Coloquio

Edición Nº22 - Octubre 1989

Ed. Nº22: Recuento de cadáveres

Por Irving Louis Horowitz

o la tétrica ciencia del terror autorizado

En el estudio amargo -denominado «científico»- del terror auspiciado por el Estado para la destrucción masiva de seres humanos, pocos factores han sido tan expresivos, o tan disputados, como las cifras secas. La prueba de que estamos ante un genocidio se refiere, al fin y al cabo, al recuento de los cadáveres de víctimas mudas cuyos restos atestiguan la tragedia de la que fueron parte, a veces queriéndolo y otras involuntariamente. Denomino al estudio del genocidio un ejercicio en el recuento de cadáveres: todo lo que sigue a continuación en este artículo también viene a ser una nota al pie de página de mi obra precedente1.

En números crudos, esta historia la relata la fuente de las matanzas en este siglo: los gobiernos han sido directamente responsables por la muerte de, en cifras redondas, 120 millones de personas, en tanto que la guerra (tanto la librada entre naciones como la civil) se anotó 35 millones de muertos. O sea que en este siglo, o más vale decir en los últimos 45 años, tres y media veces más de gente ha sido matada por sus propios gobiernos que por otros Estados en conflicto con el Estado propio2.

Otra colección de constataciones revela que de los 120 millones matados por sus propios gobiernos, más de 95 millones vivían en Estados comunistas, y otros 20 millones en Estados totalitarios no comunistas. De lo que estamos hablando no resulta marginal que haya ocurrido en este siglo XX, sino -y cada vez en mayor medida- ello es el factor mayor, y quizás en adelante el factor único, dado el riesgo creciente que implica librar guerras convencionales en este ambiente post-nuclear.

La importancia del recuento de cadáveres es, a la postre, algo tan reconocido por los perpetradores de actos sistemáticos de destrucción como por las víctimas que procuran resarcimiento moral y reconocimiento histórico. Es por esto que en cada gran genocidio, las autoridades gubernamentales responsables del mismo han discutido la cantidad de víctimas. Por más que sea, por cierto, espantoso determinar el valor cuantitativo de un genocidio mediante las cifras producidas, es evidente la necesidad de transformar tales cifras en una construcción teórica que tenga sentido, a fin de ayudarnos a apreciar las pavorosas potencialidades del asesinato auspiciado por el Estado.

Me agradaría examinar seguidamente el interés teórico que hay en estudiar las matanzas patrocinadas por el Estado y suministrar información práctica de cómo las cantidades de personas matadas afectan consideraciones al respecto3. Me voy a limitar a los siguientes conceptos, presentados en paridades:

1.    Formas naturales de catástrofe, distinguidas del asesinato social- mente sancionado;
2.    Matanza sistemática frente a la accidental o a la asistemática;
3.    Distinción entre el genocidio y la guerra;
4.    El asesinato legalizado por el Estado en contraste con el terrorismo fuera de la ley; y
5.    El recuento real de cadáveres, distinguido de las agresiones simbólicas o culturales.

No estoy haciendo uso del maniqueísmo, ni contrastando lo bueno de lo malo. El propósito que me anima es explorar distinciones significativas de gradación en la autoridad ejercida por los Estados, que vayan del gris claro al negro retinto.

Estas cinco paridades en manera alguna agotan las formas de apreciar las cifras genocídicas, pero consideradas como un conjunto sirven para suministrar guías teóricas a fin de encarar, y finalmente resolver, cuestiones de larga data en la evolución de los estudios sociales. Esto podría ser considerado una recompensa bien magra por el cruel castigo infligido a millones de seres humanos, pero en tanto que la investigación sociológica pueda dar bases para inferir señales anticipadas de advertencia, y ayude a prevenir futuras mutilaciones y sangrías, constituye por lo menos una útil plataforma de partida4.

Quedan serios obstáculos para incorporar al estudio del genocidio como parte del núcleo, antes que de la periferia, de la investigación en sociología política. Los problemas cualitativos no pueden pasarse por alto como si tal cosa. Por ejemplo, cómo se distingue entre el terrorismo de Estado, el terrorismo cuasi patrocinado por el Estado y ejercido por ejércitos privados como los Ton Ton Macoutes en Haití, y las formas antiestatales de terrorismo como las practicadas por la banda Bader-Meinhoff en Alemania, o las Brigadas Rojas de Italia y Japón, o incontables agrupaciones e individuos de todas partes. Literalmente hablando, miles de grupos están operando fuera de la ley y dentro de códigos morales que no procuran nada que sea menos que la transformación radical de la civilización, y en caso de que fracasara tal objetivo, la destrucción de la civilización5.

El terrorismo es una técnica al alcance de todos y al parecer utilizada por todos. Hay grupos armenios que se oponen a grupos turcos, alianzas anticomunistas contra guerrillas dominadas por los comunistas, organizaciones afganas y brigadas judías, facciones prochinas y proalbanesas dentro de grupos comunistas, grupos religiosos y laicos en el seno del mundo árabe. Al revés de las condiciones genocídicas, el terrorismo frecuentemente involucra un extraño equilibrio entre fuerzas extragubernamentales; equilibrio que impide las «soluciones finales».

En este siglo el terrorismo se ha convertido en una norma básica, realmente una forma de combate político recurriendo a métodos militares y extralegales. Habiéndose percatado de esto el observador, toda esta pluralidad de grupos terroristas asegura una extraña democracia del caño humeante. En un corolario muy final, el pluralismo de los extremos convierte en improbable el triunfo de uno cualquiera de los grupos involucrados e impide que cualquier individuo llegue a movilizar un Estado para emprender la destrucción que acarrea el genocidio. Esto es lo que distingue la época actual del período anterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando tuvo lugar una concentración de armas, y también de conspiraciones, en comparativamente pocas manos6.

Por otra parte, a veces se justifica el terrorismo como la defensa del presente, del Estado como tal. Emisarios de Turquía, por ejemplo, aducen constantemente este argumento cuando rechazan la protesta de que los armenios fueron simplemente unos peligrosos secesionistas. Otra faceta que debe tenerse en cuenta es la «estiba conjunta» numérica de todos los caídos, de modo tal que es imposible distinguir entre los que verdaderamente han sido víctimas de una matanza genocida y los que cayeron como resultado de la violencia bélica, como es el caso de la posición oficial de Nigeria respecto a la guerra civil (con Biafra) en los años sesenta, o la guerra de Afganistán en los ochenta.

El mero hecho de suministrar cifras cuantitativas no resuelve principalísimos problemas cualitativos. Sin embargo, el estudio estadístico del genocidio torna posible la resolución de algunas cuestiones de larga data para distinguir entre democracia y dictadura; cuestiones que han esperado largo tiempo la obtención de un indicador efectivo para que esta distinción pueda convertirse en una efectiva herramienta heurística para la investigación y el trazado de políticas.

Quizás sea sabio utilizar un enfoque diferente acerca de este novísimo ingreso a la lóbrega ciencia de la sociedad. Quizás sea lo más indicado que el genocidio sea considerado en términos de paridades de opuestos, o por lo menos de matices contrastantes. Podría ser esta la mejor manera de incorporar los horrores del siglo veinte al idioma corriente de las ciencias sociales, transformando así el estudio de la matanza masiva a manos del poder estatal, en un sistema de alarma temprana que advierta con antelación la posibilidad de que se produzcan sucesos tan desastrosos.

Distinguir lo natural de lo social

El primer punto -quizás demasiado obvio- que hay que tener en cuenta en el estudio del genocidio, es que el mismo difiere, en clase y naturaleza, del estudio de las plagas naturales. La difusión de la peste bubónica, o Peste Negra, en los siglos XIV y XV en Europa, fue catastrófica según todos los parámetros de evaluación. Entre los años 1346 y 1350, se considera que esta enfermedad puso punto final al aumento de población que había caracterizado hasta entonces a la sociedad europea de la Edad Media tardía. En dicho período cuatrienal Europa perdió, en números redondos, veinte millones de vidas humanas a causa de «La Gran Muerte» o «La Pestilencia», la cual fue aparentemente contagiada por pulgas procedentes de roedores, desde Asia a toda Europa.

Si bien las causas reales de la plaga permanecieron virtualmente desconocidas hasta casi el comienzo del siglo XX, se ofrecieron -con todo- diversas explicaciones patológicas. Las mismas se concentraron en el castigo acarreado por pecados y transgresiones. Las causas naturales o patógenas de la plaga revestían para la población una causalidad sobrenatural, puesto que interpretaban que fuerzas mayores y misteriosas se habían aliado contra la especie humana en su conjunto, la cual era castigada de una forma evidentemente uniforme, por lo que la plaga requería ser conjurada de una manera también uniforme. Los viajeros eran sometidos a la cuarentena, los forasteros condenados al ostracismo y los navegantes derivados a otros puertos. Pero las bases naturales o sobrenaturales de la plaga no generaron luchas entre pueblos.

En el caso del genocidio -y una vez más, advertimos el riesgo de analizar lo que es obvio- la fuente de la matanza masiva se sabe que es social, vale decir, se trata de la liquidación de seres humanos por otros seres humanos. Como resultado, la consecuencia divisionista del genocidio contrasta marcadamente con el carácter unificador de las plagas bubónicas. En los campos de concentración, los que debían perecer eran diabólicamente yuxtapuestos con los que iban a vivir. El genocidio era selectivo y sistemático, no casual ni irregular. Los seres humanos seleccionados para ser matados eran elegidos «antropológicamente», como les gustaba decir a los nazis: en base a su religión, etnicidad, raza u otras características que se les adscribía. Esta era una invención radicalmente diferente, y bien del siglo XX, en contraste con las plagas, las cuales no eran en absoluto una invención sino una serie de catástrofes no planificadas.

Antes de apartarnos de este tema de la distinción entre lo natural y lo social, es importante que nos recordemos a nosotros mismos las continuidades de la vida. Este tópico, tan brillante cuan bellamente expuesto por la finada Loren Eiseley7, ha degenerado a veces en un panteísmo místico autodestructivo. Pero en su forma más pura, se trata de la percepción de que todo lo que tiene vida posee bases comunes y comunes orígenes, por lo que merece nuestro respeto. Anteriormente a esto, se debatía sobre los niveles de vida y su valor, o si la especie humana es el coronamiento de otras formas de vida – como sostenía Darwin-. Pero esos debates ahora se han acallado, para transformarse en otro tipo de especulaciones. En este sentido, el surgimiento de la sociobiología constituye un poderoso instrumento para sensibilizar a la raza humana sobre su continuidad con el medio ambiente natural. Pero esto queda como una advertencia. Las discontinuidades entre lo biológico y lo social siguen constituyendo la plataforma para distinguir entre las plagas naturales y artificiales. Estas últimas son los genocidios, que son desatados por la voluntad humana.

Distinguir el Holocausto de los genocidios

Un debate sumamente irritativo y enconado involucra a los que reclaman el status de ser víctimas del Holocausto8. Para empezar con el tema ¿Por qué esto es una fuente de conflictos? Quizás la respuesta esté en la percepción de que, incluso en las diversas categorías de genocidios, hay gradaciones de horror. Cada grupo victimizado desea reclamar para sí el lauro máximo. Una revisión de la situación en Polonia bajo la ocupación alemana podría arrojar algo de luz a la distinción entre genocidio y el Holocausto.

Entre 1939 y 1945 unos tres millones de polacos no judíos, alrededor del 10 por ciento de la población, fueron asesinados por los nazis. Durante ese mismo período tres millones de judíos que habitaban en Polonia fueron también aniquilados, sumando entre el 90 y 95 por ciento de la población judía polaca. El hecho de que, en cifras crudas, tanto judíos como polacos perdieron cada uno 3.000.000 de vidas, disimula otro hecho: que la nación polaca, y el 90 por ciento de los polacos, sobrevivieron la guerra, en tanto que la comunidad judía de Polonia fue erradicada. Y el pequeño número de judíos que sobrevivieron al nazismo en Polonia, no sobrevivieron las subsiguientes oleadas de represión comunista en ese país.

Lucy Dawidowicz9 ha comentado este ejemplo estremecedor de un Holocausto y un genocidio que se produjeron al mismo tiempo en el mismo país. Lo redactó sin ambages, de la siguiente manera:

Por más que los polacos sufrieron bajo la ocupación alemana -y sufrieron mucho- su situación no fue comparable a la de los judíos. Los judíos eran una minoría nacional de tres millones; los polacos, la mayoría do más do treinta millones. Los judíos, antes de ser asesinados, fueron encerrados en ghettos, privados de su libertad de movimiento; a los polacos se los concedió un mínimo do autogobierno y de movilidad dentro de sus lugares de residencia. Los judíos eran sistemáticamente hambreados, los polacos estaban desnutridos. A los judíos se les negaba, además, asistencia módica y medicinas. Los judíos carecían de equipos militares, en tanto que el Ejército Patrio Polaco, clandestino, contaba con considerables reservas de materiales.

Para decirlo brevemente: los alemanes condenaron a los polacos a la servidumbre y la esclavitud, en tanto que condenaron a los judíos al exterminio10.

En el Holocausto perpetrado por los nazis, vimos la presencia definida de un comportamiento racista y con ánimo aniquilador dirigido específicamente contra los judíos. Este status de parias estuvo ausente incluso en genocidios tan diabólicos y amplios como el perpetrado contra el pueblo armenio. Los analistas armenios mismos han trazado una distinción entre un esfuerzo exterminatorio, como el producido contra los judíos, y «un esfuerzo pronunciado de mezclar la sangre armenia en la integración genética de la nueva y homogeneizada nación turca»11. Tales objetivos turcos y la acción tardía de los nazis en procura de integrar a polacos «de aspecto ario» en la hegemonía pangermana, denotan tradicionales esfuerzos de la clase dominante para convertir a los infieles y paganos, y la utilización de la matanza selectiva como modo de intimidación y persuasión.

Tanto en el caso armenio como en el polaco, estamos enfrentándonos a tragedias terribles, pero el hecho de que hubo poco racismo respecto a ellos en la ideología que autorizó y legitimó la liquidación de grandes porciones de ambos pueblos, suscita nuevamente la necesidad de un análisis que nos permita condenar todas las formas de tortura y acaso —distinguiendo cuidadosamente, empero— al Holocausto del genocidio; e incluso a los pogroms profusos y agresiones selectivas sobre un grupo minoritario por parte de un sistema mayoritario, de la destrucción colectiva de un pueblo entero que se conoce como genocidio.

Disponemos de un conjunto de paridades de continuums: la Historia no marcha en línea recta del genocidio a la civilidad, del asesinato patrocinado por el Estado a la imposición de límites al Estado por parte de sus ciudadanos. En vez de eso, se producen circunstancias, incluso en la nación más desarrollada, en las cuales hay que trazar la distinción entre el asesinato colectivo y total de una población, y entre el asesinato selectivo y parcial de una población sojuzgada. Por más tétrica que sea esta distinción, no hacerla causaría una reprochable mala interpretación de la Historia, en no menor medida que un profundo error, por parte del análisis social, de las fuentes del genocidio.

Distinguir el genocidio de la lucha militar

Cada vez más se está desarrollando un consenso de que el genocidio es al suicidio lo que la guerra es al asesinato. O sea que el genocidio es una herida infligida por el Estado a sus propios ciudadanos, en tanto que la lucha armada es la defensa del Estado contra invasores externos cuando es defensiva, o en el caso de ser ofensiva priva el intento de eliminar enemigos externos o procurar ventajas a través de la derrota de los mismos.

Otra manera de formular esta cuestión, consiste en ver al genocidio como una forma avanzada de terrorismo de Estado; una manipulación premeditada de las élites dentro de una sociedad para mantener o acrecentar su poder, contra un grupo también situado en el seno del mismo Estado que sea visualizado como una amenaza. Aquellos Estados que adolecen de largas historias de represión interna tienden a ser los mismos que en tiempos modernos han mostrado pautas genocídicas. Las tradiciones de la Rusia zarista fueron continuadas y refinadas, antes que canceladas, bajo la jefatura stalinista en la Unión Soviética; lo mismo puede decirse, aunque en grado menor, de lo que sucedió durante la transición del Imperio Otomano a la República Turca.
Es importante señalar que las guerras son hechas por un pueblo contra otro pueblo. Estados democráticos y liberales hacen de la guerra un instrumento de la política exterior, en grado no menor que aquellos otros Estados que son represores o totalitarios. Por cierto que han sido libradas guerras entre Estados democráticos y autoritarios duran te el siglo XX. Y si bien no se trata de una simple lucha entre el Bien y el Mal, el hecho es que la guerra es un recurso de todas las clases de sistemas sociales. Pero el genocidio define a un sistema social particular: el sistema totalitario.

Los conflictos civiles generan frecuentemente ambigüedades morales en los observadores de afuera. Luchas endémicas dentro de una nación, a veces se extienden a proporciones tan extraordinarias que brotan acusaciones de que se está perpetrando genocidio. Podemos recordar lo sucedido en la guerra civil nigeriana, en la cual la lucha intestina entre los pueblos hausa e ibo degeneró a características genocídicas. Algunos han calculado que en aquella lucha perecieron tres millones de personas y reprochan la indiferencia de las naciones avanzadas y la hipocresía de las Naciones Unidas12. Pero sigue en pie el hecho de que se trató de una guerra civil transformada en el esfuerzo sistemático para destruir a un pueblo. Es posible rememorar el autogenocidio que tuvo lugar en Camboya bajo el dominio del Khmer Rojo, una categoría similar de horror nacional que actuó en nombre de la liberación nacional.

Poco después de la caída de Biafra en 1970, principió un modesto esfuerzo de ayuda. Lo que encontraron allá los que fueron a brindar auxilio señala los límites más extremos de la guerra y las etapas iniciales de un genocidio: de los 5.800.000 ibos que quedaban, se calculó que 970.000 sufrían de edemas, marasmo o «kwashiorkor». Cerca de la tercera parte de los niños biafranos tenían señales de desnutrición, y éstos tenían que considerarse muy afortunados. Ya era demasiado tarde para el millón de ibos que se estimaba habían muerto, en parte como resultado del bloqueo dispuesto por el gobierno de Nigeria a la ayuda humanitaria mientras duró la guerra.

Las reglas de guerra en las naciones avanzadas, se toman en mofa cuando se hace la guerra sin reglas en las naciones subdesarrolladas. Ciertamente que el nivel de desarrollo social y económico de una nación se extiende a la forma en que la misma lleva adelante sus conflictos armados. Cuando una sociedad tiene reglas de combate firmes y claras, entonces la distinción entre lo civil y lo militar es mucho más evidente que en esas otras regiones del mundo donde no rigen tales parámetros.

Distinguir el asesinato patrocinado por el Estado de todas las otras formas de violencia provenientes del Estado y de la misantropía.

Quizás la categoría más difícil de analizar de las que se le presentan al analista del genocidio, corresponde a las formas de agresión patrocinadas por el Estado que no alcanzan a la categoría de matanza colectiva, aunque sin estar demasiado lejos. La deportación es un ejemplo. Una acusación que generalmente hacen los que estudian el genocidio armenio, es que la deportación en masa de armenios dispuesta por los turcos, al erradicarlos de sus raíces culturales y geográficas, fue en realidad una forma demorada de genocidio, puesto que los armenios, al ser exiliados, no pudieron recrear su sociedad o cultura de una forma útil para la sucesión generacional13. La dificultad que presenta esta argumentación es que, por más sórdida, brutal y difícil que es la vida del desterrado, no se le ha infligido una desmembración física. Esta ausencia es esencial: los «beys» turcos, como los condes zaristas, eran más crueles y malignos que lo que se pueda expresar cogí palabras, pero los armenios sobrevivieron como pueblo, como lo hicieron los judíos en el Imperio Ruso precomunista.

Un ejemplo más dramático lo constituye la experiencia reciente de los kurdos, un pueblo al cual Turquía, Irán, Irak y Siria trataron todos ellos de asimilarlo, aunque sin lograrlo. En la década actual los iraquíes han sido probablemente los más salvajes: unos 300.000 kurdos fueron deportados a la fuerza de sus regiones montañosas y reasentados en los desiertos del sur14. Esta política de arabización se extendió a la división de las tierras de propiedad kurda y finalmente a la destrucción lisa y llana de las aldeas kurdas. Cuando todo eso no logró dispersar la identidad kurda como un pueblo per se, se arrasaron 3.500 de las 5.000 aldeas de los kurdos, y se utilizaron contra ellos armas químicas. Se calcula que 100.000 kurdos murieron en tanto 500.000 fueron «reubicados».

El nivel de atrocidad infligida a los kurdos es sistemático y brutal, involucrando la pérdida de una gran cantidad de vidas, la forzada asimilación de personas a nuevas regiones a las que no están habituados, y todos y cada uno de los horrores adicionales que puedan ser aducidos. Ante tamaña tragedia y evidencia de destrucción, las Naciones Unidas fueron incapaces siquiera de aprobar una resolución sobre la ilegitimidad del empleo de armas químicas. Y con todo, sin atrevemos a efectuar una evaluación moral de quienes han sufrido más, queda vigente el hecho de que el pueblo kurdo ha sobrevivido como pueblo. La cuestión de haber «amnistiado» a los kurdos puede ser una postura, vil, hipócrita por parte de Irak, pero el simple hecho de que se les ofreció esa «amnistía» revela la ausencia de un programa de genocidio para aniquilar por completo a un pueblo hasta entonces vigoroso.

Un estudioso del genocidio africano, ha recientemente introducido la noción de «genocidio selectivo», examinando específicamente el tratamiento propinado a los hutus por el pueblo tutsi en Burundi15. Se estima que en 1972 fueron muertos 100.000 hutus en retribución al esfuerzo emprendido por éstos para compartir el poder en el gobierno dominado por los tutsis. Y una vez más, en 1988, cuando estalló una pugna local entre aldeanos tutsis y hutus, y la misma erupcionó en una «pueblada» muy extendida para defenestrar a un alcalde, el ejército de Burundi entró en acción y le disparó a todo hutu que estuviera a la vista. Los cálculos de la cantidad de hutus muertos en esos incidentes oscilan entre 5.000 y 20.000, más otros 40.000 que huyeron a la vecina Rwanda. Y otra vez más, esto fue saludado con un silencio colosal por parte de las organizaciones mundiales que supuestamente supervisan la ley y el orden en el planeta.

Pero calificar de genocidio a esta agresión contra el pueblo hutu, resulta tan problemático como utilizar la palabra genocidio en lo que atañe a la masacre del pueblo kurdo. Pese a la brutalidad y salvajismo con que se lo trató, el pueblo hutu sobrevive, y el régimen dominante niega terminantemente que haya hecho o haga cualquier esfuerzo sistemático conducente a la destrucción total de un pueblo entero. En este sentido, la utilización de términos tales como genocidio selectivo, como la noción de genocidio cultural, constituyen esencialmente un recurso emotivo para protestar enérgicamente por el carácter especial de la matanza masiva, quizá para resaltar la clase de horrores que han experimentado esos pueblos frecuentemente descuidados por la opinión mundial.

Quizás sea terriblemente duro efectuar semejantes distinciones «quirúrgicas» entre variedades de dar muerte y variedades de crueldad. Pero este es, precisamente, el desafío que tienen que enfrentar los investigadores sociales cuando estudian el fenómeno del genocidio. Ciertamente que tan meticulosas distinciones no se hacen precisamente para elegir entre formas de maldad, sino para evaluar las consecuencias que esas maldades van a causar. Como dijo Goethe, en el mundo real las opciones que uno hace no son tanto entra el bien y el mal, sino entre las distintas formas del mal. Y el estudio de tales formas muestra qué es lo que separa a la muerte -el máximo castigo que no permite retribución ni corrección- de todas las otras formas de victimiza- aún en las cuales (al menos en teoría) es posible la recuperación, si no la retribución.

Habrán honradas divergencias de opinión, y un debate continuo, sobre conceptos tales como gradaciones de genocidio, así como para distinguir el genocidio de otras formas de agresión estatal contra la dignidad y la tranquilidad de los seres humanos. Pero más allá del intercambio de opiniones producido en esos debates, es posible que emerja de ellos una honesta ciencia social, dotada en una mano del poder de efectuar un análisis cuantitativo y en la otra de la fuerza del juicio moral. Esta es, precisamente, la promesa que surge del amplio estudio del genocidio que ahora se está efectuando en muchos países y muchos contextos16. Otorga poca paz interior saber que la teoría social está desarrollando conceptos tales como la mensuración de las muertes comparada con las formas de infligir sufrimientos. Pero esto no niega la responsabilidad que tienen las ciencias sociales en unir fuerzas para combinar lo mejor de las tradiciones de estudio libres de valoraciones, con visualizaciones valorativas respecto del genocidio.

Distinguir entre el genocidio real y el genocidio simbólico

En lo que atañe a quienes educan a otros acerca del significado del Holocausto y del genocidio en general, es necesario que eviten abaratar todo este tópico trágico expandiendo su acepción para incluir la persecución cultural o el castigo infligido a personas individuales seleccionadas, incluso si las mismas representan simbólicamente a poblaciones enteras. El linchamiento de negros en el período de la «Reconstrucción» estadounidense después de la Guerra Civil, fue terrible. Pero incluso durante sus peores proporciones epidémicas, justo antes de la Primera Guerra Mundial, sus víctimas pueden contarse en centenares por año. La mayoría de la población negra sufrió represión y discriminación, pero no fue liquidada sumariamente. En el fondo, ésta es la distinción esencial que hay que hacer entre un Estado democrático como Estados Unidos y otro totalitario como Alemania nazi.

En forma similar, hay que distinguir también entre, por ejemplo, exilio y muerte. El embarque de cubanos centrado en el puerto de Mariel trajo 125.000 cubanos a Estados Unidos. Este fue un episodio trágico de la vida de Cuba, pero de ninguna manera un episodio desastroso para las vidas de los cubanos. Esta distinción es importante por sus consecuencias posteriores al exilia En forma similar, bien puede ser cierto que los coreanos fueron utilizados como mano de obra esclava y sistemáticamente despojados de su cultura por la ocupación japonesa entre 1910 y 1945. Pero ese proceso también fue reversible y, a la postre, el resultado evidenció el fracaso de esa política. Y aquí hay que trazar nítidas distinciones no solamente respecto del grado de democracia de los regímenes sino, además, abocarse a comparar sistemas de gobierno político.

Esto resulta difícil de aceptar desde el punto de vista de la emotividad, pero es enormemente importante para lo empírico: los genocidios reales involucran muertes reales. Tales muertes no son reversibles mediante una rehabilitación póstuma, una declaración del partido o la asunción de una culpa colectiva. Hay sucesos definitivos que son tan finales como finitos. Lo que suele calificarse de genocidio simbólico, o genocidio cultural, haya sido sufrido por los irlandeses, los negros o los coreanos, es reversible. Sin embargo, la profunda atención que inspira el hecho mismo del genocidio, inspira anhelos de revertir los intentos para deteriorar o suprimir culturas.

O sea, como conclusión, que sería peligroso tanto como una afrenta a la sobriedad con que hay que encarar estos temas, mixturar la noción específica de genocidio en un discurso general sobre las flaquezas humanas. Hacer esto último equivale a equiparar a la pestilencia y otros desastres naturales que han diezmado poblaciones enteras, con las trágicas injurias que los humanos se propinan unos a otros. Para decirlo con menos palabras, eso sería trivializar y sentimentalizar el tópico del genocidio. La mayoría de las formas de explotación y matanza son trágicas pero también finitas; el paso del tiempo las corrige. Es la irreversibilidad del asesinato estatal lo que otorga al genocidio su única y pavorosa dimensión. Y el estudio del genocidio da a las ciencias sociales una herramienta para el análisis de sociedades enteras; herramienta que pone nuevamente a las ciencias sociales en contacto con el sentido común, para no mencionar a la gente común que dichas ciencias tan frecuentemente proclaman servir.

Distinguir lo colectivo de lo individual

Clave de la cualidad distintiva del genocidio es su naturaleza colectiva. Esto genera angustia cuando viene el momento de atribuir responsabilidades. Cuando se trata de comportamiento criminal y del castigo de criminales, se hace referencia a individuos que actúan por propia iniciativa, los que pueden ser sujetos a castigo. Esto no sucede con el genocidio. Porque el genocidio se vale de la fuerza de la ley no menos que del poder del Estado. Pese a los valientes esfuerzos de los Juicios de Nuremberg, siguen en pie una confusión y una ambigüedad en tomo al tema del genocidio, porque la liquidación de seres humanos se perpetra en nombre de la autoridad estatal y con sanción legal. Es por esto que los ejecutores del genocidio se liberan, en parte, de todo sentido de transgresión o culpa, precisamente por el carácter oficia] y la naturaleza colectiva del genocidio17. Su puesta en práctica es efectuada por fuerzas impersonales, que van en abanico desde la milicia especial a los cuerpos de ingenieros y técnicos.

La impotencia en identificar individuos específicos que perpetran dichos crímenes y sean punidos por los mismos, constituye una característica básica de los panoramas genocídicos. Un problema adicional está dado por la carencia, frecuentemente producida, de identificar individuos que hayan evadido el castigo y el posible juicio moral. En las sociedades democráticas el concepto mismo de culpa colectiva no es admitido de buena gana. Ciertamente que el castigo penal individual por la comisión de delitos específicos, constituye la esencia misma de las sociedades democráticas. Los complejos problemas legales que suscita el genocidio, ponen en claro que el castigo de criminales de guerra no es la misma cosa que la atribución de responsabilidad por matanzas masivas. La diferenciación entre líderes nacionales, burócratas de nivel medio, técnicos que obedecen órdenes y población en general que acata las directivas, requiere la introducción de una esfera enteramente nueva en el Derecho que todavía está por venir, a casi medio siglo después del Holocausto.

En el estudio que hizo Raúl Hilberg sobre cómo el sistema ferroviario alemán fue movilizado para transportar judíos a su exterminio, se evidencia que toda la dotación técnica de obreros del riel, oficinistas y pasajeros civiles de los trenes, debieron estar enterados del cargamento humano de referencia18. ¿Cómo puede encararse la punición penal de todos los que estuvieron involucrados de una u otra manera en el transporte de seres humanos para ser asesinados? El carácter masivo de este operativo y los millones de víctimas que facilitó, hacen de este problema de la existencia de enormes cantidades de transgresores, una preocupación central, pero que no tiene solución.

El derecho occidental está basado en el castigo personal por hechos específicos. La moral occidental está igualmente construida en torno a códigos de conducta internalizados individualmente. Lo que sigue podría constituir una simplificación excesiva, pero uno de los aspectos más interesantes (si es posible atreverse a utilizar este calificativo al tratar semejante tema) del estudio del genocidio, es descubrir que cierta gente puede transgredir la ley y escapar no solamente a la punición, sino incluso a los sentimientos de culpa por lo que cometieron. Cómo el comportamiento individual se traslada al comportamiento colectivo, cómo la administración pública se ocupa de la ejecución de una matanza legal, es el objetivo del estudio avanzado de los aspectos sociológico y psicológico del genocidio en este siglo.

En esta unidad esencial del comportamiento humano, yo evoco las reflexiones que formuló Jane Goodall sobre el tratamiento histórico que los seres humanos han propinado al chimpancé, el primate que de todo el reino animal es lo más cercano, en términos genéticos, al hombre. Refiriéndose a los seres humanos responsables de los chimpancés utilizados en experimentos científicos, ella escribió lo siguiente:

Son víctimas de un sistema que fue establecido mucho antes de que fueran comprendidas las habilidades cognoscitivas y las necesidades emocionales de los chimpancés. Los nuevos empleados contratados para participar en esas actividades, quo ingresaban dotados de una medida normal de compasión, se conmocionaban por lo que veían hacer. Y fue así que muchos de ellos renunciaron a tales empleos, incapaces de soportar los sufrimientos quo infligían a los animales y sientiéndose imposibilitados de ayudarlos. Pero otros se quedaron, y gradualmente fueron aceptando el ejercicio de la crueldad, creyendo que la misma es parte inevitable de la lucha para reducir el sufrimiento humano19.

Similarmente, los actos de genocidio pueden ser cometidos con la convicción de que se hace lo que se hace para liberar de enemigos al Estado, para purificar a la sociedad. La puesta en marcha del aparato de la muerte es un continuum, igual que la vida misma también lo es. Los propinadores de la muerte no se consideran a sí mismos involucrados en acciones personales perversas, sino creen ser partícipes de una misión en pro del bienestar colectivo. Esta es la ironía final legada por los médicos nazis que atormentaron a sus víctimas judías. Incluso en los casos en que fueron acometidos por dudas personales, las acallaban racionalizando su suposición de que lo que estaban haciendo acarrearía beneficios para la salud de los que estaban destinados a vivir.

No hace falta entablar un debate sobre la vivisección para comprender la vinculación de todos los seres vivientes entre sí. La dislocación entre medios y fines, entre el empleo de crueldad, tortura, mutilaciones y matanza con el objetivo supuestamente noble de plasmar una sociedad supuestamente buena, es la raíz del arrebatamiento arbitrario de la vida humana. Los métodos para ello son muchos, algunos de los cuales han sido considerados en este trabajo. Pero yo creo ahora firmemente que la raíz, el objetivo, es singular.

Si esto es así, pues entonces pudiéramos estar en los umbrales de una comprensión fundamental del comportamiento humano, que ha sido el objetivo de la investigación desde que la misma ha comenzado. Que haya tenido que transcurrir un siglo de genocidios para ubicar los manantiales de una teoría genera] integrada, constituye un precio trágico y terriblemente alto para adquirir conocimiento. Pero posiblemente esto es también la lección de la vida social: la lucha en pos del conocimiento se libra en el crisol de las acciones salvajes. La lucha por la preservación y extensión de la vida nos enseña que lo bueno no siempre es lo agradable. El estudio del genocidio es una confirmación dolorosa de semejante axioma. De las cenizas de la desesperación puede brotar la esperanza en una ciencia social mejor. Y quizás, también, en una sociedad mejor.

(Traducción del inglés: Pedro J. Olschansky)

Notas

* El presente trabajo es una versión preparada para su publicación, de una disertación intitulada «Arrebatando vidas y mensurando a la muerte: las ciencias sociales y el Holocausto». La presidió la Dra. Elisabeth Maxwell, y el autor la pronunció en el Instituto de Asuntos Judíos, de Londres, el 9 de marzo de 1989.
1 En mi trabajo anterior, Taking Lives: Genocide and State Pouter (Nueva Brunswick y Londres), trató de desarrollar una tipología de los sistemas estatales, desde el sistema libertario en un extremo al genocidio en el otro -con una gama de orden negociado que incluye, como características psicológico-sociales esenciales, la culpa, la vergüenza, la tolerancia y así sucesivamente. En la presente monografía mi trabajo está más precisamente enfocado en el desarrollo de un tipología de los sistemas estatales represivos- sistemas que permiten arrebatar vidas, desde las circunstancias sumamente selectivas -como sucede con la pena de muerte- a las categorías muy abarcativas, como acaece en el genocidio. También es un esfuerzo para apreciar que, incluso dentro de la idea de genocidio, hace falta examinar algunas profundas divergencias en los enfoques de la cuestión del terror de Estado.
2 R. J. Rummel, Deadlier than war*, Institute of Public Affairs Review, Vol. 41, N9 2, primavera 1985, págs. 24-30.
3 Mientras se ha producido, por parte de los partícipes en el estudio de las ciencias sociales, un importante corpus de escritos sobre el Holocausto y el genocidio, comparativamente poco se ha escrito sobre cómo cambia la estructura del trabajo en las ciencias sociales como resultado de tan fundamentales efectos de los sistemas genocídicos en las estructuras tecnológicas de las sociedades industriales. Ver Zygmunt Bauman, ‘Sociology after the Holocaust’, British Journal of Sociology, Vol. 39 N°4, diciembre de 1988, págs. 469-97.
4 Robert J. Lifton, The Nazi Doctors: Medical Killing and the Psichology of Genocide (Nueva York, 1986).
5 Edward F. Mickolus, Todd Sandler y Jean M. Murdock, International Terrorism in the 1980s: A Chronology of Events. Vol. 1:1980-83 (Ames, 1989).
6 Irving Louis Horowitz, The texture of terrorism: socialization, routinization and integration’ en Robert Sigal (ed.), Political Learning in Adulthood: Sourcebook of Theory and Research (Chicago, 1989), págs. 286-314.
7 ‘Silent bones and fallen kingdoms’, en Kenneth Hcucr (ed), The Lost Notebooks o fLoren Eiseley (Boston, 1987), págs. 20- 3.
8 Una extendida apreciación del Holocausto es la de quo «fue parte de una ideología sincrética que combinó aspectos clave de conservadorismo, reacción y fascismo». Si bien tal punto de vista, que con tanta habilidad plantó Arno Mayer en Why Did the Heavens not Darken: The ‘Final Solution’ in History (Nueva York, 1988), pág. 449, tiene un atractivo prima facie, tiende empero a desdibujar algunos elementos críticos: el rol específico de los judíos en la Historia mucho antes de que se emprendiera una «Solución Final»; el empleo de antisemitismo y racismo por parte de comunistas en no menor grado que los regímenes fascistas; y, por último, la existencia do regímenes fascistas que no se aventuraron en la «Solución Final». Todos estos temas han sido tratados en Taking Lives.
9 Lucy S. Dawidowicz, The War Against the Jews: 1933-45 (Nueva York, 1975), págs. 150-66.
10 Iwona Irwin Zarccka, Neutralizing Memory: The Jew in Contemporary Poland (Nueva Brunswick y Oxford, 1988).
11 Vahaku N. Dadrian, The role of Turkish physicians in the World War I genocide of Armenians’, Holocaust and Genocide Studies, Vol. 1, N° 2,1986, págs. 169- 92.
12 Dan Jacobs, The Brutality of Nations (Now York, 1987).
13 Vahaku N. Dadrian, The Naim-Andonian documents of the World War I destruction of Ottoman Armenians*, the anatomy of a genocide’, International Journal of Middle East Studies, Vol. 18, N° 3, págs. 311-59.
14 Vera B. Secdopour, Irak attacks to destroy the Kurds’, The Institute for the Study of Genocide Newsletter, Vol. 1, N° 2, otoño do 1982, págs. 2-11.
15 Rene Lemarchand, Selective Genocide in Burundi (Londres 1974).
16 Barbara Hardy Ted Robert Gurr, ‘Genocides and politicides since 1945: evidence and anticipation’, Internet on the Holocaust and Genocide, N° 13, diciembre de 1987.
17 Ted Robert Gurr, «Persisting patterns of repression and rebellion: foundations for a general theory of political coercion’ en Margaret P. Korns (od.), Persistent Patterns and Emergent Structures in Waning Century (Nueva York, 1988), pág. 149-68.
18 Raul Hilbcrg, ‘German railroads/Jewish souls’, Society, Vol. 4, N°2, noviembre-diciembre de 1976, págs. 60-74.
19 Jane Goodall, ‘A plea for chimps’, New York Times Magazine, 17 de mayo de 1987, págs. 108-20. Ver también su The Chimpanzees of Combe (Cambridge, Mass., 1986).