Edición Nº50 - Septiembre 2019
Ed. Nº50: Judíos sefaradíes en Uruguay: Historia de un reencuentro de hermanos
Por David Telias
Surgida en Medio Oriente hace algo más de 3500 años, el judaísmo es una civilización revolucionaria que se definió por el monoteísmo en un contexto de culturas y civilizaciones politeístas y se asienta sobre 3 pilares principales: libertad, igualdad y educación.
Aunque el devenir del tiempo y las circunstancias la han transformado, la cultura judía promueve la libertad individual y colectiva desde su origen. Es en el éxodo de liberación de Egipto a Canaán bajo el liderazgo “humano” de Moisés, que se conforma como pueblo, y es en la fundación de Jerusalem, y la constitución del reino de Judea que se transforma en judía.
El episodio de Pésaj – comúnmente conocido como la Pascua judía – es hasta el día de hoy una festividad central del judaísmo, y se le conoce esencialmente como la fiesta de la libertad. Pero en los hechos, es la construcción nacional del pueblo judío. Una nación construida con hombres libres.
Prácticamente todos los grandes imperios antiguos la dominaron o intentaron dominarla en distintos períodos. Ninguno logró destruirla y los sobrevivió a todos, transformándose pero manteniendo su esencia. De todos tomó algo y lo incorporó a su acervo.
El último de los imperios antiguos; el Romano, la dispersó por el mundo, destruyó su basamento físico (civilizatorio) y la obligó a la mayor de sus transformaciones históricas: el judaísmo rabínico.
Hubo que dar un paso atrás para sobrevivir: del “pueblo del libro” al pueblo de la interpretación del libro. De la ley oral, basada en la interpretación directa de la letra eternizada en la Torá y ejercida por un parlamento – la kneset – de 120 miembros elegidos por el pueblo, a la construcción de libros interpretativos que permitieran llevar ese parlamento que desaparecería, a la sinagoga que surge: de la Kneset, al Beit HaKneset. Del parlamento a la “casa parlamentaria”. Beit HaKneset es el nombre en hebreo de lo que se ha traducido como sinagoga.
De la Kneset al Bait HaKneset: de cultura a religión. De civilización a culto. Durante 1900 años, los judíos perdieron totalmente la “normalidad” de un pueblo (asentado en un territorio, con un gobierno propio), para transformarse en una “ideología”, esto es: la posibilidad de interpretar todo lo que existe a través del prisma del Tanaj (compuesto por la Torá o pentateuco, los Nebiim o profetas, y los Ketubim o escritos), la Mishná, la Guemará y, finalmente, el Talmud, constituido por los dos anteriores; es decir la compilación de la ley oral. Y perseguir un sueño: be shaná habaá beIrushalaim (el año que viene en Jerusalem), el del retorno a la Tierra Prometida. A Sión.
Mientras eran confinados a vivir en guetos y juderías, aislados del mundo gentil, el judaísmo medieval le daba a los suyos todas las respuestas necesarias para entender el mundo que los rodeaba y acomodarse a él.
Con el devenir de la ilustración, el fin del gueto y la posibilidad de integrarse al mundo gentil; el judaísmo debió buscar nuevas respuestas para las nuevas interrogantes que le proponía la modernidad.
Por un lado, enfrentar el secularismo. Por el otro, el nuevo antisemitismo. Para el primero se produjo la llamada reforma.
Durante el siglo XIX y los primeros años del siglo XX, los judíos europeos comenzaron a dividirse en corrientes, diferenciadas según la forma en que proponían adaptarse a la nueva realidad social, cultural y política. Nace así, por un lado, el judaísmo liberal, que propone disfrutar de los beneficios de la modernidad manteniendo de la religión la esencia, es decir aquello que está explícitamente indicado en la Torá, y reinterpretar, a la luz de la nueva era, todo aquello que es producto de la interpretación medieval de los rabinos o los llamados “sabios”.
Por otro lado, nace la ortodoxia. Aquella que entiende que, cueste lo que cueste, no hay margen para la reinterpretación. Que el judaísmo debe ser dogmático, a partir de lo establecido por los “sabios” hasta la baja Edad Media.
En ambas posturas hay diversidad de opiniones. Desde el llamado “judaísmo secular”, que quita todo carácter religioso al judaísmo y lo interpreta como una ideología humanista, pasando por los reformistas propiamente dichos, los conservadores, los ortodoxos y los ultraortodoxos. Y dentro de cada una de estas corrientes a su vez hay matices. Como dice un viejo refrán: “2 judíos, 3 opiniones”.
Para el nuevo antisemitismo, la respuesta es la huida. Emigrar, buscar nuevos rincones donde esto no exista todavía.
El odio o rechazo a los judíos tiene 2 grandes etapas históricas. La primera tiene que ver con el antijudaísmo eclesiástico. Como dice Foucault, las identidades se construyen primero en base a la negación de lo que ya está definido. Así, el cristianismo, para constituirse, debió negar legitimidad al judaísmo.
Ese antijudaísmo no proponía el exterminio de los judíos porque, por un lado, aquel judío que reconociera la verdad revelada convirtiéndose, podía salvarse; y por otro, mantenerlos vivos pero humillados, era la muestra para quienes dudaban de las bondades de reconocer la verdad revelada. Para esto recomiendo ver los cuatro principios sobre los judíos de San Agustín (siglo IV e.c.), que son la base principal de todo el antijudaísmo cristiano, superado recién en el Concilio Vaticano Segundo en la década de 1960 y fundamento filosófico esencial para la Inquisición Española, tan trágica para los sefaradíes.
Aunque nunca se haya propuesto exterminarlos, este antijudaísmo indudablemente sentó las bases para que, aparecido el antisemitismo, la población viera como normal el acoso, el maltrato y, sin mucho remordimiento, la muerte del judío.
Antisemitismo es un concepto moderno, creado por Wilhelm Marr hacia fines del siglo XIX, que se diferencia del antijudaísmo en que busca apoyarse en el origen genético de los judíos y, en tanto todos los mitos creados por el antijudaísmo cristiano son producto de la deformidad genética de este grupo humano, se le debe exterminar para asegurar que, por cruzamiento o aproximación, no infecte al resto de la humanidad.
El antisemitismo es una versión violenta del antijudaísmo, que propone su exterminio. Pero hasta la Shoá (el Holocausto), los judíos no se dieron cuenta de este cambio tan drástico. Así que, tal lo que ocurría cada vez que el antijudaísmo se ponía violento durante la Edad Media, los judíos a fines del siglo XIX tomaron sus cosas y se fueron.
La Revolución Industrial les permitía ahora cruzar el océano, con lo cual, los judíos, hasta ahora repartidos entre Europa Central, Europa Oriental y el Medio Oriente, comienzan a llegar a las américas.
La Revolución Francesa hizo creer que el Estado Nación era posible. Es más, se constituyó en la única versión legítima de un Estado. Pero esa combinación de población, gobierno, territorio y cultura que es el Estado Nación europeo moderno, se impregna rápidamente de un nacionalismo excluyente que, empapado de antisemitismo, deja afuera a los judíos, aún aquellos que habían comenzado a abrazar las corrientes más liberales del judaísmo, por lo que estos entienden que si quieren ser parte de un Estado Nación sin perder su identidad singular, ese Estado debía necesariamente ser un Estado Judío.
El sionismo histórico, aquel del sueño milenario de retorno a Sión, se transforma así en 1897, en un movimiento nacional político, que medio siglo después, y fuertemente justificado en un antisemitismo generalizado que permitió el desarrollo de un genocidio paradigmático que exterminó a un tercio de la judería mundial, capta la adhesión de la inmensa mayoría de los judíos, tanto en las corrientes liberales como ortodoxas, dejando fuera a los extremos.
La ultraortodoxia, que por “mesiánica” se niega a aceptar la creación de una entidad política de carácter judío, y el judaísmo secular que, vinculado al marxismo internacionalista, se opone a cualquier idea de carácter nacional.
Permítanme sólo dejarles una idea, que podremos con gusto conversar en otra oportunidad en extenso: así como el sionismo es la respuesta política al antisemitismo moderno, el antisionismo es la nueva versión política del antisemitismo moderno.
Así es que sobre el fin del siglo XIX y los albores del siglo XX tenemos judíos marxistas, reformistas, conservadores, ortodoxos y ultraortodoxos; sionistas y no sionistas y… sefaradíes; que una vez más y luego de casi 3 siglos de relativa calma, deben huir nuevamente de su morada, para cumplir el mandato bíblico que Dios le ordenó a Abraham muchos milenios antes, y que tantas otras veces en la historia debieron llevar a cabo: “lej lejá umimoladtejá”, “vete para ti – o por ti – de tu casa”.
Europa lo habían recorrido todo. Expulsados del Medio Oriente, recorrieron las costas del mediterráneo hasta tener su Edad de Oro en la península Ibérica musulmana. Huyendo de las cruzadas, expulsados por los reyes de Inglaterra, España y Portugal, recorrieron el mapa en sentido inverso, y refundaron las enormes comunidades del Magreb y el Medio Oriente. Algunos lograron quedarse y finalmente prosperar en Europa Occidental y Oriental hasta la aparición del antisemitismo y el ascenso del nazismo.
En los albores del siglo XX, la crisis del Imperio Turco-Otomano, sus enfrentamientos con occidente y el nacionalismo importado de Europa, pusieron en peligro comunidades judías milenarias en Turquía, Grecia, Egipto y Siria.
Cargados de esta experiencia milenaria, las actuales comunidades judías de todo el continente americano comenzaron a formarse en las dos últimas décadas del siglo XIX. Del Imperio Ruso hacia los Estados Unidos quienes tenían posibilidades propias de subir a un barco; hacia la provincia Siria del Imperio Turco (mal llamada Palestina en alguna bibliografía) o a la Argentina, quienes eran ayudados por los emprendimientos de Rothschild o el Barón de Hirsch entre otros.
Es cierto sí que hay rastros de experiencias migratorias judías previas en el continente Americano.
Desde la sospechada judeidad del propio Cristobal Colón y gran parte de su tripulación, hasta los fundadores de New Ámsterdam en 1625; pasando por la colonización holandesa de Recife, o incluso la portuguesa de Colonia del Sacramento. Todo como parte de una mezcla casi indescifrable entre la necesidad de huir de la Real Inquisición Española, hasta la influencia de los capitales judíos holandeses en la Compañía de las Indias Occidentales. Pero lo cierto es que no hay conexión posible entre esta migración del período colonial americano, y las actuales comunidades judías de América.
Los primeros en llegar al Uruguay fueron Sefaradim (o sefardíes o sefarditas), descendientes de aquellos que, huyendo de Sefarad (España), se asentaron principalmente en Turquía y Grecia, para de allí desembarcar en los puertos del Río de la Plata – perdón que traiga acá ejemplos de mi historia personal – pero de los 6 hermanos que componían la familia de mi abuela paterna, 3 nacieron en Buenos Aires y 3 en Montevideo. A mi abuelo materno le decían el brasilero, porque nació en Brasil y llegó siendo un niño al Uruguay. Todos mis bisabuelos llegaron a América en la primera o segunda década del siglo XX, provenientes de Estambul y Esmirna, y una de las mujeres vino de Rodas.
Asentados en la Ciudad Vieja, mi abuela me contó que su mamá, casi que murió convencida que había llegado a la Tierra Prometida, porque acá todos hablaban en “jidio”, refiriéndose así al español antiguo o “ladino”, que estos habían conservado generación tras generación desde que los expulsaron de España en 1492. Por eso para estos la integración fue bastante sencilla, pues aprender el idioma, el primer obstáculo de cualquier migrante lejano, no fue un problema difícil.
Detrás de ellos llegaron los judíos ashkenazim, provenientes de Europa Oriental, y ya entrada la década del 30 hicieron lo propio aquellos que venían de Europa Occidental huyendo del nazismo.
Aún a pesar de que el mundo judío internacional a esa altura ya se debatía entre la adopción de las corrientes religiosas que habían surgido de la reforma moderna de la que hablamos hoy, y el sionismo; en Uruguay las principales organizaciones judías se formaron a partir del origen étnico geográfico de sus componentes, debiendo sortear no sólo algunas diferencias ideológicas, sino aspectos culturales muy importantes, devenidos de las diferencias generadas por los siglos de aislamiento entre unas y otras.
El encuentro de estas corrientes migratorias judías en el mundo libre americano, como en el Estado de Israel poco después, significó un reencuentro de parientes separados casi 1000 años antes.
Los sefaradíes, provenientes de un mundo que hasta el día de hoy no ha vivido la ilustración, poco o nada sabían del sionismo político, pues salvo por las incipientes luchas que se vivían en Turquía al empezar el siglo XX, el nacionalismo no era un problema evidente todavía en el Magreb ni el Medio Oriente.
Los judíos sefaradíes que llegaron a estas tierras compartían un sionismo espiritual – le shaná habaá beIrushalaim –, repetido al finalizar sus fiestas, con su añoranza por la vieja España perdida. Como lo refleja su propia literatura:
“Cale que sea que el suelo de España es un suelo bendicho del Dio. Hay tierras fértiles y tierras mañeras; hay tierras que producen todo lo que es menesteroso para el mantenimiento del puerpo y del alma; por emplear un linguaje bíblico: <>, una de ellas es la España”. (Ovadia Cahmy, “España e Israel. Problemas de educación”, 1970)
Lejos del occidente secularizante, la reforma no era un desafío para estos judíos en el Magreb, Turquía, Grecia, Egipto o Siria, por lo que, aún con la evolución lógica de los siglos, su judaísmo seguía siendo esencialmente rabínico, tradicional, comunitario. Ni político, ni denominacional. Ellos eran simplemente judíos sefaradíes. Y conocían un único judaísmo, diferenciado por pequeños matices de costumbres distintas, adquiridas unas en Siria, otras en Argelia, Egipto o Turquía.
La emigración al mundo libre, y el reencuentro con aquellos judíos con los que habían perdido contacto desde la Edad Media, significaba un doble desafío. Integrarse al país que los acogía, y ser parte de una colectividad judía diversa, cargada de siglos de diferente evolución.
En cuanto a su integración al Uruguay, tal como decía mi bisabuela, esta fue su “Tierra Prometida”. Aquí encontraron una sociedad que los recibió de brazos abiertos, en la que prosperaron material y humanamente.
Aquí no debían esconderse ni tenían nada prohibido. Pudieron estudiar, llegar a ser profesionales de relevancia, e incluso participar de la política nacional con puestos de relevancia. Alguno nos contó que, si no hubiera sido porque no nació en Uruguay, la última y terrible dictadura que vivimos no hubiese ocurrido. Ya que el Presidente Gestido, sin saber de su carácter de ciudadano legal, le ofreció nada menos que ser su candidato a la vicepresidencia.
Aunque hoy en día está superada, creo que más difícil que la integración al Uruguay, fue la integración intracomunitaria. Es decir con aquellos parientes con los que había perdido contacto muchos siglos antes.
Diferentes idiomas. Comidas y sabores distintos. Y un cúmulo de usos y costumbres singulares a cada corriente, incluso hasta en lo litúrgico, consecuencia de la forma en que cada uno debió adaptar el judaísmo a la realidad circundante durante los siglos en que vivieron en cada una de las zonas del viejo mundo.
Durante los primeros años, el judío común y corriente que vivía en Montevideo de origen ashkenazí, húngaro o alemán no se identificaba con el sefaradí, y viceversa.
Mis abuelas, ya nacidas acá, la más joven en 1924, me contaban cómo los varones del grupo, impedían la entrada de los “rusitos”, a los bailes que organizaba la juventud judía sefaradí, diciéndole: “esto es para judíos”, vos no podés entrar acá.
Pero en cada uno de los grupos, aquellos que asumían el liderazgo comunitario, debían estar por encima de estas diferencias y ver antes que nada las necesidades.
Es por eso que en el año 1932, y luego de una evolución institucional que comenzó por 1908, se crearon la Comunidad Israelita del Uruguay – que nucleará a los judíos ashkenazíes – la Comunidad Israelita Sefaradí del Uruguay, y la Sociedad Israelita Húngara del Uruguay. En 1936 se fundará la Nueva Congregación Israelita de Montevideo por parte de los judíos germanos.
La creación de la CISU – la Comunidad Israelita Sefaradí del Uruguay, significó resolver también diferencias internas. Imponiéndose por su número, el estilo litúrgico de los turcos por sobre los norafricanos u orientales.
Las cuatro comunidades judías antes mencionadas tendrán dos elementos de unión: el cementerio, para el que ya en 1916 ashkenazím y sefaradím se habían juntado para conseguir los terrenos en la ciudad de La Paz; y en 1941, la creación del Comité Central Israelita del Uruguay. Un “comité” que, por un lado se uniría a las distintas organizaciones sociales que en Uruguay se expresaban en contra del fascismo y reclamaban para que el país rompiera su estado de neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, y se pronunciara a favor de los aliados. Y por otro, se constituía como lobby para que el gobierno permitiera el ingreso de la mayor cantidad de judíos posibles – los últimos serían unos 200 sobrevivientes del Holocausto – y fuera favorable a la solución de la creación de un Estado Judío en la Palestina británica.
A partir de estas instituciones, que en esencia cubrían los requisitos religiosos, sociales y políticos, es que se crean o bien se integran algunas otras ya creadas. Una multiplicidad de organizaciones de todo tipo. Bancos, mutualistas, organizaciones femeninas, de asistencia social hacia adentro de la comunidad, y organizaciones filantrópicas. Quizás la más conocida de esta sea la B’nai B’rith, una organización internacional que existe desde el siglo XIX, y que en Uruguay se fundó en 1936, con una participación importante de judíos sefaradíes y germanos principalmente. Algunos testimonios rescatan el puente entre estas sub culturas que esto significó.
En síntesis, para aquellos que asumían la responsabilidad de velar por la construcción comunitaria, y de algún modo percibían, suponían o tenían evidencia de la existencia de “peligros externos”, la integración intracomunitaria fue un mecanismo de defensa inmediato, y las barreras o diferencias culturales quedaban de lado, al menos momentáneamente, para enfrentar los desafíos mayores de la integración judía general al Uruguay.
Pero a nivel social la integración intracomunitaria en la vida cotidiana demoraría un poco más todavía.
Quienes vivían el día a día preocupados por lograr el progreso personal y familiar, y sobre todo en el caso sefaradí, que muchos como mi bisabuela estaban convencidos de haber llegado a la “Tierra Prometida”, y no percibían los “problemas en común” que podían tener con otros judíos, no tenían ninguna urgencia de buscar acercamientos con “extraños”. Y de la contraparte, tampoco se hacía un esfuerzo por lograrlo.
Todavía en 1957, ya con la segunda generación de judíos sefaradíes en Uruguay activando, un estudio realizado por el Congreso Judío Mundial, decía de los sefaradíes uruguayos, y del mundo, lo siguiente:
“Un grupo minoritario, pero de todos modos bastante amplio, dentro de nuestra colectividad (se refiere al Uruguay ahora), lo constituyen los judíos safaraditas. Para los ashkenazim y para los judíos del oeste europeo, esta parte orgullosa del judaísmo resulta un elemento menos concebible en su ambiente. Los países de donde llegaron nuestros hermanos del Medio Oriente son remotos a la mayoría de nuestra colectividad; la noción de los judíos sefaradim, aparece, en la fantasía de otros judíos como una parte romántica de nuestro pueblo capaz de creaciones artísticas de primer orden. Llegan informaciones de Israel de que los elementos de los países del Oriente ocupan ahora posiciones destacadas en la producción artística del país. Bordados artísticos, objetos de artesanías, trabajos de orfebrería, son hechos a menudo por sefaradim sin preparación especial, pero dotados de otras manifestaciones, hay un porcentaje muy alto de artistas de origen sefaradí. La costumbre sefaradí en ritos religiosos en su simple concepción filosófica que consiste en la afirmación del judaísmo de un modo sencillo (la aliah de los yemenitas que no tiene su igual en la historia) llaman la atención del mundo judío. En la escala mundial, se descubrió nuevamente una antigua parte de nuestro pueblo. En nuestra colectividad, este elemento al decir de algunos historiadores – los primeros inmigrantes judíos en este país – desempeña un papel aristocrático con todas las cualidades y defectos. La separación entre los dos grupos de los judíos: ashkenazim y occidentales, por un lado y los sefaradím por el otro, está superada solamente en las oportunidades formales; pero la colaboración entre ambas es mínima. La emigración de los sefaradim de sus lugares de origen fue, sobre todo una emigración de países de pobre cultura y bajo nivel de civilización, hacia una vida más elevada. También los motivos de esta emigración fueron específicos. Las realizaciones de esta comunidad son muy efectivas: éxitos en la vida económica; importantes posiciones en el desarrollo cultural y educativo general; progreso en la vida social y política judía, a pesar de la separación – casi aislamiento – del resto del judaísmo. El otro rasgo importante del judaísmo uruguayo actual es el esfuerzo por atraer a la colaboración íntima el judaísmo de origen sefaradí. Sería tan sólo un reflejo del proceso histórico judío general, que puso nuevamente al judaísmo sefaradí en el haber en relación a Israel y en el deber respecto a los países orientales, dentro del balance de nuestra actual situación mundial.” (Rost – Hollander, N. “Evolución y Desarrollo del Judaísmo Uruguayo”, en “Judíos en el Uruguay, Instituto Stephen Wise, C.J.M., Montevideo, 1957, Pp. 11 y 12)
Es interesante ver en la reciente cita, la asimilación que del proceso que ocurrió en Uruguay en la primera mitad del siglo XX entre los sefaradíes y el resto de los judíos, se hace respecto a lo que estaba ocurriendo al mismo tiempo en el resto del mundo, incluso en un Estado de Israel que apenas tenía 10 años a esa altura.
La integración a una sociedad libre y abierta, construida por inmigrantes como fue la uruguaya, fue achicando las distancias. Puliendo y hasta aceptando las diferencias, comenzando a reconocerse unos y otros como la misma cosa. El peligro de “asimilarse” y perder la identidad judía, fue el factor principal para ese acercamiento.
En la primera generación de inmigrantes sefaradíes y ashkenazíes no se reconocían unos a otros. Sus hijos compartieron instituciones que en su inicio favorecieran su integración al Uruguay. Sus nietos ya se reconocieron como partes distintas de una misa cosa. Sus bisnietos y tataranietos disfrutan de un judaísmo uruguayo que ya no sabe de diferencias internas.
Los sefaradíes de hoy en Uruguay, al tiempo que intentan rescatar lo que les sea posible de una cultura que añoran; a la par de sus hermanos ashkenazíes, discuten que denominación religiosa seguir: ¿liberales u ortodoxos?; e integran las instituciones sionistas.
En las fiestas tradicionales, las familias judías uruguayas ponen hoy sobre una misma mesa festiva, el guefilte fish con los boyos y las burekas de jandrayo, el strudel con los mostachudos.
Aunque ahora, en lugar de cocinar la madre o la abuela, se compra hecho.
La historia moderna de los judíos sefaradíes en Uruguay es, al igual que en el resto del mundo libre, la historia de un reencuentro entre hermanos judíos, aquellos que la historia comenzó a separar tras la destrucción de Jerusalem, hace 2000 años.