Edición Nº29 - Abril 1998
Ed. Nº29: Heinrich Heine: Una identidad Desgarrada
Por Egón Friedler
Con motivo del tricentenario de su nacimiento
En 1982, previamente a una gira por Alemania, en el marco de una invitación de la embajada del gobierno de Bonn en el Uruguay, solicité incluir en mi viaje una visita a la ciudad de Düsseldorf. La razón de este pedido: pocos meses antes del viaje había leído noticias en la prensa acerca de la polémica desatada en esa ciudad sobre si se daría o no a la universidad de la misma el nombre de su hijo más ilustre: Heinrich Heine

Mis averiguaciones en el Instituto Heine y en círculos intelectuales de Düsseldorf señalaron que esta vez no hubo antisemitismo de por medio. Simplemente había vuelto a surgir la discusión de siempre entre conservadores nacionalistas y progresistas y liberales de toda clase. Según los conservadores, estudiantes de izquierda exacerbaron las diferencias entre partidarios y contrarios al nombre del poeta, mientras éstos argumentaban que detrás de la reticencia a honrar a Heine había una rancia actitud retrógrada y reaccionaria. Finalmente, triunfó la nominación de Heine.
Esta polémica fue muy típica. Las hubo muchas similares en vida de Heine y no menos después de su muerte. En una fecha tan temprana como 1835, el Consejo Federal Alemán intentó prohibir sus obras en todo el territorio de la nación. Después de todo, no hubo un crítico más caustico y duro de la Alemania chauvinista, semi-feudal y autoritaria de la primera mitad del siglo XIX que Heine. Más aún, Heine llegó a profetizar casi un siglo antes de Hitler la barbarie que podría llegar a apoderarse de Alemania. Cuando pronunció su célebre frase de que cuando “Se empieza por quemar libros, se termina por quemar seres humanos” sabía muy bien de qué estaba hablando. Una de sus citas típicas: “El cristianismo ha calmado ocasionalmente la brutal avidez alemana por la lucha… Pero una vez que este talismán protector, la cruz, se rompa…. los viejos dioses de piedra volverán a la vida, y Thor (el dios de la guerra germano) hará estallar su poderoso martillo contra las catedrales góticas.” Por ello, no es de extrañar que su personalidad y su recuerdo hayan sido motivo de polémicas constantes no solo en Düsseldorf sino en toda Alemania.
En 1897 una estatua hecha por la ciudad de Düsseldorf fue rechazada por la alcaldía. Años más tarde la estatua fue emplazada en Nueva York. Una estatua del poeta, que alguna vez perteneció a la emperatriz Elisabeth de Austria, fue escenario de disturbios en Hamburgo en 1919, y después de ser utilizada como blanco por los nazis, terminó en la ciudad francesa de Tolón. La tumba de Heine en París permaneció intacta luego de que los alemanes ocuparan la ciudad, pero los nazis hicieron todo lo posible por borrar su nombre de la historia de la literatura alemana e incluyeron su “Lorelei” en varias antologías como poema popular alemán anónimo. En un volumen titulado “Heine in Deutschland: Dokumente seiner Rezeption” (1834-1956) o sea “Heine en Alemania: documentos acerca de su recibimiento público” publicado en Tübingen en 1976, se incluye un discurso pronunciado en 1935 por un académico del Tercer Reich identificado con sospechosa discreción por las iniciales M.B., quien formuló el siguiente juicio: “Cuando rechazamos a Heinrich Heine, ello no se debe a que consideremos que todo lo que escribió fuera malo. No, por supuesto que no. Heine escribió versos que parecen muy auténticos y sentidos; escribió críticas que pueden impresionar como fascinantes. Pero lo que está en juicio no es tal o cual detalle de la obra de Heine. Lo que es decisivo para nuestro juicio es que este hombre era judío y por lo tanto no tiene cabida en nuestra literatura alemana”.
El nombre original de Heine fue Harry (y su nombre judío era Jaim) hasta su conversión al cristianismo, en la variante luterana, cuando cambió su nombre por Johann Heinrich. Nació en Dusseldorf, el 13 de diciembre de 1797, en el seno de una familia de comerciantes judíos. Su padre intentó orientar su vida en la misma dirección que la suya, pero Heine resultó un fracaso completo como comerciante. No sólo decepcionó a su padre con una actuación paupérrima en su período de aprendizaje en Frankfurt en el Main, sino que hizo perder un considerable capital a su acaudalado tío, Salomón Heine, con la bancarrota del negocio que puso a su sobrino en Hamburgo: “Harry Heine y compañía”. Sin embargo, Salomón Heine, quien supo apreciar la viva inteligencia y el talento del futuro poeta, apoyó económicamente a su sobrino durante gran parte de su vida. En 1819 se clausuró definitivamente el capítulo comercial en su vida y se inició su etapa de estudios universitarios, que culminaría en 1825 al obtener un título en Leyes. El mismo año tuvo lugar otro hecho decisivo en su vida: su conversión al cristianismo, que Heine definió como el “billete de ingreso a la cultura europea”. Con amarga auto-ironía reconoció más tarde que esta claudicación oportunista a los prejuicios de su época no le sirvió de nada. Nunca obtuvo ningún cargo público y tampoco hizo uso de su título universitario. En relación a los resultados de su fallida conversión, escribe el decano de la crítica literaria alemana, Marcel Reich-Ranicki, quien es originariamente un judío polaco: “No olvidemos que Heine pertenecía a la primera generación de judíos que logró evadirse del guetto. El alemán era su lengua materna, pero no la de su madre: ésta utilizaba la lengua judía-germana escrita con letras hebreas que había surgido en los guettos judíos y desapareció en el momento en que éstos fueron disueltos. Esa primera generación tuvo que sufrir en sus carnes la dolorosa experiencia de que los decretos emancipatorios, que garantizaban la igualdad de derechos de los judíos, no eran más que actos administrativos a cuya realización se oponían los organismos públicos, la Iglesia, y, por supuesto, la población.”
La carrera literaria de Heine se inició en 1822 con la publicación de su primer libro de poemas, algunos de los cuales fueron inspirados por el fracaso de sus pretensiones amorosas con su prima Amalia apodada “Molly” (hija e su benefactor Salomón). Más tarde llegó a enamorarse de la hermana de ésta, Teresa, siendo objeto de un rechazo similar. En 1826 dio su conocer la primera parte de sus “Cuadros de viaje” que incluyen el célebre viaje por el Harz, una original mezcla de autobiografía, impresiones de viaje, ficción, crítica social y polémica literaria. Al año siguiente publicó el “Libro de las Canciones”, que contiene algunos de sus poemas más célebres como “En las orillas del canto” y “Lorelei”. Si bien no todos los críticos coinciden al respecto, numerosos lectores de Heine de varias generaciones están contestes en considerar al “Libro de las Canciones” no sólo como su mayor obra lírica, sino también como su mejor obra en términos absolutos, si bien produjo otros espléndidos volúmenes de poemas como el “Romanzero” publicado en 1851.
Gran parte de la obra de Heine podría englobarse en lo que hoy definimos como ensayística. En realidad, los ensayos de Heine fueron algo muy peculiar, mezcla de periodismo, sátira política, análisis de ideas y prosa de imaginación. Heine también fue uno de los iniciadores de la poesía de crítica política, literaria y social. Su largo poema “Alemania: un viaje de invierno” de 1844, fruto de un viaje que realizó desde su exilio en París, es típico de esta clase de escritura. En él, el poeta expresó su honda nostalgia y su amor por su tierra natal pero al mismo tiempo no se abstuvo de lanzar dardos envenenados a los elementos conservadores y reaccionarios en los ámbitos de la política y la cultura.
Heine fue quizás el caso de “poeta comprometido” más notorio en la historia de la literatura alemana. Fue un “animal político” sensible a la causa de los humildes y los oprimidos, y contrario a las fuerzas conservadoras y partidarias del mantenimiento de los privilegios de la nobleza y del viejo orden. Heine conoció la cárcel por sus ideas en 1827 y tuvo dos célebres polémicas con los intelectuales conservadores August Graf von Platen (1829) y Wolfgang Menzel (1836) en las cuales ambos no vacilaron en recurrir a la incitación antisemita.
En 1831, Heine decidió exiliarse en Francia, al sentir que en Alemania el clima se volvía cada vez más asfixiante para él y salvo dos breves visitas a su país natal en 1843 y 1844, ya no volvió allá. En Francia, Heine vivió breves años de felicidad, obtuvo un reconocimiento al que no podía soñar en su patria. Es famosa la carta que dirigió a un amigo en la cual definió de esta manera su vida en la capital francesa: “Si alguien le pregunta cómo me encuentro aquí, dígale como un pez en el agua, o mejor dicho, dígale a la gente que, si en el mar un pez le pregunta a otro por su salud, contestará: me encuentro como Heine en París”.
En Francia, Heine se convirtió en el líder del grupo radical exilado “Joven Alemania” (Jungdeutschland) y actuó como puente entre la cultura alemana y francesa, escribiendo en alemán para la “Allgemeine Zeitung” de Augsburgy en francés para la “Revue des Deux Mondes”. Estos ensayos, que en gran medida contribuyeron a crear el género literario conocido más tarde como “feuilleton” fueron reunidos en varios volúmenes. Heine tuvo acceso a los círculos más influyentes y trató regularmente a personalidades como Balzac, Théophile Gautier, Ferdinand Lasalle y George Sand.
Sin embargo, no todo fue felicidad en Francia. La persecución de que fue objeto, como otros exilados alemanes en Francia, por parte de los espías de Metternich, socavó sus sentimientos de seguridad. Por otra parte, también las desavenencias entre los exilados políticos alemanes le causaron no pocos sinsabores. La afición de Heine a la polémica, lo llevó muchas veces a enemistarse con personas de cuyas posiciones en realidad no estaba tan distanciado en el plano ideológico. El poeta a menudo tendía a sostener posiciones contradictorias. Su retórica radical a menudo daba una falsa imagen de sus verdaderas posiciones centristas. Quería un nuevo orden social pero temía a la consecuencias de un comunismo cuyo poder destructor avizoró con claridad. Según Ludwig Marcuse, Carlos Marx, quien conoció y trató a Heine, había juzgado “con mucha indulgencia” la debilidad política de Heine, declarando que los poetas son bichos raros y había que tomarlos como son.
Heine se casó en 1841 con una no judía francesa, Eugénie Thirat, apodada Mathilde, una inculta dependiente de comercio con la cual había vivido durante siete años. Fue una relación apasionada y por etapas tormentosa pero se mantuvo hasta la muerte del poeta. Luego del fallecimiento del tío Salomón Heine en 1844, el poeta libró una dura batalla con sus herederos para que le fuese mantenida la pensión que su tío le había adjudicado. Después de largas y tensas negociaciones, la pensión le fue mantenida bajo la condición de que no publicara ninguna crítica a la familia Heine.
Gradualmente sucumbió a constantes ataques de un enfermedad en su columna vertebral que lo mantuvo confinado en su “colchón tumba” desde 1848 hasta su muerte ocho años más tarde. Sin embargo, en sus últimos años escribió algunas de sus obras de mayor enjundia: la sátira política “Atta Troll” (1847), su admirado libro de poemas “Romanzero” (1851) y un volumen póstumo (1869): “Últimos poemas y pensamientos”.
La obra de Heine ha sido de las más perdurables en la historia de la cultura. Hacia 1912 se habían contabilizado 4.000 versiones musicalizadas de sus poemas realizadas por grandes compositores alemanes y austríacos como Schubert, Schumann, Mendelssohn, Brahms, Robert Franz, Hugo Wolf, Franz Liszt y muchos otros. Sus obras influyeron sobre “El holandés errante” y “Tannháusser” de Wagner e inspiraron a numerosos escritores. Una lista parcial de escritores que de un modo u otros acusaron su influencia incluye a Matthew Arnold, George Eliot, Hebbel, Longfellow, Shaw, Tennyson y Verlaine. La influencia de Heine fue decisiva en la obra del español Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) quien a su vez influyó sobre numerosos poetas románticos españoles y latinoamericanos.
Indudablemente uno de los aspectos más estudiados y controvertidos de Heine fue su condición judía. Dentro de la amplia bibliografía respecto al tema nos basamos en dos fuentes principales: el libro de Max Brod sobre Heine escrito en 1934 y publicado en versión española de Máximo José Kahn por la editorial Imán de Buenos Aires en 1945, y el artículo de Godfrey E. Silverman en la “Enciclopedia Judaica”, además de artículos dispersos en revistas alemanas y judías norteamericanas.
Max Brod, quien además de salvar para el mundo la obra de Kafka fue un valioso escritor y un músico interesante, trazó una especie de genealogía literaria del poeta. En su libro escribe: “Hasta ahora, la crítica se ha ocupado poco de la línea judaica en la creación de Heine. A los antecesores hay que buscarlos en la poesía judeo-alemana. No pocos rasgos de parentesco ligan a Heine con los antiguos autores hebreos de otros círculos culturales, como por ejemplo con Joña ben Abraham Gorni, satírico de la Provenza, siglo XIII, quien publicó un libro: ”Piedra de toque“ y una parodia del Talmud; con el converso Profiat Durán, quien escribió una curiosa glorificación del cristianismo, revelada, mucho más tarde como panfleto irónico; y sobre todo, con Imanuel, el romano, contemporáneo y quizá también amigo de Dante. Imanuel escribía no sólo en hebreo, sino también en latín y en este idioma compuso un soneto a la muerte de Dante. Se ha conservado una sátira de Ciño de Pistoja —figura del círculo de Dante— sobre el ”judío Manoello“. Esto quiere decir que también este Heine de la Edad Media tuvo su conde Platen, y que se defendía con el mismo vigor que Heine contra sus numerosos contrincantes. También su mal afamada ”frivolidad“ fluye de la misma fuente que en Heine. Así como Heine no se pudo desprender durante toda su vida de las especulaciones filosóficas y religiosas, Imanuel comentó los libros de la Biblia. ”El amor es el eje en torno del que gira toda la enseñanza de la Torá“ dice en su comentario del Cantar de los Cantares; sus poemas eróticos, en los que elogia a las mujeres hermosas, burlándose muy duramente de las feas, representaban el horror de la gente devota”.
Max Brod coincide con Silverman en que buena parte de los juicios equívocos de Heine sobre el judaismo se debieron a su deficiente formación judía. En otro pasaje de su libro escribe Brod:
“Heine cree, debido a sus pocos conocimientos de las fuentes judaicas, que la postura del judaísmo es, en principio, asceta, masoquista, antisensual; en este sentido no estableció ninguna diferencia entre la postura judía y la cristiana, ambas se fundían para él en el ”nazarenismo“ contra el cual luchaba. De esta suerte surgió la contradicción en virtud de la que, mientras el espíritu judío actuaba en él mismo, en su situación personal, en su vida, en su mentalidad —en parte para favorecerle, en parte para entorpecer su existencia—, estuvo buscando a ese mismo espíritu en lugares donde no podía encontrarlo. Tan sólo en los últimos años de su vida este malentendido empieza a esclarecerse inspirado por su incesante lectura del Antiguo Testamento.”
Más adelante, Brod formula inteligentes y sutiles observaciones sobre el paralelismo entre su condición de judío y de poeta, y el rol de la ironía como arma de defensa ante una sociedad que tiende a aislarlo. Pero por razones de espacio no vamos a entrar en el análisis detallado de estos planteos. En cambio, resumiremos brevemente los puntos de vista de Silverman.
El autor del artículo en la “Enciclopedia Judaica” recuerda que en 1822, luego de una visita a Polonia. Heine confesó que prefería a los judíos “atrasados” del Este a sus hermanos “iluministas” de Alemania. Sin embargo, no sentía ninguna afinidad por los rituales sinagogales. En 1844, Heine utilizó un poema presuntamente destinado a elogiar a su mecenas, el tío Salomón (“Das neue Israelitische Hospital zu Hamburg”) para denunciar al judaísmo como un mal todavía peor que la pobreza y la enfermedad.
En su poema de 1825 “A un renegado” censura acremente la conversión de judíos al cristianismo, lo que pudo haber sido interpretado como una dura autocrítica o una censura a Eduard Gans, ex-líder de la institución reformista “Asociación para la Cultura y la Ciencia entre los Judíos”, a la cual Heine perteneció por poco tiempo. Sus obras más importantes sobre temática judía fueron la inconclusa “El rabino de Bacharach”, en la que trata un tema de asesinato ritual y “Las melodías hebreas” incluidas en el Romanzero. Estas últimas incluyen una delicada evocación de la “Princesa del Sábado”, un elogio al gran poeta judeo-español Yehuda Halevy y una descripción tragicómica de las “disputas” religiosas a las que los católicos sometían a los judíos en la Edad Media. En ocasión del “AíTaire” de Damasco de 1840, un clásico caso de antisemitismo mezclado con escaramuzas diplomáticas, Heine, censuró duramente las intrigas francesas en Siria, así como la actitud pasiva o indiferente de muchos judíos. En sus últimos años buscó un camino de retorno a su judaísmo pero no pudo resignarse a la idea de que ese retorno debía producirse por vía de la religión institucionalizada. De esos años han quedado algunos de sus más célebres “bon mots” como: “Ningún judío puede creer en la divinidad de otro judío” o “La libertad siempre habló con acento hebreo”. Un día antes de su muerte dijo, la que quizás sea hasta hoy su frase más citada: “Dios va a perdonarme; es su profesión”. Sin embargo, en su última voluntad dejó en claro que deseaba ser enterrado en el cementerio general de Montmartre sin ninguna clase de ritos religiosos.
No cabe duda de que este agnóstico temprano, este judío paradojal que comenzó a valorar su condición judía sólo luego de convertirse al protestantismo, forma parte de la cultura alemana, pero también del acervo cultural judío. Por lo demás, en sus valiosos intentos de servir de puente entre Francia y Alemania, fue un verdadero precursor de la unidad cultural europea. Pero como lo recuerda muy bien Marcel Reich-Ranicki: “En ambos países fue siempre un individualista, un extraño marginado, un extranjero en uno y otro lugar. Para los alemanes, un judío, para los franceses, un alemán. En Alemania un paria, en Francia un extranjero”.
Podemos agregar que Stalin hubiera podido decir: un “típico cosmopolita judío”.