Edición Nº25 - Octubre 1993
Ed. Nº25: Antisemitismo embolsado
Por Gustavo Perednik
Introducción
Hace poco más de cien años, en la Argentina, la Revolución del Parque interrumpía el cuarto año presidencial de Miguel Juárez Celman durante un colapso económico sin precedentes. La culpa del mismo… «la tuvieron los judíos». Por lo menos así se desprende de una obra de aquellos tiempos, durante los cuales, curiosamente, casi no había judíos en el país.1 En este artículo se analiza no sólo el libro de marras y su circunstancia, sino especialmente la crítica que se ha creado en torno de él. Éste es un buen ejemplo del más sutil de los antisemitismos: el que consiste en exaltar una obra o a su autor, sin siquiera mencionar que el odio contra los judíos es su fundamento.
Comprendido desde esta perspectiva, quien hace una larga apología de Heidegger sin mencionar en absoluto su oprobiosa pertenencia al nazismo, cae en este género de vileza.2 De nada valdrá insistir en que amamos la música de Wagner y la poesía de Ezra Pound, si no agregamos en alguna etapa del panegírico, que ese amor es a pesar de su crudo antisemitismo, inequívocamente reprobado. De otro modo, si sólo atinamos a poner de relieve las virtudes de los más grandes antisemitas soslayando su gran vicio, los incautos heredarán el aprecio puro, sin las reservas indispensables que merecen esas figuras. Esta forma de ejercer el antisemitismo es fácil, y tiene como consecuencia inevitable, en algún momento, al otro antisemitismo, más vulgar y reconocible.
Buenos Aires hace un siglo
La Generación del Ochenta engendró iniciativas y proyectos a un ritmo tan excesivo,3 que el final de aquella década, según Levene, «mostró una colectividad de pulso enfermizo… El crecimiento había sido demasiado brusco. En menos de diez años, la expansión de las fronteras interiores limitadas por los indios le había triplicado a la Argentina su extensión territorial, ligándola con lazos indisolubles a la inmigración y a la economía europeas. Se compraba y se vendía a precios fantásticos».4
En 1886, y gracias a su parentesco con el general Roca, asumía la presidencia el doctor Miguel Juárez Celman, identificado con la adopción de leyes liberales como el matrimonio civil, y también asociado a la irresponsabilidad colectiva que promovía grandes construcciones públicas de carácter efectista, financiadas por medio del crédito ilimitado. Se emite papel moneda vertiginosamente y la deuda pública, que ya se había duplicado durante el período 1870-1880, alcanza ahora un ritmo incontenible. La tensión en contra de Juárez Celman crece, en demandas de un cambio en la política económica. El presidente llega a perder incluso la tutela de Roca.
En 1889 se constituyó la Unión Cívica de la Juventud que, liderada por Alem, se transformaría más tarde en la Unión Cívica. Ésta promueve, para el 13 de abril de 1890, una manifestación antipresidencial en el local El Frontón (destinado habitualmente a pelota vasca), de la que participan prestigiosos oradores como Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López.5 Se escucha en uno de los discursos: «¡Maldita la esperanza que tiene el país de que el oro baje, si el presidente no baja con él!».6
El estallido se produce finalmente en la plaza del Parque el 26/7/90. Su comandante militar, el general Manuel Campos; su orientador civil, Leandro N. Alem; sus sostenedores, Juan B. Justo, Lisandro de la Torre, Marcelo T. de Alvear, y José Félix Uriburu. Los revolucionarios son derrotados a los dos días, pero Juárez Celman logra resistir sólo una semana más, y a su renuncia asume el vicepresidente Carlos Pellegrini, adicto a Roca y respaldado por éste. Algunos se contentaron con el cambio, que corregiría la política económica del gobierno. Otros siguieron firmes en su rebeldía, como Alem, que en 1891 fundaba el Partido Radical.
Reflejo del colapso en la literatura
La convulsión económica, que había empezado a manifestarse alrededor de 1885, y el crac de 1888, fueron el tema central de la novela argentina en la última década del siglo pasado.7 Hasta ese momento, las denuncias de las novelas de Lucio López y de Eugenio Cambaceres tenían como blanco el bajo nivel moral que venía acompañando los años previos a la crisis.
El epicentro geográfico de la misma fue específicamente un edificio, máximo símbolo de la prosperidad fácil y engañosa: el palacio de la Bolsa de Comercio, que resultó ser muy pequeño para contener la imprevista afluencia de compradores y vendedores. Se jugaba con desenfreno, todo fluctuaba, y el sobresalto era el estado de normalidad. Desde el denominado «unicato» gubernamental, Juárez Celman atinó a clausurar la Bolsa en mayo de 1889, para ruina de inversores y agentes. Esta clausura fue una de las expresiones más trágicas del descalabro económico que derivó en la revolución.
La europeización de la economía argentina acentuó la de su cultura. Al respecto escribe Emilio Herrera que «no es casual que el modernismo, movimiento fundamentalmente poético nacido en Hispanoamérica alrededor de 1888, una de las corrientes más claramente europeizantes dentro de la literatura, haya encontrado como centro de su irradiación la ciudad de Buenos Aires, la gran aldea transformada en una de las ciudades más activas y progresistas de América. Rubén Darío viene a Buenos Aires y casi de inmediato se forma en torno a él un amplio grupo de admiradores e imitadores de su poesía. El diario «La Nación» lo incluye entre sus colaboradores. Allí nace su amistad con Julián Martel, quien cuenta la misma edad que Rubén Darío y admira los mismos valores culturales que éste: los franceses».8
El colapso económico fue a tal punto el motivo preferido de la literatura argentina, que una decena de novelas que se publican alrededor de aquel 1890, se conocen bajo el nombre de Ciclo de la Bolsa.9 No se las recuerda por su valor literario, sino por lo testimonial, por enmarcarse en el análisis que esa época hacía de sí misma. Las tres más representativas del Ciclo son «Horas de fiebre» de Segundo I. Villafañe, «Quilito» de Carlos M. Ocantos, y la primera y más famosa del Ciclo, «La Bolsa» de Julián Martel. Esta última, insoslayable precursora del antisemitismo en la Argentina, es el tema central de estas páginas. «La Bolsa» fue concluida el día 30 de diciembre de 1890.
Por las fechas y el tema, podría sorprender que el libro no mencione la revolución. Pero «La Bolsa» no se detiene en las cuestiones políticas sino en la transformación étnica de la Argentina al recibir un caudaloso aporte inmigratorio muy heterogéneo, cuando Buenos Aires dejaba de ser gran aldea para convertirse en ciudad cosmopolita. El pretencioso subtítulo de «Estudio social» que le agrega Martel, también apunta al valor documental de sus páginas.
Quién era el autor
Julián Martel, nacido el 2 de junio de 1867, era seudónimo de José María Miró, uno de los apellidos más aristocráticos del período. En su introducción a una de las muchas ediciones del libro, informa Diana Guerrero que la familia Miró tenía uno de los palacios más bellos de Buenos Aires, «pero Martel pertenecía a la rama pobre de esta familia. Huérfano de padre, mantiene con sus crónicas en «La Nación» a su madre y a su hermana. Lleva una vida bohemia, trasnocha, bebe».10 Esa pobreza se refleja en uno de los personajes de la novela, Ernesto Lillo, cuya motivación para actuar de corredor de Bolsa es precisamente mantener a su madre viuda.
También autobiográfico es el acercamiento a la Bolsa que Martel protagoniza a los veinte años. Compartía la esperanza, muy difundida entonces, de que iniciarse en las operaciones bursátiles lo enriquecería súbitamente, y parece haber deseado conquistar de ese modo el corazón de una mujer. En la Bolsa pierde todo su poco dinero11 y vencido, triste y bohemio, dos años después se incorporaba voluntariamente al ejército.
En 1888 ingresó al diario «La Nación» como cronista volante. Con gran éxito de público y de crítica, en este matutino aparecerá su novela, en forma de folletín, entre el 24 de agosto y el 4 de octubre de 1891. Siete años después se publica en forma de libro, prologado por Julio Piquet, en una primera edición a la que seguiría una larga serie. La segunda edición es la que la madre de Miró, Justina Barros, publica como homenaje póstumo a su hijo,12 fallecido de tuberculosis antes de cumplir los treinta años de edad, el 9 de diciembre de 1896.
La amargura de Martel es hija del padecimiento físico y de la miseria social, y se destiló en principio contra la clase alta, a la que siempre alude en un tono resentido, de envidia, admiración y condena simultáneas. Es la clase que, a pesar de su apellido, no lo admite en su seno, y es virtualmente incapaz de preservar los valores tradicionales de la nación frente a las transformaciones económicas y sociales que ocurrían.13 Pero sus enemigos más acérrimos no serán los aristócratas sino, curiosamente y como veremos, los judíos.
En efecto, Martel escribe como un censor acre, desamparado en su penuria. Esta característica y su romanticismo juvenil lo llevan, según Roberto Giusti, a «ennegrecer las tintas por acumulación, en un implacable alegato antisemita». Antes de juzgarla, empero, comencemos por repasar la historia que se relata en «La Bolsa».
El argumento
El doctor Glow, abogado exitoso, padre de dos hijos pequeños, es el personaje más destacado de la novela. No su «protagonista», porque lo que unos y otros hacen en la Bolsa, las empresas imaginarías que surgen con fines fraudulentos, algunos antecedentes personales y familiares de los personajes -todo eso forma la trama del libro. Glow y su familia constituyen el hilo conductor principal, pero lo que caracteriza la obra no es ningún conflicto individual, sino el panorama de la Bolsa».14 Glow, como muchas personas en aquel año, es seducido por las operaciones bursátiles. Su esposa, preocupada y recelosa de quienes lo rodean, no alcanza empero a precaverlo a tiempo.
La desconfianza de Margarita es fundada. A excepción de Lillo, un honrado corredor, y de Riz, prudente colega, la gente de la más baja condición moral gira en torno de Glow. Éste, con muchos de aquellos repulsivos hombres, es arrastrado al desastre cuando declinan los valores bursátiles, a pesar de que se los sostiene ficticiamente por medio de deplorables enredos.
Frente a la quiebra, su esposa le propone que esquive a sus acreedores pasando a nombre de ella el patrimonio. Glow rechaza la maniobra: es hombre de honor que paga cuanto debe. Desesperado, contagiado por el frenesí y el desconcierto generalizados, se encamina al hipódromo para arriesgar la última suerte. Queda en la ruina. Enfermo, recibe una carta del corredor de Bolsa, Lillo, quien le anuncia su partida al Brasil para rehacer su vida, después de haber sido él también una víctima de la crisis financiera. Glow enloquece y en su alucinación un monstruo se le acerca amenazante: es la Bolsa.
Una valoración
No es mucho lo que puede rescatarse, desde una perspectiva eminentemente literaria, de los varios estilos que conviven en el autor. El naturalista destaca los factores del ambiente social que conforman a los personajes y determinan su actuación ulterior. El impresionista genera algunas páginas de fina composición, como las del primer capítulo, donde describe la Plaza de Mayo y sus alrededores bajo la lluvia y el viento.15 «La Bolsa» abarca la reproducción de las cosas, como calles, teatros, salones, tugurios, hipódromo, según Giusti, «con sentido exacto y vivo del detalle característico».16
De la variedad de estilos, el que priva es el moralista, y virtualmente arruina aún las páginas rescatables de la novela. El autor moraliza constantemente, en apartes intercalados, por boca de sus personajes, o con su intervención directa. Sergio Bagú ha sabido llamarlo «moralismo declamatorio -e irreal- de los malos textos escolares. Esta concepción autoriza a Miró a injertar largos pasajes en cualquier episodio, con el fin de que el lector se mantenga al corriente de la interpretación que el autor hace los hechos que van transcurriendo y de sus alcances éticos o sociales».17
Obviamente el autor se ha propuesto trasmitir, más que entretenimiento o belleza, una orientación educativa, con las advertencias propias que podrían emplearse en un marco escolar. Siguiendo a Bagú, lo que recibimos en la lectura es «una filosofía superficial y lacrimógena del fenómeno social de la Bolsa, que hace recordar la filosofía de la miseria y del conventillo que iba a aparecer en muchos tangos, treinta años después.18
A pesar de su inmadurez, de una narración despareja y de la inhabilidad del autor para, desde la mente de los personajes, hacerlos pensar y hablar, «La Bolsa» ha sido comprada con grandes obras, como las de Émile Zola y Honoré de Balzac. Con Zola, posiblemente porque aparece en la misma época que «L’Argent», mediante la cual Zola revisa y fustiga el sistema financiero; con Balzac, porque en «La comedia humana» frecuentemente el motor de la acción es el oro.
Roberto Giusti escribe al respecto que «La Bolsa», «como ocurre en ciertas novelas de Zola, resulta una idealización al revés de la realidad, pues en ella todo aparece cieno y podredumbre. Más que una acción desenvuelta gradualmente, es una galería de embrollones, usureros, fulleros, tramposos, miserables de toda ralea, sin la mínima conciencia, dibujados a tinta con gruesos trazos cargados. La figura central, el doctor Glow, se mueve indecisa entre la inocencia excesiva y la bellaquería. Ernesto Lillo, su honrado comisionista, bien podría ser una figuración del propio Martel, y otro tanto debe decirse del poeta bohemio, muerto de hambre y de frío, a través de cuyos ojos visionarios ve el novelista el «maelstrom» de Palermo que engulle la sociedad al abismo en frenética carrera».19
Los mejores críticos no han vacilado en poner de relieve la baja calidad de la obra, y se limitan a rescatarla exclusivamente en su carácter de documento, muy limitado, pero revelador de una época. Así, Diana Guerrero aclara que «aunque estilísticamente la novela sea muchas veces floja, aunque la arquitectura general no esté muy equilibrada, y a pesar de esa tónica moralista y resentida que falsea la realidad que relata, es innegable que en la descripción de muchos personajes y situaciones se demuestra la capacidad de un narrador», y que «si la novela sigue interesándonos actualmente es porque, a pesar de todas sus imperfecciones y de la visión parcial que nos ofrece, obtenemos sin embargo con su lectura una imagen de uno de los momentos más interesantes y significativos de nuestra historia».20
Un vicio muy notorio del texto es la metamorfosis súbita a la que Martel somete a sus personajes. En el caso de Glow, éste pasa de ser un especulador irresponsable a una víctima, situación que para el autor exige victimarios: hay que encontrar culpables para condenar. Martel termina por asociarse a Glowy emite por su boca juicios condenatorios: «la raza semita, arrastrándose siempre como culebra, vencerá, sin embargo, a la raza aria».21 No es de extrañar entonces que el líder de los antisemitas franceses de entonces, Edouard-Adolphe Drumont,22 sea citado fielmente para que Glow se haga cargo de sus teorías. Glow es, al menos en ciertos momentos de la novela, el personaje alter ego del autor.
Ésta «no puede incluirse», según las fundadas conclusiones de Sergio Bagú, «entre las obras de la gran literatura realista argentina del siglo XIX. No creemos que deba utilizarse en los establecimientos de enseñanza sin una crítica adecuada, porque lo contrario sería estimular el mal gusto literario y alimentar el prejuicio y el rencor entre grupos nacionales y religiosos de nuestro país. Creemos sí que este injerto racista que aparece en sus páginas, sin parangón en la producción de su época, sin arraigo ni explicación en la vida argentina de entonces, es suficiente para negarle todo carácter representativo dentro de la literatura nacional».23 Son muchas, y valiosas, las plumas que han opinado exactamente lo contrario, y sobre ellas versan los párrafos que siguen.
Las culpas
Decíamos que Martel buscaba culpables. De hecho, descarga sus acusaciones contra ciertos grupos en particular. Su afán de «estudio social» cede ante la persistencia de una crítica moralista que, más que comprender los sucesos de la época, reivindica un pasado glorioso y lo confronta indignadamente a un presente que condena, y que venía siendo permitido por el gobierno liberal de la época.
El gobierno de Juárez Celman permite la decadencia; los que la generan son los inmigrantes, que transformaron la estructura tradicional de la sociedad argentina y son para Martel la principal causa de todos los males de ese momento. Los denomina «parásitos de nuestra riqueza» y los ubica a lo largo de la cuadra de la Bolsa, señalándolos como los principales especuladores.
En un cuarto de siglo la población del país se ha elevado a más del doble, y de sus cuatro millones de habitantes, casi un millón y medio son extranjeros. En las actividades económicas porteñas en particular, los extranjeros son la abrumadora mayoría.24 Martel aun abulta en mucho esas cifras, y atribuye a la presencia de los extranjeros el mal: «El oro es corruptor. Allí donde el dinero abunda, rara vez el patriotismo existe. El cosmopolitismo, que tan grandes proporciones va tomando entre nosotros… nos trae, junto con el engrandecimiento material, el indiferentismo político, porque el extranjero que viene a nuestra tierra, naturalícese o no, maldito lo que le importa que estemos bien o mal gobernados… Se nos ha contagiado este culpable egoísmo importado, a nosotros».25 Pero de los extranjeros, los verdaderos culpables de todo, los que traman apoderarse del país y destruir su sentido moral, son marcados: los judíos. A su esencia debe remitirse la comprensión del fenómeno.
A pesar de su antisemitismo, Martel no hace actuar concretamente a ningún personaje judío, sino que todas las acusaciones son de carácter general. Posiblemente se deba a que no haya conocido un solo judío de carne y hueso durante su breve vida, y entonces arremete contra el judío imaginado que importa de la literatura antisemita francesa. Dice Diana Guerrero: «A lo largo de todo el libro se suceden las ofensas, insultos y calumnias más desagradables a los judíos. Martel introduce de ese modo una corriente de antisemitismo que va a seguir siendo característica de muchos de nuestros escritores nacionalistas posteriores».26
Los judíos de «La Bolsa»
Los judíos aparecen desde el comienzo, en el primer capítulo de la primera parte. En el patio de la Bolsa, dos personajes (uno que habla francés) se acercan a Glow. Leemos: «se observaba esa expresión de hipócrita humildad que la costumbre de un largo servilismo ha hecho como el sello típico de la raza judía… Vestía con el lujo charro del judío, el cual nunca puede llegar a adquirir la distinción que caracteriza al hombre de la raza aria, su antagonista. Llamábase Filiberto Mackser… Iba acompañado de un joven, compatriota y correligionario suyo, que ejercía el comercio de mujeres… Era además, presidente de un club de traficantes de carne humana…».
Sobre Mackser sabremos que «aquel semita era un enviado de Rothschild, el banquero inglés, que lo había mandado a Buenos Aires para que operase en el oro y ejerciese presión sobre la plaza. Mackser tenía la consigna de acaparar, de monopolizar, con ayuda de un fuerte sindicato judío, a cuyo frente estaba él, las principales fuentes productoras del país». Explica Martel que Mackser «evitaba siempre encontrarse con Carnelli, teniendo un lance personal con el italiano, que estaba destinado a ser su víctima, suerte reservada a todo el que tenga la mala fortuna de entrar en lucha con los judíos».
A partir de esa escena, no hay más mención de los judíos hasta la segunda parte, en la que sólo reaparecerán en el quinto capítulo, después de un mutismo de decenas de páginas. Pero en ese capítulo se los presente desde el mismo título, que reza «Jacob Leony, el judío y algunos tipos más». Y si bien se trata sólo de uno entre los varios usureros a los que GÍow debe recurrir, Martel obvia la marginalidad de este personaje en la novela y lo aprovecha para contarnos que «Leony, al casarse con la heredera en cuestión, no hizo sino seguir la costumbre judía, que consiste en acaparar la riqueza por todos los medios, siendo el matrimonio uno de los principales y más explotados».
Los hebreos desaparecen nuevamente y el autor no les hace desempeñar ninguna función en el desquicio final. Lo que resta es la discusión entre Glow (que ataca a los judíos) y Granulillo (quien en una de esas milagrosas transfiguraciones que pueblan la novela, pasa de ser un vil sujeto a un versado expositor, que defiende a las víctimas del odio antisemita). Granulillo es probablemente el más inmoral de los personajes; sin embargo aquí censura «el odio de raza, ese odio inveterado, cruel, sin motivo…», y sentencia: «No reconozco esa diferencia que se pretende establecer entre unos pueblos y otros…».
Pero en una flagrante asimetría frente a esa débil defensa, con la que el lector no podría nunca identificarse, el doctor Glow llena páginas de odio en medio de citas literales de «La France juive» de Edouard Drumont, que es expresamente mencionado porque ha «probado que la sociedad francesa está sometida al yugo judío. La América, y especialmente la República Argentina, está amenazada del mismo peligro… ¿Por qué no trabaja el judío?… Vampiro de la sociedad moderna, su oficio es chuparle la sangre. Él es quien fomenta la especulación, quien aprovecha el fruto del trabajo de los demás… Banquero, prestamista, especulador, nunca ha sobresalido en las letras, en las ciencias, en las artes, porque carece de la nobleza de alma necesaria, porque le falta el ideal generoso que alienta al poeta, al artista, al sabio…». Al acusarlos de «envenenar a media América Latina con vinos de Burdeos» y de «monopolizar el tráfico de carne humana, la esclavitud de la mujer», el doctor Glow concluye que: «es necesario creer en la predisposición hereditaria. La ciencia moderna ha hecho profundas investigaciones al respecto, acreditadas por numerosos ejemplos que no dejan lugar a dudas».
De la crítica
Lo que no deja lugar a dudas es el mensaje de la novela. Solamente guiados por un deliberado intento de eludir la cuestión primordial podríamos pasar desapercibidos frente al odio antijudío. Samuel Tarnopolsky lo denuncia crudamente: Martel «…pone la palabra judío, y la enloda… Frustrado por la tuberculosis, que mina tanto su cuerpo como su carácter, no se atreve a culpar a sus propias criaturas, de la podredumbre que ellos llevan y él noveliza».27
En cuanto a los posibles antecedentes de ese antisemitismo en la literatura argentina, Sergio Bagú, en su indispensable análisis sobre la novela en cuestión, define el «insólito estallido de odio antisemita en Argentina a fines del siglo XIX» y sugiere que el autor «no pudo haber presenciado en su juventud ningún tipo de conflicto como el que hemos mencionado. No había en Argentina siquiera antecedentes importantes en materia de choques o prejuicios raciales».28
La ponzoña de Martel es tristemente novedosa en la Argentina, y también Herrera halla que «no ha sido posible encontrar ningún dato que, al menos en parte, justifique la desproporcionada reacción de Martel».29 Su odio es puramente importado del affaire Dreyfus.30
Del perdón al encomio
Y sin embargo, una buena parte de la crítica ha tendido a perdonar. Así, en su obra «Julián Martel», Nicolás Cócaro, esgrime que «en Tía Bolsa’ se presentará el problema del criollo contrapuesto con toda la inmigración, a la que Martel denomina impropiamente ‘judía’ sin saber con quiénes es más hiriente».31 Nos preguntamos por qué Cócaro supone tal ignorancia por parte del autor, teniendo en cuenta que en su misma antología de la obra de Martel, se ve que no es «La Bolsa» el único espacio en donde incorpora personajes específicamente identificables como judíos.32
Esa aquiescencia para con el veneno antisemita también surge del prólogo de Adolfo Mitre a «La Bolsa», en 1960: «no cabe detenerse a recapacitar en… la razón o sinrazón de ciertas prevenciones tales las que presentan a Martel, como precursor, en cierto modo, del antisemitismo en el país». Y si «no cabe detenerse a recapacitar», será, para Beatriz de Nobile en su «Análisis de «La Bolsa»», porque lo supuestamente principal es que «en la novela se alía ese conocimiento penetrante de la realidad que nace del ejercicio del diarismo con la amplitud de concepción de los escritores de raza y de aliento y la preocupación correctora del ciudadano y del patriota».33
El error de estos panegiristas es la insistente subestimación del antisemitismo, sobre todo considerando que «La Bolsa» es precursora en la materia. Gladys Onega, en una de las mejores aproximaciones al tema, define que el antisemitismo «recorre todo el libro».34 O en palabras de Tarnopolsky, «no es un breve incidente, una alusión al pasar: es el leit motiv, la moraleja, la tesis».35
El tono apologético es común en Estrella Gutiérrez y Calino, quienes llaman a «La Bolsa» «el mejor documento literario de la época»36 y en Juan Carlos Ghiano, para quien Martel es sólo «un romántico de juicio apocalíptico».37 Nada más. Pero hay un estudioso que lleva la apología al extremo, o citando a Tarnopolsky, «brilla con luz propia». Se trata de Ricardo Rojas, que llama a «La Bolsa» «Una creación típica argentina, señalando las causas donde realmente estaban… Merece una lectura más asidua y la inscripción de su nombre al frente de una escuela».38
Una aproximación equilibrada
David Viñas39 rechaza la aceptación de «La Bolsa» y la impropia generalización de que Martel ha «atacado a todos»; su embate se ha dirigido especialmente contra los judíos. Y debemos volver al referido artículo de Bagú para desarrollar este punto.
En su balance de la novela, señala como «característico de la obra» un «estado de confusión de valores» y concluye que «con excepción del sentido panorámico -que suele ser característica de grandes novelistas- y de algunos pasajes literalmente mejor logrados, todo en este libro revela inmadurez de concepción y de realización». Por lo tanto, «el mérito de Tía Bolsa’ como trasunto de una realidad social queda limitado a la presentación de un ambiente circunscripto, al dibujo de varios personajes representativos y al mecanismo de los negocios a los que se dedican. Ausentes del panorama están todos esos fenómenos contemporáneos de la crisis bursátil que no sólo la originan, sino que le dan sentido y permiten comprenderla».40
Bagú refuta a quienes la consideraron la mejor novela argentina hasta ese momento. Antes que Miró, ya Lucio Vicente López y Eugenio Cambaceres habían incursionado en la novela realista, y en ese campo «La gran aldea» revela para Bagú más madurez literaria que «La Bolsa». Su humorismo sano, su agilidad, su agudeza, su adjetivación ingeniosa y feliz, ponen de manifiesto en su autor mejor formación literaria que la de Miró. Tanto la obra de López como la de Cambaceres sólo conservan mérito de precursoras, pero ambos son incuestionablemente superiores, como novelistas, a Miró.
La literatura realista de Miró, además, es considerablemente inferior a la que se había escrito en el país en los sesenta años que la precedieron («El matadero» de Echeverría, 1840; «Facundo», 1845; «Recuerdos de provincia», 185041 de Sarmiento; y «Juvenilia» de Miguel Cañé, 1882).
La crítica «ingenua» o el antisemitismo embolsado
Julio Piquet prologó la edición de «La Bolsa» de 1898 con un anuncio de consagración, que heredaría la crítica de los decenios siguientes: «Yo no sabría decir si es una obra maestra, pero sin ultrapasar los límites que traza la discreción, creo poder afirmar que «La Bolsa» es la mejor novela argentina». Piquet fue uno de los que acompañaron el féretro de Martel en la Recoleta, y de los muchos panegiristas que el joven escritor ya se había ganado para entonces.42 Cabe volver a algunas obras contemporáneas que ejemplifican ese soslayo del antisemitismo ínsito en la novela.
Beatriz de Nobile, verbigracia, aun cuando señala que «el alegato directo contra los judíos cobra un tono vehemente y hace perder el intento de objetividad», considera que «hay algo de verdad en la opinión de algunos comentaristas que consideran que el judío era para Martel el extranjero en general»43 y concluye sorprendentemente que «La Bolsa» «merece el respeto literario, a pesar de sus titubeos técnicos y estilísticos, por la sincera espontaneidad de su acento, por la grandeza de sus intenciones…» (el subrayado es mío).44
Del mismo modo, Pedro Orgambide y Roberto Yahni señalan de la novela lo positivo y lo «negativo, en cuanto delata un espíritu xenófobo o, para decirlo con menos énfasis, tan prejuicioso como el de muchos de sus contemporáneos». El ostensible antisemitismo de Martel es explicado en términos muy generales como odio al extranjero, y sólo al final del análisis se termina por dar el verdadero nombre del vicio: «Lo negativo de «La Bolsa» es el prejuicio generalizado entonces frente al inmigrante y que en Martel reviste especialmente caracteres de antisemitismo».45
La tradición laudatoria hacia «La Bolsa» que soslaya su aversión por los judíos, fue calificada por Samuel Tarnopolsky «antisemitismo por interpósita persona». Y no es de extrañar que en algún momento tuviera como consecuencia que uno de los encantados por la literatura de Martel, empalagado por tanto elogio a la novela, considerara que también el antisemitismo merecía procaz defensa.
Así ocurre en efecto con la edición de «La Bolsa» de 1975, con resúmenes históricos y notas explicativas de Luis R. Lescano. Lescano también comienza por el elogio meramente literario: «Martel cumple fielmente con las indicaciones expresadas por Pedro Martino en «El naturalismo francés». El conocimiento del ambiente, profunda, íntimamente, que hizo Martel, ya que debía asistir cotidianamente a la Bolsa. Escenario que le brindaba además, la presencia de los habituales, los mismos que después pasarán a moverse por la novela cuando, decantados, expurgados totalmente, sean convertidos en cuasi-tipos… Atenta observación».46 Luego pasa a referirse al aspecto moralista de la novela y lo denomina «Denuncia honesta. Testimonio certero» aunque misteriosamente explica que «Martel no necesita identificar a esos argentinos. A esos bolsistas. Éste o aquél, da lo mismo. Todos son idénticos». El hecho es que, necesite hacerlo o no, Martel sí identifica a los corruptos, y muy precisamente. Lescano termina por aceptar esta precisión: «A cargo de la pareja Glow-Granulillo colocará el diálogo sobre el semitismo. Tema tan caro para Miró. No creemos que el autor fuera antisemita. Sus observaciones sagaces, los análisis de las subas-bajas, las especulaciones más descaradas…, la suciedad de la mayoría de las operaciones bursátiles, en fin, todo el movimiento advertido, estudiado, comentado, debió brindarle la seguridad de que eran consecuencia de la actuación de un grupo humano determinado. Miró tuvo la valentía de identificarlo».47
Lo que sigue era esperable: si Miró es tan valiente y supo ensañarse con quienes debía, ¿por qué no enunciar directamente el reproche contra los judíos, que después de todo fueron los preferidos del autor? Lescano recoge sin vueltas la tradición que le han tendido los admiradores que lo precedieron y saca conclusiones con naturalidad: «Nadie puede negar la inconducta moral, la apetencia de revancha de los israelitas… Los judíos de Martel piensan que la mejor venganza que pueden inferir a los cristianos es despojarlos de cuanto poseen». Reitero el año de este estudio: 1975.
El veredicto ha sido pronunciado. Se ha basado en los testimonios que aportaron los Piquet, Mitre, Rojas y Estrella Gutiérrez.
Diez temas de estudio y de odio
De nada valdrá que Lescano después intente moderar la apreciación y generalizarla: «Mas Martel coloca con similares características a los cristianos que frecuentan la Bolsa. No concede la salvación a ninguno de los que atentaron contra el orden moral. Ya cristianos, ya judíos. Juez implacable resulta».48 Lo que no nos dice es que Martel no atribuye los vicios de los cristianos a su cristianismo, pero sí sentencia lapidariamente que los judíos son los malos debido a su judaísmo. Después de todo, «nadie puede negar la inconducta moral de los israelitas»…
Para Lescano la novela es un testimonio fiel, como lo ha sido para sus predecesores. Ellos soslayaron el antisemitismo, no lo condenaron. Por eso Lescano se permite exaltarlo y sumarse a él. Nos ilustra: «…En ciertos momentos, suponemos estar leyendo una página de nuestro pasado. Un libro de historia. Miró ha sido testigo presencial. Testigo sufriente. Testigo viviente. Testigo experimentador. Testigo sobreviviente. Y, lo más tremendo para él: enemigo político de la situación. La novela será testimonial, documental».49
La ignorancia de Lescano aflora en varias partes de sus comentarios. Así, por ejemplo, nos «explica» que Judas Levita (Judah Halevi) fue un «general judío»,50 cuando se trata de nada menos que uno de los más grandes filósofos y poetas del Siglo de Oro español, y que Maymánides fue un «filósofo de origen israelí» (sic).51
Lescano, presentado como un «estudioso de aspectos poco conocidos de las letras argentinas», plantea en sus comentarios diez «temas de estudio», que comienzan con el tema que a sus ojos es el más importante. Observemos la seriedad de este «estudio». Escribe Lescano:
1. «En el capítulo VII Glow y Granulillo mantienen un diálogo intenso sobre temas políticos y raciales. Señale las conductas y sentimientos de cada interlocutor de acuerdo con las palabras expresadas en este capítulo. Luego, en el punto
8. Durante varios capítulos aparecen directa o indirectamente los judíos. Señale por qué podría o no podría acusarse a Julián Martel de ser antisemita.
Y en el punto
9. Granulillo pareciera defender a los judíos, dada la tibieza de sus palabras en la discusión que mantiene con Glow. Luego de reseñar sus principales aseveraciones, cotéjelas con la fuga que realiza, pensando en su connivencia con los semitas o en una posible sangre israelita que corre por sus venas. Usted deberá afirmar con sus razonamientos la conclusión a que arribe.52
Huelgan más comentarios sobre este estudio y sus intenciones.
Por interpósita persona
En su censura a la crítica «ingenua» que se perpetró en torno de «La Bolsa», Samuel Tarnopolsky define la responsabilidad de los Mitre y los Rojas en los siguientes términos: «Hacen peor que escribir un mal libro: lo imponen». O en formamás categórica aún: «Un crítico es un teórico de la literatura… pero si no advierte la evidencia es un mediocre; y si descubriendo la verdad, la oculta, es un falsario».53
Porque, después de todo, «A Martel se le podría perdonar por su juventud, y su muerte, que no le dio tiempo para arrepentirse. Estaba condenado al olvido por su ignorancia; su ineptitud técnica, como novelista; su ramplona estética. Pero sus intencionados panegiristas no son inocentes ni incultos…Sobre «La Bolsa» se ha creado una superestructura de docencia y crítica encomiástica más grave que la misma novela que, sin el culto creado alrededor de ella, estaría destinada al olvido y al repudio».54
Cabe el repudio, por lo menos, de la superestructura en cuestión, que es una de las formas más sofisticadas que revistió el antisemitismo en la Argentina.
Citas
1 Sergio Bagú señala que «en 1888 sólo entraron al país 8 familias judías y al año siguiente 136 destinadas a Santa Fe y Entre Ríos». Ver su «Julián Martel y el realismo argentino – Una revaloración de ‘La Bolsa», Revista trimestral «Comentario» N°12 (julio-septiembre de 1956), Instituto Judío Argentino de Cultura e Información, Bs. As., págs. 27-39. Dicho trabajo es una indispensable aproximación para juzgar el papel de «La Bolsa» en la literatura argentina.
2 Sobre esta cuestión el autor respondió en ‘La Nación’ del 29/5/90 a un par de notas firmadas por Vicente Massot.
3 Ver «La Argentina judía» en nuestro «Hebreo soy», Editorial Milá, Buenos Aires, 1989, tomo I, especialmente en págs. 46-50.
4 «Historia ilustrada de la Argentina», Gustavo Gabriel Levene, Fabril Editora, Buenos Aires, 1963, págs. 304-305.
5 El 1/9/1889, hubo un precedente al mitin de «El Frontón». Ver «La Nación» del 22/7/90, que dedica varias páginas a analizar el movimiento cívico-militar y su trascendencia, a cargo de dos historiadores, un economista y un filósofo.
6 Levene, op. cit. pág. 306. El oro había llegado al precio record de 300.
7 Ver «Historia de la literatura argentina», Roberto Giusti, Ed. Peuser, Buenos Aires, tomo III, pág. 399-400.
8 Herrera, Emilio: «Los prejuicios raciales en la Argentina del 80: Julián Martel y su novela ‘La Bolsa», revista Índice N°2, ed. del Centro de Estudios Sociales de la DAIA, abril de 1968, págs. 104-5. En la página 120 puede encontrarse una semblanza de Miró.
9 Son ellas: «La Bolsa» de Julián Martel (1890,1891), «Quilito» de Carlos María Ocantos (1891), «Horas de Fiebre» de Segundo I. Villafañe (1891), «Buenos Aires en el siglo XX» de Eduardo de Escurra (1891); «Contra la marea» de Alberto del Solar (1894); «Grandezas» de Pedro G. Morante (1896); «La Maldonada» de Francisco de Grandmontagne (1898); «Quimera» de José Luis Cantilo (1899); «Grandezas chicas» de Osvaldo Saavedra (1901) y, más tardíamente, «El 90» de Emilio Gouchon Cañé (1928).
10 Introducción de Diana Guerrero a la novela «La Bolsa», editorial Huemul, Bs. As., 1979, pág. 21.
11 En una carta que Miró dirigió a Gregorio de Laferrére, consta que arriesgó sus dineros al juego de la Bolsa. Los descendientes de Laferrére la mostraron a Ricardo Rojas (ver Herrera, op. cit.).
12 Este volumen, titulado «In Memoriam», incluía veintisiete poemas y cinco prosas.
13 Guerrero, op. cit., pág. 24.
14 Bagú, op. cit., pág. 29.
15 El resumen está basado en el de J. M. Monner Sans en el Diccionario Literario de González Pórto Bompani, Ed. Montaner y Simón, Barcelona, 1959, pág. 656.
16 No obstante, sus descripciones son muchas veces arruinadas por la inmadurez del estilo. Así, el capítulo noveno de la segunda parte, se inicia con una pincelada feliz -el desfile de carruajes en Palermo-, y termina con un recurso endeble y cursi, como el poeta famélico que presencia el desfile (ver Bagú, op. cit., pág. 32).
17 Bagú, op. cit., pág. 30.
18 Ibídem, pág. 31.
19 Giusti, op. cit., págs. 399-400.
20 Diana Guerrero, op. cit., págs. 26 y 27.
21 Esta identificación del autor es constante y llega a corporizarse en la muy poco creíble figura imprecatoria del poeta, en el capítulo IX.
22 Drumont (1844-1917) acababa de publicar «Francia judía» (1886), en el que sostenía que su país estaba sometido al poder judío. En poco tiempo superó más de un centenar de ediciones. Drumont, que militaba en los círculos ultracatólicos, fundó la Liga Antisemita un año antes que Martel escribiera su novela. Fue uno de los que exacerbó el caso Dreyfus, y en 1898 fue elegido diputado.
23 Bagú, op. cit. pág. 39.
24 Guerrero, op. cit. pág. 23.
25 Herrera, op. cit. págs. 107,109 y 126. En esta última se explica esa supuesta «indiferencia» del extranjero.
26 Guerrero, op. cit. pág. 24.
27 Samuel Tarnopolsky, «Los prejuiciados de honrada conciencia», Editorial Candelabro, Bs. As., 1971, pág. 33
28 Bagú reconoce una excepción a esta regla en la novela «En la sangre» de E. Cambaceres (1887) en donde su maldición racial recae sobre los italianos. Pero nunca es soez ni explícito como Miró.
29 Herrera, op. cit., pág. 12.
30 Que se extendió entre 1894 y 1899. Y si no podemos suponer que la argumentación de Martel haya sido tomada de los «Protocolos», es porque estos son posteriores. Es un remedo, sí, de autores que se basaron en los «Protocolos».
31 «Julián Martel» de Nicolás Cócaro, A-Z Editora, Buenos Aires, 1986, pág. 11.
32 Isaac y Sara Jacman, espetados por el fraile Juan, protagonizan un fragmento de «Un cuento’. Ibid., págs. 42-43.
33 «Análisis de la Bolsa», Beatriz de Nobile, Centro Editor de América Latina, 1968, pág. 16.
34 «La inmigración en la literatura argentina* de Gladys S. Onega, Editorial Galerna, Buenos Aires, 1969, pág. 120.
35 Tarnopolsky, op. cit., pág. 34. Allí se citan como cómplices del silencio frente al antisemitismo de «La Bolsa» no sólo a los mentados Giusti y Estrella Gutiérrez, sino también a Ghiano, Piccirilli, Giménez Pastor, Ara, etc.
36 «Literatura americana y argentina», de Estrella Gutiérrez y Calino, ed. Kapeluz, Buenos Aires, 1940, pág. 279.
37 «Testimonio de la novela argentina» de Juan Carlos Ghiano, Leviatán, Buenos Aires, 1956.
38 «Historia de la literatura argentina» de Ricardo Rojas, ed. Losada, Buenos Aires, 1948, tomo III («Los modernos»), págs. 413 y 420.
39 «Literatura argentina y realidad política» de David Viñas, Jorge Álvarez editor, Bs. As., 1964. Sí quiere buscar las causas, y protesta porque no se cite «La France Juive» (1886) de Drumont y su vocero desde 1892: «La Libre Parole», al que Martel recurre varias veces como fuente en la materia.
40 Bagú, op. cit., págs. 30, 31 y 32.
41 Dentro de la última de las obras mencionadas de Sarmiento, Bagú destaca especialmente la descripción «El hogar paterno».
42 Ver Cócaro, quien incluye una larga lista de panegiristas que comparte la época y los argumentos, tales como Rubén Darío, Carlos Gutiérrez, Roberto Payró, Marco F. Arredoy, Antonio Lamberti, op. cit., págs. 23-32.
43 Beatriz de Nobile, op. cit., pág. 29.
44 Ibídem, pág. 57.
45 «Enciclopedia de la literatura argentina», Ed. Sudamericana, Bs. As., 1970, pág. 137.
46 ‘La Bolsa’, editorial Plus Ultra, Bs. As., 1975, pág. 19.
47 Ibid., págs. 30-31.
48 Ibídem.
49 Ibid., págs. 34-35.
50 Ibid., pág. 152, nota 25. Es notable cómo este error acerca de Judas Levita también es cometido por Diana Guerrero, op. cit., pág. 246 (nota 51) quien obviamente lo confunde con Judas Macabeo, ya que lo llama «general judío y uno de los jefes del ejército de Jonatás Macabeo». En sus notas finales, Diana Guerrero define a Shylock como que «encarna a un judío avaro y sanguinario» (nota 17, pág. 244). Otro error de Guerrero es la traducción de «sportsman» por «deportista», cuando en rigor significa, en ese contexto, «buen jugador» (nota 109, pág. 249).
51 Ibid., pág. 153, nota 28.
52 Ibid, pág. 301-302.
53 Tarnopolsky, op. cit., pág. 30.
54 Ibid, pág. 32.