Coloquio

Edición Nº24 - Octubre 1992

Ed. Nº24: El rol adecuado de las pequeñas comunidades

Por Ignacio Singer

Introducción

En Argentina las pequeñas comunidades —considerando como tales las que agrupan entre quince a cuarenta familias— no representan, demográficamente, un número considerable.

Empero, no se ha vislumbrado (desde mi punto de vista) la problematicidad y complejidad de esas colectividades cuando se hace hincapié solamente en la inevitable caída y decadencia.

Aun cuando desde la ascanut (voluntarismo – Nota del Editor) y reunión periódica de dirigentes se esté tratando de proporcional otro punto de vista (colaboración, intercambio de actividades, protagonismo federativo) se cae, inevitablemente, en lo equívoco: no buscar la médula nucleótica, no considerar la palpitante vida judía, no saber aprovechar lo que es adecuado y trascendente.

Un problema reviste, desde el punto de vista filosófico, el punto de partida hacia la solución desconocida. Consiste en una aptitud mental de enfoque para estudiar cada uno de los componentes de ese desconocido. Radica, principalmente, en saber con cuántas causas contamos para arribar a las definiciones. Unificadas todas, deducimos, seleccionamos, rechazamos lo que no vale y necesariamente por esa vía de selección intelectual, concluimos. Es decir, damos con lo demostrable y previsto. Para ello tenemos que asumir el carácter complejo de ese problema. Recurrir a varias hipótesis que están en juego, las que todas ellas pesan, hacen lo suyo.

La permanencia en la actitud mental de rechazo (caída y decadencia) no hará sino prolongar lo que podemos evitar.

Es cierto que las pequeñas comunidades no podrán cambiar su estructura y convertirse en medianas o grandes. Pero si hacemos el esfuerzo por saber lo que somos y analizar lo que podemos ser y hacer adecuaremos un rol, una función y la vida judía que en ellas yace y permanece.

La simple cuenta numérica y la falencia de estructuras son hechos matemáticos con los cuales no podemos trabajar.

Podemos, no obstante, recurrir al empirismo, dentro del marco de las ciencias sociales. Empirismo que experimentará y dará sus frutos en proporción a los esfuerzos invertidos.

En suma, de ello trata este trabajo: confeccionar un muestrario de lo que esas pequeñas comunidades, dentro de su extensión demográfica y estructural, pueden realizar y protagonizar.

Objetivos limitados

En este esquema no es dable comprender el rol comunitario en función de propósitos difíciles de conseguir.

Un error de la ascanut es creer que en la reversión de las fallas y en la poca atención a problemas (que no se tratan como tal) y focalizando esas falsas premisas a otras realidades, se podrá cambiar el rol y jugar en otro contexto.

Es justificable este error. No contamos con suficientes sociólogos dentro del marco comunitario y todos —en mayor o menor medida— nos tentamos (tras la enumeración de lo que nos falta y la necesidad de participarnos unos a otros) en apuntar a objetivos lejanos, improbables, incumplibles.

Sabiendo que conformamos núcleos, deberíamos proceder como entidades básicas, células de trabajo.

Es el polo opuesto al pesimismo —más vale escepticismo— de creer en la inevitable caída. Y vuelvo sobre el particular porque desde este enfoque se ha comenzado el estudio de colaboración entre comunidades. Se recurre —por vía empírica al menos— a que podemos conseguir objetivos, y que allí están. Más, siempre y cuando estos sean posibles. Y la posibilidad tiene su correlato en la limitación.

Existe, psicológicamente, una actitud de culpa entre los que actuamos en la ascanut de las pequeñas comunidades. Culpa por no hacer y así nos golpeamos el pecho mil veces en los errores sin tener en cuenta adónde queremos apuntar para subsanarlos.

Se trata de planificar una serie de actividades (en el justo medio) con sustento suficiente y con probabilidades de éxito potencial. Se trata de hacer una prognosis y saber si con lo que somos podemos llegar a lo que queremos. Pero no nos desbordemos y del complejo de culpa vayamos a irrisorias cuestiones que escapan a un núcleo de no más de cien personas y entendiendo que toda labor de colaboración entre comunidades tiene sus naturales falencias (que también deben ser previstas).
En una época de crisis de valores judaicos, el desperdicio de esfuerzos es imperdonable.

Núcleo de educación

La población de las pequeñas comunidades generalmente se centraliza en gran cantidad de matrimonios exogámicos.
Empero, he observado, a través de más de diez años de dirigente y activo participante de congresos de pequeñas colectividades, que se insiste una y otra vez en la necesidad de educar en la vida judía a los hijos de esos matrimonios.

No es sencillo. Un matrimonio —mal llamado mixto— tiene un punto de vista educativo para esos hijos. Como no existen escuelas judías —integrales o no— la educación parte del mismo hogar. Si el matrimonio no está consustanciado con los valores judíos, es tarea esforzada hacer que esos hijos (que generalmente asisten a clases sabáticas) puedan llevar al seno del hogar el judaísmo (a veces escaso) que aprenden en los fines de semana, o en los campamentos, o en las colonias de vacaciones.

Pero no por ser difícil es imposible. Adecuadamente, es posible y allí radica uno de los roles de estas comunidades.

La educación de hijos de matrimonios exogámicos que no poseen una dosis de judaísmo raigal, deberá comenzarse por la inducción de valores. Como sea y en la medida que sea. En tanto y en cuanto los padres envían a sus hijos, consideran que trasladan a otros (y bien, en algunos casos) la responsabilidad para que a esos hijos se los eduque en la vida judía. Consienten en que así sea. La dificultad estriba en la vuelta al hogar. ¿Se cumplen allí los preceptos, se leen autores o literatura judía, se cree en el sionismo, se habla alguna vez de Israel?

¿Por qué no intentar —conjuntamente— la vía inversa? El problema, así, me parece de soluciones más lógicas. Tenemos que despejar una incógnita, lo desconocido. La escuela para padres, creo, no ha tenido efectivización salvo en algunas comunidades.

A esa escuela, lógicamente, atenderán los padres y digo ambos porque de lo contrario no se cuenta con una familia judía sino con una desavenencia ideológica cultural que —es importante destacar— puede hacer perder (de hecho lo está haciendo) gran cantidad de niños judíos.

Escapa a este comentario el hecho de tener que asumir uno de los progenitores la educación judía. Porque en el supuesto no solamente se ausenta la familia sino que existe una ruptura dentro del seno de la familia. Y así las cosas, salvo por recomposición, no existe integralidad unificadora. Y si bien es cierto que un hombre o una mujer, en soledad, puede aprehender la vivencia judaica, no es menos cierto que la soledad acarrea (sobre todo en las poblaciones medianas en que se desenvuelven estas comunidades) otro tipo de cuestiones existenciales, de las que escapa también este reducido comentario.

Es la experiencia la que me está indicando lo adecuado y trascendente. Ignorar una realidad do esta forma planteada es huir de esa complejidad.

Partiendo desde el punto de vista de pareja o matrimonio, la educación debería incidir en ellos. La escuela para padres parasistemática, con profesionales bien entrenados, capacitados en el medio y con suficiente «carisma» para llegar a nuestras grandes proposiciones de vida judía (en lo pequeño de la proposición o limitado). Es decir, con síntesis y elaboración pedagógica, sin olvidar un solo detalle de la globalidad del mundo judío.

Los padres, así consubstanciados, en estas pequeñas comunidades serán los que coadyuven a la labor educativa de los hijos.

La educación para padres-hijos también debe dirigirse a la familia judía que, esto es un hecho, no está culturalmente enraizada con nuestros valores. La proporción de familias judías que no tienen la menor noción de la historia, de los movimientos sionistas, de la creación del Estado de Israel y que, sobre todo, no lee, es pavorosa.

Por algo nos hemos desculturizado. Por algo nos hemos asimilado. Por algo perdemos. El rol adecuado en la educación con sentido dual y permanencia en la de padres para que ellos sean transmisores naturales hacia los hijos, es un imperativo de estas pequeñas comunidades.

Observancia religiosa

Esencial —y hasta ineludible, me atrevería a teorizar—es la inculcación y práctica de los valores religiosos. En principio, toda pequeña comunidad debe poseer un trabajador profesional (es probable, dado el carácter federativo que asumimos) que tenga a su cargo los oficios básicos.

Punción de mínima, no obstante, dado que esos valores no se agotan en la celebración de la liturgia.

Una pequeña comunidad en el rol (función) adecuada (en este caso, la practicante), debe enseñar a todos sus miembros y hacer —en la medida de esas posibilidades— las mitzvot fundamentales sin las cuales no somos el pueblo de Israel.

Los «oficios» generalmente se identifican con los de Iamim Noraim. Una comunidad pequeña se satisface con ello. ¿Se satisface? La poca experiencia acumulada a lo largo de sucesivas reuniones y congresos me hace pensar en que últimamente se ha tornado hacia otro giro: se busca, por parte de la dirigencia responsable, que exista una auténtica práctica de los valores de la religiosidad.

La religiosidad, como meta axiológica y vivencial, es la vida en culto, culto que es parte de la vida comunitaria, de las kehilot.
Mi posición está del lado de los que asumen otra postura, más abarcatoria, más intensa, más raigal. Dentro de una comunidad la observancia de esas mitzvot constituye ineludible misión de supervivencia.

El pueblo de Israel debe comprender y saber lo que somos, nuestra procedencia, la base sustentatoria de la filosofía existencial que tiene —a no dudarlo— en la Torá la preceptiva y basamento. El desconocimiento y adulteración de las normas de la Torá nos ha llevado —sin que por ello asumamos posiciones extremas— a un punto lindante al «sin retorno». La no celebración de las conmemoraciones históricas, el no seguimiento de esa historia a través de lo que la misma Torá identifica, contribuyó en buena parte a la asimilación y disgregamiento. Una pequeña comunidad, con un trabajador profesional e incluso «entrenando» miembros jóvenes, debe tener en cuenta cada una de esas conmemoraciones. Debe inculcar ia comprensión de un Pesaj en su dimensión libertaria, de un Purim y su dimensión identificatoria, de un Sucot y su dimensión recipiendaria, de Janucá como misión de elección y afirmación.

Una pequeña comunidad debe hacer vivir el Cabalat Shabat y hacer observar el descanso sabático. Debe manifestarse a favor de la cashrut.

A tal punto es que edifico mi posición ideológica-religiosa con sentido de vida comunitaria, que creo a pies juntillas —como es de experiencia en muchas comunidades reducidas— que familias hay que se han apartado en un «sin retorno» al advertir que sus hijos no estaban siendo educados y formados en esos valores y prácticas. Por ello, decidieron enviar a sus hijos a comunidades medianas o grandes o trasladarse directamente en grupo para cumplirlas allí donde se realizan.

Nuestra religiosidad —de más está que lo diga— está basada en principios de vida, en una ética de la acción. Como tantas veces lo enseñan los jasidim, es mejor buscar a Dios en la tierra que en el cielo.

El descanso sabático, la cashrut (considero que no es cuestión de posiciones «sofisticadas») es uno de estos imperativos.

Observo que en los congresos y reuniones no se respetan estas elementalísimas normas, primordiales, de lo judío. Salvo en las celebradas en Buenos Aires por iniciativa del Vaad Hakehilot argentino, las restantes se realizan violentando el sábado, ofreciendo comidas que no se ajustan a la cashrut. Es cierto que a muchos, en nuestras propias casas, y viviendo en el interior, se nos torna dificultoso hacer lo que en este mismo acto propongo. Pero no es menos cierto que se debe ejemplarizar y no dar pie a la ortodoxia fundamentalista, que siempre actúa cuando los espacios laicos (de laicismo imperante) les dan cabida. Y como sucede a menudo, los extremos son fáciles de asumir.

Las comunidades se rigen por esquemas modélicos. Cuando se trata de niños y jóvenes, más aun.

La Torá, como fuente de vida, no es artículo de la ortodoxia sino principalmente un cúmulo de normas de conducta. En esas normas, el sábado y la dietética (que van mucho más allá de la no ingestión de cierto alimento o la no realización de determinados actos) tienen carácter de valores fundantes.

Lo adecuado y trascendente es hacer observar, con el ejemplo o en la educación. Las comunidades pequeñas, por su carácter nucleótico, básico o celular, tienen que ser fuente de propagación y cumplimiento.

Muchas veces me he interrogado del porqué han aparecido —con tanto énfasis en los últimos períodos—los muy perjudiciales movimientos cristianos de «judíos mesiánicos» que tratan de apoderarse del total de nuestra vida.

Estos grupos actúan con una metodología bien discernida, sabiendo cuáles son nuestros flancos más vulnerables. Saben que realizamos algunos preceptos pero que no cumplimos la mayoría. Entonces tratan de captar a los descontentos «inocentes», ofreciéndoles lo que presumen que nosotros no estamos en condiciones de hacerlo. Últimamente, se está atacando de frente el problema, es decir, se sale a las calles, a las puertas de los colegios donde los mismos «cristianos completos» actúan. Pero… ¿vamos a la médula del problema?

Contacto con Israel

Como trabajo imprescindible de toda pequeña comunidad, en el rol fundamental está la consolidación de la educación sionista. Por ende, la ligazón con Israel.

Aquí es donde debemos apelar, en mayor medida, a los trabajadores profesionales. Una comunidad no sionista —casi obvio es decirlo— no es judía. Descuidar la permanencia y defensa de lo patriarcal, hacer que no se difunda lo que es Israel y su inserción en la vida judía de la cual todos los judíos del mundo participamos —hagamos o no aliah— es un pecado de omisión, y de persistir en actitudes de desconocimiento prontamente tendremos las kehilot vacías, tanto de judíos como de conceptos que hacen a los mismos judíos.

Debe estructurar cada comunidad un plan de acción que contemple un programa de difusión sionista.

Hace muy pocos meses, un dirigente del interior confesaba en un congreso del Vaad Hakehilot, que no sabía nada de sionismo.

La anécdota no se tomó a la ligera. Todo lo contrario y fue mucho más que anecdótico. Causó una seria impresión en altos dirigentes capitalinos.

¿Por qué no se sabe nada de sionismo? Principalmente, al no existir educación sistemática o parasistemática y, lo que está seriamente ligado, la falta de interés de algunos miembros comunitarios por saber lo que el sionismo es. Vuelvo a lo expuesto anteriormente: es pavoroso, realmente, comprobar la poca cultura y lectura. Existen comunidades sin bibliotecas judías, otras que arrumban los libros como trastos viejos, otras en las que por cuestión de «pura forma» de tanto en tanto consiguen un disertante que hable sobre Israel y el sionismo.

Existe una gama asimilatoria por la vía del desconocimiento y un movimiento centrífugo que nos hace perder miembros jóvenes, ávidos de cultura que, pese a no hacer aliah, concurren y se radican en grandes centros por esta causa.

No obstante, es preciso tener conciencia de lo que es dable y adecuado respecto a este contacto israelí.

La mayoría de los dirigentes —hayamos o no estado más de una vez en Israel— no podemos ser copartícipes de la experiencia en lo que hace a la vida en Israel. En síntesis: no podemos coadyuvar a lo que es tarea profesional propiamente dicha (para los que desean hacer aliah). Existe una excepción y es el caso de la regional del noreste argentino, a cuyo cargo está un profesional no israelí netamente compenetrado y que puede (y así lo hace) reemplazar a un shelíaj. Me refiero al Dr. León Grabow, secretario coordinador de las Regionales del Vaad Hakehilot.

Por eso es imprescindible la visita de los funcionarios de la Sojnut, su presencia hasta en los lugares más apartados de donde fluya esa célula de vida judía para que ilustre acabadamente a jóvenes (o no tan jóvenes o familias) respecto a la radicación en Israel o, en su caso, a aspectos trascendentes de la vida israelí.

En marzo de 1989 se realizó en Buenos Aires un congreso del Vaad Hakehilot conjuntamente con un programa de la Organización Sionista Argentina denominado «involucramiento de las pequeñas comunidades en el proceso de la Aliah». Fui partícipe. Debo reconocer que los dirigentes de pequeñas comunidades hemos fracasado rotundamente en los buenos propósitos que impulsó la iniciativa de OSA. Dentro de lo admisible, aceptable y posible, no podemos inculcar y menos aun producir en el ánimo de un potencial olé la decisión definitoria y última. Por muchas razones y una en especial referida a los jóvenes: como éstos se rigen por pautas modélicas, ha tocado el caso (y a mí en especial) que alguno de ellos me diga: «muy bien, conozco la realidad de Israel y la necesidad de hacer aliah. ¿Por qué no hace usted lo propio?»Existen sinnúmero de cuestiones específicas, técnicas, que la ascanut voluntaria no está a la altura de ilustrar. Se trata de un programa (la aliah) vasto y complejo y una mala información es más perjudicial que la falta de información.

Podemos, sí, ser «puentes vinculantes», es decir, de contacto, lo que llamo «puntos de contacto con profesionales». Enviar folletos, explicar lo que cada uno vivió en Israel, proyectar videos, distribuir revistas.

Recalco que lo imperioso en este aspecto es la educación sionista.

Un plan de conferencias y de divulgación, como manera de «adentrar» es coadyuvante imprescindible: la política israelí, su economía, su geografía, y hasta los más acuciantes momentos de la actualidad. Eso podemos y —más aun— debemos hacer.

No al aislamiento

Hasta ahora he abordado un conjunto de tareas «centrales» en lo que hace al rol de las pequeñas comunidades. No se trata de «hacer de todo un poco» sino, simplemente, de hacer. Porque de lo contrario, dejaremos de ser pequeñas comunidades y dejaremos de ser comunidades.

He elegido tópicos, básicos e ineludibles, propicios, al alcance de cada núcleo.

Pero no estamos en el aislamiento y no debemos estarlo. Por eso elogio la protagonización —concebida y aprobada por un reciente congreso del Vaad Hakehilot de la Argentina— en el sentido que, con la organización federativa, cada una de las pequeñas comunidades sea protagonista de su propio destino y colabore con la demás, enraizándose con la vida judía total.

Esto último no ha quedado en claro. Porque la ligazón totalizadora no ha prendido en la ideología de la ascanut. Es mucho más fácil colaborar con otras pequeñas comunidades que sentir el peso de la responsabilidad en la totalidad, en el englobamiento, en el ishuv.

Creo —y esta es una hipótesis atendible— que no existen «jurisdicciones» entre las comunidades, sean éstas del tamaño que fueren. Que todo nos es propio, atendible y preocupante. Lo que pasa en Buenos Aires debe interesar a Río Cuarto o a General Roca. Debemos vivir y asumir los temas puntuales del judaísmo argentino, debemos ser fuente generadora de recursos humanos hábiles, debemos estar allí donde nos necesiten.

Es común que las pequeñas comunidades se hayan «encapsulado». Que con la disminución de miembros no solamente se detecte la falta de actividad y la apatía, sino que esa apatía se demuestre en la ignorancia y la ajenidad respecto a la «gran comunidad judía argentina». La organización federativa no ha fijado jurisdicciones. Por el contrario, ha tratado de hacernos vivir en globalidad. Puedo dar muchos ejemplos.

La experiencia acumulada a lo largo de muchos años en la ascanut, me muestra que podemos ser solidarios con una institución a la que tradicional – mente aportamos. Pero casi por inercia. Sin querer entender que la pobreza (que es paupérrima en muchos sectores) exige nuestra colaboración y sacrificio. Por ejemplo, para ayudar a mantener los Comedores Populares de Buenos Aires, o a una escuela de Buenos Aires. Como la cuestión pasa por «no pertenecer a nuestro ámbito» lo primero que ocurre es dejar de lado, no comprometernos, ignorar, salir del marco solidario. Tanto nos concierne la pobreza de sectores judíos capitalinos como la contratación de un jazán para la celebración de los oficios en Río Cuarto, o en General Roca, o en San Rafael. Debería cambiarse la mentalidad de la dirigencia en cuanto a asumir otro rol (que también es adecuado). Nos hemos acostumbrado, y mal, a ser «compartimientos estancos». Mezquindad de propósitos que fomenta la poca población y los pequeñísimos problemas cotidianos que no hacen ver la dimensión del problema judío argentino y su supervivencia.

La dirigencia

Para que todo lo que he señalado como plan de acción se cumplimente en lo básico, es pivote fundamental contar con una dirigencia apta y capaz. En numerosas oportunidades, desde el periodismo hasta la mesa de conferencias, he tocado el papel del dirigente.

Las pequeñas comunidades se han acostumbrado a no formar dirigencia. Se toman «cargos» y no «funciones». Se entiende que es un «honor» formar parte de la ascanut y presidir un cuerpo, casi un blasón. Hay que ganarse el derecho de pertenecer a la ascanut. ¿Cómo? Entre muy pocos, considerar que el más capaz es el menos desentendido es una de las falacias recurrentes. Por «descarte» de lo que alguien no hace, se elige a quien «alguna vez demostró tener interés», o que «pregunta a tal o cual cómo se pueden mejorar nuestras vidas judías» o el que «siempre colabora» (financieramente, se entiende).

Lamentablemente no existe una escuela dirigencial, salvo la impulsada por la regional noreste, que es toda una excepción.
No se vislumbra que un mal dirigente es peor que no tener dirigentes.

A tal punto es importante, que de ese dirigente depende que en la pequeña comunidad siga y prosiga la célula nucleótica de judaísmo. La selección intelectual no se hace y —lamentablemente, esto lo sufrimos muchas pequeñas comunidades— existen personas muy aptas que se mantienen al margen de toda asunción de responsabilidad.

Esto último, que generalmente escapa a las medianas y grandes comunidades, es elemento altamente observable. Desafortunadamente, los más capaces (aún cuando se tengan que «entrenar») no desean participar en la ascanut. Las excusas son múltiples: desde tener que dirigir un club de servicios, o una institución deportiva no comunitaria, hasta el consabido «no tengo tiempo».

Sin embargo, la ascanut es de los que están totalmente cubiertos de responsabilidades extracomunitarias de toda índole. Difícil es encontrar un dirigente que no sea profesional o empresario o comerciante. Por fortuna la ascanut actuante se nutre de todas estas personas que saben que deben dedicar a la vida judía y al ishuv una parte considerable de su tiempo.

Si el «honor» se entendiera como «obligación» las cosas cambiarían.

Perdóneseme que incluya tanta dosis de pesimismo en cuanto al cuadro dirigencial. Pese a todo, en las comunidades del interior la ascanut aún «puede formarse» y, con grandes esfuerzos (hay que aclarar) siempre se reúne la cantidad mínima para cubrir los cargos.

Sí, pero ¿Quiénes son y qué hacen…? ¿Qué formación tienen…? ¿Son acaso modelos de buen judío, de sionista, de observante (es importante que así lo sea, por lo menos en lo esencial), de sacrificarse por su función…? ¿Sabe el dirigente de aquellas comunidades cuál es su función?

Conclusiones

Unas pocas palabras para finalizar. Lo que acabo de exponer es, en grandes líneas, la labor básica fundacional de las pequeñas comunidades en el rol adecuado.

Tengo para mí que las setenta y pico de estas comunidades diseminadas a lo largo de Argentina, constituyen centros de vida judía y es por eso que he señalado en los distintos acápites lo que debe hacerse para perdurar.

La demografía enseña —sobre todo a través de los estudios de Della Pérgola— que inevitablemente la población judía tiende a decrecer y es casi infalible su desaparición en algunos países de América Latina.

Yo me resisto a admitir que, tratándose de una ciencia cultural, esa demografía no pueda ser revertida o ese análisis reformulado.

Considero,  sin embargo, que cambiando o modificando algunos de los causantes primordiales de la desjudaización, por la vía de la labor intensa en las pequeñas comunidades, podemos detener y aún sobrevivir siendo judíos. No se trata de aumentar el número. Por eso soy pragmático y me atengo a los hechos, proponiendo funciones a los fines de que se varíen las causales de lo que se considera ineludible por la ciencia demográfica.

Hasta ahora —considero— no se ha emprendido el gran esfuerzo.

La Diáspora, como hecho histórico y cultural, es parte de la vida judía junto a Israel.

Diaspóricamente nos hemos conglomerado y así fuimos conformando modos de sociabilidad. La desaparición de estas pequeñas comunidades sería algo así como un «holocausto blanco». ¿Podemos permitir que esto suceda?

Cómoda es la proposición contraria, es decir, sentarse a esperar el momento en que tengamos que cerrar nuestras kehilot.

La solución por la vida demanda sacrificio demanda espacios de inteligencia y —por qué no— de imaginación.

Hasta ahora, el pueblo judío ha dado muestras de inteligencia y de imaginación. Es cuestión de poner manos a la obra, realizar.