Coloquio

Edición Nº28 - Noviembre 2014

Ed. Nº28: El antisemitismo en los centros clandestinos de detención

Por Hernán Dobry

El odio a los judíos es un fenómeno de larga data y para algunos pensadores, como León Pinsker, es también una enfermedad incurable. Los historiadores James Parkes y Edward Flannery remontan sus orígenes a la edad antigua. La palabra “antisemitismo” fue acuñada por el periodista alemán Wilhelm Marr, quien a fines del siglo XIX redactó con saña un panfleto utilizando por primera vez el término, que denota ese aborrecimiento y que posteriormente influyó sobre diversas tendencias políticas liberales, cosmopolitas e incluso sobre corrientes internacionalistas frecuentemente asociadas con los israelitas. 
Estas abarcaban propuestas tan contradictorias como la igualdad de derechos civiles, la democracia constitucional, el libre cambio, el capitalismo financiero, el socialismo, el comunismo y el pacifismo.
Cabe atribuir también parte de la responsabilidad de que este odio se diseminara por el continente europeo a la Iglesia Católica, que durante siglos acusó a los judíos de haber sido culpables directos o indirectos de la crucifixión de Cristo. Esta prédica equívoca y tendenciosa fue abolida de los rezos pascuales en 1963 por el papa Juan XXIII en el Concilio Vaticano II.

Y si bien una de las manifestaciones más habituales y violentas del antisemitismo son los pogromos –ataques contra los israelitas perpetrados por las poblaciones de Europa Oriental (Rusia, Polonia, Ucrania, Rumania, Bielorrusia, Lituania, Estonia, Letonia, Moldavia, etc.) y frecuentemente incitados por las autoridades locales–, puede afirmarse que publicaciones como Los protocolos de los sabios de Sión, surgidas en la Rusia zarista, fueron las que generaron y favorecieron al desarrollo de teorías sobre una supuesta maniobra judía internacional para controlar los centros de poder del mundo. Este libelo antisemita, escrito en 1903, describe las reuniones de un grupo, al que llamaban “Sabios de Sión”, que habría planeado y digitado una conspiración judía en todo el planeta para controlar el poder. 
 
No obstante todos los antecedentes mencionados, este odio alcanzó su punto culminante y su máxima expresión con el partido nazi alemán, fundado en 1919 y guiado por Adolf Hitler, quien dio un giro político a las teorías antisemitas y obtuvo gran popularidad con la diseminación de su propaganda racista. 
 
Si bien su popularidad y ascenso no se debió a su prédica judeofóbica, fue un factor importante al que se le debe sumar la necesidad del pueblo germano de encontrar un chivo expiatorio por la derrota que había sufrido en la Primera Guerra Mundial. 
 
Millones de alemanes, a los que se sumaron luego los habitantes de otros países europeos, se hicieron eco de su libro Mein Kampf (Mi lucha), en el que un joven Hitler detalla las ideas xenófobas que luego, en 1933, llevaría adelante en su plan de gobierno. 
 
Este odio fue exacerbándose tras su llegada al poder cuando, ungido canciller imperial y después Führer, promulgó las leyes de Núremberg, con las que prohibían a los israelitas el ejercicio de sus profesiones y el comercio, y los obligaba a portar una estrella de David amarilla en la solapa de sus abrigos.
 
Luego, Hitler comenzó a exigir la erradicación de los judíos del Viejo Continente, objetivo que terminó desembocando en la Shoá (Holocausto): el plan sistemático de asesinato de seis millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. 
 
Entre los métodos utilizados para eliminar a los israelitas y a otras etnias, como la gitana, y a prisioneros políticos, a homosexuales y discapacitados en los campos, cabe mencionar –además del hambre y las enfermedades provocadas por las inhumanas condiciones en que vivían– el gaseado (muerte por asfixia al inhalar gas venenoso), los fusilamientos, el ahorcamiento, los trabajos forzados y las golpizas.
 
Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial y hasta el día de hoy, los campos de concentración y de exterminio nazis, especialmente Auschwitz-Birkenau por su magnitud, se transformaron en íconos de la decadencia y la destrucción de la condición humana. 
 
En la Argentina, el nacionalismo y el antisemitismo resultaron ser dos caras de una misma moneda. Así lo sostiene, entre muchos otros, el profesor Natán Lerner en su artículo “Las raíces ideológicas del antisemitismo en la Argentina y el nacionalismo”, donde además afirma que no existe un antisemitismo argentino sino que las ideologías derechistas francesa, fascista, falangista y nazi han determinado su crecimiento y su manifestación en el país.
 
Para comprender mejor la posición de Lerner, hagamos un poco de historia. Se dice de los primeros nacionalistas argentinos, comandados por el general Juan Bautista Molina en la década del treinta, que “miraban hacia afuera y hacia atrás”: vale decir, que tenían sus ojos puestos en la Península Ibérica y soñaban con “la restauración del orden católico e hispano”, que implicaba jerarquía, autoridad y aristocracia. 
 
La tradición antisemita de las Fuerzas Armadas, producto de la influencia de estos grupos y de sectores integristas de la Iglesia Católica, se expresó con la mayor virulencia durante la última dictadura militar (1976-1983), especialmente puertas adentro de los CCD. 
 
Hacia afuera, la cúpula castrense intentaba, no siempre con éxito, mostrar una imagen de convivencia y libertad por temor a las posibles sanciones que –suponía– los Estados Unidos podrían llegar a aplicarle al país bajo la influencia de un supuesto “lobby judío”. 
 
Si bien es complicado probar que haya habido desapariciones sistemáticas de personas debidas exclusivamente a su condición identitaria, como se mencionó en el capítulo anterior, durante los interrogatorios los israelitas eran sometidos a castigos mayores, que además eran aplicados con una saña especial y diferenciada. “Cuando determinados elementos de la policía saben que están frente a un judío, este individuo sufre el doble o el triple que otro, simplemente por ser judío”, afirma el rabino Marshall Meyer.
 
La ideología antisemita, una constante entre los miembros de las Fuerzas Armadas argentinas de la época, encontró su máxima vía de expresión entre los oficiales y suboficiales a cargo de las torturas en los CCD.
 
Existen decenas de testimonios de sobrevivientes judíos y no judíos acerca de estas prácticas, registrados en diversos libros publicados en los últimos treinta años y considerados en los recientes juicios –reanudados en 2003– contra los militares en todo el país. 
 
En su declaración ante la Conadep, Rodolfo Peregrino Fernández, oficial inspector (r.) de la Policía Federal y asesor del ministro del Interior, ex general Albano Harguindeguy, sostuvo que “Villar [Alberto, luego jefe de la Policía Federal] y Veyra [Jorge Mario, oficial principal de la misma fuerza] cumplían funciones de ideólogos: indicaban literatura y comentaban obras de Adolfo Hitler y otros autores nazis y fascistas”.
 
Las consecuencias de esta formación se hicieron evidentes tanto en los castigos sufridos por los detenidos-desaparecidos como en las pintadas y los discursos nazis que se escuchaban en las cárceles y los CCD. “Los primeros treinta y dos días estuve secuestrado en la Superintendencia de Seguridad Federal, en la calle Moreno al 1400, y lo que más me llamó la atención fue que las paredes estaban pintadas con cruces esvásticas y con la palabra ‘nacionalismo’ con zeta”, recuerda el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel.
 
Margarita Michelini Delle Piane, Washington Francisco Pérez Rossini y Raquel Nogueira Paullier, sobrevivientes del CCD Automotores Orletti, testimonian lo ostensible que era el antisemitismo.
 
Hasta recuerdan que en el lugar había un cuarto con un cuadro de Hitler colgado en la pared.
 
La formación nazi de los grupos militares no sólo se traducía en lo ya descripto sino que se materializaba a través de los insultos, la tortura verbal y las cruces esvásticas pintadas sobre los cuerpos de los presos con marcador o aerosol.
Pedro Vanrell, detenido en el CCD Club Atlético, señala que a los judíos se los obligaba a levantar la mano y gritar: “Yo amo a Hitler”. 
 
“Los represores se reían y les sacaban la ropa a los prisioneros y les pintaban en las espaldas cruces esvásticas con pintura en aerosol. Después, los demás detenidos los veían en las duchas, oportunidad en que los guardias –identificándolos– volvían a golpearlos y maltratarlos”, destaca.
 
Algo similar recuerda Perla Wasserman, Madre de Plaza de Mayo, quien además de tener una hija desaparecida estuvo presa durante cien días en el anexo de la Brigada de Investigación de La Plata, más conocido como Pozo de Banfield. “Me recitaban Los protocolos de los sabios de Sión, me lo pasaban por debajo de la puerta y me hablaban en contra de los judíos hasta que me hacían llorar”, afirma. 
 
Los tormentos físicos resultaron una de las peores humillaciones a las que fueron sometidos los presos y, según los sobrevivientes, siempre había una cuota extra para ensañarse con los israelitas. Esto quedó plasmado en el informe elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de Estados Americanos (OEA) después de su visita a la Argentina en 1979. Allí se señala que si bien “no existe una persecución definida en contra de los judíos”, no obstante ello, “los que son detenidos por autoridades reciben un tratamiento más severo que los demás”. 
 
El juez federal Daniel Rafecas concuerda con esta idea y destaca en su ya citado ensayo “La especial brutalidad antisemita del terrorismo de Estado durante la última dictadura militar en la Argentina” que “un cautivo en un CCD de condición judía tenía menos chances de supervivencia, ya sea porque dicha especial brutalidad lo conducía a un cuadro de deterioro psicofísico del cual no podía recuperarse, o bien porque frente a ese salvaje castigo que le había sido impuesto, los autores debían asegurarse la impunidad; o bien debido al hecho de que ser judíos, debido al odio racial –o a veces religioso– imperante en estos ámbitos del terror, lo colocaba en una situación de mayor proclividad al traslado, eufemismo empleado por los represores argentinos para significar el asesinato”.
 
Resulta interesante que hayan sido los sobrevivientes, en su mayoría no judíos, quienes dieron a conocer esta situación cuando comenzaron a denunciar los tormentos padecidos junto con sus compañeros en los CCD. “Si la vida en el campo era una pesadilla para cualquier detenido, la situación se agravaba para los judíos, que eran objeto de palizas permanentes y otras agresiones, a tal punto que muchos preferían ocultar su origen diciendo, por ejemplo, que eran polacos católicos”, destaca Elena Alfaro, quien estuvo secuestrada en El Vesubio. 
 
Por su parte, el ex detenido-desaparecido Daniel Eduardo Fernández recuerda en su testimonio ante la Conadep que “contra los judíos se aplicaba todo tipo de torturas, pero en especial una sumamente sádica y cruel: ‘el rectoscopio’, que consistía en un tubo que se introducía en el ano de la víctima, o en la vagina de las mujeres, y dentro del tubo se largaba una rata. El roedor buscaba la salida y trataba de meterse mordiendo los órganos internos de la víctima”.
 
Rafecas destaca un caso particularmente revulsivo: el de Mónica Evelina Brull de Guillén, “quien fue torturada en El Olimpo pese a ser ciega y a estar embarazada de dos meses. Pero como si esto no fuera suficiente, la nombrada relató que la llevaron dos veces al ‘quirófano’, donde fue torturada con picana eléctrica, y allí ‘recuerda que a los pies de la cama estaba Clavel [un represor] […] y que los torturadores se ensañaban cada vez más con ella por dos circunstancias: porque era de familia judía y porque no lloraba, cosa que los exasperaba”.
 
Además de las torturas, los detenidos eran sometidos a interrogatorios de profunda raíz antisemita. El caso del director del diario La Opinión, Jacobo Timerman, fue uno de los más resonantes porque 60 Ser judío en los años setenta cuando quedó en libertad en 1979, tras haber pasado dos años en cautiverio y haber sido sometido a los peores vejámenes, plasmó sus padecimientos en su libro Preso sin nombre, celda sin número, que rápidamente se convirtió en un best seller en todo el mundo. 
 
El periodista había sido secuestrado el 15 de abril de 1977 por fuerzas del Ejército que respondían a las órdenes del entonces general Ramón Camps. Lo acusaban de formar parte del grupo Graiver, que en aquel momento estaba en la mira de los militares. 
 
“No hacen preguntas. Simplemente es una catarata de insultos de todo calibre, que sube de tono a medida que pasan los minutos. De pronto, una voz histérica comienza a gritar una sola palabra: ‘Judío, judío… judío’. Los demás se le unen y forman un coro batiendo palmas, como cuando éramos niños y en el cine la película de Tom Mix salía de cuadro. Batíamos palmas y gritábamos: ‘Cuadro… cuadro’. Están muy divertidos ahora, y se ríen a carcajadas. Alguien intenta una variante, mientras siguen batiendo palmas: ‘Pito cortado… pito cortado’. Entonces, van alternando mientras siguen batiendo palmas: ‘Judío… pito cortado… Judío… Pito cortado’. Creo que ya no están enojados… se divierten. Doy saltos en la silla, y aúllo mientras las descargas eléctricas continúan a través de las ropas. En uno de los estremecimientos caigo al suelo arrastrando la silla. Se enojan como niños a quienes se les ha interrumpido un juego, y vuelven a insultarme. La voz histérica se impone sobre todas las demás: ‘Judío… judío’.”
 
Mientras tanto, ya en 1978, Jacobo Kovadloff, ex director del American Jewish Committee en Buenos Aires, destacaba en una entrevista publicada por la revista israelí en castellano La Semana, que “cuando un judío era interrogado, una de las preguntas de rigor era acerca de su filiación sionista, pero a Timerman llegaron a preguntarle si era cierto que [el primer ministro israelí] Menajem Beguin era el ideólogo de Montoneros. Existía en el seno de las Fuerzas Armadas una opinión generalizada de que una alta proporción de judíos integraba la guerrilla, porque les habían informado que el 60% de los guerrilleros eran judíos”.
 
Si fuera de la Argentina se disponía de tanta información sobre los actos antisemitas perpetrados en las mesas de tortura de los CCD, ¿cómo se explica, entonces, que en el exterior no se haya organizado un accionar abierto en contra del gobierno militar para tratar de frenar esta situación? Más aún: si se tiene en cuenta la formación antisemita que históricamente recibían los miembros de las Fuerzas Armadas, ¿por qué tanto silencio?
 
Podía hacerse poco a nivel local. El clima de terror imponía miedo y hacía difícil cualquier reclamo a las autoridades por hechos que ocurrían en lugares de detención, más aún teniendo en cuenta que ellas mismas negaban su existencia. La teoría que resulta más creíble es que las diferentes juntas de la dictadura militar buscaron evitar que se las catalogara de antisemitas en el extranjero, ya que eso podía menguar la ayuda militar (armamentos y entrenamientos) y financiera (créditos, inversiones) que recibían desde diversos países, como los Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia, el Reino Unido, entre otros.
 
Las Fuerzas Armadas necesitaban apoyo constante, especialmente de Washington, para respaldar su política económica y su proclamada “lucha contra el comunismo”, pero también para modernizar sus equipamientos bélicos. Los generales estaban convencidos de que debían eludir toda clase de problemas con la “influyente” comunidad judía estadounidense, para lo cual debían necesariamente ocultar su odio racial y las atrocidades que estaban cometiendo en el país. 
 
“Hay que considerar el deterioro de la imagen internacional del país y su eventual efecto sobre asuntos concretos de importancia vital, como ayuda económica y abastecimientos militares en Buenos Aires”, explica el ex ministro consejero de la Embajada de Israel en la Argentina, Joel Barromi, en su libro Antisemitismo: Un problema universal. “La amenaza que la situación argentina planteaba para la minoría judía era uno de los asuntos que despertaban honda preocupación en la opinión pública norteamericana y los medios de comunicación internacionales. 
 
Por eso, los sucesivos gobiernos del [así llamado] Proceso nunca permitieron que las manifestaciones exteriores de antisemitismo sobrepasaran determinados niveles y no toleraron actos de violencia en gran escala contra la comunidad judía”. 
 
El ex embajador de Israel en nuestro país, Dov Smorak, coincide con Barromi y destaca que “algunos actores [funcionarios del gobierno y de las Fuerzas Armadas], por serlo, y por saber que son considerados antisemitas, trataron de tener gestos pro judíos para encubrir” sus verdaderos sentimientos. A pesar de esto, luego de conocer el accionar del aparato militar argentino, resulta asombroso pensar que su política represiva haya sido acotada para evitar un conflicto con la judería estadounidense. 
 
Más allá de las dudas y las acaso justificadas sospechas, existieron algunos pocos casos, como el de Timerman y Débora Benchoam, que prueban que la presión internacional a través de reclamos de políticos, congresistas, funcionarios y diplomáticos en cuanta reunión mantenían con las autoridades argentinas, además de los artículos publicados por periodistas de renombre en diversos países, tuvieron cierto efecto sobre las decisiones del gobierno de facto.
 
Según Jacques Lacan, debemos pensar toda diferencia no como una afirmación ontológica, sino como una variación del mismo sustrato humano. El “otro” es lo distinto, pero puede ser también lo amenazador, aquello que debe permanecer en el sitio que el “poder” le asigna simplemente por ser otro: otras razas, otro género, otras opciones sexuales, otras cosmovisiones.
 
Cuando la identidad de nuestro prójimo salta el escalón y quiebra la barrera de lo semejante, suele ocurrir que se transforma en amenaza. El acto de discriminar, en este caso, encarna la incapacidad de aceptar las formas de ser de otras personas y la imposibilidad de respetar sus culturas, y puede adquirir un grado de odio tal que derive en genocidio.
 
Bajo un sistema de representación, las acciones discriminatorias concretas son articuladas por prácticas sociales y políticas. Si etnia, clase, género y raza son construcciones sociales centrales para la conformación de la propia identidad y de su diferencia respecto de otras, la cultura es el resultado de “cómo” se interpreta esa diferencia. 
 
Lo peligroso aparece cuando ese “cómo” asume el lugar de lo intimidante.
 
Para los genocidas que condujeron los destinos de nuestro país entre 1976 y 1983, lo supuestamente disruptivo y heterogéneo derivó, de manera sostenida e implacable, en un plan sistemático de matanzas y desapariciones. 
 
Por eso, aunque existan diferencias de magnitud y procedimiento, no podemos dejar de vincular los CCD como la ESMA, El Vesubio, La Mansión Seré, El Olimpo y La Perla con los campos de concentración y exterminio nazis. 
 
Siglos de prédica xenófoba y antisemita, de manipulación de mentes y de culturas instalaron un estereotipo injurioso que en cierto modo posibilitó la obra nefasta de la dictadura. Obra que, como explicamos, no basta con calificar de perversa. Sin duda, hubo algo más.