Coloquio

Edición Nº46 - Septiembre 2018

Ed. Nº46: Lecciones urgentes

Por Pablo da Silveira

Una vez más en la historia, una ola de cambios políticos recorre América Latina. En varios países de la región (Argentina, Chile, Colombia, México) hay corrimientos electorales que no sólo conducen a la sustitución del partido de gobierno, sino también a cambios de orientación política muy significativos. En algún caso específico (Ecuador) ese cambio de rumbo se produce aunque no haya sido sustituido el partido de gobierno. En un caso muy significativo (Brasil), lo que produjo la orientación política fue una destitución presidencial. En otros países (Venezuela, Nicaragua) no hay modificaciones en los elencos gobernantes pero se viven procesos que implican cambios en la naturaleza del régimen político.
 
La situación es variada y encierra sus complejidades. No en todos los países se están produciendo modificaciones en la orientación política de los gobiernos. En algunos casos (Bolivia, Uruguay) lo que se observa es continuidad. Y no todos los países que experimentan cambios se mueven en la misma dirección. Colombia y México vivieron procesos electorales que condujeron a corrimientos políticos profundos, peso esos cambios parecen ir en direcciones opuestas.
 
Cada uno puede evaluar estas transformaciones del modo que más se ajuste a sus convicciones y lealtades, pero lo que parece fuera de discusión es que estamos ante un cambio de época en la región. Este cambio está pautado por tres tendencias fundamentales.
 
En lo político, los datos indican que la llamada “ola progresista” está llegando a su fin, o al menos a una etapa de reflujo. Dicho de otro modo: han quedado atrás los años en los que gran parte del continente fue gobernado por partidos que se identificaban con la izquierda (más allá de diferencias a veces importantes entre ellos) e impulsaban experiencias como el Alba o la Unasur. El mapa político de la región es hoy mucho más diverso.
 
En lo económico, ha quedado atrás un momento internacional excepcionalmente favorable para América Latina, caracterizado por la aparición de nuevos mercados que se abrían al comercio internacional, un fuerte aumento de la demanda de nuestros commodities, tasas de interés que se mantuvieron muy bajas durante años y, consiguientemente, una fuerte afluencia de capitales. Hoy, las perspectivas empiezan a ser bastante menos alentadoras.
 
En lo institucional, asistimos a un grave momento de judicialización de la política, alimentado por una inmensa ola de acusaciones de corrupción y sospechas de desvío de poder. Ciertamente, las cosas no ocurren del mismo modo en todos los países. Tampoco existe acuerdo sobre lo que efectivamente pasó. El alcance de las prácticas ilícitas y la delimitación de las responsabilidades personales son parte de un debate político en proceso. Pero lo cierto es que el tema de la corrupción ha pasado a ocupar un lugar privilegiado en la agenda política de casi todos los países de la región, que la escala de los ilícitos que se denuncian no tiene precedentes y que las acusaciones apuntan frecuentemente a quienes llegaron al poder prometiendo nuevos estilos de ejercer el gobierno, lo que encierra un enorme potencial de decepción.
 
El futuro dirá a qué nos conduce todo esto. En los próximos años veremos si se consolidan nuevos estilos de liderazgo político, averiguaremos cuál va a ser el impacto de las nuevas condiciones económicas y veremos a qué llevan las investigaciones sobre prácticas presuntamente ilícitas (en este último punto, las posibilidades van desde un mani pulite a la italiana hasta la rehabilitación electoral y política de buena parte de los implicados). Pero, cualquiera sea el rumbo que tomen las cosas, es inevitable cierta sensación de oportunidad perdida para la región.
 
América Latina viene de cerrar un asombroso período de crecimiento económico, estabilidad institucional y gobiernos respaldados por fuertes mayorías. Y si bien es cierto que en varios países hubo avances significativos, tanto en términos de bienestar como de oportunidades, la región sigue estando lejos de los altos estándares de justicia, inclusión y calidad de vida que hace diez o quince años se anunciaban como alcanzables. Ahora que las condiciones empeoran, en muchos sitios empieza a hacerse visible que seguimos siendo un continente de desigualdades, exclusiones y privilegios. Más aun, las nuevas condiciones están instalando la pregunta acerca de si las mejoras que vivieron nuestras sociedades son sostenibles o fueron un fenómeno sin fundamentos sólidos. Por ejemplo: no hay dudas de que en casi todos nuestros países hubo una reducción de la pobreza medida en términos de ingreso monetario de los hogares. Pero hoy se discute si eso se debió a que millones de familias se volvieron más capaces de generar su propio ingreso, o si fue básicamente el efecto de transferencias que no podrán sostenerse en contextos más adversos.
 
De nuevo, todos estos son temas sobre los que existe más de una opinión legítima. Por eso es probable que sean objeto de un intenso debate durante los próximos años. Pero, antes de embarcarnos en esta discusión, sería bueno que nos tomáramos tiempo para registrar algunos aprendizajes que deberíamos extraer de la experiencia reciente. Como pasa con frecuencia en los asuntos humanos, no se trata de aprendizajes enteramente nuevos, sino de cosas que alguna vez supimos pero tendemos a olvidar. Así es como somos las personas y así es como funcionan las sociedades democráticas: nuestra capacidad de tropezar dos veces con la misma piedra parece ser inagotable.
Esta tendencia a repetir errores no debe volvernos escépticos ni mucho menos cínicos. La infalibilidad está fuera de nuestro alcance, pero al menos podemos servirnos de la experiencia reciente para refrescar algunas verdades importantes. Como mínimo, eso nos ayudará a postergar el momento en que volvamos a olvidarlas y a cometer errores conocidos.
 
Uno de los aprendizajes que los latinoamericanos deberíamos refrescar a la luz de lo acontecido en estos años es la importancia del gobierno limitado y sometido a controles. Cuando se trata de ejercer el poder político, debemos desconfiar hasta de nosotros mismos. No alcanza con creer que nuestras ideas son correctas ni con pensar que compartimos una misma buena voluntad con nuestros compañeros de ruta. Nada de eso garantiza que, si conseguimos tomar el control del Estado, vayamos a usar correctamente ese inmenso poder. Los seres humanos somos limitados y falibles. Las ideas que nos parecen buenas no siempre lo son, nuestras buenas intenciones no siempre se traducen en acción eficaz y nuestro compromiso con las causas más nobles no nos hace invulnerables a la parcialidad ni a la corrupción.
 
Los latinoamericanos deberíamos asumir de una vez por todas que así es como somos, no por ser latinoamericanos sino simplemente por ser humanos. Hace bastante más de un siglo, Lord Acton decía aquello de que “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Eso vale para los autócratas y vale también para quienes llegan al gobierno sostenidos por grandes mayorías. Que un gobierno tenga un gran apoyo popular no lo pone a salvo de la corrupción. Que un dirigente político sea enormemente carismático no asegura que siempre vaya a aplicar ese carisma a buenas causas, ni mucho menos que sea incapaz de usar el poder en su propio beneficio. Que un gobierno hable constantemente de justicia social, inclusión y derechos no garantiza que todas sus acciones estén alineadas con esos grandes valores, ni mucho menos que se mantenga en línea con ellos a medida que pasa el tiempo.
 
Nada de esto significa que debamos renunciar a nuestros ideales ni a nuestros sueños. La justicia social, la protección de los más débiles y la creación de oportunidades para todos merecen seguir siendo los grandes faros que guían la acción política. Pero lo que tenemos que aprender de una vez por todas es que eso debe hacerse en el marco de un estricto respecto de la Constitución y de la ley, y bajo condiciones que sometan la acción de todo gobierno (incluyendo el nuestro) a un escrutinio y a una crítica permanentes. La más estricta libertad de información, de expresión y de prensa, el respeto de una oposición parlamentaria que debe actuar como fiscal de la ciudadanía, el respeto de los procedimientos que ponen límites al ejercicio discrecional del poder y la rotación de partidos en el ejercicio del gobierno son componentes fundamentales en el proceso de construcción de una sociedad mejor y más justa.
 
Otro aprendizaje que deberíamos refrescar consiste en reconocer la importancia crucial de un debate público de calidad. Lamentablemente, en los últimos años se ha extendido en nuestros países una cultura de debate que no ayuda a la construcción democrática. Esa cultura de debate no está fundada en el ideal del libre intercambio de ideas, sino que concibe a la discusión pública como un arma para descalificar y neutralizar a quien piensa diferente. Los procedimientos para lograrlo son básicamente dos. El primero consiste en no atender a lo que se dice sino a quién lo dice. El segundo consiste en diluir la individualidad y sustituirla por grandes colectivos a los que estamos aliados o enfrentados.
 
Para quienes encaran el debate político de este modo, lo que dice Fulano es inaceptable (o ni siquiera es digno de consideración) porque lo dijo Fulano. Y Fulano no merece nuestra atención ni el más mínimo crédito porque es un representante del colectivo X, al que estamos enfrentados. Como contrapartida, lo que dice Mengano debe ser aceptado como incondicionalmente cierto, no porque hayamos evaluado la solidez de lo que dice sino simplemente porque lo dice Mengano. Y Mengano merece nuestro apoyo incondicional porque pertenece al colectivo Y, con el que estamos aliados o al que pertenecemos.
 
Todo se reduce a la terrible lógica excluyente del amigo y el enemigo. Pero a esta altura deberíamos saber (y este es el tercer aprendizaje a rescatar) que esa lógica es destructora de la convivencia democrática, porque la democracia solo funciona si hay un “nosotros” con el que podamos identificarnos todos los miembros de la ciudadanía, más allá de la diversidad de opiniones y de intereses legítimos.
 
La lógica del amigo y del enemigo es la lógica de la guerra, cuyo fin último es la destrucción de aquel contra quien combatimos. Pero en la política democrática no hay enemigos sino adversarios. Dicho de otro modo: la política, a diferencia de la guerra, es un conflicto entre personas y grupos que saben que van a seguir conviviendo. Por eso necesitamos espacios de encuentro, un lenguaje común e instrumentos institucionales que todos podamos reconocer como legítimos. Sólo así podremos procesar nuestros conflictos de manera controlada, y sólo así podremos construir acuerdos por encima de nuestras diferencias.
 
La capacidad de distinguir entre estas dos lógicas nos conduce a un cuarto aprendizaje que deberíamos refrescar, y que tiene que ver con el modo en que entendemos al Estado. Para quienes practican la lógica del amigo y del enemigo, el Estado es una fortaleza que debe ser conquistada, para desde allí imponer decisiones a la sociedad. Siendo así las cosas, el Estado es algo que no se entrega luego de haberlo conquistado: o bien entramos en el peligroso juego de las reelecciones que se dilatan en el tiempo, o bien terminamos por dejar de lado los procesos electorales y los sustituimos por elecciones manipuladas o, directamente, por regímenes de fuerza.
 
Para la concepción democrática, en cambio, el Estado es un espacio de encuentro entre todos los ciudadanos. Una de sus principales funciones es proporcionar los procedimientos de decisión y arbitraje que nos permiten resolver civilizadamente nuestras diferencias. Justamente por eso, el poder del Estado debe ser usado de manera limitada y siguiendo reglas que todos reconozcamos como válidas. El poder no debe ser usado de manera discrecional porque es un poder al servicio de todos. Cuando el Estado se ve de esta manera, perder las elecciones y entregar el gobierno no representa ninguna tragedia, sino que es visto como parte del sano funcionamiento de una democracia.
 
Esto nos conduce al último aprendizaje que deberíamos rescatar. Ver al gobierno como una responsabilidad que se ejerce en nombre de todos y que periódicamente cambia de manos implica rechazar cualquier visión mesiánica sobre nuestro papel en la historia de nuestra sociedad, o más generalmente de la historia humana.
 
Uno no puede practicar con sinceridad la política democrática si cree ser un intérprete privilegiado del sentido de la historia, o si se ve a sí mismo como la punta de lanza de la evolución humana. Para quien ve las cosas de este modo, acceder al gobierno es un bien para la humanidad, y tener que entregarlo es un grave retroceso. Por eso, quienes se creen los intérpretes o los vectores de la historia, tarde o temprano se vuelven autoritarios: no sólo se niegan a entregar el poder sino que se creen moralmente autorizados a hacer cualquier cosa para mantenerlo, porque su permanencia en el gobierno será, por definición, buena para la sociedad y para el género humano.
 
La visión democrática de la historia es mucho más modesta. Quienes integramos o apoyamos un gobierno dado somos personas como todas las demás, que intentamos aprender de nuestros aciertos y errores, así como de los aciertos y errores ajenos. A veces lo hacemos mejor y a veces lo hacemos peor. Y lo mismo pasa con nuestros adversarios. Por eso, un cambio de partido de gobierno no significa ningún retroceso histórico, ni ningún cambio de Estado en el desarrollo de las sociedades. El progreso humano siempre es imperfecto, trabajoso, en el peor de los casos reversible y en el mejor incremental.
 
Los latinoamericanos no tenemos que practicar la resignación ni renunciar a nuestros sueños. Pero tenemos que revalorizar las instituciones que limitan el poder de los gobiernos, tenemos que devolverle salud a nuestro debate público y tenemos que fortalecer un conjunto de elementos de cultura democrática que hoy no parecen estar en su mejor momento. Sólo así evitaremos escapar a la dinámica perversa que nos lleva a repetir los mismos errores (o al menos errores parecidos) cada pocas décadas.
 
A esta altura deberíamos haber aprendido que la justicia social y el bienestar de nuestros pueblos sólo se construyen de manera sostenible por el camino del respeto a las formas y a la cultura propias del orden democrático. Cada vez que nos hemos alejado de este camino, hemos tenido razones para lamentarnos.
 
Es probable que, en lo inmediato, varios de nuestros países pasen por un período de turbulencias políticas, estrés institucional, desafíos a la independencia de los poderes del Estado y reorganización del funcionamiento de los gobiernos. Es posible que haya tensiones, frustraciones y desencantos. Nada de eso será muy nuevo en la historia de América Latina. Lo nuevo sería que fuéramos capaces de procesar un debate público de alcance regional, que nos permita difundir y consolidar estos aprendizajes esenciales.