Coloquio

Edición Nº34 - Mayo 2016

Ed. Nº34: Una agenda democrática común en política exterior y DDHH

Por Gabriel Salvia

Uno de los grandes desafíos que enfrenta el respeto universal de las libertades civiles y políticas es el tipo de relación que mantengan los países democráticos con los regímenes dictatoriales tanto a nivel bilateral como en organismos multilaterales. 
La experiencia de activistas de derechos humanos en las dictaduras militares del Cono Sur, en Sudáfrica y en los regímenes comunistas de Europa Central y del Este, reconoce como un factor fundamental de apoyo moral en esos períodos de represión y persecución política, a la solidaridad democrática recibida desde el exterior. Inclusive, en algunos casos fue crucial el desempeño comprometido que tuvieron funcionarios de países democráticos y organismos internacionales en denunciar las violaciones a los derechos humanos y la falta de libertades en lugares gobernados por dictaduras. Argentina, Chile y Uruguay fueron algunos de esos casos, lo cual ahora les permitiría asumir un liderazgo regional e internacional en la promoción y defensa de los Derechos Humanos. 
 
Y si bien la importancia de la solidaridad democrática internacional como respaldo moral a quienes viven en países gobernados por dictaduras y la presión ejercida sobre sus ilegítimas autoridades es una cuestión fundamental para promover en esos lugares el respecto a los derechos fundamentales, en la práctica no existe para tal fin una tarea constante como política de estado de las democracias.      
 
Es cierto que muchos países democráticos expresan oficialmente a través de los sitios web de sus Cancillerías a la promoción y defensa de los Derechos Humanos como uno de los objetivos prioritarios en la política exterior. Pero en la práctica es una expresión declarativa y en algunos casos una formulación demagógica por las contradicciones demostradas en la política exterior.
 
Lamentablemente, las relaciones internacionales comprometidas en la defensa de la democracia y los Derechos Humanos se ven limitadas por una gran cantidad de factores. 
 
En primer lugar, más allá de lo establecido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), en las relaciones internacionales se sigue considerando a los estados nacionales como los sujetos principales del derecho internacional y no a las personas físicas, prevaleciendo criterios como la no intromisión en los asuntos internos y cualquier tipo de expresión que implique un “menoscabo a la soberanía”. 
 
En segundo lugar, está el “interés nacional”, asociado a los factores económicos, es decir el carácter prioritario que le asigna cada país a exportar sus productos y atraer inversiones del extranjero, y otros temas que resulten relevantes para obtener apoyo internacional. 
 
En tercer lugar, en países democráticos que tienen cierta tradición de política exterior activa en Derechos Humanos, la misma no logra convertirse en una política que se mantenga con la alternancia de sus gobernantes y, en muchos casos, no alcanza un criterio general que se aplique a todos los estados represivos de las libertades civiles y políticas. Sobre esto último inciden las alianzas geopolíticas mediante las cuales países democráticos mantienen muy buenas relaciones con algunas dictaduras que a su vez están enfrentadas a otras dictaduras o al terrorismo internacional.
 
En cuarto lugar, en los países democráticos la prioridad de sus gobiernos son las cuestiones domésticas, pues los representantes políticos deben atender los reclamos de su ciudadanía en general y de sus votantes en particular, gracias a los cuales obtuvieron sus cargos. 
 
En consecuencia, la adopción de una política exterior activa en Derechos Humanos representa un enorme desafío que, sin embargo, podría alcanzarse mediante un acuerdo común entre países democráticos que requiera ser ratificado por sus respectivos órganos legislativos para así garantizar su continuidad como política de estado. 
 
El carácter universal de los Derechos Humanos como límite al principio de no intervención.
 
Con la adopción por parte de Naciones Unidas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 1948, quedó establecido un claro límite a los principios de la soberanía y la no intervención en los asuntos internos, especialmente en sus artículos 2, 28 y 30.
 
El artículo 2 expresa que “Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía”.
 
A su vez, el artículo 28 señala que “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”. Y finalmente, el artículo 30 sentencia que “Nada en la presente Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración”.
 
El político y diplomático chileno Edgardo Riveros recuerda que “Al terminar la Segunda Guerra Mundial en 1945 se inicia un proceso que impulsa el nuevo Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Su característica fundamental es que estos derechos ya no van a quedar entregados a la suerte de los derechos internos de los Estados, sino que se reconoce competencia respecto a su resguardo a la comunidad internacional en su conjunto. En esta perspectiva se desarrollan los ámbitos de proclamación, reconocimiento y protección de los derechos esenciales de las personas. En el fortalecimiento de esta nueva realidad jurídica cumple un papel significativo la existencia de regímenes democráticos en los Estados, toda vez que estos derechos se encuentran en su base institucional. Por el contrario, la carencia de un sistema político de esta naturaleza trae consigo la debilidad o incluso el aniquilamiento de los derechos humanos” .
 
Desde un sector importante del ámbito político y académico, se considera como obsoleto al uso que algunos gobiernos le otorgan a los principios de la soberanía y la no intervención para no ser cuestionados por sus políticas internas cuando estas lesionan gravemente los derechos fundamentales. Pero en el fondo, lo que está en debate es si el sujeto principal del derecho internacional son las personas físicas o los Estados. 
 
Václav Havel decía al respecto: “No me opongo a la institución del Estado como tal. Me refiero a la existencia real de un valor que está por encima del Estado. Ese valor es la humanidad. El Estado sirve al pueblo, y no a la inversa. Si una persona sirve a su Estado, sólo debería hacerlo hasta donde fuere necesario para que el Estado preste un buen servicio a todos sus ciudadanos. Los derechos humanos están por encima de los derechos estatales. En el derecho internacional, las disposiciones que protegen a la persona humana deberían tener precedencia sobre las que protegen al Estado” .
En la misma línea de Havel, el actual Presidente Federal de la República Federal Alemana, Joachim Gauck, señalaba que «es necesario trascender fronteras para imponer los derechos humanos de la forma en que la comunidad internacional lo quiere: con validez universal, sin limitaciones y condiciones, para todos los seres humanos, solo por el hecho de ser seres humanos».
 
Por su parte, el jurista argentino Martín Farrell fundamenta en favor del intervencionismo democrático como política exterior en derechos humanos:
 
“Se ha producido un perceptible cambio de énfasis en el derecho internacional, y donde antes imperaba como principio supremo el de la soberanía de los estados hoy le disputa esa jerarquía el interés por la protección internacional de los derechos humanos.
 
Nada impide que un estado soberano respete irreprochablemente los derechos de sus ciudadanos (y muchos lo hacen, por cierto). El problema se presenta, sin embargo, cuando un estado determinado no respeta (o viola flagrantemente) los derechos de sus ciudadanos.
 
Hay grados de soberanía, y la circunstancia de que la protección de los derechos humanos prevalezca en algún momento de la cuestión no implica la desaparición completa de la soberanía del estado afectado.
 
Por otra parte, aunque la protección de los derechos humanos tenga precedencia, de aquí no se sigue que la intervención de un estado en los asuntos de otro sea automática, o inevitable: es muy claro que antes debe realizarse un cálculo de consecuencias, y que si la intervención extranjera tiene fuertes probabilidades de causar más daño que el que trata de evitar, entonces ella no estará justificada.
 
La precedencia jerárquica de la soberanía conduce a sostener que los sujetos del derecho internacional son los estados, mientras que la precedencia jerárquica de la protección de los derechos humanos conduce a sostener que los sujetos del derecho internacional son los individuos.
 
Debemos preocuparnos por los ciudadanos de los países extranjeros así como nos preocupamos por nuestros conciudadanos.
 
Los estados tienen la facultad de intervenir en los asuntos internos de otro estado cuando ello sea necesario para lograr el respeto de esos derechos.
 
Parece plausible sostener que los derechos de los estados de acuerdo a los principios internacionales son derivaciones de derechos individuales: los estados no tiene ninguna base moral autónoma, ni son portadores de derechos internacionales que sean independientes de los derechos de los individuos que habitan el estado. El estado no es un ser moral, no es capaz de efectuar elecciones morales, ni de tener derechos estatales. Los gobiernos son simples agentes del pueblo, y sus derechos internacionales derivan de los derechos de los individuos que habitan -y constituyen- el estado. El discurso acerca de los derechos de los estados se reduce al discurso acerca de los derechos individuales.
 
Si la autonomía individual ha desaparecido, sea como consecuencia del terror, sea como consecuencia de un lavado de cerebro, la intervención extranjera está justificada aún sin el requerimiento de las víctimas. Lo que el estado extranjero debe verificar es la circunstancia de que se producen violaciones a los derechos individuales, traducidas en el hecho de que se causa un cierto tipo de daño a terceros sin su consentimiento”.
 
Juan Bautista Alberdi, considerado el padre de la Constitución Nacional de la República Argentina, al escribir en 1871 sobre “Los derechos internacionales del hombre” argumentó en favor de lo que hoy se conoce como el derecho de proteger:
 
“Las personas favoritas del derecho internacional son los estados; pero como estos se componen de hombres, la persona del hombre no es extraña al derecho internacional. 
 
Son miembros de la humanidad, como sociedad, no solamente los estados, sino los individuos de que los estados se componen. 
 
En último análisis el hombre individual es la unidad elemental de toda asociación humana; y todo derecho, por colectivo y general que sea, se resuelve al fin en último término en un derecho del hombre.
 
El derecho internacional, según esto, es un derecho del hombre, como lo es del Estado; y si él puede ser desconocido y violado en detrimento del hombre lo mismo que del Estado, tanto puede invocar su protección el hombre individual como puede invocarlo el Estado, de que es miembro el hombre.
 
Quien dice invocar el derecho internacional, dice pedir la intervención de la sociedad internacional o del mundo, que tiene por ley de existencia ese derecho, en defensa del derecho atropellado.
 
Así, cuando uno o muchos individuos de un Estado son atropellados en sus derechos internacionales, es decir, de miembros de la sociedad de la humanidad, aunque sea por el gobierno de su país, ellos pueden, invocando el derecho internacional, pedir al mundo que lo haga respetar en sus personas, aunque sea contra el gobierno de su país.
 
La intervención que piden no la piden en nombre del Estado: sólo el gobierno es órgano para hablar en nombre del Estado. La piden en su nombre propio, por el derecho internacional que los protege en sus garantías de libertad, vida, seguridad, igualdad, etcétera.
 
Así se explica el derecho del mundo a intervenir por la abolición de la esclavitud civil, crimen cometido contra la humanidad.
 
Y como la esclavitud política no es más que una variedad de la confiscación de la libertad del hombre, llegará el día en que también ella sea causa de intervención, según el derecho internacional, en favor de la víctima de la tiranía de los gobiernos criminales” .
 
En línea con el pensamiento de Alberdi, el diplomático Carlos Ortiz de Rozas recordaba que “tan temprano como el siglo XVII Hugo Grotius en ‘De Jure Belli ac Pacis’ sostuvo la existencia de un ‘derecho acordado a la sociedad humana de intervenir en caso de un tirano que sometiera a sus ciudadanos a un tratamiento que nadie está autorizado a hacer’”.  
 
La Comisión de Derecho Internacional de la ONU, en su informe sobre la labor realizada (1995), al insistir en la importancia fundamental del principio de no intervención también ha reconocido que en el derecho internacional contemporáneo tiene un alcance más limitado debido “a las disminuciones del número de situaciones que podrían ser consideradas como asuntos internos y al planteamiento de situaciones, sobre todo relacionadas con los derechos humanos, en las que la invocación de la excepción jurídica interna es inadmisible”.
 
El problema es que en el derecho internacional coexisten principios contrapuestos. Por ejemplo, en su sesión plenaria del 21 de diciembre de 1965 la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Resolución 2131 «Declaración sobre la inadmisibilidad de la intervención en los asuntos internos de los Estados y protección de su independencia y soberanía». Dicha resolución establece en su punto 1 que “Ningún Estado tiene derecho de intervenir directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro. Por lo tanto, no solamente la intervención armada, sino también cualesquiera otras formas de injerencia o de amenaza atentatoria de la personalidad del Estado, o de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen, están condenadas”.
 
La intervención que se plantea para adoptar una agenda democrática común en política exterior activa en Derechos Humanos es la que Martín Farrell define como débil: “se limita a la crítica de la política interna de un estado extranjero, y a aconsejar a ese estado para lograr que mejore esa política”. Para Farrell, “Difícilmente la intervención débil requiera de alguna justificación”.
 
Puede argumentarse que un país fija sus posicionamientos internacionales en materia de Derechos Humanos en los ámbitos que corresponden, como por ejemplo en las votaciones ante la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU) o mediante las observaciones y recomendaciones en el diálogo interactivo que se realiza durante el Examen Periódico Universal en el Consejo de Derechos Humanos al cual deben someterse todos los estados que integran la ONU. 
 
Pero una política exterior activa en Derechos Humanos requiere algo más que lo anterior. El activismo de un país en la defensa y promoción de las libertades fundamentales implica asumir un compromiso en el ejercicio de la solidaridad democrática internacional. Y si bien hay países en cuyo pasado se pueden encontrar sólidos fundamentos para la adopción de una política de estas características, en los hechos lo que prevalece es el más crudo pragmatismo político.
 
En la actualidad, de acuerdo al Índice Libertad en el Mundo  que publica la organización Freedom House, aproximadamente un 60 por cierto de los países son parcialmente libres o no libres. Es decir, países donde en unos casos se restringen las libertades democráticas y en otros casos se reprimen muy severamente. Frente a dichas situaciones no se puede permanecer neutral y las democracias tienen que coordinar acciones en la defensa internacional de los derechos humanos. Pero lamentablemente, con el avance de los actos terroristas del EI el mundo democrático enfrenta nuevos desafíos que amenazan las libertades y la represión interna en algunas dictaduras pasan a un segundo plano. De aquí la importancia que cobra el rol de la sociedad civil dedicada a la noble labor de la solidaridad democrática internacional cuya misión la resumen una frase de Václav Havel «Sé cuán importante es para una persona saber que allá afuera hay gente a la que no le es indiferente vuestro destino».