Coloquio

Edición Nº26 - Julio 2014

Ed. Nº26: El mesías aguardado por judíos y cristianos

Por Ignacio Pérez del Viso

Entre los creyentes de ambas religiones hay muchos puntos de contacto, comenzando por la Biblia judía, que forma parte de nuestras Sagradas Escrituras. En la liturgia cristiana, en la celebración de la Pascua, se percibe el trasfondo de la liturgia judía. En el diálogo con nuestros “hermanos mayores” vamos descubriendo la riqueza del patrimonio común, no sólo en las grandes líneas, como la fe monoteísta y el código de los Diez Mandamientos, sino también en las pequeñas líneas, como la conducción de la comunidad por los ancianos o presbíteros. Pero un punto en el que parece que no puede haber aproximación es el del mesianismo, ya que, o se admite o se niega que Jesús es el Mesías anunciado por los profetas. En el imaginario popular cristiano, los judíos “se quedaron” en el Antiguo Testamento, privados de la luz del Evangelio.

Sin embargo, no debemos limitarnos a la diferencia, como si estuviéramos en las antípodas. Algo similar ocurrió con el llamado “Antiguo” Testamento. Habíamos acentuado tanto que debe ser interpretado desde el “Nuevo”, que nos imaginábamos a los judíos leyendo las Escrituras sin comprender su significado profético. Por suerte, la Pontificia Comisión Bíblica, en un documento de 2001, presentado por el entonces cardenal Ratzinger, nos recuerda que “los cristianos pueden y deben admitir que la lectura judía de la Biblia es una lectura posible, en continuidad con las Sagradas Escrituras judías de la época del segundo Templo, una lectura análoga a la lectura cristiana, que se desarrolla paralelamente. Cada una de esas dos lecturas es coherente con la visión de fe respectiva, de la que es producto y expresión” (El Pueblo Judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia Cristiana, n. 22). De modo similar, podemos preguntarnos si no existe un sentido válido, para los cristianos, de la expectativa mesiánica del actual pueblo judío. Mi respuesta es positiva y la expondré en función de tres paradigmas, prescindiendo de las variantes que se dan en ambas religiones sobre la figura del Mesías.


1. El mesianismo escatológico

Judíos y cristianos aguardamos la plenitud mesiánica del final de los tiempos. Por ese motivo, somos un mismo pueblo que peregrina en la historia, padeciendo las enfermedades y la muerte, inherentes a la naturaleza de los vivientes, así como el odio y las persecuciones, engendrados por nuestros repliegues más sombríos. La paz mesiánica nos aguarda en el futuro, como un don de Dios. La justicia bíblica, que no se basa en el reparto conflictivo de los bienes sino en el compartirlos fraternalmente, nos atrae desde un mañana ultraterreno. La Tierra Prometida será siempre un horizonte que nos invitará a caminar juntos. Los primeros cristianos no tenían el sentimiento de pertenecer a otra religión. Eran del mismo pueblo elegido, reflexionaban sobre los escritos de los profetas y oraban en el mismo Templo.


Como leemos en el libro de los Hechos (2, 46-47), aquellos discípulos, “íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, […] alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo”. Poco después se dice que “Pedro y Juan subían al Templo para la oración de la tarde” (3,1). Y aunque fueron reprendidos por las autoridades judías, que no veían con buenos ojos el nacimiento de una nueva “secta”, los apóstoles “todos los días, tanto en el Templo como en las casas, no cesaban de enseñar y de anunciar la Buena Noticia” (5,42). Este “apego” al Templo no se dio solo en los comienzos, a partir del año 30 de la Era Común. Cuando el apóstol Pablo completa su último viaje por Grecia y el Asia Menor, se dirige a Jerusalén. Como algunos murmuraban que Pablo criticaba lo enseñado por Moisés, los dirigentes de la comunidad cristiana le dijeron: “Aquí tenemos a cuatro hombres que están obligados por un voto: llévalos contigo, purifícate con ellos y paga lo que corresponde para que se hagan cortar el cabello. Así todo el mundo sabrá que no es verdad lo que han oído acerca de ti, sino que tú también eres un fiel cumplidor de la Ley. […] Al día siguiente, Pablo tomó consigo a esos hombres, se purificó con ellos y entró en el Templo. Allí hizo saber cuándo concluiría el plazo fijado para la purificación [de siete días], es decir, cuándo debía ofrecerse la oblación por cada uno de ellos” (21, 23-26). Esto ocurrió por el año 58, cuando aún se mantenía firme el apego de los cristianos al Templo.


Poco después tuvo lugar la primera sublevación de los judíos contra el dominio romano (66-73), en la que no participaron los judíos cristianos. Esta rebelión, reprimida severamente, ocasionó la destrucción del Templo, en el año 70, y la muerte de un millón de judíos. Por esa época, la identidad cristiana se va perfilando como diferente de la identidad judía. La diferencia tiende a convertirse en antagonismo, como se refleja en el 4º Evangelio, escrito a finales del siglo primero. En el cristianismo comienza una relectura del significado del Templo, cuya destrucción aparece como un castigo divino contra los judíos, por no aceptar el Evangelio de Jesús. Esa interpretación perdura aún hoy en ambientes católicos. En realidad, aquellos cristianos, en particular los de la región de Jerusalén, deben haber sentido un dolor inmenso al conocer la destrucción del Templo, algo así como si nos dijeran hoy a los católicos que un sismo destruyó el Vaticano.


Mi sugerencia es que continuemos peregrinando juntos como en los primeros años, no como dos pueblos o religiones que van por caminos separados. Compartimos la esperanza de llegar un día a la Tierra Prometida, a un mundo donde reinen la paz, la justicia y el amor, anunciados por los profetas. Esa apertura hacia el futuro se refleja en varios de nuestros escritos bíblicos. En el Apocalipsis se describe a la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descenderá del cielo, “embellecida como una novia”. “Esta es la morada de Dios entre los hombres: él habitará con ellos, ellos serán su Pueblo, y el mismo Dios estará con ellos. El secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó” (21, 2-4). Judíos y cristianos juntos podemos compartir la expectativa mesiánica, secando tantas lágrimas en el mundo de hoy. Es la dimensión del mesianismo “escatológico”, el de los últimos tiempos, el de la plenitud del don de Dios.


Judíos y cristianos hemos padecido persecuciones por la fidelidad a nuestra fe. Cuando las persecuciones provienen de terceros, nos reconfortamos mutuamente. Pero es desgarrador el historial de persecuciones organizadas por cristianos contra los judíos. La Shoá reciente marca los límites del dolor y del odio. Hemos afirmado a veces, los cristianos, que esta persecución provino “de afuera”, de una ideología pagana, la del nazismo, que se ensañó también con muchísimos cristianos. Pero no supimos aproximamos a la paz mesiánica, donde no habrá “más muerte, ni queja, ni dolor”. Para los condenados al exterminio, se iba extinguiendo la esperanza mesiánica. Muchos pensadores cristianos guardan hoy silencio ante la Shoá, como si cualquier reflexión reabriera la herida. Este silencio nos recuerda que compartimos con temor, los judíos, los cristianos y todos los miembros de la familia de Dios, una misma angustia escatológica, nacida de las promesas mesiánicas.


2. El mesianismo comunitario

Lo común es hablar de “el” Mesías, como una sola persona. Ha habido muchos profetas, pero solo puede haber un Mesías. Sin embargo, este enfoque no suprime la dimensión comunitaria del Enviado. No sólo del mesianismo, como filosofía compartida, sino del Mesías mismo. Los cristianos, inspirados en textos del apóstol Pablo, hablamos del Cuerpo “místico” del Mesías (= Ungido = Cristo). Se nos explica que, así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, mas no todos los miembros tienen un mismo oficio, así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en el Mesías un solo cuerpo, y “en lo que respecta a cada uno, somos miembros los unos de los otros” (Rom 12,5). La relación “vertical” de los creyentes con el Mesías engendra una relación “horizontal” entre todos los hermanos. Formamos un cuerpo, en el que “somos miembros los unos de los otros”. Como en una familia, cuando un miembro sufre, todos sufren con él, y cuando alguien se alegra, todos participan de su alegría.


Ahora bien, la afirmación de que todos los miembros de la Iglesia, digamos todos los bautizados, forman parte del Cuerpo Mesiánico, parece dejar afuera a los no cristianos. Pero la Iglesia es signo del Reino de Dios, aunque no un mero signo que remita a algo exterior. El Reino de Dios, como aprendimos de nuestros maestros judíos, es el Reino de la Justicia y de la Paz que provienen de Dios. Cuando hablamos de justicia en la sociedad, decimos que consiste en “dar a cada uno lo suyo”. En cambio, cuando meditamos sobre la Justicia divina, descubrimos el principio de que Dios ha destinado los bienes de la tierra para toda la humanidad. Antes del “derecho” de cada uno para tener bienes en propiedad, se dio el “regalo” de Dios para toda la familia humana.


El Cuerpo místico del Mesías, entonces, no queda reducido al ámbito cristiano. Comprende al conjunto de la familia humana. El riesgo que corrimos los cristianos de reducir el Cuerpo mesiánico al círculo de la Iglesia, lo corrieron los judíos al reducir el concepto de Pueblo elegido al pueblo judío. La elección de Israel es también un signo de la elección divina, que no excluye a ningún pueblo ni a ninguna persona. Nosotros, al elegir a uno, excluimos a otros. Elegir es renunciar. Dios es el único que puede elegir a cada pueblo y a cada persona como si fuera su hijo preferido, su amigo íntimo. Por este motivo, el Pueblo judío actual cumple una misión en la historia, la de ser signo de la elección divina. Y el apóstol Pablo reafirma que la elección del pueblo judío es un signo permanente, no provisorio o de una época superada. “Porque los dones y el llamado de Dios son irrevocables” (Rom 11,29).


Pablo desarrolla el principio de que en un cuerpo todos los miembros son necesarios. Ni la cabeza le puede decir a los pies “no los necesito”, ni éstos a la cabeza. Gracias a la armonía entre los diversos miembros del cuerpo, podemos vivir, trabajar y construir una civilización. En la Iglesia primitiva lo institucional estaba menos desarrollado que hoy, mientras que lo carismático emergía con vigor. Pero no todos tenían los mismos carismas o cualidades, así como no son iguales todos los miembros del cuerpo. Algunos recibían el carisma de hablar en “lenguas” incomprensibles. Otros el carisma de traducir o explicar lo dicho por los primeros. Y Pablo dio normas que continúan válidas en nuestra era de la comunicación social. Si en una reunión no está presente el que traduce y explica, es mejor que se calle el que habla con categorías sofisticadas.


Esta complementación, que los cristianos hemos aplicado al interior de la Iglesia, distinguiendo, por ejemplo, entre el carisma del teólogo y el del obispo, podemos y debemos aplicarla al interior de todo el Reino de Dios. El actual diálogo interreligioso nos muestra el desafío de coordinar acciones en favor de la paz y la solidaridad, no sólo aportando cada uno lo suyo, que será siempre valioso, sino también ofreciendo gestos comunes, como cuando colaboran los de diferentes religiones para mantener un comedor escolar, un dispensario o un centro barrial.


Ahora bien, al interior del diálogo interreligioso se dan múltiples relaciones, según el espíritu de cada tradición religiosa. Y los últimos papas nos han recordado que nuestra relación con el pueblo judío es la más estrecha que podemos tener con los de otra religión, sin que ello implique una desvalorización de otras creencias. El tener gestos comunes nos permite una mayor eficiencia en el trabajo solidario. Pero más importante que la eficiencia es el simbolismo de hermanos mayores y menores trabajando juntos. Y esta relación estrecha nos mueve a impulsar acciones comunes también con nuestros hermanos musulmanes, en un triple abrazo de los que integramos la familia de Abraham.


En un reciente encuentro de obispos católicos del Cercano Oriente, el papa Benedicto invitó a un dirigente judío a realizar una exposición que fue muy valiosa. Llegará el día en que un papa invite a un maestro judío a dar un retiro espiritual a obispos católicos. No sólo a tener una exposición académica sobre temas de su especialidad, como la arqueología o la historia bíblicas, sino a transmitir una vivencia, a comunicar una espiritualidad que alimente nuestra fe. Esto ya se hace localmente, en algunas diócesis o parroquias, pero lo interesante serían gestos que despertaran la esperanza en la aldea global. Así daríamos forma visible al cuerpo místico del Mesías.


3. El mesianismo transhistórico


 Los eventos históricos no son ideas filosóficas que atraviesan los siglos. Se ubican en un punto del espacio y del tiempo. Todo documento comienza indicando el lugar y la fecha. En la historia del pueblo judío podemos datar con bastante precisión a los reyes y profetas. Ahora bien, al hablar del Mesías como persona, estamos pidiendo pista para aterrizar en un tiempo y un lugar determinados. Pero si partimos del mesianismo comunitario, podemos trascender el antes y el después de un evento mesiánico. Este proceso lo hemos aprendido de nuestros hermanos mayores. La liberación de Egipto, mediante la conducción de Moisés, podría ser ubicada hacia el año 1300. Pero no concluyó entonces. Cada generación tiene que liberarse del Faraón de su tiempo, cada comunidad tiene que atravesar el Mar Rojo que se le interpone en el camino. De modo similar, el ingreso en la Tierra Prometida se realizó bajo la conducción de Josué. Pero cada generación debe cruzar el desierto para llegar a ella. Tanto la liberación como el ingreso son realidades transhistóricas, lo que no significa que sean puramente míticas o literarias. Son reales, con la realidad propia de la condición humana.


 En una ocasión, Jesús dijo que Abraham “se estremeció de gozo” esperando ver el día del Mesías, que “lo vio y se llenó de alegría” (Jn 8,56). Cada vez que el patriarca contemplaba el cielo estrellado, recordaba las Promesas que había recibido y se gozaba, esperando contra toda esperanza. Abraham, entonces, no vivió simplemente “antes” del Mesías, como tampoco los judíos actuales. Cuando ellos leen las Escrituras, contemplan el cielo estrellado y evocan las promesas recibidas. Con Abraham, ven al Mesías y se alegran. Muchas veces han llorado, como en la Shoá, y lo añoran. Los cristianos también sonreímos y lloramos esperando al Mesías, que encarna toda la alegría y el dolor humanos. Como escribió Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales, Él encarna todas las consolaciones y desolaciones que experimentamos.


 Pablo presenta al primer hombre bíblico, Adán, como cabeza de toda la humanidad alejada de Dios, y al Mesías como cabeza de esa misma humanidad reconciliada y no sólo como dirigente de los discípulos que lo seguirán posteriormente. El Mesías estaba presente en Adán. También en Noé, que al contemplar el Arco Iris sonrió, como Abraham. Los profetas, más que hacer predicciones, contemplaron fugazmente la figura del Mesías y se alegraron, a pesar de los males que denunciaban. Y Moisés fue el mayor de los profetas. Fue el gran legislador porque fue el gran profeta, que hablaba con Dios cara a cara. Por ello, necesitamos a los judíos de hoy que nos enseñen a contemplar el cielo estrellado, como Abraham, y a atisbar el futuro, como Moisés.


Melitón, del siglo II, obispo de Sardes, en el Asia Menor, en una homilía sobre la Pascua, de la que leemos párrafos el Jueves Santo, dice que el Mesías sufrió penalidades “en la persona de muchos otros: él es quien fue muerto en la persona de Abel y atado en la persona de Isaac [cuando iba a ser inmolado por su padre Abraham], él anduvo peregrino en la persona de Jacob y fue vendido en la persona de José, el fue expósito en la persona de Moisés [en una canasta para bebés, en el Nilo], degollado en el cordero pascual, perseguido en la persona de David y vilipendiado en la persona de los profetas”. De acuerdo a este texto, el Mesías sufriente ha estado presente en la historia humana desde el comienzo. La pregunta sobre si algunos han vivido antes o después del Mesías, queda superada por la pregunta sobre cómo vivimos el misterio del Mesías en nuestra vida de cada día, en nuestras penas y alegrías, y cómo aliviamos las penas de los demás.


Conclusión


Esperar al Mesías es esperar la alegría de la consolación después de las pruebas, de la que nos hablan los profetas. Cuando se logre una paz estable y consensuada entre judíos y palestinos, en el Cercano Oriente, sentiremos que el Mesías ha pasado por allí. Cuando concluyan las amenazas de Irán, en carrera nuclear y con dirigentes acusados del atentado a la AMIA en Buenos Aires, sentiremos también el paso del Mesías. No se quedará allí ni aquí, sino que pasará, dejándonos su huella. De momento, todos juntos, judíos, cristianos y musulmanes lo estamos aguardando. Es una convicción profunda que el Mesías está viniendo desde el comienzo del mundo y percibimos sus huellas. Es también cierto que viviremos aguardándolo hasta el fin de los tiempos.


Compartimos una memoria del pasado y una esperanza del futuro. Como expresó el ilustre rabino Abraham Skorka sobre el viaje del papa Francisco a la Tierra Santa, en La Nación del 21 de mayo, “Hay una profunda convicción que une a judíos y católicos en las palabras de los profetas, cuando vislumbran un futuro de paz para la Tierra Santa que será bendición para toda la tierra”. En síntesis, compartir la esperanza mesiánica no es una mera posibilidad. Es ya una realidad tangible.