Coloquio

Edición Nº28 - Agosto 1998

Ed. Nº28: Apertura de las Jornadas contra la xenofobia, el racismo y el antisemitismo en Santiago de Chile

Por Elimat Y. Jasón
En Santiago de Chile se desarrollaron las Primeras Jornadas contra la Xenofobia, el Racismo y el Antisemitismo, organizadas por el Comité Representativo de las Entidades Judías. 

Se transcriben a continuación la clase magistral pronunciada en su sesión de apertura por el presidente de la República, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, sobre el tema “Diversidad cultural en democracia” y los conceptos introductorios vertidos en la ocasión por el presidente del CREJ, Elimat Y. Jasón. 
Palabras Introductorias del presidente del Comité Representativo de las Entidades Judías de Chile, Elimat Y. Jasón 
 
Cuando los hijos de Israel pidieron a Samuel que pusiera sobre ellos un rey “que nos juzgue, como todas las naciones”, éste les dijo: “Tomará vuestras tierras, y vuestras viñas, y vuestros buenos olivares… Diezmará vuestros rebaños y seréis sus siervos…”.
 
El sabio Isaac Abravanel explica estos versículos del Deuteronomio diciendo que “una república es mejor que una monarquía, porque el poder es compartido y los abusos pueden ser corregidos; pero, cuando todo el poder está de manos de un solo hombre, ello es una dictadura. La administración en manos de un rey estará plena de corrupción, pero los que gobiernan en democracia, lo hacen sabiamente”. 
 
En nuestros tiempos, la alternativa a un gobierno democrático es una dictadura, es decir, un estado totalitario. Y, una verdadera democracia, es aquella que resguarda los derechos de las minorías, no sólo de las minorías políticas, sino también de las minorías culturales y religiosas. Los principios judíos son muy claros en esta materia: el derecho pleno a la libertad de los hombres para escoger su sistema de vida, y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Y dice la Biblia (Números 15:16): “Una misma ley y un mismo derecho tendréis, vosotros y el extranjero que con vosotros mora”. Por ello, el totalitarismo fue condenado por la ética de los Profetas y no puede sorprendemos que el renacido Estado de Israel sea hoy en día un Estado democrático. 
 
Dice el Talmud: “Si ves a un negro, o a una persona de piel extremadamente roja, o muy blanca, o a un jorobado, o un enano o un gigante, debes recitar la bendición: “Bendito ha sido el Señor que hizo estas criaturas”. La respuesta a ello debe ser que Dios, en su poderosa sabiduría, ha creado en nuestro mundo una rica variedad de seres humanos, todos ellos con sus mismos derechos, con sus propias diferencias. Esto nos enseña cuán distintos son los senderos de Dios y que el color de la piel o el tamaño inusual de los gigantes o la amplia joroba de algunos, no deben ser vistos como deformaciones del ser humano, sino que Dios nos ha entregado criaturas usuales e inusuales. Así, podemos comprender a entera cabalidad el porqué los negros suelen decir: “Negro es bello” y agradecer a Dios por haber creado también la “inusual” pigmentación blanca, como “distintas criaturas que Dios ha hecho…”.
 
John Stuart Mill, uno de los más grandes pensadores políticos del siglo pasado, escribió en 1859 en su ensayo “Sobre la Libertad”: “La pretensión de que todos se asemejen a nosotros mismos crece por lo que se alimenta. Si se creyera que la vida está reducida a un tipo uniforme, toda desviación sería impía, inmoral, contraria a la naturalezaLa Humanidad se hace rápidamente incapaz de concebir la diversidad cuando durante algún tiempo ha perdido la costumbre de verla”. Creo que ha llegado el momento de darle alas a la diversidad; no de limitarla. Ha llegado el momento en que no solamente debemos respetar la diversidad de piel, sino alentar la diversidad de ideas. 
 
Gabriela Mistral, la sencilla campesina del Premio Nobel, la joven mestiza de Vicuña, le escribía a Ciro Alegría, el peruano que señaló que éste, nuestro mundo, era “ancho y ajeno” para los olvidados, para los discriminados: “Ciro, soy india; Godoy Alcayaga, sangre vasca, rasgos indios…”. Y, luego, le escribía a Paul Valéry, quien le había pedido que prologase una de sus obras:
 
”Para que un extranjero pudiera entender a América, sería necesario que anduviera por los Andes, a pie, con poncho y ojotas…“ 
 
Los judíos que llegaron a Chile sí comprendieron al país. Anduvieron por los Andes, con sus mercancías a lomo de burro, a pie, con poncho en los rigores del invierno, y con ojotas, caminando por los secos pedruzcos del desierto y por las enfangadas tierras de los lagos, donde dejaron su impronta de un comercio incipiente y vanguardista, desde el Norte hasta al Sur de su nueva patria. 
 
Y así lo hicieron otras minorías; aprendieron mucho en sus largos viajes por nuestra loca geografía chilena; aprendieron mucho de esa gran mayoría de las minorías chilenas: los mapuches. Y también lo hicieron los árabes y los yugoslavos; y también los españoles, quienes no dudaron integrarse en esta multifacética y naciente democracia. Y, ¿cómo no recordar, también, que lo hicieron italianos y esa nueva y pujante minoría coreana de hoy en día? 
 
Gabriela, católica, luego atea y vuelta a su catolicismo, escuchaba con pasión los Salmos y Proverbios leídos de la Biblia por su abuela, solapadamente judaizante. Ella, nuestra Gabriela, que vivió, como afirman algunos con extraordinaria certeza, “en suburbios sin lámpara y casas sin Biblia”, escuchando el “Kol Nidrei” y música judía, empezó a comprender el dolor de un pueblo, cuya persecución y exterminio se transformó en carne de su mismo cuerpo. Ignacio Valente escribía de ella: “Dicen que tenía sangre sefaradí; un aliento judío y bíblico. Al traducir sus versos, no se hace más que acercarla a su verdadera y lejana patria de la Creación”. 
 
Democracia con justicia social, pregonaba en versos que lloraban por el pueblo perseguido, humilde y repleta de ilusiones. Ella soñaba con el fin de la discriminación, del antisemitismo, de la pobreza y el hambre. “Todas íbamos a ser reinas…” ¡No de belleza! ¡No! Reinas de ima visión superior, de un mundo más digno de ser vivido. Y ella, que vio en el pueblo judío la fuente del cristianismo y en los judíos a los hermanos de Jesús, escribe ante el Holocausto. 

 

“Yo nací en una carne tajada, en el seco rincón de Israel…”
 
Este país, Su Excelencia, en su diversidad, ennoblece a todos sus habitantes. David Ben Gurión decía que debíamos enriquecernos de nuestro pasado, pero no debíamos ser esclavos de él. Es verdad; los judíos estamos orgullosos de nuestra historia, de nuestras tradiciones, de nuestro aporte a la civilización, pero no nos encadenamos al pasado. Seguimos avanzando, mancomunadamente, por hacer de Chile un país no solamente plural sino más pluralista; apoyando la democracia, haciéndola más honda y más vital; cimentando los derechos humanos, para que se instalen definitivamente en nuestra tierra la tolerancia, la reconciliación, el respeto por los demás. Debemos comprender que la diversidad nos engrandece, nos enriquece y nos pro-yecta a todos hacia un futuro más promisorio. Dicho en otros términos, el trato democrático que un paia entregue a sus minorías, respetando sus derechos, diferencias y diversidades religiosas y culturales, es el termómetro de la civilización de dicha nación. 
 
La Fontaine acostumbrada a decir que cualquier poder que no se basa en la unión es débil. Nosotros estamos por fortalecer los valores más íntimos de la sociedad chilena en su conjunto, echar raíces en su unidad, pues solamente así podremos desterrar el totalitarismo, la prepotencia, el antisemitismo, lacras que pueden llegar a corroer el edificio democrático trabajosamente erigido. 
 
En Europa se habla hoy de reprimir el antisemitismo; aquí en nuestro país, debemos luchar por suprimir el antisemitismo; debemos ser fuertes y severos contra la xenofobia, la discriminación, las inicuas exclusiones de intolerancia, el torvo sectarismo y la uniformación del ser humano. 
 
Dentro de este contexto recordemos que, así como el pez muere fuera del agua, los pueblos pueden morir en caso de no imperar la ley, el orden, el respeto y la democracia. Sin embargo, en este mundo tan exasperado y exasperante en que nos ha tocado vivir, muchos consideramos que es preferible no tener buenas leyes, pero sí buenos seres humanos. Luchemos, pues, por ser diferentes, porque las diferencias culturales, lingüísticas, religiosas, hacen prosperar y florecer el alma de un pueblo. 
 
Su Excelencia y mis queridos amigos: 
Recordemos que “el antisemitismo no lo hacen los judíos: lo hacen los antisemitas”, recordemos que, después de Auschwitz, el mundo cambió y el judaísmo cambió. El mundo libre y democrático y nosotros, los judíos, ya no callamos frente al antisemitismo y ello, felizmente, nos ha conducido al “fin del síndrome de no hacer ruido”; de enmudecernos frente a la discriminación y la justicia. Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz, nos repite sin tregua: “Los antisemitas no necesitan una excusa para ser antisemitas”. Debemos entender que, combatiendo el antisemitismo, estamos combatiendo solamente el primer zarpazo de los fanáticos y extremistas; su principal objetivo será destruir la democracia misma, la que seguirá viviendo en peligro si callamos a los primeros asomos de discriminación y racismo. La apatía y el silencio, en vez de una participación dinámica y responsable de toda la ciudadanía en las vías de decisión, podrán minar la libertad democrática con la cual todos estamos comprometidos. 
 
Un destacado filósofo español, Alejandro Navas, nos ha dicho en estos días: “Las personas son tolerantes, no las ideas…” El racismo y el antisemitismo de Hitler planteaba que la raza aria era superior, única, pura; que los judíos y otras “razas inferiores”, negros, amarillos, mestizos, “contaminaban la pureza aria”. Seamos claros: la cautela, la prudencia, el no arriesgarse, no nos servirá para librarnos de esas infamias. 
 
En nombre de toda la Colectividad Judía de Chile, saludo con respeto a nuestro Presidente de la República, don Eduardo Frei Ruiz Tagle. Nos complace estar aquí junto a Ud., nosotros, un trozo mismo de la ciudadanía chilena, para escuchar sus pensamientos y reflexiones, tal como lo ha reiterado en sus últimas intervenciones a toda la ciudadanía, sobre la diversidad cultural, el pluralismo en democracia, la urgente necesidad de unirnos en torno a los temas centrales que viven y conviven en nuestra agitada vida nacional. 
 
Finalmente, deseo hoy recordar las palabras del Presidente de la República en uno de sus discursos: 
“Les pido espíritu de cooperación, no de trinchera. En un momento tan promisorio para nuestra Patria, tenemos la posibilidad de sumar y sumar más y más energías. Ellas nos abrirán, definitivamente, las puertas del desarrollo”. 
 
Su Excelencia: 
Estamos aquí para avanzar en esta maravillosa aventura por la democracia; estamos para sumar más a más energías para ingresar, todo el pueblo de la mano, al siglo XXI, abriendo con trabajo y responsabilidad los portones del desarrollo del bienestar, de la igualdad de oportunidades para todos, de la justicia social y del progreso con equidad. ¡Gracias! 
 
“Diversidad Cultural en Democracia”, disertación del presidente de la República de Chile, Eduardo Frei Ruiz-Tagle 
 
Introducción 
 
Quiero agradecerle al Comité Representativo de las Entidades Judías de Chile esta invitación a las Primeras Jornadas contra la Xenofobia, el Racismo y el Antisemitismo. En esta oportunidad, quiero hacer una reflexión sobre el valor del pluralismo y la tolerancia en la vida democrática. 
 
La democracia se constituye en un diálogo plural 
 
El siglo XX ha sido una larga y dura lección para la Humanidad. Hemos tenido que aprender a convivir, dentro de las naciones y entre ellas, a fuerza de guerras, de destrucciones masivas y de violentos exterminios. Hemos debido aprender en medio de las sombras del hambre, de la desigualdad, de la discriminación y la tortura. El camino no ha sido fácil ni ha sido alegre nuestro siglo. 
 
Todos somos hijos de esas sombras y tenemos la superior responsabilidad de disiparlas para que no vuelvan a repetirse entre nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. 
 
Atrás nuestro han quedado las experiencias más extremas del colectivismo, del fascismo y de las dictaduras de todo signo. 
 
Pero no tenemos la seguridad de haber superado sus motivaciones más profundas: el desprecio por la vida de los otros, el autoritarismo, el afán de dominio absoluto, la radical intolerancia, el racismo y la inclinación a usar la fuerza en vez de la inteligencia. No estamos seguros de que los seres humanos hayamos superado el fanatismo. 
 
No han quedado atrás, tampoco, los pretextos que usualmente se emplean en tales empresas de destrucción humana. Esas justificaciones vienen de antiguo y no han cambiado mucho a lo largo de los siglos. Apelan a un sentimiento de superioridad, racial, religiosa o cultural; a una visión simplista que divide el mundo entre amigos y enemigos; a la falsa ilusión de que el poder equivale a la imposición y a la aniquilación de los adversarios. Estos integrismos se basan, en definitiva, en la creencia absoluta en la legitimidad de la propia verdad, a la vez que en la necesidad de imponerla. 
 
Bajo la condición de la convicción fanática de la verdad, ni la democracia ni el pluralismo son posibles. 
 
La democracia exige discrepar con razones, reconocer el punto de vista de los otros, asumir sus argumentos y decidir con la participación de la gente. Supone igualdad de oportunidades para todos los que deseen expresarse y actuar como ciudadanos. Reclama de cada uno un comportamiento responsable frente a los demás, sujeto a las reglas del derecho y al asentimiento frente a las autoridades legítimas. La democracia necesita libertad para florecer, competencia entre diversas propuestas, debate público, acceso de todos a la información y al voto. La democracia es plural y multiforme. Una democracia fuerte favorece la multiplicación de las voces y exige el ejercicio de la tolerancia. 
 
Más difícil aún es hacerse cargo de las exigencias del pluralismo. Pues éste vive del espíritu, en la cultura cotidiana de un pueblo, y para prosperar debe manifestarse en las relaciones y en la comunicación que se establece entre los miembros de una comunidad. Requiere, por lo mismo, un exigente aprendizaje: de las libertades que permiten expresar las diferencias; del igual valor de cada ser humano; del respeto debido a las tradiciones y manifestaciones de cada grupo que concurre a formar una sociedad. 
 
El pluralismo es apertura y madurez. Supone renunciar a todo hegemonismo; a cualquiera imposición basada en la fuerza o en el desprecio. Nos lleva a tratar a los demás de igual forma como quisiéramos ser tratados por ellos: con deferencia, con tolerancia hacia lo que nos separa, con el cuidado que nacen de la fraternidad y la solidaridad humanas. 
 
Nada hay más perjudicial para el pluralismo que la arrogancia cultural o el dogmatismo ideológico; que las concepciones racistas y la tendencia a discriminar a los seres humanos por su origen, sexo, nacionalidad o por las ideas y valores culturales de su propia comunidad. Todo ello es particularmente antidemocrático; encierra a la comunidad humana que aplica tales criterios tras murallas de desconfianza, recelo y agresividad. 
 
La vida democrática y la dignidad humana 
 
La vida democrática exige el reconocimiento pleno de la dignidad de todos y cada uno de los integrantes de la sociedad; de sus derechos humanos fundamentales, y del plano respeto a las diferencias que constituyen nuestras identidades como personas, grupos, comunidades y pueblos. 
 
La forma institucional que asume este reconocimiento en la política contemporánea es la vida democrática. En democracia se busca alcanzar la dignidad ética, jurídica, política y social del ser humano. Noción de dignidad que nos lleva a considerar a cada persona igual por naturaleza debido a su pertenencia a la especie humana. Sobre la base de la igual capacidad jurídica de todas las personas, se fundan los derechos cívicos, políticos y sociales que hacen posible el ejercicio de la dignidad ética. La noción de dignidad política supone el ejercicio de la soberanía popular, y la dignidad social es la voluntad de superar las profundas desigualdades que separan a los seres humanos. 
 
La dignidad humana no se puede reducir, entonces, a una característica solamente asentada en las relaciones interpersonales. Ella funda, en la medida que los seres humanos la hacen parte de su cultura, las instituciones que regulan la vida social y política. 
 
El respeto a la naturaleza de la persona y el reconocimiento de que las identidades que la constituyen son distintas, engendran el pluralismo y la tolerancia. La democracia supone, por lo mismo, encontrar un delicado balance entre la propia identidad y la identidad de los otros; entre las creencias y concepciones propias y las de los demás. Por ello, la democracia impele a todos a ser tolerantes: a respetar al otro en cuanto distinto. 
 
El que tiene poder, sea persona, grupo o pueblo, reconoce, gracias a la tolerancia, los límites de su voluntad. Ejercicio tanto más noble cuanto mayor sea la distancia cultural que constituye la diferencia. Ejercicio difícil, pues la historia nos ha enseñado, a veces con dolor e incluso con horror, la fragilidad del convivir civilizado.
 
La construcción cotidiana del respeto por el otro 
 
Sabemos que los grandes procesos de la historia —las tragedias colectivas y los anhelados momentos de reconciliación— se construyen a partir de miles de pequeños hechos cotidianos. Una de las cosas terribles de nuestro siglo, en general de la época moderna, es que transforma los dramas de la historia en números, en grandes agregados, haciendo perder con ello la dimensión humana de las personas concretas y singulares envueltas en esos hechos. Más aún, sabemos que los procesos de aniquilación y exterminio se basan en la deshumanización y despersonalización de los contradictores. Tras los grandes números se esconde la tragedia de cada sagrada vida. De los rostros, de las pequeñas historias familiares, de los amores y las desventuras, de los trabajos y alegrías, de las penas y los dolores. 
 
La despersonalización no comienza con grandes dramas o grandes gestos épicos. Es apenas el etiquetamiento persistente del contradictor. Es apenas su asimilación a categorías generales tras las cuales se niega la identidad humana. Estas categorías esconden, alimentadas en el prejuicio, la singularidad de cada persona y, mediante este recurso, se impide la capacidad de identificarnos con ese otro cada vez más lejano, cada vez más anónimo. 
 
Nos impedimos, entonces, conmovernos por el sufrimiento del otro. Nos negamos a la compasión que el dolor de un ser humano específico y singular suscita en nosotros. Al hacerlo, también negamos nuestra humanidad. 
 
Por este camino es posible llegar a la perversión fría de aquél que realiza el mal, como dice Hannah Arendt, desde la banalidad de la ausencia de reflexión y emoción. Ella señala, al respecto, que lo que más la sorprendió en el juicio a Eichmann era la manifiesta superficialidad del acusado. Tras los actos monstruosos cometidos, no había, dice esta autora, una reflexión sobre los hechos mismos. Este es el mal gélido, aquel que nace en la condición enferma de una cultura que respecto de determinadas categorías grupales establece una sensación a-humana, por la cual la misma condición humana y el dolor del otro le son radical y absolutamente ajenos. 
 
También el mal se nutre de grandes épicas, de utopías basadas en guerras de exterminio, de liberaciones supuestamente humanizadoras que en nombre de la libertad, la patria, la igualdad o la superioridad racial o religiosa, aplastan a quienes son considerados enemigos infrahumanos. 
 
Una sociedad que quiera proteger al ser humano, desarrollar y proteger la tolerancia y el pluralismo, debe saber que ello se realiza en la vida cotidiana, en las relaciones entre las personas, en lugares y momentos concretos. 
 
La protección del pluralismo, la dignidad humana y la tolerancia no dependen sólo de la Constitución y de las leyes; mucho mayor es su dependencia de las actitudes y costumbres; del clima moral de la comunidad, de las normas habituales que rigen nuestra convivencia. Es en el seno de la familia y del grupo de amigos, desde la primera infancia, donde se aprende a respetar a los otros, a reconocerlos como iguales, a convivir con ellos a pesar de que son diferentes a mí, a mi familia, a mi pueblo, a mi raza. 
 
El pluralismo florece en medio de esos gestos y a través de ellos se va haciendo parte de la cultura familiar, de la escuela, del grupo, del lugar y de la Nación. Si falta ese basamento, si no existe esa predisposición aprendida a lo largo de la vida, entonces cualquier grupo social corre el riesgo de amurallarse, desconociendo la calidad humana de quienes se sitúan más allá de sus límites culturales. Ello es más notorio en momentos de súbito empobrecimiento, crisis económica y amenazas bélicas, en los que, en ausencia de actitudes largamente cultivadas de tolerancia, se tiende a estigmatizar a las minorías sociales y culturales. Una comunidad sometida a esas dinámicas termina como una sociedad de intereses que se aterra ante la diversidad propia y ajena. 
 
En verdad, toda intolerancia, todo fanatismo, revelan al fondo un gran temor y una enorme inseguridad. 
 
Temor a la libertad y a sus diferentes expresiones; temor frente a los otros, con sus maneras distintas de ser. Es el antiguo reflejo que lleva a calificar de bárbaros a los extraños, atribuyéndoles torcidas intenciones y propósitos subalternos. 
 
Inseguridad respecto de los propios valores, de las propias ideas, de la propia cultura, que se sienten amenazados y reaccionan volviéndose impenetrables; cerrándose al diálogo y la interrogación. La agresividad es hija del temor y de la inseguridad.
 
Nada se protege, sin embargo, ni nada crece, a partir del miedo y en medio de la inseguridad. Por el contrario, allí donde reinan esos estados de ánimo, corremos el riesgo de volvernos sordos al dolor de los demás e insensibles frente al peligro que los acecha, pues no los consideramos dignos de atención. 
 
Un mundo que no pueda reconocerse en sus diferencias, que no cultive el pluralismo, que se piense a sí mismo como compuesto de amigos y enemigos, se expone a repetir mil veces la tragedia de la intolerancia y de la deshumanización. 
 
Hemos querido ser una sociedad pluralista y tolerante 
 
Nuestro ordenamiento básico se ha construido sobre el principio de la igualdad ante la ley. La Constitución Política de la República señala que “en Chile no hay persona ni grupo privilegiado. En Chile no hay esclavos y el que pise su territorio queda libre. Ni la ley ni autoridad alguna podrán establecer diferencias arbitrarias”. Asimismo, la Carta Fundamental asegura a todas las personas “la libertad de conciencia, la manifestación de todas las creencias y el ejercicio libre de todos los cultos”; garantiza “la libertad de emitir opinión y la de informar, sin censura previa, en cualquiera forma y por cualquier medio”: consagra el pluralismo político y “prohíbe cualquiera discriminación que no se base en la capacidad o idoneidad personal”. 
 
Estos principios, fundamento de toda auténtica democracia, se confunden en nuestro caso con los propios orígenes de la República. A lo largo de su historia, Chile ha querido ser una tierra de libertades. Ha buscado que todos los hombres y mujeres que habitan su territorio sean iguales en derechos, participen de la vida nacional y no sufran discriminación por su origen social, raza, creencias o ideología. 
 
También las instituciones civiles más profundamente identificadas con la construcción del Estado moderno se hallan identificadas con esos principios de igualdad, de libertad y de no discriminación. Pienso en nuestra Universidad de Chile, en la tradición de los liceos, en la organización de los municipios y en la vida democrática del país expresada a través del Parla-mento, los partidos y los organismos y asociaciones de base comunitaria. 
 
No podría ser de otra forma, pues la comunidad nacional ha incorporado sucesivas migraciones de naturales alemanes, italianos, franceses, croatas, palestinos, entre otras nacionalidades. La historia de Chile ha contado con el aporte de los inmigrantes que trajeron su cultura, sus conocimientos y, particularmente, su energía y dinamismo, para incorporarse a la nación chilena. Las contribuciones de este conjunto de hombres y mujeres se reflejan en los múltiples campos de la actividad nacional. Desde la industria, las finanzas y el comercio hasta la actividad política, pasando por el cultivo de las ciencias y del arte. Nuestro desarrollo se ha hecho en diálogo con extranjeros que a poco de llegar al país se han convertido en entrañables chilenos. Cómo olvidar, al respecto, a quienes durante del siglo pasado lucharon en las filas independientes; como olvidar a Bello, a Gay, a Domeyko, a Phillipi; cómo no recordar que en la sangre de muchos de nuestros Presidentes de la República se reconocen los ancestros de otras tierras y continentes. 
 
En este aporte a la construcción y desarrollo de la nación, la comunidad judía también ha estado presente. Nombres como los de Nissim Sharim en el teatro, de Raúl Bitrán en el mundo académico, de Santiago Benadava en el campo jurídico y diplomático, de Angel Faivovich y Jacobo Schaulsohn en el mundo de la política, de Alejandro Lipschutz y Marcos Kaplan en las ciencias, de Víctor Tevah en la música, de Mario Kreutzberger en las comunicaciones y la acción social, son ejemplos de cómo nuestro país no sería el mismo si no contara con tan significativas y honrosas contribuciones. Este aporte también ha sido complementado por el que hacen organizaciones como el Comité de Entidades Femeninas Israelitas en el campo de la acción social solidaria, o por el diálogo interreligioso entre la Comunidad Judía y la Iglesia Católica, desde principios de la década del sesenta. De hecho, este tipo de encuentro ecuménico sólo es comparable al que judíos y católicos han protagonizado en algunos países de Europa y Estados Unidos. Testimonio de esta acción han sido el reconocimiento del Congreso Judío Mundial en 1968 al cardenal Raúl Silva Henríquez por su trabajo sobre los derechos humanos en el Antiguo Testamento, como los premios concedidos por la B’nai B’rith a la Conferencia Episcopal de Chile, a Patricio Aylwin o a Cristián Precht.
 
 
Chile ha querido ser una sociedad pluralista, donde impere la diversidad, se reconozcan las diferencias y se viva el valor de la tolerancia; pero sabemos que ello no siempre ha sido posible y múltiples discriminaciones han afectado a las minorías. 
 
Durante algunos períodos de nuestra historia la pretensión de ser una sociedad humanista no ha podido ser realidad. Nos hemos enfrentado a regímenes de fuerza; hemos visto crueldad y violencia. En aquellos momentos difíciles de la historia patria existió, no obstante, la fuerza de los humanistas. Cuando más dura era la violación de los derechos humanos, se formó ecuménicamente el Comité Pro Paz. En él también estuvo presente la comunidad judía, representada en aquel entonces por la acción ejemplar del Gran Rabino, Angel Kreiman. El Comité Pro Paz, a pesar de las incomprensiones y recelos, supo dar testimonio de defensa de la dignidad humana contra todo acto de barbarie. 
 
Sabemos entonces, por experiencia propia, la fragilidad del convivir humano. Sabemos que perteneciendo a grupos y comunidades sociales que nos otorgan identidad y referencia, nuestra primera obligación moral es con la persona, con cada persona, incluso con la persona desconocida, incluso con la que no encontramos afinidad y comunidad de intereses y valores, incluso con la persona que es nuestro contradictor y adversario. 
 
La aceptación leal —diría más: el acoger en profundidad la lógica de la convivencia en la diversidad— exige una permanente aplicación del método del diálogo. Sólo si se reconoce el derecho a la existencia y a la expresión de todas las diferentes comunidades que forman el tejido de una sociedad, es posible conseguir que se comuniquen e integren unas con otras y, de esa manera, reine el bien de la paz y la concordia. 
 
Chile ha aprendido esta lección. Vivimos en paz pero sabemos que la construcción de una sociedad libre y tolerante es tarea laboriosa de toda una vida. Como gobierno nos hemos comprometido a promover una agenda de libertades, por la cual la gente pueda enfrentar sus problemas y decidir en consecuencia. 
 
Consagrémonos a esa tarea seguros que libertad y tolerancia se nutren de una profunda fe en el ser humano.