Edición Nº26 - Octubre 1994
Ed. Nº26: El judaísmo: una revolución esencial
Por Moisés Garzon Serfaty
Pensamientos de un judío contemporáneo
Las grandes obras, las grandes concepciones, presumen voluntades, vocaciones y capacidades equivalentes que, además de hacerlas posibles, de explicar sus alcances, aseguren su continuidad, sean luminaria orientadora en el dédalo dantesco de dudas y pesimismo, perversión y degradación en el que el hombre, angustiado, deshumanizado, indefenso se encuentra perdido.
El objeto de la filosofía fue hallar la clave del Universo. El judaísmo se impuso la búsqueda de la clave de la vida y mediante el necesario desarme de los espíritus enzarzados en irreversible rencilla hasta entonces, rompió todos los puentes por los que el hombre transitaba y lo llevó por una doble vía más allá de tradiciones y ritos, clara y luminosa, que es la que conduce a los hombres hasta Dios y a Dios hasta loe hombres, sin intermediarios. Y es en este subversivo encuentro que el judaísmo halla la fuerza para permanecer, para perdurar, al contrario que otras concepciones de otros pueblos que se agotan y Analmente no son más que ejercicios inútiles de rupturas, contradicciones, negaciones y violencias de los que hay suficientes pruebas en los anales de naciones deshechas, vulnerables, derrotadas, sojuzgadas por prédicas vacías de Dios que giran como peonzas alrededor de un eje absurdo, en el mismo lugar, sin horizontes y sin mejor destino.
Busca el judaísmo la revolución nuestra de cada día, combatir los males en su raíz: el corazón del hombre. Busca por medio de la oración y de la introspección el diálogo íntimo hombre-Dios, solazado, iluminador, reparador, generador de confianza y de esperanza, los dos motores de la revolución auténtica del judaísmo que el hombre impulsa de la mano de Dios. “Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra…”
Esta es la declaración de la confianza y de la esperanza completada con el hermoso versículo del Salmo 120: “No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de Israel… El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche…”
Esta es una breve muestra de la eterna esperanza que el judaísmo alienta y que de él emana.
Es una esperanza colosal y pura, irrenunciable e invencible.
Una esperanza entretejida con genuinos propósitos. Los mismo propósitos que le dan fuerza a la esperanza y, aunque no deben confundirse los fines con los medios, lo cierto es que la esperanza judía se retroalimenta y se reconstruye sin cesar.
Reconstruir la esperanza consiste en devolverle a la vida su sentido de propósito y continuidad: hacer posible que el hombre y sus organizaciones tengan una idea simple y clara de los valores y aspiraciones de verdadera e intrínseca importancia.
Reconstruir la esperanza, además, es una necesidad.
El judaísmo fue y sigue siendo una revolución no armada, una revolución espiritual sin parangón que parte de la concepción monoteísta, a la que eleva a un estadio de sublimidad nunca antes conocido, para llevar al hombre, como ya se dijo, a su encuentro con el Sumo Hacedor, al encuentro consigo mismo, poniéndolo en el centro de la escena como individuo y como integrante del grupo humano, en el propio centro de su atención y de su acción.
El prójimo no es solamente otro ser humano, es un concepto que invoca solidaridad, responsabilidad, entrega, amor, todo un mundo de relaciones, de comportamiento mutuo, de dar y de recibir. Así, sobre los amores a Dios, a los padres y al prójimo, que al fin y a la postre se transforman en un mismo y único amor, el judaísmo ha instaurado una serie de leyes para normar una forma de vida anclada en profundas raíces, una acción nacida en, y guiada por, un pensamiento evolutivo, siempre vigente, con un poder de adaptación a situaciones cambiantes, preservando lo esencial, la columna vertebral, lo que le hace diferente, polifacético, abarcativo de los conceptos de religión, pueblo, nación, modo de encarar la vida, filosofía para vivir y sobrevivir, visión del mundo con sentido de misión y de futuro.
Las épocas pasan en un desfile constante y a cada una de ellas el judaísmo le ha aportado riqueza espiritual, un mensaje ético-moral y una esperanza que nunca se agota, una búsqueda de la libertad y de la dignidad del hombre que nunca decae.
Estas y otras razones han permitido su mantenimiento en el escenario de las alternativas vigentes en lo espiritual, pero sin por ello apartarse de lo material, de lo concreto, de lo real.
La realidad es una referencia, directa o indirecta, explícita o implícita, codificada o transmutada para la creación de un orden coherente de visión de las cosas, de las situaciones del diario vivir, por diferentes que ellas sean. Por eso, en el judaísmo, sus definiciones, sus alcances y sus fundamentos conceptuales se inscriben dentro de la amplitud del contexto descrito.
Todos estos aspectos asumen una curiosa dinámica entre lo material y lo inmaterial, así como entre lo presentible y lo sensible, lo simulado y lo disimulado. Las tensiones que se desprenden de estas relaciones se acrecientan hasta lo superlativo y, aunque semánticamente son diferentes, adquieren unas dimensiones que cualitativamente son unitarias, únicas, desafiantes.
Las argumentaciones que preceden nos obligan a ir más allá de las apreciaciones inmediatas y de las opiniones someras.
El judaísmo persigue comunicar, expresar y convocar, es decir, incorporar un enfoque, imprimir una emoción y contener un mensaje. Paseándose por las opciones de la realidad, sin ignorarlas, trata de hacerlas suyas y de fertilizar las orientaciones de una propuesta auténtica, inteligible e inteligente, con categoría de estatuto, aunque no sea, en su interpretación, definitivo ni entendido como definitorio, que culmina con el logro de elevar al hombre más allá de la realidad a partir de la propia realidad y capacitándole para modificar a ésta cuando le es o puede serle adversa.
Su conocimiento supone asomarse a un amplio ventanal desde el que se descubre que las presencias etéreas, vaporosas, se hacen aprehensibles; los efectos perceptibles e imperceptibles, los detalles anodinos, alucinantes y deslumbrantes, las referencias empíricas e ilusorias, se tornan inteligibles y lo oscuro se vuelve luminoso, mientras que lo sobrenatural se vuelve humano.
Como un sabio preceptor, saltando sobre los vacíos y portador de plenitudes, el judaísmo vino a construir otros espacios, a desvirtuar las enseñanzas de tantos maestros agónicos, a redimir al mundo que se debatía en una suerte definitiva de organicidad exhausta y al hombre de sufrir un mayor despojo de su espiritualidad. Vino a hacer más llevadera y más digna la sublime exasperación que produce en el hombre la experiencia misma de su impotencia, de su caducidad, de su efímera presencia terrenal. Vino como idea a hacerse figura, a encarnarse, a materializarse, en una síntesis que uniera las herencias esparcidas de los hombres, muchas veces antagónicas, contradictorias, despojándolas de lo inhumano, purificándolas, pulverizando lo vano, lo superficial, la ausencia de profundidad de los que se gobiernan únicamente por las leyes de la materia que se han mostrado inútiles, siempre, para calmar las ansiedades del alma.
En el laberinto de ecos en los que una angustia —la angustia del hombre—, se pierde, el judaísmo aporta los soportes de una fe, de una confianza, de un equilibrio trascendente, poniendo de manifiesto, entre anverso y reverso, toda la ambigüedad y vanidad de las pasiones, lo limitado de la potencia y la fragilidad del hombre, lo depresivo e inauténtico de los pretextos para aspirar a exageradas e insaciables necesidades materiales que se agotan a sí mismas al ser satisfechas, para ser sustituidas por otras tan esclavizantes y transitorias como las que las precedieron.
El judaísmo alienta la rebelión de los encadenados, para que los que quieran ser libres rompan las cadenas de esa dependencia que sume al ser en la infelicidad y al hombre en una masiva, total y aniquiladora melancolía y se alce sereno y transparente, seguro de su credo como fe de vida, de su judaísmo comprensive como interpretación y respuesta al interrogante de la forma ideal de vivir, que no es más que un problema ético.
El judaísmo capacita al hombre para que, en el umbral de cada mutación, perciba el peligro o la bondad del cambio, para que asuma su parte de resolución y en la solución de lo que la historia le exija, para que, frente a las coyunturas más diversas y difíciles, sepa encontrar el necesario aliento.
Para el judaísmo, la solidaridad es un precepto; el amor, la amistad y la unión entre los hombres y los pueblos, un mandato de universal convocatoria, una creencia creadora y un principio rector enarbolados como emblema y estandarte.
Es uma fe expuesta como soporte invisible de los nexos que unen a los hombres, en un gesto ampliamente abarcativo, que, partiendo del rasero igualitario de la Creación, nos lleva al maravilloso mundo de la relación pluralista, respetuosa, omnivalente, del hombre común con su semejante, ya que el hombre es el único y verdadero fin del judaísmo. Al hombre, que es lo esencial, superior a los ángeles, actor y autor de sus propias tragedias, de todas sus tristezas, el judaísmo le dota de la fuente de todas sus alegrías.
Inserto en la crónica eterna de lo humano, señala con diáfana claridad la senda de cada día, la infinitud de Dios, lo transitorio de la materia y de la belleza física.
Con su mensaje inagotable, es la esperanza de todos los exilios, la promesa de una vida más vasta, ilimitada, el maná providencial que alimenta, sin agotarse nunca, la existencia en el desértico devenir de sucesivas generaciones.
Por lo expuesto, se puede afirmar que el judaísmo no pretende ser un espejo de la vida sino un manual de participación en la vida, una liberación de la vida. No es un arte para ser comprendido, es decir, para ser reducido a conceptos y palabras, sino para ser vivido. Es el símbolo del acto de vivir con dignidad, con humanidad, con espiritualidad, en perfecto equilibrio o tendiendo a éste. El alma y el cuerpo están indivisiblemente implicados en esta experiencia de la vida, de lo que se infiere que no puede ser vivido sino por un ser total, inmerso en la concentración trascendente de cuerpo y alma que es la vida verdadera.
Sólo un hombre así puede sobrevivir en un mundo sin Dios y sin unidad humana. Solo un hombre así puede mostrar a una juventud heredera de ese mismo mundo, que el ser humano es totalmente responsable de su universo, el interior, de su historia y de su futuro. Del otro Universo, el exterior, el responsable es Dios mismo. Sólo un hombre así hace real la afirmación consciente de ser su propio dueño y de que mira hacia nuevas fronteras, más allá del horizonte que pueden recorrer los ojos.
Sólo un hombre así, con eterna aspiración a la inmortalidad, es capaz de hacer brotar nuevas ramas en el árbol de la vida y de conservar del legado milenario y del hogar de los ancestros, no las cenizas, sino las llamas.