Coloquio

Edición Nº63 - Diciembre 2023

Spinoza, un judío singular

Por Diana Sperling

Comprender el pensamiento de Baruj Spinoza es una tarea plagada de obstáculos. Algunos de ellos se deben a la extraordinaria originalidad de la obra del holandés: no encaja en ningún casillero, no entra en las clasificaciones usuales de la academia, no se doblega ante el afán de manual de los programas de estudio… Otra de las dificultades es intentar dilucidar si su condición judía se refleja en su obra. ¿Es Spinoza un judío renegado? ¿Su sistema es “ateo”, o se trata de una reformulación del Dios bíblico? ¿Cómo entender su escritura en relación a las Escrituras?

¿Es mejor abandonar la empresa antes de comenzarla? Sí, si lo que se desea es tener un cuadro sinóptico o un resumen manipulable de conceptos prolijamente ordenados y fácilmente entendibles. No, si quien se acerca al pensador lo hace con la humildad de quien sabe que no podrá encerrar tan delicado y vivaz pájaro en jaula alguna; si presiente que cada vez que crea asir una noción, algo de ello se escurrirá entre sus dedos, haciendo imposible su captura total pero dejando, a su paso, una huella, la inquietante invitación a seguir por ese rumbo, sin tener jamás la certeza de haber llegado a destino. Es que, como diría Barthes, los escritos spinozianos no constituyen obra sino texto: tejido, textura, labor de entrelazados sutiles, figuras en un tapiz que adquieren perfiles diferentes según cómo y desde dónde se los lea. Libro de arena, podría añadir nuestro Borges.

Primer acercamiento

¿Por dónde comenzar? Por el contexto y las circunstancias concretas de su vida y su época (Holanda, siglo XVII). Es preciso ubicar al filósofo en las peculiares encrucijadas históricas, políticas, religiosas y culturales de su tiempo y de su vida para aproximarse a los efectos que esas coordenadas pudieron haber tenido en su subjetividad. 

Como ejemplo: si consideramos el conatus essendi –”la fuerza con que cada cosa persevera en su existencia”- como una idea central del discurso spinoziano, será preciso ver, en ese apretado carozo conceptual, no solo una antigua categoría de la filosofía clásica, sino además –o fundamentalmente- la expresión del drama judío. Spinoza, descendiente de marranos, viene de una larga y sostenida saga de persecuciones, matanzas y conversiones forzadas. El judío es el hombre que, a través de la historia, ha debido resistir a sangre y letra, ha luchado interminablemente contra los poderes que una y otra vez apostaron a su eliminación, física o cultural. Expuesto a la siempre posible desaparición, solo perdura gracias a una fuerza misteriosa: el deseo inquebrantable de perseverar en su existencia. Conatus essendi: fórmula en latín que, apropiada por la pluma spinoziana, expresa el recóndito núcleo de la resistencia judía. 

Cada filósofo dialoga, necesariamente, con la historia y la tradición de su disciplina, con los pensadores que le preceden, y toma de ellos ciertas nociones para ponerlas a funcionar en su propia obra. Pero, ¿cómo los elige? ¿Por qué rescata unas y descarta otras? Y más crucial aún: ¿de qué modo las integra a lo que está construyendo?

Aventuro, provisoriamente, que las elecciones filosóficas están siempre orientadas por las resonancias que esas nociones tienen en su constitución personal. El filósofo es, lo quiera o no, un hombre de su época; un sujeto concernido por el entorno y afectado (¡qué término tan spinoziano!) por los hilos que atraviesan su contemporaneidad, y que impactan en el lugar que él mismo ocupa en ese tiempo. Lugar que, a su vez, estará marcado por su historia, su proveniencia, sus herencias simbólicas, su lengua, su propia tradición. Su filiación, tanto familiar y nacional como simbólica e intelectual. De modo que, a sabiendas o en forma inconsciente, sus procesos de pensamiento reflejarán tales entramados. El filósofo toma las figuras que la filosofía le provee y las lee bajo la lente –otra metáfora spinoziana- de su singular e intransferible sensibilidad. Descartará mucho de lo que el océano de la filosofía contiene por no ser elementos funcionales a su proyecto, ya que no “le dicen” nada, no lo “tocan”. Y lo que tome, quedará resignificado por ese cedazo formado por su historia, su memoria y su afectividad.

Segundo acercamiento

Otro gesto imprescindible para acercarse a los textos del holandés es desechar los numerosos rótulos que se le han endilgado y que solo hacen obstáculo a la lectura ya que fijan, de antemano, cómo se supone que se lo debe entender y qué es lo que sus páginas dicen. Algunas de esas etiquetas que se le atribuyen a Spinoza: determinismo; paralelismo; panteísmo; ateísmo…

Muchas de ellas son puestas desde los sistemas de manual, dedicados a encerrar la complejidad de los pensamientos en esquemas de rápida aprehensión para el dictado de las materias. Así, los estudiantes no tendrán la necesidad de leer en forma detenida y cuidadosa a un autor: solo deberán repetir la cantinela de esos términos, sin entender qué es lo que están diciendo pero dando la impresión de que han capturado “la totalidad”. Muchos de esos alumnos de ayer devienen docentes de hoy, y enseñan a sus alumnos con las mismas falsas categorías.

Así como Walter Benjamin decía que la mejor manera de conocer una ciudad es perderse en ella, podríamos sugerir que, para empezar a entender a un pensador, deberemos internarnos en el laberinto de sus páginas sin temor a desorientarse, sino con el gusto por el encuentro de lo inesperado. Deshacerse pues de todo preconcepto, renunciar al furor etiquetandi. Como en la teología negativa, que no puede decir lo que Dios es –dado que su esencia es inaprehensible-, también en filosofía resulta útil tal procedimiento: rechazar las definiciones rápidas y facilistas, saber aunque sea lo que un filósofo no es.

¿Por qué Spinoza no es determinista? En primer lugar, porque el determinismo es una categoría de fuerte acento teológico. Proviene de la disputa medieval entre predestinación y libre albedrío. Lo que allí se discutía era el margen de libertad del hombre para decidir acerca de sus actos y su destino. La idea de determinismo retoma tal antinomia, que a su vez carga con el lastre de lo trágico. Se hace preciso, entonces, leer los textos spinozianos a la letra para descubrir que nada de eso está ahí: su pensamiento es el de una legalidad que rige la existencia, los intercambios y las afecciones, legalidad que establece –como toda ley- la relación necesaria entre causas y efectos pero de ninguna manera afirma qué causas se producirán, por lo que la aparición o no de los efectos no se puede establecer de antemano. De lo que se trata es de un efecto condicional, donde el término clave es si: si se empuja un objeto, este cae. ¿Determinismo? ¡No! Determinación, es decir, para todo efecto hay una causa que lo determina. (Un poco después, Leibniz enunciará su principio de razón suficiente: nada ocurre sin una razón). 

La determinación spinoziana funciona a la manera del discurso profético. George Steiner afirma que «los profetas bíblicos inventan el futuro»: su prédica no anuncia algo que indefectiblemente sucederá, haga lo que haga el destinatario de la profecía, sino que advierte lo que ocurrirá si… El modo condicional (si A, entonces B) abre el tiempo, lo configura como una dimensión en la que las acciones se encadenan según una lógica de causas y efectos, donde los hechos no están predeterminados sino que dependen de las decisiones humanas. Si se apartan del camino de la Ley y cometen actos abominables, entonces Dios no dará la lluvia sobre el campo ni protegerá sus ciudades…»Pongo ante ti la bendición y la maldición, la vida y la muerte. Y elegirás la vida», dice Moisés, poco antes de morir, en sus últimos pronunciamientos al pueblo. Bendiciones y maldiciones no son producto de deidades coléricas y vengativas, ni del juego de dados del azar: son consecuencia de las elecciones de los hombres. Así, podemos leer «bendición» y «maldición» como efectos lógicos, y no como premios y castigos de la divinidad. 

El lenguaje del texto bíblico es perfectamente traducible al vocabulario de la ética y la política. Elegir la vida implica, precisamente, que son las sociedades las que toman en sus manos las riendas de su propia constitución. Sin garantías, pero con buenas chances de éxito. Elección, libertad y responsabilidad, valores ético-políticos que nada tienen de metafísico sino que pertenecen a la existencia terrenal y concreta. Es ese el mundo concebido por Spinoza: uno donde no hay promesas de bienaventuranza o pesares en el más allá, sino exigencias legales en el más acá. Dios es un nombre de la Ley, una legalidad que demanda responsabilidad al sujeto.

El judaísmo -pensamiento antitrágico por definición- se opone a la idea de destino. Los actos de los hombres serán, en gran medida, los que diseñen los avatares de la existencia, de ahí que el judaísmo se entienda -y Spinoza así lo hace- como una ética y no como una ciencia oracular. Cuando el filósofo afirma, en su Tratado teológico político, que “los decretos de Dios son las leyes de la Naturaleza” (decretos que encuentra expresados en el texto bíblico), apunta precisamente a eso: hay leyes. El accionar del mundo y de los humanos está indefectiblemente regido por una legalidad. Hay efectos de lo que se hace; pero la ley, además de establecer relaciones causales, pone límites al poder y al actuar. El hombre es un ser limitado y finito, pero eso no lo condena a la impotencia sino a la necesidad de saber qué hacer y cómo hacerlo. Por eso, los mandamientos y los preceptos: para guiarnos en la acción sin anular nuestra libertad. Podemos elegir: no estamos predestinados. Pero nuestras elecciones deben inscribirse en la red que nos liga con los otros. “Amor al prójimo, caridad y justicia -dice el filósofo- son las condiciones básicas de lo social y político”.

Para Spinoza -a diferencia de Descartes y de casi toda la tradición filosófica occidental, que siempre pensó en términos de sustancia extensa (cuerpo) y sustancia pensante (mente o alma)- hay una sola sustancia, y se llama Dios. Esta sustancia se expresa a través de infinitos atributos, de los cuales solo conocemos dos (ya que esos son los que nos constituyen): extensión y pensamiento. A su vez, estos atributos se modalizan infinitamente. Cada cuerpo es un modo de la extensión, cada idea es un modo del pensamiento. La dificultad, para los comentadores tradicionales, es poner en relación estas dos dimensiones –ya Descartes había intentado una solución, que Spinoza califica de delirante, para “conectar” alma y cuerpo: la invención de la glándula pineal-. Los manuales inventan el término “paralelismo” para dar a entender que cuerpo y alma, extensión y pensamiento, corren en paralelo, como dos vías de ferrocarril, de manera que lo que ocurre en una ocurre en la otra. El tema es que, de hecho, según Spinoza no es necesario encontrar conexión alguna ya que en rigor se trata de dos aspectos de lo mismo (“el hombre es una sola cosa que consta de cuerpo y pensamiento”); o sea, dos caras de una moneda ¡y no de dos elementos separados que haya que unir! Es el prejuicio dualista, que domina el derrotero del pensar occidental, lo que hace ver una separación donde no la hay.

Otra separación dualista queda completamente refutada en Spinoza: la que aparta el mundo terrenal del celestial. Más de veinte siglos de cultura occidental nos han acostumbrado a pensar un Dios trascendente, ubicado “allá arriba”, lugar al que las almas migrarían una vez concluida la vida del cuerpo (casi toda la obra platónica se ocupa del tema, que luego pasa al cristianismo). Ese Dios, omnisciente y omnipotente, sería una suerte de gran planificador, que ha creado el mundo con una finalidad (el Bien) y con un beneficiario: el hombre. Spinoza desarma tal esquema, al derribar dos ideas –él las llama “supersticiones”- que, a su juicio, son la fuente de todas nuestras falsas creencias: la trascendencia divina y el pensamiento finalista (teleología).  En su Ética afirma que Dios es inmanente (no está fuera del mundo, en ninguna dimensión “otra”), y no hay tal proyecto finalista (otro punto que refuta el prejuicio del determinismo). La inmanencia de Dios es lo que motivó otra falsa etiqueta de los comentadores, que han creído ver allí una señal de panteísmo. ¡Error! El Dios de Spinoza no está en las cosas –los árboles, las piedras, el río- como imaginaba el paganismo, sino que, por el contrario, “todo lo que es, es en Dios”. Tal inversión de términos sí afecta el resultado: no se trata aquí de un dios que se haría presente en los objetos naturales como un espíritu o daimon que mora en ellos, sino que Dios lo atraviesa todo en tanto legalidad. Dicho en otros términos: Spinoza llama Dios a la estructura de lo existente, estructura que comporta una legalidad insoslayable que regula los intercambios y las afecciones.

Y ¿no es eso lo que se lee en la Torá desde los primeros versículos? Pensado en términos estructurales, todo el relato de la Creación no es sino la enunciación de las leyes de funcionamiento del mundo. Leyes que separan, otorgan funciones, establecen lugares, regulan relaciones. Luz y oscuridad, seco y mojado, día y noche, elementos en relación según legalidad. Dios es el nombre simbólico que la narrativa atribuye a tal armazón. La estructura es inmanente a los elementos, pero no “habita” en ninguno de ellos.

Lecturas y Escrituras

Si leemos en paralelo la Ética demostrada al modo geométrico y el Tratado teológico político comenzamos a advertir la estrategia spinoziana: el TTP es un rescate del corpus bíblico, cuya lectura no es -dice el filósofo- patrimonio exclusivo de grupo alguno (concretamente, los rabinos de la Sinagoga), sino que debe ser accesible a cualquier lector, debidamente munido de los conocimientos históricos y lingüísticos que le permitan acercarse al texto. ¿Y qué es lo que allí se dice? Lo mencionado: los decretos de Dios como leyes eternas de la Naturaleza. Pero “Naturaleza”, para Spinoza, no es -valga la paradoja- una noción naturalista, sino que engloba la totalidad de lo existente. De manera que la Biblia hebrea expone, al modo de la narración, lo que el mundo es y cuáles son las leyes que lo rigen. El conflicto del autor no es con tal estructura, sino con la narrativa que -según él pensaba- la “oculta”; y, fundamentalmente, con quienes se atribuyen su interpretación única y verdadera. Son esos supuestos intérpretes privilegiados quienes han llevado esa narrativa a sus extremos más disparatados, dándole al relato un valor literal que roza con el pensamiento mágico y la fábula infantil. El proyecto spinoziano sería extraer, de entre el follaje narrativo, la legalidad “cruda”, y ponerla a la vista. He ahí su Ética. Es en ella donde, valiéndose del modo geométrico -con el ascetismo que caracteriza a tal disciplina- Spinoza expone lo que él concibe como el esqueleto de las Escrituras, expurgadas de la imaginería que solo alimenta el prejuicio y la superstición.

La Ética realiza lo que Spinoza propone en el TTP: el lenguaje de la geometría es autoevidente y no requiere de sabios oraculares que revelen el significado oculto de los mensajes cifrados de los dioses. Leer el texto bíblico de ese modo matemático es reconocer que lo que en él se expresa son verdades eternas, inmanentes y lógicas, en nada opuestas a la razón. Spinoza, al aplicar a la Biblia el método geométrico, realiza un doble movimiento: afirma su verdad, y desautoriza a los intérpretes teológicos. El holandés lleva a cabo una lectura estructural y a la letra de un texto que ha formado su pensamiento, desde su más tierna infancia. 

Algunos filósofos spinozianos “ignoran” este hecho. Desconocen (ingenua o voluntariamente) la filiación hebrea de su pensamiento, lo que les lleva a interpretaciones sesgadas y erróneas de sus textos. 

Se sabe que en efecto, como todo niño judío -y más, en la Holanda de la recuperación de la vida judía después de las expulsiones-, Baruj se educa en las aulas de la comunidad judía y se alfabetiza en hebreo, mediante el estudio de las fuentes bíblicas y talmúdicas. Luego vendrá la lectoescritura en holandés y, más tarde, en latín. Pero la huella de esas lecturas primeras, el ritmo de esa lengua y la forma de esas letras marcan a fuego su pensamiento y definen su sensibilidad. Toda su rebeldía posterior se dirige, no a su condición judía o a las fuentes, sino a la casta rabínica y a su ejercicio autoritario del poder (poder de sancionar el sentido, poder de expulsar). Del texto bíblico Spinoza rescata uno de los elementos fundamentales del judaísmo: su carácter de legalidad. Podríamos aplicar la misma idea a él mismo: lo judío en él no consiste en lo anecdótico -su enemistad con algunos personajes, su alejamiento de la sinagoga- sino en la estructura de su pensamiento. Incluso, más que nada, en su defensa de la lectura autónoma de las fuentes y en su afirmación a ultranza de la libertad de interpretar.

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Es Licenciada en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y doctorada en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba, con una tesis sobre sacrificio y ley. Residió cinco años en Venezuela, donde cursó estudios privados sobre arte, literatura, psicoanálisis, y colaboró en la formación de la primera institución psicoanalítica de Caracas. Fue docente en el Seminario Rabínico Latinoamericano (Buenos Aires). Imparte cursos sobre judaísmo y filosofía y publica regularmente en Clarín y La Nación. Es autora de Tiempo de Spinoza; Filosofía para armar; Filosofía de cámara; Del deseo: Tratado erótico-político; Genealogía del odio: sobre el judaísmo en Occidente; y La metafísica del espejo: Kant y el judaísmo, entre otros.