para mí porque yo hice de la filosofía y de mi filosofía una religión fundada en la razón. Observe, conozca mi vida y comprobará que es así». (Como puede reparar el expectante lector, con un verdadero filósofo siempre podemos entendernos.)

Si las ideas de Spinoza «surgen de entre las sombras como estrellas milenarias», ha de reconocerse que ello es evidente, porque todo hombre de espíritu libre y mente razonadora es ya un filósofo aunque no se lo proponga y no lo sepa y aunque sea un filósofo a pesar de él. Sus ideas surgían desde las sombras. . . Es lo cierto, y también sus visiones, pues además de ser el fundador del humanismo moderno, sucediendo a Erasmo, que ya lo había anunciado, es también el visionario político que reclamaba la reconstrucción de Israel, condición que le reconoce Buber, y, como lucífero de la inteligencia que era, sabía ya entonces que era al factor religioso que se debía la conservación del pueblo judío en la historia. Por último (que para la integralidad del análisis no es lo último), que cualesquiera sean las opiniones políticas de cada cual, y más allá de los disentimientos de este o aquel, nadie puede negar —ni gentiles con el rabo del ojo desconfiado ni judíos recalcitrantes en la excomunión— que él lo linimenta todo, que él es el gran emoliente mitigador con su concepción panteísta, el amor a Dios, a la libertad espiritual y al anhelo de una sociedad en la cual todos puedan gozar de sus derechos, al mismo tiempo que pensar y razonar, diga cuanto quiera el teórico materialista y el marxista momificado en su dialéctica, resistente a toda inteligente revelación por efecto de la roca y el granito de su dogma pétreo e invulnerable en su necia obcecación y en la necedad de su obstinado prejuicio.

El hada que franquea la entrada

El panteísmo de esta lumbrera sobrenacional que pertenece al mundo entero —Dios en todas partes, en todo, y Todo es Dios— no era ajeno al judaísmo. En la Cábala aparece la sentencia Let atar ponui minei, «no hay lugar hueco sustraído a la Divinidad». Pero Spinoza no trató el panteísmo, la presencia e inmanencia de Dios en Todo, a la manera como lo hicieron los eminentes pensadores, sabios y hacanes corredentores en la omnisciencia judía como Saadia Gaon, Rabí Ubn Ezra, Yehudá Haleví y el sapientísimo Maimónides, que lo encararon con sumo cuidado, prudencia y expectante precaución, adviertiendo que se trataba de una cuestión tan misteriosa como mística, de tanta sutileza teológica como humana, dado que la relación del Señor con la humanidad, su esencia y omnipotencia, no podían ser confiados a gustos y opiniones personales. El, en cambio, tomó la cuestión por las astas, pero el toro sinagogal, enfurecido, no se dejó ni vencer ni convencer ni abatir. Las consecuencias fueron las fulmíneas y ultimadoras palabras del jerem: «… maldito sea de día y de noche y que Dios Todopoderoso borre su nombre de los vivos y le envíe todo mal. . .» Mas a pesar de la ferocidad con que fue maltratado, el filósofo no cambió su religión ni reselló del judaísmo convirtiéndose al cristianismo (pese a todas las asediantes invitaciones y propuestas que recibió ni al bisbiseo al oído de las incitaciones y llamadas de los parajismeros que de cerca y de lejos lo estimulaban), y continuó amando a su pueblo y predijo que en un momento determinado de la historia los judíos retornarían a Israel y vivirían una vida nacional, como los demás pueblos: anunció en 1670 al Estado de Israel que se instituiría en 1948. Sobre el panteísmo de este sabio y clarividente que fue la primera floración del humanismo moderno, al autor de esta tan limitada evocación le parece, en su humilde y modesta pero enfervorizada opinión, que si al niño Spinoza, que ya de pequeño asombraba con el relampagueo de sus genialidades, le hubiesen dicho el rabino y el obispo de la ciudad: «Pequeño querido Baruj: te daremos dos florines si nos dices dónde vive Dios», el pequeño querido Baruj contestaría: «Y yo les daré cuatro si me dicen ustedes dónde no vive Dios». Parece decirnos quien fue la más resplandeciente y mayor gloria de su siglo: «Cuidémonos, no nos equivoquemos al golpear el llamador en la puerta cancel: vayamos allí donde sólo un hada pueda abrirnos la puerta y golpeemos únicamente en la aldaba de la casa donde vive el hada». Y puesto que él es el primero en intentar una aproximación racionalista de los improfanables e intocables e inconmovibles textos bíblicos, su mano, al sacudir el aldabón del sólido portón tras el cual se halla la mansión de la sabiduría, lo hace con la esperanza de ver a la centelleante divinidad que todo lo entiende y lo ilumina —la razón humana— franqueándole la entrada. En lenguaje naviero, en idioma marítimo, el vocablo queche alude a esa embarcación de igual figura en la popa y en la proa, embarcación no precisamente del gusto de este peligroso libre pensador sabe o intuye o deduce hasta dónde puede navegar se para alcanzar el puerto resplandeciente donde tienen su sede la verdad, la razón, la lógica y la claridad, cuatro esencialidades de acendrado pensamiento y naturaleza judíos, desde el prototiempo en que salimos de Ur con Abraham hasta el tiempo actual en que César Milstein recibe el laurel del premio Nobel (galardón que no empaña su gloria). A este amante concupiscente de la lógica y la claridad, a este enamorado de la verdad y la razón le fue franqueada la puerta para que su búsqueda de Dios por la razón y no por el fanatismo tuviese por recompensa el hallazgo de lo que con ansiedad y vehemencia había buscado.

Este amigo nobilísimo y siempre vivo es siempre resistido y quizás lo sea hoy más que entonces. Porque en este XX atroz más que en aquel XVII tenebroso, el hombre tiene a Dios por un tranquilizador, un calmante que le permite, de otra parte, tener a la vida por escenario y campo de su actividad excitada, falsa, utilitarista, inmoral y endemoniada, entre otros deleznables aspectos con que la tiene. Y quien más ha de padecer (aunque el valium o el placidón y hasta la elemental aspirina, que son el Dios analgésico para su uso personal, le permiten vivir con la inconsciencia tranquila) es el judío, aunque tampoco el gentil está libre de ese padecimiento y por sobre todos el católico, que tiene en el Sermón de la Montaña una pieza de incalculable éxtasis y filosofía moral que lo ayuda a seguir adelante y adelante et ainai de suite con sus afrentas a los semejantes a quienes no ama como a sí mismo.

«Spinoza sigue siendo revolucionario hoy en día» —dice Jaime Barylko, doctor en el spinocismo como lo es en todas las demás materias— «para todos aquellos que continúen, y son muchos, haciendo de Dios una cómoda y fructífera idea sedante, mientras la vida como tal la manejan en términos más bien mefistofélicos o amorales. Para ellos el pensamiento de Spinoza es acusador y, por lo tanto, inadmisible (…) Movía los cimientos de la continuidad estática de la sociedad. Había que descartarlo. Y lo descartaron». Pues el judaísmo tiene por esencialidad, y al margen de contingencias y acaeceres, la tesis de que el hombre ha de vivir la praxis integral, que ha de ser Uno en todos los acaeceres y contingencias, que ha de ser el mismo ser —ética, verdad, justicia, amor— en todo cuanto haga, cuanto diga, cuanto se mueva, cuanto piense y cuanto ejecute. Si Moisés dijo «Santos seréis» no lo dijo para que el hombre lo sea en edificios especiales —un templo imponente o una sinagoga de barrio— en días especiales y en actos especiales y luego viva con absoluto encogimiento de hombros y total exclusión y prescindencia del «santos seréis» y desenvuelva sus actos desentendido de ese rigor de los actos especiales en días especiales y en edificios especiales. Es lo cierto que el hombre puede pecar y después ayunar y pedir perdón y comprar la paz interior dando una limosna, pero también lo cierto es que el Señor le ha pedido que no peque. ¿Por qué ha de ser tan legítimo hacer lo que el hombre quiere y no ha de serlo hacer lo que quiere el Señor? Así se ve cómo Spinoza, alejado de la sinagoga y de la grey judía, no se alejó ni del judaísmo ni de la admonición de Moisés ni de la exhortación de los profetas. Por el contrario —vuelvo a la autoridad tan pedagógica como seductora de Jaime Barylko— «volcó esa inspiración en términos de filosofía racional, plenamente compartida por un movimiento tan ortodoxo, como, por ejemplo, la Cábala».

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El fin de la vida de este ser que todo lo aromatizó y esclareció con la impecable crestomatía de su talento en ascuas es el comienzo de su inmortalidad: una simultaneidad de la Providencia que no toma sus determinaciones a ciegas. En 1677 el creador de la Ética sabe que en noviembre cumplirá cuarenta y cinco años, pero es un conocimiento insuficiente y erróneo, porque ignora que nueve meses antes se irá de este mundo más realista que filosófico y más deforme e inmoral que ético. Desde hacía 21 años sufría de una afección pulmonar, que la vida ordenada y con prudencia regimentada le permitían sobrevivir en una época en que esa enfermedad arrasaba con inexorable implacabilidad. Por esos días de febrero de aquel año, ni su hospedero ni los ocupantes del hospedaje en que vivía creían que muy pronto dejarían de ver a ese pensionista educado, suave, fino y refinado en sus hábitos. No podían imaginarlo porque el 22 de febrero, que era el sábado anterior al carnaval, cuando los ocupantes de la hostería regresaron a las cuatro de la tarde del sermón que habían ido a escuchar a la iglesia, Baruj Spinoza bajó de su cuarto y conversó con ellos preguntándoles sobre qué había versado la predicación del ministro de Dios (a quien no consideraba lo que bien se entiende por ministro). Luego se retiró a su habitación del segundo piso y se acostó temprano. A la mañana siguiente apareció un médico al que había hecho llamar. Encargó la compra de un gallo viejo y lo hirvieron para que a mediodía bebiese el caldo. Después de ese último mediodía de su vida el médico, de quien sólo se conocen sus iniciales, L.M., quedó a solas con el filósofo. Los posaderos, que habían salido, al regresar supieron con sorpresa que a las tres de la tarde Barúj Spinoza había expirado en presencia del médico cuyos nombres se desconocen. L.M. volvió a Amsterdam sin ocuparse para nada del difunto. Se había apoderado de un ducado de plata y un poco de dinero que había sobre la mesa, así como de un cuchillo con mango de plata. El cuerpo fue conducido al cementerio el 25 de febrero y el sepelio se hizo en la nueva iglesita de la orilla del apacible Spuy. Rebeca Spinoza se presentó como heredera: el patrimonio consistía en libros, algunos grabados y estampas, varios trozos de cristal e instrumentos para pulirlos, alguna ropa, cinco pañuelos, dos cortinas rojas, una colcha y un pequeño cobertor de cama y dos hebillas de plata. Todo fue vendido por un total de 400 florines, que embolsó Rebeca en el único acto fraternal que tuvo hacia su hermano. El ilustre muerto tenía 44 años, 2 meses y 27 días de vida, pero había vivido un siglo. Es una de las mentalidades milagrosas de la historia de la humanidad y una de las sensibilidades más delicadas que hayan existido, y comparte la excepcionalidad, la excepcionalísima sobrenaturalidad con los eviternos antes nombrados, Shakespeare, Dostoievski, el rey David, Einstein, Proust, Baudelaire, Mozart, Buber, Miguel Angel, Leonardo. . . No nos aflijamos demasiado porque no haya habido otros como él, exceptuando aquellos excepcionales colactáneos espíritu-intelectuales.
Podemos resignarnos ateniéndonos a sus propias palabras de los últimos párrafos de la Ética: Todo lo excelso es tan difícil como raro».

Hay en nuestros labios una plegaria, en nuestro pensamiento un cariñoso recuerdo, y en nuestros ojos una lágrima; y en suma, un ruego al Altísimo porque eche sobre ese ser prodigiosamente inteligente y sensible, y predilecto de todos los dolores, una bendición henchida de ternura y protección. El autor de este trabajo incompleto y deficiente lo ha recordado, lo ha evocado con amor y respeto, y al lector le agradece que lo haya acompañado en la evocación.