Coloquio

Edición Nº24 - Octubre 1992

Ed. Nº24: El paradigma de Abraham en la creatividad de la tradición

Por Jaime Barylko Z’L

¿Cómo se forma una tradición?

Estratos sobre estratos. El primero es el bíblico. La Torá, fundamentalmente. Sobre esta base se van edificando, con el devenir de la historia, las ideas, los sentimientos, las mutaciones del ánimo, necesidades, problemas, el resto de la estratificación.
Lo nuevo entronca en lo viejo, que nunca es viejo precisamente en virtud de ese proceso de remodelación y vivificación actualizante.

Pasemos a confrontarnos con las figuras de los patriarcas.

Abraham es el primero. Veamos la superposición de tramas que va enriqueciendo a esta figura a través del tiempo creativo de un pueblo.

La prístina tradición lo denonima Avram. Significa «padre»: av, «alto»: ram.

La segunda tradición respecto de su nombre lo denomina Avraham y así lo explica: av = padre, rav = muchos; ham = hamón = multitud de pueblos. Es decir: el que era padre alto de una familia se torna, en función de la historia posterior, padre de multitud de pueblos.

El cambio de nombre se produce introduciendo en el primitivo apodo la letra H, que es símbolo del Nombre Divino. Es decir: Dios ingresa en la vida de Avram y de esta manera éste se convierte en Av-r-H-m.

Esto puede verse en Génesis XVII. El cambio de nombre no es capricho, sino manifestación exterior de algo sumamente profundo: el pacto con Dios, el llamado berit, que hace Abraham, en efecto, padre de la historia judía en cuanto alianza entre cielo y tierra, pasajeridad y eternidad.

«Y erigiré Mi pacto entre Yo y tú,
y entre tu simiente que vendrá después de ti
en sus generaciones, pacto eterno…
y daré a ti y a tus descendientes detrás de ti la
tierra que habitas»


Pacto tripartito: Dios-pueblo-tierra.

Y luego se explica cómo se explícita el pacto = berit en la condición del varón: a través de la milá = circuncisión.

De ahí la conjunción: berit= pacto, milá = circuncisión.

Pero Abraham no está solo, tiene pareja. El cambio, de producirse, ha de abarcar a ambos. Es por eso que también cambia, en lo exterior, el nombre de su esposa, quien hasta ahora se llamaba Sarai y a partir de este momento se denominará Sará.

En hebreo: S-R-I y S-R-H.

Quien preste atención a estos cambios notará que se ha perdido la letra I en Sarai, y que se le añadió tanto a ella como a su cónyuge la letra H —una a cada uno— la cual, como ya insinuamos, representa la Divinidad.

Por otra parte los sabios han entendido que este trueque de letras no trae ninguna modificación radical en lo que hace a la armonía de las letras y los números, elementos esenciales con los cuales —dice la tradición— fue creado el mundo.

En efecto, la I, vale 10; la H vale 5.

Una I (la de S-R-I) fue trocada por dos H (una en S-R-H, otra que ingresó al nombre de AV-R-H-M).

Esta tradición que no admite caprichos y que en cada evento exterior, por circunstancial que fuere, busca transformaciones en lo hondo, cuenta la cifra total que el nombre A-B-R-II-M produce y encuentra que es 248. Este, exactamente, dicen, es el número de las partes del cuerpo humano. Indica plenitud, armonía, ser completo e íntegro.

Por otra parte nótese que en Génesis II, 4, está escrito:

«Este es el desarrollo de los cielos y de la tierra al ser creados…»

«Al ser creados» está escrito: B-H-B-R-A-M.

La primera B es preposición: con, para, al, dentro, etc. El resto del vocablo tiene las letras del nombre del primer patriarca. Y se dedujo: para él fueron creados el cielo y la tierra, para Abraham.

En otros términos, la finalidad de la Creación es la existencia de individuos como Abraham.

Ahora corresponde fijar la atención en el apodo que Abraham recibe: El hebreo. Literalmente: Ha-ivrí.

La tradición más respetuosa de lo filológico entiende que ivrí deriva de ever «el otro lado»: el hombre que provenía del otro lado del Éufrates, de la Mesopotamia.

Otra versión, también respetuosa de la letra, lo adjunta a su origen en la familia de Ever, descendiente de Sem (de aquí: semitas), hijo de Noé. Pero la tradición es, fundamentalmente, proyección histórica, traducción del pasado en términos de futuro. Ocurre que Abraham se dedicó a fundar una nueva fe, la del monoteísmo ético, y de esta manera se alejó del resto del mundo. Sobre esta realidad se dijo: se llamaba ivrí, el del otro lado, porque se colocó al otro lado del resto del mundo. Situación que implica soledad. Como lo vio Bilam en Números:

«He aquí un pueblo que está solo…»

¿Cómo llegó Abraham a ser lo que fue? ¿Un milagro? ¿La gracia? ¿Lo extraordinario que se posó sobre él y transformó al individuo en inédita persona?

No es esta la visión de la ortodoxa tradición judaica. Se prefieren las vías naturales. Es el hombre el que elige su destino. En la medida en que elija será elegido. Nadie puede ser Abraham por orden superior, ajena a su propia alma. El hombre crece desde dentro, en actos de decisión y asunción de destino.

¿Cuál fue, pues, el comienzo de Abraham?

Los datos en Génesis son eminentemente escuetos. Encontramos a Abraham en el comienzo de su madurez. Su historia comienza cuando oye la voz que le ordena salir de su tierra de nacimiento, de su hogar, para encaminarse a la desconocida tierra de Canaán.

Para que Dios le hable, debe oír Abraham. Y para oír debe ejercitar previamente sus oídos. Dios busca a Abraham —dice la lógica de la tradición— porque anteriormente Abraham dedicóse a buscar a Dios.

Si la orden requiere (en Génesis XII) que abandone su casa paterna, es porque no le beneficiaba para nada permanecer en ella. La influencia paterna, al parecer, le era desfavorable. De ahí a inducir que, con seguridad, el padre de Abraham era un practicante de la idolatría, no hay más que un paso. No lo dice la Biblia, pero lo dice la lógica reconstructora de la tradición. Por más fantasía que haya en estas visiones, siempre está anudada en torno de usos lógicos.

Dicen pues que en la casa de Abraham el culto idolátrico era cosa de todos los días. Más aún: el padre de Abraham fabricaba ídolos y de ello cobraba su sustento al venderlos.

Un día salió el padre y Abraham se quedó en la tienda de los ídolos para atender a los eventuales clientes.

Apareció uno de ellos:
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Abraham.
—Sesenta.
—¿Y no te avergüenza que un sujeto de sesenta años esté prestó a arrodillarse delante de un ídolo que apenas si tiene varios días de existencia?

Así, sucesivamente, iba espantando y ahuyentando a los clientes.

El padre se enteró, al regresar, de estas artimañas y no pudo ocultar la «desgraciada» conducta de su hijo que ya todo el pueblo comentaba.

El hijo fue tomado preso y puesto a disposición del gran rey Nimrod. Con Nimrod —dicen— se produjo el siguiente diálogo:

—Arrodíllate frente al fuego —ordenó el rey.
—Mejor convendría arrodillarse frente al agua, que apaga el fuego — sugirió irónicamente Abraham.
—Hazlo —ordenó Nimrod.
—Más convendría rendir culto a las nubes que son las portadoras del agua.
—Rinde culto a las nubes —ordenó Nimrod.
—Más valdría hacerlo delante del viento que disgrega a las nubes.
—Hazlo…
—¿Por qué no hacerlo delante del hombre que es capaz de sufrir al viento?
—Hablas demasiado —opinó Nimrod—. Yo rindo culto al fuego, y a él te arrojaré. Y que venga el Dios en el que tú crees y que te salve.

Fue arrojado a ese fuego, pero salió ileso.

Esta leyenda tiene su veracidad interna fácil de desglosar:

a)    El razonamiento interno de Abraham.

b)    La situación crítica de Abraham frente a sus padres y al resto de la población al adherir a creencias ignotas, «subversivas» para ellos.

c)    El consecuente castigo.

d)    La salvación por la fe.

Pero, ¿en qué elementos bíblicos se apoya esta tradición?

En que Abraham salió de Ur Kasdim («el fuego de los caldeos»; véase Génesis XI). En Génesis XV, Dios le dice: «Yo soy Dios que te extraje de Ur Kasdim».

Salió y fue extraído ya no de un lugar llamado Ur, sino del ur = fuego en que fue arrojado.

¿Y por qué el personaje enemigo se llama justamente Nimrod?

Porque vivía en «esos tiempos» y su nombre se apropiaba para la función que desempeña en la leyenda. Es del verbo m-r-d que significa: «rebelde (contra Dios)».

Finalmente en la «historia» que la tradición relata se encuentra el espejo de la vida del pueblo en distintas generaciones en que cada judío era Abraham, actual o potencial, dispuesto a ser arrojado en fuegos inquisitoriales por causa de su fe, de su identidad.

Al final del Génesis XVII vemos a Abraham practicando la circuncisión sobre sí mismo, sobre su hijo Ismael (hijo de la concubina Hagar, de origen egipcio) y el resto de los varones que con él convivían.

Luego en el XVIII comienza la escena con tres extraños personajes que vienen a visitar a Abraham. El lector sabe que son tres ángeles. Abraham los considera meros huéspedes y se apresta a atenderlos.

Los patriarcas no son puras figuras históricas que, por el sólo hecho de ser los primeros que constituyen la historia del pueblo, ya tienen una validez automática. Merecen memoria no en calidad de antepasados, sino por las virtudes personales que han de ser paradigma para sus descendientes.

Y así como vimos en Abraham representada a la Fe que no admite miedo a ningún fuego persecutorio, vemos ahora otra —para los hebreos— gigantesca virtud: la recepción de huéspedes, hajnasat orjim. Si la fe es la relación del hombre pasajero con la Eternidad, hajnasat orjim es la relación del hombre con el hombre. Virtud de caridad y beneficencia. El huésped es aquí el pobre, el ajeno, el necesitado, el que va por los caminos sin hogar, sin sustento. Ambos momentos se realizan en una misma persona, el primer hebreo: la relación con lo divino, la relación con lo humano; el segundo momento concretiza al primero. El judaísmo no acepta una religión recluida en el individuo que nada hace por el prójimo. En Levítico XIX está escrito: «Amaráis a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy Dios». El jasidismo recalcó la intrínseca ligazón de los dos eventos: el que ama al prójimo manifiesta su fe en Dios.

Incluso cuando Abraham se dedica (en Génesis XXI, 33) a plantar un árbol llamado eshel, no puede tratarse de simple forestación sino de algo eminentemente humano. Y así se dirá en el midrash que la letra «alef» de eshel es ajilá = comida; la sh = shetiá = bebida; la l = liná = lugar para dormir. No plantó, pues, un árbol, sino una casa de hospedaje que proveyera a los pasajeros esas tres necesidades: comer, beber, dormir.

Volvamos ahora al relato de los tres emisarios que se detienen en la casa de Abraham.

No es suficiente con decir que Abraham acepta gustosamente la visita de huéspedes y los atiende como a reyes. No basta. ¿En qué momento de su vida lo hace? Según leímos al final del capítulo anterior Abraham practicó la circuncisión en su cuerpo y en el de su hijo y restantes varones de su casa. La visita de los tres hombres ocurre, pues, pocos días después. La tradición dice que fue al tercer día. Grandioso mérito el de Abraham: estaba enfermo, convaleciente de la operación y sin embargo se dedicaba a atender huéspedes. Y véase cómo:

«Y se mostró a él Dios, en Elonei Mamré,
y él estaba sentado a la entrada de su tienda
en pleno calor del día. Y levantó los ojos y vio:
He aquí tres personas paradas junto a él.
Vio y corrió hacia ellos…
Y dijo: Adonai (mis señores): Si hallé gracia en tus ojos no te alejes de tu siervo. Tomaráse un poco de agua y lavaréis vuestros pies…»


El texto es confuso. El que apareció, en principio, fue Dios. ¿Qué le dijo? ¿Para qué vino Dios?

La tradición —cuya mayor expresión es la literatura del midrash— dice que puesto que Abraham estaba convaleciente vino Dios «a visitar al enfermo». Otra mitzvá (precepto) fundamental del judaísmo: visitar al enfermo para reconfortarlo con una presencia amiga. Aquí el amigo es Dios. El Dios de los hebreos, en la metáfora de la visión popular, también El se dedica a cumplir mitzvot. Y si Él lo hace, con mayor razón nosotros, los humanos. En pocos versículos aprendemos dos grandes virtudes que hay que practicar: bikur jolirn (visitar a los enfermos) y hajnasat orjirn (recibir huéspedes).

Ya sabemos para qué vino Dios. Pero ¿qué le dijo? Eso no lo sabemos. O quizá el primer versículo, el que habla de la aparición de Dios, no es más que una introducción general al tema, y las tres personas que luego ingresarán a la escena representan a Dios y significan su aparición a través de ellos.

Esto merece un detallado análisis. Partamos de la última tesis para señalar las opciones interrogativas:

a)    Dios se aparece. ¿Cómo? A través de las tres personas que luego se verán.

b)    1) Dios se aparece.
        2) Luego aparecen las tres personas, pero son dos apariciones distintas, independientes entre sí.

En el versículo 3 habla Abraham y dice: «Adonai»=mis señores. Pero ese mismo vocablo significa también «Dios». ¿A quién le habla? ¿A los hombres o a Dios? Siguiendo el segundo planteo resultaría: habla con Dios y le dice «No te retires, mientras yo me dedico a atender a estas personas». ¡Es decir, que le pide a Dios que espere! ¿No es eso una osadía, un atentado contra la dignidad de Dios? No, al contrario. Los sabios talmudistas de ahí concluyeron: «Es más importante atender debidamente a los huéspedes que recibir la presencia divina (shejiná)». Que nadie relegue al hombre por causa de Dios, o, mejor dicho, con pretexto de religión.

Estamos en Génesis XVIII. «Las acciones de los patriarcas son símbolos para sus hijos». Modelos de aprendizaje.

Del capítulo citado aprendimos:

a)    Visitar a los enfermos.

b)    Recibir a huéspedes, menesterosos.

c)    Es más importante atender a la gente necesitada que recibir la revelación divina.

Detengámonos en el punto b). Recibir huéspedes, bien. ¿Pero cómo? Como lo hizo Abraham. «Corrió hacia ellos…» Así, corriendo, con premura, con plena entrega. Y luego: les ofrece agua para lavar sus pies. Y dice que traerá pan y comerán. Y sigue corriendo. «Y se apuró (Abraham) y fue a la tienda de Sará, y le dijo: «Apúrate…» Que hornee pan. Y siguió corriendo. Y tomó al mejor de sus animales, un novillo y ordenó que lo prepararan. Finalmente trajo «manteca y leche y el novillo preparado lo colocó frente a ellos… y comieron».

Así, de este modo, dice la tradición, hay que actuar cuando se recibe a alguien. Nótese: pocas palabras y muchas acciones. Esa es la norma que la antigua ortodoxia desprende de la figura de Abraham.

«Hizo mucho más de lo que prometió» —acotan los comentaristas.

Atiéndase: primero les dio «manteca y leche», luego la carne. Porque así es la ley judía. Si los manjares lácteos anteceden a los de carne está permitido; si fuera a la inversa, entre unos y otros habría que aguardar varias horas…

Además esa época era de Pesaj. Y en Pesaj se come matzot. Eso lo sabemos —lo de la fecha festiva— por lo escrito en el próximo capítulo, vers. 3. Cuanto Lot, sobrino de Abraham, también recibe esas visitas, les hornea matzot. De ello se desprende que lo que Abraham ordenara a Sará era el horneamiento de matzot, si bien dice ugot, que significa «formas redondas», pero así era la forma de los matzot. Literalmente encontramos la conjunción de ambos vocablos en la salida de Egipto, en Éxodo XII, 39. A todo esto cabe preguntar: ¿No es todo esto incoherente? Un mínimo análisis, con sólo recordar que la ley que indica comer matzot en Pesaj, se relaciona con la salida de los hebreos de Egipto, y todo esto ocurre muchísimo tiempo después de Abraham; y como más o menos lo mismo sucede con la ley que prohíbe mezclar alimentos de la carne con los lácteos, bastaría para considerar absurda e ingenua esta imagen del patriarca cumpliendo con mitzvot que centenas de años posteriores se promulgaron.

He aquí un punto para comprender en profundidad a la tradición judía.

Aquí se traslucen verdades que no son cronológicas-históricas, que no hablan de Abraham pero sí del pueblo que contempla a Abraham y se identifica con él. Verdades de significados, no de sucesos.

El ser judaico tradicional no se comprende a sí mismo fuera del parámetro de la Torá, los preceptos —613 en su totalidad—, acción y estudio. De manera que Abraham si, además de ser ivrí, era padre de los judíos, ¿cómo concebirlo sin la Torá?
Así como el futuro se consustancia con el pasado, de la misma manera se vuelca sobre él para prestarle sus propias características, la del futuro. Entonces Abraham es coetáneo: cumple con el ritual de Pesaj, se cuida con las comidas. ¿Qué otra cosa puede hacer un judío, visto desde el ángulo de la Torá, de la Ley que sobrevuela los tiempos y los tiñe a todos con sus particulares texturas?

Ingenuo e infantil sería pretender que los sabios constructores de la tradición desconocían lo más elemental, el antes y el después. Sólo que pretendía salvar a las figuras del pasado de su temporalidad cronológica para hacerlas ingresar en la contemporaneidad del judío, su vida, sus costumbres. Era una manera poética pero vivencial de concebirlos. De ahí que no respetaran límites ni fronteras de ninguna índole. «No hay antes ni después de la Torá», dijeron. De alguna manera venían a significar que todos los judíos de todos los tiempos están colocados en una misma línea de fraternidad actual. Si eran osados en materia de teología, al punto de sostener que Abraham postergaba la presencia de Dios ante la presencia de los huéspedes, ¿cómo no serían osados en materia tan humana como la historia? Osados y críticos.

Porque si volvemos ahora a los tres emisarios (exacta traducción de malaj) hay derecho a cuestionar: ¿Por qué tres? ¿No bastaba con uno?

Respuesta: Uno vino a curar a Abraham, el enfermo. El otro a anunciar el nacimiento del futuro hijo de Sará. El tercero a destruir Sodoma.

Pregunta: ¿Y un ángel solo no se hubiera dado maña para todo esto?

Respuesta: No. Cada ángel no puede cumplir más que una función.

Moraleja: Si los ángeles no pueden abarcar distintas funciones, mucho menos lo podrán los hombres. Lección para los que mucho abarcan y poco aprietan.

Por cierto uno de los episodios más relevantes —en la tradición— de la vida de Abraham es el registrado por Génesis XXII. En hebreo se lo llama Akedat Iztjak.

Akedá es el acto de atar de pies y manos al cordero para el sacrificio.

A Abraham le ordenó Dios que sacrificara a su hijo Isaac. Es la gran prueba a la cual el patriarca es expuesto por Dios a fin de examinarla solidez de su fe, su amor a Dios.

Pero ya me he extralimitado en los pocos párrafos que anteceden. Si fuere más riguroso en la expresión y en el respeto al texto bíblico, debería citar los versículos y… abstenerme del resto.

En efecto, lo escrito dice de la orden de Dios a Abraham sobre el sacrificio de su hijo. Hablar de una prueba ya es ingresar en el campo de la tradición posterior. Comentar acerca del examen de la fe, sería también añadir visiones posteriores.

Literalmente sabemos de la orden recibida de Dios y de Abraham dispuesto a cumplir esa orden.

Ese episodio causó bastantes complicaciones a los hermeneutas posteriores. ¿Por qué? Porque es único en su género. Porque la Biblia no contiene el concepto «fe», en su religiosidad mística, tal cual generaciones después se lo enfocó y ello, en más de una ocasión, en base a influencias foráneas. Porque el acto trasciende al judaísmo en cuanto es orden para una sola persona y como tal no puede ingresar en el mundo judaico, que sólo sabe de preceptos válidos para toda la comunidad. Finalmente, el suceso trae consigo una grave complicación teológica: ¿Cómo es que Dios tiene que poner a prueba a un hombre para saber lo que realmente siente, piensa, cree? ¿Qué valor, por otra parte, puede tener una prueba de la cual el Examinador conoce, evidentemente, de antemano su resultado?

El episodio, por tanto, sigue oculto bajo un manto de interrogantes y — obsérvese— no merece mención especial en los textos bíblicos que le siguen.

Pero hay textos que mientras permanecen oscuros para los sabios, se vuelven rotundamente claros a través de la historia. Lo que los sabios no saben, la historia lo hace saber.

Y fue la historia judía —no los intérpretes— la mejor comentarista de Génesis XXII, y gracias a ella —lamentablemente— ese texto cobró una relevancia muy particular.

Si bien seguimos sin saber qué quiso Dios y qué sentía Abraham, en cambio aprendimos con el devenir diaspórico de los siglos en qué medida es sumamente factible que todo judío sea en algún momento Abraham y deba estar presto para sacrificar a su hijo, que es una manera de sacrificarse a sí mismo, en función de su identidad judaica.

Eso es claro, sumamente traslúcido. Eso es real. Y esa realidad vuelca toda su triste luz sobre el evento vivido en la antiquísima época por el padre Abraham.

No por teología, sí por historia, todo judío entendía, en carne y alma, al padre Abraham. Podría ser como él. Hubo miles como él.

Por eso, lo que la Biblia no vuelve a registrar, queda más tarde incorporado al libro de rezos —el sidur— y, sobre todo, en el majzor (compendio de plegarias) de Rosh Hashaná (Comienzo del Año; Día del Juicio) y Iom Kipur (Día de la Expiación). Días de balance del alma. En ellos se hace, también, el balance de la historia judía, a la cual pertenece cada alma particular. El motivo de la akedá, incomprensible aun para la teología, es plenamente evidente para los que la re-vi vieron directa o indirectamente.

La tradición retoma a la akedá como símbolo y cifra del destino judaico, incluso en los tiempos actuales.

En el sidur, bien temprano cada día, en las oraciones matutinas, dice el judío:

«Sea Tu Voluntad, nuestro Dios, que recuerdes por nosotros el
pacto de nuestros patriarcas. Como Abraham reprimió su piedad
de su único hijo y quiso sacrificarlo para cumplir Tu voluntad,
ojalá que así Tu piedad reprima Tu cólera hacia nosotros…»


La akedá no es pasado; es presente.

El «dueño» de la akcdá, Abraham, no es arqueología, es vida actual. Sólo que en la oración se invierten los términos y se le pide a Dios —con toda delicadeza, pero con toda la sinceridad que el alma popular puede contener— que «aprenda» e «imite» al patriarca Abraham. Si Abraham supo reprimir su piedad, que Dios sepa reprimir… Su cólera.

Hermosa pieza, pienso, de lo que una tradición vigente puede plantear.