Coloquio

Edición Nº27 - Septiembre 2014

Ed. Nº27: Los judíos no judíos

Por Isaac Deutscher

Este ensayo se basa en una conferencia pronunciada en el Congreso Judío Mundial, durante la Semana del Libro Judío, en febrero de 1958.

Hay un viejo dicho en el Talmud, que dice: “El judío, aunque haya pecado, sigue siendo judío”. Mi pensamiento está, por supuesto, más allá de la idea de “pecar” o “no pecar”; pero este dicho me trae a la memoria un recuerdo de mi infancia que tal vez no es ajeno a este terna.

 

Recuerdo que, cuando de niño leía el Midrash, encontré una historia y la descripción de una escena que excitó mi imaginación. Era la historia del Rabino Meir, el gran santo y sabio, pilar de la ortodoxia mosaica, y co-autor de la Mishnah, que recibía lecciones de teología de un hereje, Elisha ben Abiyuh, llamado Akher (El Extranjero). Cierta vez, en un Sábado, el Rabino Meir estaba con su maestro, y como de costumbre se trenzaron en una profunda discusión. El hereje montaba un burro, y el Rabino Meir, como no podía cabalgar en Sábado caminaba a su lado y escuchaba tan atentamente las sabias palabras que salían de sus heréticos labios, que no advirtió que él y su maestro habían alcanzado el límite ritual que los judíos tenían prohibido cruzar en Sábado. El gran hereje miró a su ortodoxo alumno y dijo: “Mira, hemos alcanzado el límite; debemos separarnos; no debes acompañarme más lejos: ¡regresa!” El Rabino Meir regresó a la comunidad judía, mientras el hereje siguió cabalgando más allá de los límites de Judea.

Había detalles suficientes en esta escena como para confundir a un niño judío ortodoxo. ¿Por qué —me preguntaba— el Rabino Meir, luz rectora de la ortodoxia, tomaba sus lecciones de un hereje? ¿Por qué le demostraba tanto afecto? ¿Por qué lo defendió frente a otros rabinos? Mi corazón, parece, estaba con el hereje. ¿Quién era? Parecía estar en el judaísmo y también fuera de él. Demostraba un curioso respeto hacia la ortodoxia de su alumno cuando lo envió de vuelta con los judíos en el Sábado Sagrado; pero él, por su parte, cabalgó más allá de los límites, sin observar el canon y el ritual. Cuando tenía trece años, o quizás catorce, comencé a escribir una obra de teatro acerca de Akher y el Rabino Meir, y traté de descubrir algo más sobre el carácter de Akher. ¿Qué le hizo trascender el judaísmo? ¿Era un agnóstico? ¿Era adherente a alguna otra escuela filosófica griega o romana? No pude encontrar las respuestas, y no logré escribir más que el primer acto.

El judío hereje que trasciende el judaísmo pertenece a la tradición judía. Se puede considerar a Akher como el prototipo de los grandes revolucionarios del pensamiento moderno: Spinoza, Heine, Marx, Rosa Luxemburgo, Trotsky y Freud. Ellos si se quiere, pueden ser ubicados en la tradición judía. Todos ellos fueron más allá de los límites del judaísmo. Lo encontraron demasiado estrecho, arcaico y limitado. Buscaron ideales y realizaciones que estaban más allá de sus límites, y por eso representan la esencia y la substancia de gran parte del pensamiento moderno, la esencia y la substancia del cambio más profundo que haya tenido lugar en la filosofía, sociología, economía y política durante los últimos tres siglos.

¿Tuvieron algo en común entre ellos? ¿Su gran influencia en el pensamiento de la humanidad se debió acaso a su especial “genio judío”? Yo no creo en el genio exclusivo de ninguna raza, y sin embargo pienso que en algunos aspectos eran realmente muy judíos. Ellos llevaban en sí mismos algo de la quinta esencia de la vida y del intelecto judío. Fueron a priori excepcionales en el hecho de que, como judíos, vivieron al margen de múltiples civilizaciones, religiones y culturas nacionales. Nacieron y crecieron en los límites de diversas épocas. Sus mentes maduraron donde se cruzaron y perfilaron las más variadas influencias culturales. Vivieron en los márgenes o en los escondrijos y hendiduras de sus respectivas naciones. Cada uno de ellos estaba dentro de la sociedad y sin embargo fuera de ella, fuera de ella y sin embargo dentro de ella. Esto les permitió elevar su pensamiento por encima de sus sociedades, de sus naciones, de sus épocas y generaciones, y proyectarse mentalmente hacia nuevos horizontes y lejos en el futuro.

Creo que fue un inglés protestante, biógrafo de Spinoza, quien dijo que sólo un judío pudo llevar a cabo un cambio tan profundo en la filosofía de su época como el realizado por Spinoza: un judío que no estuviera limitado por los dogmas de las Iglesias Cristiana, Católica y Protestante, ni por aquellos de la fe en la cual había nacido. Ni Descartes ni Leibnitz pudieron librarse en la misma medida de las trabas de la tradición escolástica medieval en la filosofía.

Spinoza se educó bajo las influencias de España, Holanda, Alemania, Inglaterra y la Italia del Renacimiento: todas las corrientes del pensamiento humano vigentes en esa época modelaron su espíritu. Su Holanda natal sufría las convulsiones de la revolución burguesa. Sus antepasados, antes de llegar a los Países Bajos, habían sido Maranim hispano-portugueses, cripto-judíos, en el fondo judíos, pero exteriormente cristianos, como lo fueron muchos judíos españoles a quienes la Inquisición había obligado a bautizarse. Después de llegar a los Países Bajos, los Spinoza se expusieron como judíos; pero, por supuesto, ni ellos ni sus descendientes más próximos fueron ajenos al clima intelectual de la cristiandad.

El mismo Spinoza, cuando comenzó a desarrollarse como pensador independiente e iniciador de la moderna crítica de la Biblia, percibió inmediatamente la principal contradicción del judaísmo, la contradicción entre un Dios monoteístico y universal y el lugar que éste ocupa en la religión judía: como un Dios ligado a un solo pueblo; la contradicción entre el Dios universal y su “pueblo elegido”. Sabemos lo que la materialización de esta contradicción significó para Spinoza: expulsión de la comunidad judía y excomunión. Tuvo que luchar contra el clero judío que, a pesar de haber sido uña víctima reciente de la Inquisición estaba contagiado por su espíritu. Después tuvo que enfrentar la hostilidad del clero católico y de los sacerdotes calvinistas. Toda su vida fue una lucha por superar las limitaciones de las religiones y culturas de su tiempo.

Entre los judíos de gran intelecto expuestos a la contradicción de varias religiones y culturas, algunos fueron atraídos en distintas direcciones por influencias y presiones contradictorias, hasta tal punto, que no lograron encontrar un equilibrio espiritual y fueron abatidos. Uno de ellos fue Uriel Acosta, anterior a Spinoza y su precursor. Muchas veces se rebeló contra el judaísmo; y muchas veces se retractó. Los rabinos lo excomulgaron repetidamente; y repetidamente se postró ante ellos en el piso de la sinagoga de Ámsterdam. Diferente de Acosta, Spinoza tuvo la suerte de poder armonizar las influencias en conflictos y de crear a partir de ellas una perspectiva más elevada del mundo y una filosofía integrada.

En casi todas las generaciones, en cualquier momento que el intelectual judío -ubicado en los puntos de intersección de varias culturas- lucha consigo mismo y con los problemas de su tiempo, encontramos alguno que, como Uriel, cae bajo el peso de esta carga, y otro que, como Spinoza, crea con ella las alas de su grandeza. Heine fue, en cierto sentido, el Uriel Acosta de una época posterior. Su relación con Marx, nieto intelectual de Spinoza, es comparable a la relación de Uriel Acosta con Spinoza.

Heine oscilaba entre el cristianismo y el judaísmo, y entre Francia y Alemania. En su Renania natal chocaban las influencias de la Revolución Francesa y del Imperio Napoleónico con las del viejo Sacro Imperio Romano Germánico. Él creció dentro de la órbita de la filosofía alemana clásica y del republicanismo francés; consideró a Kant como a un Robespierre y a Fichte como a un Napoleón en el reino del espíritu; y así los describe en los más profundos y emotivos pasajes de Zur Geschichte der Religion and Philosophie in Deutschland. En sus últimos años estuvo en contacto con el socialismo y el comunismo francés y alemán; y estudió a Marx con la misma admiración y simpatía aprehensiva que Acosta tuvo frente a Spinoza.

También Marx se educó en Renania. Como sus padres habían dejado de ser judíos, no luchó con la herencia judía como lo hizo Heine. Tanto más intensa fue su oposición al atraso social y espiritual de la Alemania de su época. Exiliado la mayor parte de su vida, su pensamiento fue influido por la filosofía alemana, el socialismo francés y la economía política inglesa. En ninguna otra mente de su época influencias tan diversas fructificaron en tal grado; Marx se elevó por encima de la filosofía alemana, del socialismo francés y de la economía política inglesa; absorbió lo mejor de cada una de estas tendencias y superó sus limitaciones.

Aproximándonos a nuestra época, encontramos a Rosa Luxemburgo, Trotsky y Freud, cada uno de los cuales se formó entre corrientes históricas convergentes. Rosa Luxemburgo fue una combinación única de los caracteres alemán, polaco y ruso con el temperamento judío; Trotsky fue alumno de una escuela secundaria luterana ruso-germana en la cosmopolita Odesa, ubicada en el límite del Imperio Greco-Ortodoxo de los Zares; la mente de Freud maduró en Viena, alejado del judaísmo y en oposición al clericalismo católico de la capital de los Habsburgos. Todos ellos tuvieron en común el hecho de que las condiciones en las cuales vivieron y trabajaron no les permitieron reconciliarse con ideas limitadas en el aspecto nacional o religioso, y los indujeron a la búsqueda de una Weltanschauung universal.

La ética de Spinoza no era la ética judía, sino la ética del hombre, en general, así como su Dios no era ya el Dios judío: su Dios, fundido con la naturaleza, derrama su identidad divina clara y distinta. Sin embargo, en cierto sentido, el Dios y la ética de Spinoza eran aún judíos, salvo que el suyo era el monoteísmo judío llevado hasta su conclusión lógica y el Dios universal judío llevado a su última conclusión; y una vez llevado a su última conclusión, ese Dios cesaba de ser judío.

Heine luchó con el judaísmo toda su vida; su actitud hacia él se caracterizó por su ambivalencia, llena de amor-odio u odio-amor. En este aspecto era inferior a Spinoza que, excomulgado por los judíos, no se hizo cristiano. Heine no tuvo la fortaleza de espíritu y de carácter de Spinoza; y vivió en una sociedad que aún en las primeras décadas del siglo XIX era más hostil que lo que había sido la sociedad holandesa en el siglo XVII. Al principio puso sus esperanzas en aquella pseudo-emancipación de los judíos, el ideal que Moisés Mendelssohn había expresado en las palabras: “Sé un judío dentro de tu casa y un hombre afuera de ella”. La timidez de ese ideal germano-judío era semejante al mezquino liberalismo de la, burguesía alemana: el alemán liberal era un “hombre libre” dentro de su casa y un allertreuster Untertane, (“el más fiel sujeto”) fuera de ella. Esto no podía satisfacer a Heine por mucho tiempo. Abandonó el judaísmo y se rindió al cristianismo. En su corazón no se reconcilió con el abandono y la conversión. Su rechazo de la ortodoxia judía aparece a través de toda su obra. Su Don Isaac dice al rabino von Bachrach: “No podría ser uno de ustedes. Me gusta mucho más vuestra cocina que vuestra religión. No, no podría ser uno de ustedes; y sospecho que aún en la mejor de las épocas, bajo el gobierno de nuestro rey David, en la mejor de vuestras épocas, me hubiera alejado de ustedes para ir a los templos de Asiria y Babilonia, llenos de amor y de alegría de vivir”. Sin embargo, fue un judío ardiente y resentido que en An Edom, había “gewaltig beschworen den tausendjükrigen Schmerz”.  

Marx, casi veinte años más joven, superó el problema que atormentó a Heine. Sólo una vez se refirió a él, en su juvenil y famosa Zur Judenfrage.  Era un rechazo abierto al judaísmo. Apologistas de la ortodoxia judía y del nacionalismo judío atacaron violentamente a Marx corno “antisemita” a causa de esta obra. Sin embargo, yo considero que Marx llegó a la raíz del problema cuando dijo que el judaísmo había sobrevivido “no a pesar de la historia sino en la historia y a través de la historia”, que debía su supervivencia al rol distintivo que los judíos habían jugado como agentes de la economía monetaria en medios que vivían en una economía natural; que el judaísmo era esencialmente un compendio teórico de las relaciones de mercado y de la fe del mercader ; y que la Europa cristiana en su transición del feudalismo al capitalismo, en cierto sentido se hizo judía. Marx veía a Cristo como al “judío teórico”, al judío como el “cristiano práctico” y por lo tanto, al “práctico” burgués cristiano como un “judío”. Puesto que consideró al judaísmo como el reflejo religioso del pensamiento burgués, vio a la Europa burguesa como asimilándose al judaísmo. Su ideal no era la igualdad del judío y del gentil en una “judaizada” sociedad capitalista, sino la emancipación tanto del judío como del no-judío del modo de vida burgués, o, como lo expresó provocativamente en su un tanto sobre-paradójico joven lenguaje hegeliano, en la “emancipación de la sociedad del judaísmo”. Su idea era tan universal como la de Spinoza, pero avanzada en el tiempo doscientos años, era la idea del socialismo, de la sociedad sin clases y sin Estado.

Entre los muchos discípulos y seguidores de Marx hubo difícilmente alguno tan cercano a él, en espíritu y temperamento, como Rosa Luxemburgo y León Trotsky. Su afinidad con él se manifiesta en su dialécticamente dramática visión del mundo y de sus luchas de clases, en aquel excepcional equilibrio de pensamiento, pasión e imaginación que da a su lenguaje y a su estilo una peculiar claridad, densidad y riqueza. (Probablemente Bernard Shaw pensaba en estas características cuando habló acerca de las “cualidades literarias peculiarmente judías” de Marx). Como Marx, Rosa Luxemburgo y Trotsky se empeñaron, junto con sus camaradas no judíos, en las soluciones universales, en contra de las particulares, y de las soluciones internacionales en contra de las nacionales, para resolver los problemas de su tiempo. Rosa Luxemburgo intentó superar la contradicción entre el socialismo reformista alemán y el marxismo revolucionario soviético. Intentó introducir en el socialismo alemán algo del élan revolucionario y del idealismo ruso y polaco, algo de ese “romanticismo revolucionario” que un gran realista como Lenin ensalzó abiertamente; y ocasionalmente trató de transplantar el espíritu democrático y la tradición de Europa Occidental a los movimientos socialistas clandestinos de Europa Oriental. No pudo cumplir su principal propósito y sacrificó su vida. Pero su sacrificio no fue único. Con su asesinato, la Alemania de los Hohenzollern celebró su último triunfo, y la Alemania nazi el primero.

Trotsky, el autor de la revolución permanente, tenía en su mente la visión de un gran alzamiento transformando la humanidad. El líder de la Revolución Rusa -junto con Lenin- y el creador del Ejército Rojo, se enfrentó con el Estado que había ayudado a crear cuando este Estado y sus líderes enarbolaron el estandarte del socialismo en un solo país. Limitar la visión del socialismo a las fronteras de un solo país no era para él. Todos estos grandes revolucionarios fueron extremadamente vulnerables. Como judíos, eran desarraigados en cierto sentido; pero lo eran sólo en ciertos aspectos, ya que tenían las más profundas raíces en la tradición intelectual y en las más nobles aspiraciones de sus épocas. Pero cada vez que aumentó la intolerancia religiosa o la emoción nacionalista, cada momento en que la estrechez dogmática y el fanatismo triunfaron, ellos fueron las primeras víctimas. Fueron excomulgados por los rabinos judíos; fueron perseguidos por los sacerdotes cristianos; fueron buscados por los gendarmes de los gobernantes absolutos y por la soldateska; fueron odiados por los filisteos pseudodemocráticos; y fueron expulsados de sus propios partidos. Casi todos fueron desterrados de sus propios países; y los escritos de todos fueron quemados en un momento u otro. El nombre de Spinoza no pudo ser mencionado durante más de un siglo después de su muerte; el propio Leihnitz, que debía a Spinoza mucho de su pensamiento, no se atrevía a pronunciarlo. Trotsky está aún bajo anatema en la Rusia actual. Los nombres de Marx, Heine, Freud y Rosa Luxemburgo estaban prohibidos en Alemania hasta hace pocos años. Pero suya fue la última victoria. Después de un siglo durante el cual el nombre de Spinoza estuvo cubierto por el olvido, se acumularon monumentos en su honor y fue reconocido como el más grande fructificador del pensamiento humano. Herder dijo una vez acerca de Goethe: “Ojalá Goethe hubiera leído algunos libros latinos además de la Ética de Spinoza”. Goethe se había impregnado del pensamiento de Spinoza, y Heine lo describe con certeza como un “Spinoza que se ha despojado de su capa de fórmulas geométrico-matemáticas y se presenta ante nosotros como un poeta lírico”. El mismo Heine triunfó sobre Hitler y Goebbels. Los demás revolucionarios de esta línea también sobrevivirán y triunfarán tarde o temprano sobre aquellos empeñados en borrar su recuerdo.

Es muy obvia la razón por la cual Freud pertenece a la misma corriente intelectual. En sus Enseñanzas, más allá de sus méritos y defectos, trasciende las limitaciones de las primeras escuelas psicológicas. El hombre que él analiza no es un alemán o un inglés, un ruso o un judío, sino el hombre universal, en el cual el consciente y el subconsciente, el hombre cuyos deseos y vehemencias, escrúpulos e inhibiciones, ansiedades y situaciones son esencialmente las mismas sin importar la raza, la religión, o la nación a la que pertenezca. Desde su punto de vista, los nazis tenían razón cuando asociaban el nombre de Freud con el de Marx y quemaban los libros de ambos.

Todos estos pensadores y revolucionarios tuvieron ciertos principios filosóficos en común. A pesar de que sus filosofías varían, por supuesto, de siglo en siglo y de generación no generación, todos, desde Spinoza hasta Freud, son deterministas, todos sostuvieron que el universo se rige por leyes propias y es gobernado por Gesetzmássigkeiten. Ellos no ven realidad como una sucesión de accidentes, o la historia como un conjunto de caprichos y antojos de gobernantes. No hay nada fortuito, nos dice Freud, en nuestros sueños, en nuestras locuras y aún en nuestros errores al hablar. Las leyes del desarrollo, dice Trotsky, se “refractan” a través de accidentes; y al decir esto se acerca mucho a Spinoza.

Son todos deterministas ya que habiendo observado muchas sociedades y habiendo estudiado muchos “modos de vida” a puertas cerradas, comprendieron las regularidades básicas de la vida. Su modo de pensar es dialéctico, ya que, viviendo en los límites de naciones y religiones, ven a la sociedad en un constante ‘fluir. Conciben la realidad como algo dinámico, no estático. Quienes viven encerrados en una sociedad, en una nación o en una religión, tienden a imaginar que su manera de vivir y su manera de pensar tienen una validez absoluta e inmutable y que todo lo que contradice sus pautas es algo “artificial”, inferior o vil. Por otra parte, aquellos que viven en los límites de varias civilizaciones comprenden más claramente el gran movimiento y las grandes contradicciones de la naturaleza y de la sociedad.

Todos estos pensadores coinciden sobre la relatividad de las pautas morales. Ninguno de ellos cree en el bien o en el mal absoluto. Todos observaron comunidades con diferentes pautas morales y diferentes valores éticos. Lo que era bueno para la Inquisición Católica Romana bajo la cual vivieron los abuelos de Spinoza, era malo para los judíos; y lo que era bueno para los rabinos y para las autoridades eclesiásticas judías de Ámsterdam era malo para el propio Spinoza. Heine y Marx experimentaron en su juventud el tremendo choque entre la moralidad de la Revolución Francesa y la de la Alemania feudal.

Casi todos estos pensadores tienen aún otra gran idea filosófica en común, la idea de que el conocimiento para ser real debe ser activo. Incidentalmente, ello tiene relación con sus conceptos acerca de la ética, ya que si el conocimiento es inseparable de la acción o praxis que es por naturaleza relativa y autocontradictoria, entonces la moralidad, el conocimiento de lo que es bueno y lo que es malo, es también inseparable de la praxis y por lo tanto relativa y auto contradictoria. Spinoza dijo que “ser es hacer y saber es hacer”. Desde aquí a la frase de Marx: “hasta ahora los filósofos han interpretado al mundo; de aquí en adelante hay que cambiarlo”, hay sólo un paso.

Finalmente, todos estos hombres, desde Spinoza hasta Freud, creían en una profunda solidaridad humana; y esto estaba implícito en sus actitudes hacia el judaísmo. Nosotros estamos ahora rememorando a esos creyentes en la humanidad a través de la niebla sangrienta de nuestros tiempos. Estamos observándolos a través del humo de las cámaras de gas, el humo que ningún viento puede dispersar de nuestra vista. Esos “judíos no-judíos” fueron esencialmente optimistas; y su optimismo alcanzó alturas a las que no es fácil alcanzar en nuestra época. Ellos no imaginaron que sería posible para la “civilizada” Europa del siglo veinte hundirse en un abismo de barbarie tal donde las meras palabras “solidaridad humana” sonarían como una perversa burla para los oídos judíos. Heine fue el único de ellos que tuvo una intuitiva premonición de poeta cuando advirtió a Europa que se cuidase de la posible embestida de los viejos dioses germanos emergiendo “aus dem teutshem Urwalde”,  y cuando se lamentó que el destino del moderno judío es trágico más allá de la expresión y la comprensión, tan trágico que “ellos se ríen cuando uno lo dice, y esto es lo más trágico de todo”.

No encontramos esta premonición en Spinoza o Marx. Freud, en su vejez, vaciló ante el golpe del nazismo. Para Trotsky fue asombroso que Stalin usara contra él indirectas antisemitas. En su juventud, Trotsky, en los términos más categóricos, había repudiado la demanda de “autonomía cultural” para los judíos, que el Bund (partido socialista judío) presentó en 1903. Lo hizo en nombre de la solidaridad del judío y del no-judío en el socialismo. Casi un cuarto de siglo más tarde cuando estaba comprometido en una lucha desigual con Stalin y se dirigió a las células del partido en Moscú para exponer sus puntos de vista, se encontró con sibilinas alusiones a su judaísmo y aún con abiertos insultos antisemitas. Las alusiones y los insultos provenían de miembros del partido que él, junto con Lenin, había guiado durante la revolución y la guerra civil. Después de otro cuarto de siglo, y después de Auschwitz, de Majdanek y de Belsen, una vez más, y ahora mucho más abierta y amenazadoramente, Stalin recurrió a las alusiones e insultos antisemitas.

Es indudable que la masacre nazi de seis millones de judíos europeos no produjo una impresión profunda en las naciones de Europa. El suceso no afectó realmente su conciencia; las dejó casi indiferentes. ¿Estaba entonces justificada la optimista creencia en la humanidad expresada por los grandes revolucionarios judíos? ¿Podemos aún compartir su fe en el futuro de la civilización?

Yo admito que si se tratara de analizar y responder estas preguntas exclusivamente desde el punto de vista judío, sería difícil, quizás imposible, dar una respuesta afirmativa. Pero en cuanto a mí, no puedo estudiar el problema desde un punto de vista exclusivamente judío; y mi respuesta es: si, su fe estaba justificada. Estaba de todos modos justificada, en la medida en que la creencia en la esencial solidaridad de la humanidad es en sí misma una de las condiciones necesarias para la conservación de la humanidad y para que nuestra civilización se purifique de esas escorias de barbarie que están presentes en ella y que aún la envenenan.

¿Por qué entonces el destino de los judíos europeos dejó casi indiferentes a las naciones de Europa y a todo el mundo de los gentiles? Desafortunadamente, con respecto al lugar de los judíos en la sociedad europea, Marx estaba más cerca de la verdad que lo que nosotros creíamos hace tiempo. La mayor parte de la tragedia judía consiste en esto: como resultado de un largo proceso histórico las masas de Europa se acostumbraron a identificar al judío primordialmente con el comercio y los negocios, con el prestamista y el acumulador de dinero. Para el pensamiento popular el judío se convirtió en el sinónimo y símbolo de estos personajes. Consultad el Oxford English Dictionary y mirad cómo acepta el significado popular del término “judío”: en primer lugar, es una “persona de la raza hebrea”; en segundo lugar en lenguaje coloquial un “usurero extorsionador, que maneja grandes negocios”. “Rico como un judío”, dice el proverbio. Familiarmente la palabra es también usada como un verbo transitivo to jew, nos dice el Oxford, Dictionary, significa “engañar, estafar”. Esta es la imagen vulgar del judío y el prejuicio vulgar contra él, fijado en muchos lenguajes, no sólo en el inglés, y en muchas obras de arte, no sólo en El mercader de Venecia.

De todos modos esto no es sólo la imagen vulgar. Basta recordar la ocasión en la cual Macaulay alegó, y de qué manera lo hizo, por la igualdad política de judíos y gentiles y por el derecho de los judíos de entrar en la Cámara de los Comunes. La ocasión era la admisión de Rothschild en la Cámara, el primer judío que entraría en ella, el judío elegido como diputado por la ciudad de Londres. Y el argumento de Macaulay era el siguiente: ¿si permitimos que los judíos manejen nuestros asuntos financieros, por qué no vamos a permitirles sentarse entre nosotros en el Parlamento, y tener voz en el manejo de todos nuestros asuntos públicos? Esta era la voz del burgués cristiano que miraba con, ojos nuevos a Shylock y lo trataba como hermano.

Yo sugiero que la causa que permitió a los judíos sobrevivir como una comunidad separada -es decir el haber representado a la economía de mercado entre pueblos que tenían una economía natural-, fue también responsable, al menos en parte, junto con sus recursos populares, de la Schadenfreude o de la indiferencia que la población de Europa experimentó frente al holocausto de los judíos. La desgracia de los judíos fue que cuando las naciones de Europa se volvieron contra el capitalismo, lo hicieron sólo muy superficialmente, por lo menos en la primera mitad de este siglo. No atacaron la esencia del capitalismo, ni sus relaciones de producción ni su organización de la propiedad y del trabajo, sino sus adornos externos y muy arcaicos, que tan a menudo eran verdaderamente judíos. Esta es la cruz de la tragedia judía. El capitalismo decadente sobrepasó su época y hundió moralmente a la humanidad; y nosotros, los judíos, hemos pagado por ello y quizás aún debamos pagar.

Todo esto llevó a los judíos a considerar a su propio Estado como la solución. La mayoría de los grandes revolucionarios, cuya herencia estoy analizando, no vieron la última solución de los problemas de su época y de la nuestra en los notados nacionales sino en una sociedad internacional. Como judíos fueron los pioneros naturales de esta idea: ¿quién estaba capacitado para predicar la sociedad internacional de los iguales como lo estaban los judíos, libres de todo nacionalismo y de toda ortodoxia judía y no judía?

De todas maneras, la decadencia de la Europa burguesa obligó al judío a abrazar la idea de un estado nacional. Ésta es la consumación paradójica de la tragedia judía. Es paradójica porque vivimos en una época en que el estado nacional se está convirtiendo rápidamente en un anacronismo y en un arcaísmo —no solamente el estado de Israel sino también Rusia, Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Francia y otras. Todos son anacronismos. ¿Acaso no se ha advertido aún? ¿Acaso no está claro que en una época en que la energía atómica reduce diariamente las distancias en la tierra, en que el hombre ha comenzado los viajes interplanetarios, en que un sputnik vuela sobre el territorio de un gran estado nacional en un minuto o en segundos, que en tal época la tecnología reduce el estado nacional a algo ridículo y superado como lo eran los principados medievales en la época de la máquina de vapor?

Aún aquellos jóvenes estados nacionales que han nacido como resultado de una lucha necesaria y progresiva sostenida por los pueblos coloniales y semicoloniales para lograr su emancipación -India, Burma, Ghana, Argelia, y otras- no podrán conservar su carácter progresivo por mucho tiempo. La reacción constituye una etapa necesaria en la historia de algunos pueblos; pero es una etapa que también estos pueblos deberán superar para encontrar estructuras más amplias para su existencia. En nuestra época, todo nuevo estado nacional, poco después de su constitución, comienza a ser afectado por la declinación general de esta forma de organización política; y esto ya se está viendo en la corta experiencia de la India, Ghana e Israel.

El mundo ha obligado al judío a abrazar el estado nacional y a hacer de él su orgullo y su esperanza en un momento en que hay muy pocas o ninguna esperanza puesta en él. No se puede acusar a los judíos por ello; se debe acusar al mundo. Pero los judíos deberán al menos tener conciencia de esta Paradoja y comprender que su intenso entusiasmo por la “soberanía nacional” está históricamente superado. Ellos no se beneficiaron con las ventajas de los estados nacionales en aquellos siglos en que era un medio de avance para la humanidad y un factor revolucionario y unificador en la historia; tomaron posesión de él sólo después que se convirtiera en un factor de desunión y de desintegración social.

Yo espero, por lo tanto, que junto con otras naciones, los judíos sean finalmente consientes —o tomen conciencia- de la inadecuación del estado nacional y busquen su camino en la herencia moral y política que nos dejó el genio de los judíos que fueron más allá del judaísmo: el mensaje de la emancipación humana universal.