Coloquio

Edición Nº29 - Abril 1998

Ed. Nº29: Juan Pablo II, los judíos e Israel

Por Shmuel Hadas Z’L

El texto siguiente es el de la conferencia que pronunció en el Encuentro Católico-Judío de Belo Horizonte, Brasil, en 1997, el embajador Shmuel Hadas, quien hizo su presentación en nombre del Congreso Judío Latinoamericano.

En una conferencia dedicada al 30° aniversario de la promulgación de Nostra Aetate, en Londres, hace poco más de dos años, el Cardenal Edward Cassidy, Presidente de la Comisión para el Diálogo Religioso con los Judíos, de la Santa Sede, consideró necesario citar algunas palabras del primer Embajador de Israel ante la Santa Sede en su discurso de presentación de sus cartas credenciales al Papa Juan Pablo II, en septiembre de 1994. «El Embajador Hadas —dijo Cassidy— destacó en su discurso que el lenguaje del Acuerdo Fundamental de la Santa Sede y el Estado de Israel, no es el lenguaje convencional de la diplomacia internacional«. «No podría ser de otra manera —había yo dicho en aquella ocasión—, nuestras relaciones, no obstante sus dramáticos avatares seculares, retienen indeleble el sello de su origen común. Por ello, la Firma del Acuerdo Fundamental, más que un acto diplomático, ha constituido un paso de significación histórica. Un hecho singular, porque singulares son sus protagonistas«.

Por todo ello, mi nombramiento como primer Embajador de Israel ante la Santa Sede, tal como lo señalara al Papa Juan Pablo II, al hacerle entrega de las Cartas Credenciales que me acreditaran ante la Santa Sede, fue un honor y un privilegio inmensurables. Fue un difícil desafío diplomático, en todas sus dimensiones. Un desafío que se apartó definitivamente del marco y de la rutina de los clásicos intercambios de la diplomacia internacional. Ello, por sobre todo, porque me permitió participar en el proceso del diálogo, cada vez más necesario entre católicos y judíos. Proceso que presenta —demás está, quizá, recordarlo aquí— particulares retos.

Siglos de malos entendidos condujeron a enfrentamientos sangrientos y desgarradores y a relaciones tortuosas y dolorosas entre cristianos y judíos y el diálogo creativo contribuirá a superar definitivamente un pasado difícil. El establecimiento de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Estado de Israel en el marco de este diálogo judeo-católico, no ha sido un punto de llegada, sino un punto de partida, que ha agregado una nueva y constructiva dimensión al diálogo.

El Papa Juan Pablo II ha dado nuevos ímpetus a este diálogo, con paciencia y persistencia. Incluso sin la perspectiva que sólo el tiempo puede dar, podría afirmar, sin temor a que los historiadores me corrijan, que la dedicación del Papa al diálogo entre cristianos y judíos ha sido decisiva. Cuando el 15 de febrero de 1985 declaró el Papa que las relaciones entre cristianos y judíos habían mejorado notablemente en los últimos años y que, ”donde hubo ignorancia y por lo tanto prejuicios y estereotipos, hay un creciente conocimiento mutuo, aprecio y respeto“, testimoniaba públicamente que se estaba forjando un nuevo espíritu en nuestras relaciones.

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Pero antes de hablar de lo que Eugene Fisher ha llamado la peregrinación de reconciliación del Papa Juan Pablo II, permítaseme algunas reflexiones sobre el rol de los líderes espirituales en una nueva era como la que vivimos hoy, era en la que muchos viven aún aparentemente, con la mentalidad de un viejo mundo.

La caída del Muro de Berlín en 1989 fue para muchos el presagio de una nueva era de seguridad y cooperación en el mundo. Las expectativas eran entonces grandes, generalizándose una ola mundial de confianza y esperanza. Hasta se habló de un nuevo y pacífico orden mundial. Paradójicamente, un gran número de crisis y problemas surgidos y en gestación han creado conflictos, desórdenes, disputas, y crisis que exigen continuamente la atención. Estos son un continuo recordatorio de las limitaciones de la familia de las naciones. Antiguos peligros han sido reemplazados por nuevos peligros. El desmantelamiento del imperio soviético (la historia deberá aún evaluar la contribución del Papa Juan Pablo II a esta dramática evolución) alejó definitivamente el peligro de una Tercera Guerra Mundial, pero revivió antiguos conflictos nacionalistas, étnicos y religiosos que parecían olvidados. Mientras que ya no existe una amenaza global comparable a lo que significó la perspectiva de un conflicto nuclear entre las superpotencias, somos testigos de conflictos que amenazan la propia estabilidad de enteras regiones y países. Incluso en el caso de conflictos internos, algunos de ellos son muy serios como para que la comunidad internacional los ignore. El resurgimiento del etno-nacionalismo, así como la expansión del fundamentalismo religioso, que asume formas cada vez más violentas, constituyen una grave amenaza que exige un enfoque diferente por parte de los estadistas y también de los líderes religiosos. «Vivimos una era en que terroristas suicidas pueden conducir a la muerte a decenas y aun centenares de víctimas inocentes —escribe el Arzobispo John Foley, Presidente del Pontificio Consejo de las Comunicaciones Sociales—y en que somos testigos de decenas de conflictos con el riesgo siempre presente —alguna vez y en algún lugar— del uso de armas nucleares o químicas que pueden tener consecuencias para el mundo entero«.

El rol de las religiones no ha sido en algunos de los conflictos en el pasado, e incluso en el presente, ciertamente positivo. Es cierto, muchos de los conflictos no tuvieron un origen religioso, pero líderes religiosos han contribuido a avivar el fuego de la discordia, entre otras cosas, manipulando los sentimientos religiosos entre sus feligreses y aun entre quienes están en posesión de la autoridad. El ya citado antes Arzobispo Foley dijo en una oportunidad que «Como todos nosotros estamos bien conscientes, hay, trágicamente, personas que usan cínicamente la religión y las diferencias religiosas no sólo como una excusa, sino incluso para incitar a la violencia, contribuyendo así a hacer de la religión no un medio principal para resolver crisis, sino un contribuyente para causar o exacerbar tales crisis«.

En una situación como la que se vive hoy muchos se preguntan ¿cuál es el rol de las religiones en la convivencia entre los pueblos?, ¿cuál es el papel que deben asumir los líderes religiosos? Los componentes religiosos de algunos de los conflictos en curso, sobre todo el surgimiento de movimientos que en nombre de la religión y de Dios traen tragedias y miseria y alejan la convivencia, exigen, hacen imprescindible, el estimular a todos los niveles un diálogo permanente entre las religiones a fin de intentar superar incomprensiones y prejuicios. No es suficiente una acción política o legal. «Una reforma de condiciones no es suficiente, escribe el Cardenal Konig, se requiere un cambio del corazón, renovadas convicciones, conversión interna«.

Los obstáculos en el camino del diálogo son muchos y complejos. Hay gran resistencia por parte de diversos sectores en todas las religiones, así como desconfianza y preocupación ante posibles influencias «extrañas». La experiencia ha demostrado, sin embargo, que se puede conducir a un cambio de la persona, pero no en su creencia; se puede conducir a un cambio en la mentalidad y en el enfoque. No es el contenido de la fe lo que debe cambiar, sino la mentalidad de las gentes hacia otras religiones e ideas. La gente es la misma en todas las religiones y un interés religioso fundamental debería unirlas.

Viendo las cosas desde este punto de vista, la cooperación entre miembros de diferentes religiones en la búsqueda de la paz es posible, pero mientras todos los líderes de las grandes religiones no sean conscientes de ello, poco puede cambiar. El Papa Juan Pablo II, como pocos, ha sido consciente de esto desde un primer momento. El Papa ha comprendido que el diálogo entre las religiones, no como meta sino como medio para encontrar ulteriores razones para la coexistencia y la cooperación, es crucial para la humanidad.

En noviembre de 1994 habló el Papa Juan Pablo II de la necesidad para las religiones de embarcarse en un diálogo de mutua comprensión y paz sobre la base de los valores que comparten. «Hoy, un diálogo así —dijo— es más necesario que nunca«.

En mi condición de Embajador de Israel ante la Santa Sede, pude seguir de cerca la importante acción del Papa en la búsqueda de una mejor comprensión con las otras religiones, en su interpretación de que la Declaración Conciliar Nostra Aetate, hace del diálogo interreligioso un compromiso no secundario de la Santa Sede y de la Iglesia Católica. (El establecimiento de relaciones diplomáticas con el Estado de Israel no fue para él sino una etapa —culminante— en el diálogo católico entre judíos y católicos.)

En su visita a Jartum, el Papa afirmó enfáticamente que «la única lucha que las religiones pueden justificar, la única lucha digna del hombre, es la lucha moral contra las pasiones desordenadas, contra toda forma de egoísmo, contra la tentación de oprimir al prójimo, contra toda forma de violencia«.

Los líderes religiosos tienen en sus manos una de las llaves para estimular el espíritu de conciliación a través del diálogo, de la transmisión de un mensaje de paz y comprensión. El Prof. Douglas Johnston, del Centro para Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington, tiene alguna razón cuando afirma en su libro ”Religión, the Missing Dimensión of Statecraft“ que en algunos casos las religiones han demostrado ser más capaces que los laicos para la solución de conflictos. (Lamentablemente, en el proceso de paz palestino-israelí esto no sucede). Los religiosos, a través del diálogo, pueden contribuir a desactivar espoletas. Los líderes religiosos podrían ser una fuerza de cambio en las relaciones entre los pueblos, de proponérselo. Podrían contribuir a atenuar conflictos, contribuyendo principalmente a mejorar la atmósfera, utilizando su autoridad moral, como lo ha intentado repetidamente el Papa Juan Pablo II, quién ha demostrado que aquellos que están imbuidos de un compromiso espiritual pueden ser eficaces instrumentos de reconciliación.

El Papa, al dirigirse a la Conferencia Mundial sobre Paz y Religión, en noviembre de 1994, destacó: «Hoy los líderes religiosos deben mostrar claramente que están empeñados en la promoción de la paz precisamente a causa de su creencia religiosa. La religión no es y no debe convertirse en un pretexto para el conflicto… La religión y la paz van juntas: hacer la guerra en nombre de la religión es una flagrante contradicción«.

Concluyendo estas reflexiones introductoras, quisiera insistir que una de las claves para nutrir el espíritu de conciliación está —como lo demostró Juan Pablo II— en las manos de los líderes espirituales. Cuando uno observa un futuro que más bien parece marcado por la incertidumbre, parecería que debería ser la hora de los verdaderos líderes religiosos, los verdaderos intérpretes de los verdaderos mensajes de la fe.

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Todos recordamos las muchas e importantes declaraciones y gestos de fraternidad del Papa Juan Pablo II hacia el pueblo judío y hacia el Estado de Israel. Como mencioné en presencia de Su Santidad en la ceremonia de presentación de mis Cartas Credenciales, muchos judíos y no judíos supieron apreciar sus palabras cuando en 1980 declaró que «El Pueblo Judío, después de las trágicas experiencias relacionadas con el exterminio de muchos de sus hijos e hijas, motivado por el deseo de seguridad estableció el Estado de Israel«. O, cuando, cuatro años más tarde exigió para el Pueblo Judío en Israel «la deseada seguridad y la tranquilidad que son prerrogativa de cada na-ción, así como la condición de vida y de progreso de toda sociedad».

Un emotivo capítulo dedicado al Pueblo de Israel en su libro «Cruzando el umbral de la Esperanza», expresa mejor que cualquier otra cosa su actitud frente a la religión, que el propio Papa define como la más cercana a la del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza. Después de citar las palabras de Nostra Aetate, el Papa recuerda la experiencia de muchos hombres, tanto judíos como cristianos, pero sobre todo su experiencia personal.

«Luego vino la Segunda Guerra Mundial, escribe el Papa, con los campos de concentración y el exterminio programado. En primer lugar, lo sufrieron precisamente los hijos de la nación hebrea, solamente porque eran judíos. Quien viviera entonces en Polonia tenía, aunque sólo fuera indirectamente, contacto con esa realidad.

«Ésta fue, por tanto, también, mi experiencia personal, una experiencia que he llevado dentro de mí hasta hoy. Auschwitz, quizá el símbolo más elocuente del Holocausto del pueblo judío, muestra hasta dónde puede llevar a una nación un sistema construido sobre premisas de odio racial o de afán de dominio. Auschwitz no cesa de amonestarnos aún en nuestros días, recordando que el antisemitismo es un gran pecado contra la humanidad; que todo odio racial acaba inevitablemente por llevar a la conculcación de la dignidad humana»
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El Papa prosigue, hablando del Pueblo de Israel:

«Este extraordinario pueblo continúa llevando dentro de sí mismo las señales de la elección divina. Lo dije una vez hablando con un político israelí, el cual estuvo plenamente de acuerdo conmigo. Sólo añadió: «¡Si esto fuera menos costoso!» Realmente, Israel ha pagado un alto precio por su propia «elección». Quizá debido a eso se ha hecho semejante al Hijo del hombre, quien,
según la carne, era también Hijo de Israel; el dos mil aniversario de Su venida al mundo será fiesta también para los judíos.»

«Estoy además contento de que —como efecto del proceso de paz que se está llevando a cabo, a pesar de retrocesos y obstáculos, en el Oriente Medio, también por iniciativa del Estado de Israel— se haya hecho posible el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre la Sede Apostólica e Israel. En cuanto al reconocimiento del Estado de Israel, hay que subrayar que no tuve nunca dudas al respecto.»


He insistido, quizás en exceso, en la cita de este importante libro del Papa, pero creo que sus palabras testimonian elocuentemente su pensamiento, en el que evidentemente tuvo un gran peso su experiencia personal.

En este libro, dicho sea de paso, el Papa relata una anécdota simbólica:

«Quisiera volver a la sinagoga de Wadowice. Fue destruida por los alemanes y hoy ya no existe. Hace algunos años vino a verme Jerzy para decirme que el lugar en el que estaba situada la sinagoga debería ser honrado con una lápida conmemorativa adecuada. Debo admitir que en aquel momento los dos sentimos una profunda emoción. Se presentó ante nuestros ojos la imagen de aquellas personas conocidas y queridas, y de aquellos sábados de nuestra infancia y adolescencia, cuando la comunidad judía de Wadowice se dirigía a la oración. Le prometí que escribiría gustoso unas palabras para tal ocasión, en señal de solidaridad y de unión espiritual con aquel importante suceso. Y así fue. La persona que transmitió a mis conciudadanos de Wadowice el contenido de esa carta personal mía fue el propio Jerzy. Aquel viaje fue muy difícil para él. Toda su familia, que se había quedado en aquella pequeña ciudad, murió en Auschwitz, y la visita a Wadowice, para la inauguración de la lápida conmemorativa de la sinagoga local, era para él la primera después de cincuenta años…»

En la carta de referencia, escribe el Papa: «La Iglesia, y en esta Iglesia todo los pueblos y naciones, se sienten unidos a vosotros… Ciertamente ellos ponen en primer plano a vuestra nación, sus sufrimientos y su Holocausto, cuando desean dar a los hombres, a las naciones y a la humanidad un solemne aviso; en nombre vuestro también el Papa eleva esta grave exhortación. El Papa venido de Polonia tiene una participar relación con todo esto, porque junto a vosotros ha visto, en cierto sentido, todo aquello aquí, en ésta su tierra.«

A mí personalmente me ha impactado una de las rarísimas entrevistas concedidas por el Papa Juan Pablo II, aquella que concedió al periodista Tad Szulc, y publicada el 4 de junio de 1994 en la revista norteamericana Parade Magazine, en la que analiza públicamente, creo que por ver primera desde la firma del Acuerdo Fundamental con Israel, las relaciones entre católicos y judíos, después de relatar su experiencia personal durante la ocupación nazi de Polonia y su compromiso con la causa judía. Escribe Tad Szulc: «Resulta inusual que Juan Pablo II hable de sus sentimientos con respecto a los judíos en términos tan personales, pero lo explicó así: «Eso se remonta a mis años de juventud, cuando oí, en la iglesia de mi Wadowice natal, cantar este salmo durante la misa vespertina». Citando el salmo 147, dijo: Celebra a Yavé, Jerusalén / Alaba a tu Dios, Sión / Lo que reforzó los cerrojos de tus puertas / Bendijo en ti a tus hijos.»

¿Cómo ha cumplido el Papa Juan Pablo II su compromiso sobre el terreno de las relaciones con los judíos? Sus discursos e intervenciones estuvieron desde siempre orientados a llegar a los judíos en un espíritu de reconciliación, así como del reconocimiento de lo que significó y significa el pueblo de la Alianza, tanto como —según escribe Eugene Fisher, la «afirmación del infinito valor que significa que el judaísmo continúe proclamando el nombre del Dios único en el mundo.»

Sus discursos a las distintas comunidades judías o ante representantes de organizaciones judías nacionales e internacionales, muestran la comprensión y la interpretación que da el Papa al rol del pueblo judío.

Uno de sus discursos más significativos ha sido indudablemente aquel que pronunciara en su histórica visita a la Gran Sinagoga de Roma. No fue esta visita solamente la acción más significativa del año 1986, sino en mucho tiempo. Tuvieron que transcurrir muchos siglos hasta que un Papa recorriera los pocos centenares de metros que separan el Vaticano de la Gran Sinagoga, a uno y otro lado del Tiber. Allí fue cuando puso especial énfasis en la noción del vínculo espiritual que liga a la Iglesia Católica con el Pueblo Judío. El Papa se dirigió en aquella memorable ocasión a los judíos de Roma, y por su intermedio a los judíos del mundo entero, citando el pasaje de Nostra Aetate que dice que la Iglesia deplora el odio, las persecuciones y las muestras de antisemitismo dirigidas contra los judíos en cualquier época y por cualquier persona. Y fue en aquella ocasión que anunció: «Sois nuestros hermanos, y en cierto modo, podría decir que sois nuestros hermanos mayores«. Este vínculo que posteriormente sería reiterado una y otra vez, encontró expresión en aquella frase de «nuestros hermanos mayores en la fe de Abraham«. Para el Papa ese vínculo con el pueblo judío emana de la voluntad de Dios.

Temas fundamentales en los pronunciamientos del Papa en relación al tema judío han sido el Holocausto y el antisemitismo. El Papa ha repudiado el antisemitismo sin ambages, como contrario al espíritu mismo del cristianismo. Y lo ha hecho reiteradamente, para que no quepa duda alguna. En cuando al Holocausto, la Shoá, recordemos las palabras que cité anteriormente de su libro así como sus palabras en el cuadragésimo aniversario de la destrucción del Gueto de Varsovia, después del levantamiento de sus judíos, gesto calificado por el Papa como «desesperado grito por el derecho a la vida, a la libertad y a la salvación de la dignidad humana«. En otra oportunidad recordó el Papa Juan Pablo II que «el antisemitismo, en sus manifestaciones desagradables y a veces violentas, debe ser erradicado completamente«.

«Jamás puede haber una justificación teológica para los actos de discriminación y persecución contra judíos» declaró en otro de sus encuentros con las comunidades judías en el mundo. «Nunca más antisemitismo, nunca más el genocidio«, declaró en ocasión de la conmemoración del 50° aniversario de la liberación del campo de la muerte de Auschwitz.

En este contexto uno de los puntos más importantes del Acuerdo Fundamental entre la Santa Sede y el Estado de Israel es, indudablemente el artículo 2, que hace referencia a la cooperación en la lucha contra el antisemitismo. Desde el punto de vista israelí, a la luz de la historia de las relaciones judeo-católicas, el empeño común para combatir todas las formas de antisemitismo y todas las clases de racismo e intolerancia religiosa, constituye uno de los aspectos más significativos del Acuerdo. De hecho, como ya lo señalé en un artículo sobre las relaciones entre la Santa Sede e Israel, en este artículo las partes adoptan una posición categórica contra el antisemitismo y toda forma de intolerancia religiosa y de racismo. El compromiso de la Santa Sede se manifiesta explícitamente al reiterar su condena del odio, de la persecución y de las demás manifestaciones de antisemitismo dirigidas contra el Pueblo Judío y contra los judíos en cualquier lugar.

«Muchos se han hecho eco del mensaje de conciliación de su Santidad y de su brega a favor de la vigencia de los derechos humanos —dije al Papa en la ceremonia de presentación de mis Cartas Credenciales—. Pero aquellos que participamos en el concierto que rememoró en el Vaticano al Holocausto, lo hicimos conmovidos ante la emotividad de su sentido mensaje en esa oportunidad, resaltando el significado del Holocausto y su llamado a recordar y testimoniar«. «Corremos el riesgo de dejar morir nuevamente a las víctimas de las más atroces de las muertes, si no«, dijo el Papa en aquella inolvidable remembranza. Y finalmente evoquemos sus duras palabras en 1992: «El antisemitismo es un pecado contra Dios y contra la humanidad«.

No podría no hacer referencia en el marco de esta intervención, como israelí, a la actitud del Papa frente al Estado de Israel.

En más de una conferencia o artículo, he recordado algunos hechos que, en un plano anecdótico, reflejan el cambio en la actitud de la Santa Sede, bajo la conducción del Papa Juan Pablo II, hacia el pueblo judío e Israel:

Ya he mencionado anteriormente, el solemne concierto llevado a cabo en una atmósfera de altísima emoción en el Día del Holocausto, el 7 de abril de 1994, en el Vaticano, con la presencia del Papa Juan Pablo II, en el que se conmemorara allí por vez primera la Shoá, el Holocausto. Este ha sido, indudablemente, un acto con un tremendo significado histórico, que los medios de comunicación resaltaron como uno de los pasos significativos de la Santa Sede después del Acuerdo Fundamental con Israel. Ello, frente a otro concierto, el de la Orquesta Filarmónica de Israel en 1955, que actuara ante el Papa Pío XII en un gesto de reconocimiento por lo que la Iglesia Católica hizo para salvar judíos italianos durante la Segunda Guerra Mundial. Al día siguiente, el Osservatore Romano escribiría que «músicos judíos oriundos de 14 naciones fueron recibidos por el Papa«. Ninguna mención de músicos israelíes, o que se tratase de una orquesta israelí. Por supuesto, ninguna mención del Estado de Israel. El Estado de Israel no aparecía aún en el lenguaje del Vaticano.

Cuando en 1964 el Papa Pablo VI visita Tierra Santa, no pronuncia las palabras judíos o Estado de Israel. Cuando de regreso en el Vaticano envía un cable al Presidente de Israel. Cuando de regreso en el Vaticano envía un cable al Presidente de Israel, decide ignorar que se trata del Presidente de Israel cuya residencia es Jerusalén, dirigiendo su misiva a Su Excelencia el Presidente Sr. Z. Shazar, Tel Aviv.

Frente a esta actitud recordemos la entrevista mencionada anteriormente concedida por el Papa Juan Pablo II a Tad Szulc, en la que analiza los avances en la resolución de las complejas relaciones entre católicos y judíos, declarando que «hay que comprender que los judíos, que durante dos mil años anduvieron dispersos por todo el mundo, hayan decidido regresar a la tierra de sus antepasados. Tienen ese derecho, y ese derecho —continúa— lo reconocen incluso quienes ven con antipatía a la nación de Israel. Ese derecho fue reconocido también desde el principio por la Santa Sede. Establecer relaciones diplomáticas con Israel no es sino la afirmación internacional de esas relaciones«. Ello, en comparación con las palabras con que Pío X respondiera al fundador del movimiento sionista, cuando este le solicitara su apoyo a la idea de creación de un Estado Judío.

Un tema en el que se ha registrado un progreso sustancial en las relaciones católicas-judías —como muy bien señaló el Cardenal Edward Cassidy— ha sido, sin duda, la firma del Acuerdo Fundamental entre la Santa Sede y el Estado de Israel, el 30 de diciembre de 1993. El hecho de que tal vínculo no había sido establecido anteriormente, había sido siempre un obstáculo al mejoramiento de las relaciones católicas-judías, reconoce el Cardenal Cassidy. En su conferencia, a la que hice mención al inicio de mi intervención, Cassidy recordó las palabras que el Papa me dirigiera en la presentación de mis Cartas Credenciales, cuando afirma que ese acto inauguraba una era nueva en las relaciones entre la Santa Sede y el Estado de Israel, lo que —según el Papa— deriva obviamente del carácter único de la Tierra de Israel. Preguntando por Tad Szulc sobre las relaciones entre la Santa Sede e Israel, responde Juan Pablo II: «Ya que me pregunta cómo se ha desarrollado el actual acercamiento entre la Santa Sede e Israel, contestaré citando las palabras del Segundo Concilio Vaticano, celebrado en Roma entre 1962 y 1965. En la declaración Nostra Aetate, el Concilio afirma: «La Iglesia tiene siempre presentes las palabras del apóstol San Pablo en relación con sus parientes que han adoptado como hijos tanto la gloria como el pacto, la legislación, el culto y la promesa que tienen los padres y de los cuales proviene Cristo conforme a la carne». Si nos atenemos a la declaración del Concilio, debemos concluir que la actitud de la Iglesia con respecto a Israel se deriva del mismo misterio de la Iglesia que el Concilio se propuso sondear de nuevo«.

Demás esta recordar que la actitud de la Santa Sede hacia el Estado de Israel ha sido un problema constante en el diálogo judeo-católico. Aquello que ha dividido a la Santa Sede y al Estado de Israel —como escribe el historiador Andrea Riccardi— ha sido el problema de Tierra Santa. Mientras el vínculo particular del pueblo hebreo con la Tierra de Israel no fue reconocido, la brecha no pudo reducirse. «Es la tierra que nos divide, dijo francamente el Papa Paulo VI al embajador israelí Sasson. Cuando más nos acercamos a ella más nos distanciamos entre nosotros«.

El gran cambio de actitud, aunque gradual, se produce en el pontificado de Juan Pablo II. El Papa demuestra gran comprensión de las razones de Israel.

De nuevo, me veo obligado a compartir con ustedes un par de citas de mi discurso en la ceremonia de presentación de Cartas Credenciales al Papa: «Todos recordamos sus muchas e importantes declaraciones y gestos de fraternidad. Muchos supieron apreciar sus palabras cuando en 1980 declaró, cito: el Pueblo Judío, después de las trágicas experiencias relacionadas con el exterminio de muchos de sus hijos e hijas, motivado por el deseo de seguridad, estableció el Estado de Israel». O, cuando en 1984 exigió para el Pueblo Judío en Israel «la deseada seguridad y la tranquilidad que son prerrogativa de cada nación, así como las condiciones de vida y de progreso de toda sociedad». O, cuando en 1987 declaró que «los judíos tienen derecho a su patria, como todos los pueblos, según la ley internacional».

Bajo su dirección, la Santa Sede corrige la situación anómala en que se encontraba respecto al Estado de Israel y se llega finalmente a la firma del Acuerdo Fundamental entre la Santa Sede y el Estado de Israel.

«La Santa Sede y el Estado de Israel, atendiendo al carácter único y a la significación universal de Tierra Santa, conscientes de la naturaleza única de las relaciones entre la Iglesia Católica y el Pueblo Judío, del proceso histórico de reconciliación y de comprensión, y de la amistad mutua crecientes entre los católicos y los judíos…» Con estas palabras se inicia el Preámbulo del Acuerdo Fundamental entre el Estado de Israel y la Santa Sede, firmado en Jerusalén el 30 de diciembre de 1993 y que allanó el camino al establecimiento de relaciones diplomáticas plenas. Evidentemente, como ya se dijo, no es éste el lenguaje convencional de la diplomacia internacional.

Una de las dimensiones en el diálogo católico-judío que ha interesado al Papa Juan Pablo II, ha sido evidentemente la cultural y educativa. En su discurso a los miembros de una delegación del American Jewish Committee, el 6 de febrero de 1994 en ocasión del 30° aniversario de Nostra Aetate y del 50° aniversario de la liberación de Auschwitz, insistió el Papa Juan Pablo II en la urgente necesidad de seguir construyendo sobre los cimientos ya puestos. «Uno de los mayores desafíos que tenemos todos —dijo— se plantea en el ámbito de la educación y la información, donde, en definitiva, deben ponerse en práctica los resultados de nuestra cooperación».
El Papa está convencido que los buenos deseos no son suficientes para que el diálogo católico-judío dé frutos. El diálogo debe penetrar la mentalidad de las gentes y tocar sus corazones, y esto podrá obtenerse con perseverancia y paciencia. Muy representativo del pensamiento doctrinal fue su discurso, en marzo de 1984, a los líderes del B’nai B’rith.

«Las relaciones entre católicos y hebreos no son el encontrarse de dos antiguas religiones, cada una en su distinto camino, que en el pasado han estado en un penoso conflicto; son, más bien, el encuentro entre hermanos… Cuanto mayor es el conocimiento recíproco, más se aprende a definir y respetar las propias diferencias…».

El 6 de marzo de 1982, había dicho a los delegados de las Conferencias Episcopales reunidos en Roma para estudiar las relaciones entre la Iglesia y el Judaísmo: «…Os habéis interesado, durante vuestra reunión, en la enseñanza católica y en la catequesis, en relación con los judíos y el judaísmo… Se debería llegar a que esta enseñanza, en los diversos niveles de formación religiosa, y en la catequesis impartida a niños y adolescentes, presentar a los judíos y al judaísmo no sólo de manera honesta y objetiva, sin ningún prejuicio y sin ofender a nadie, sino mejor todavía con una conciencia viva de la herencia «común a judíos y cristianos»».

Dicho sea de paso, la Santa Sede y el Estado de Israel se comprometieron en su Acuerdo Fundamental a promover y fomentar los intercambios culturales entre sus instituciones en el mundo y las instituciones educativas, culturales y de investigación israelíes. Este es un compromiso recíproco que desde la perspectiva de Israel tiene una significación importante, por cuanto le permitirá jugar un papel activo en estos intercambios que indudablemente contribuirán a una mejor comprensión recíproca entre católicos y judíos.

En audiencia concedida a personalidades judías norteamericanas el 6 de febrero de 1995 dijo el Papa: «Al mirar hacia el futuro, vemos que necesitamos con urgencia seguir construyendo sobre los cimientos ya puestos. Uno de los mayores desafíos que tenemos todos se plantea en el ámbito de la educación y de la información, donde, en definitiva, deben ponerse en práctica los resultados de nuestra cooperación. Para que dé fruto, el diálogo entre cristianos y judíos tiene que hallar una expresión elocuente en la vida de nuestras comunidades. Más aún, hemos de trabajar para hacer que nuestro respeto mutuo sea cada vez más evidente en un mundo en el que las voces de polarización, confrontación y violencia parecen distraer con mucha frecuencia la atención de los silenciosos pero efectivos logros alcanzados en favor de la solidaridad al servicio de la justicia y la paz».

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No podría en esta conferencia no hacer referencia al papel del Papa Juan Pablo II en la promoción de la paz en el Oriente Medio y su apoyo al difícil proceso de paz en la región. Incontables son sus manifestaciones de apoyo y su preocupación por la paz. Demás está recordar su preocupación ante los problemas que amenazan la paz en el mundo entero. Recuerdo su mensaje del 1° de enero de 1994, cuando dijo que la paz parece, a veces, una meta inalcanzable pero recordando, al mismo tiempo, rememoraba que la paz no se obtiene de una vez para siempre y que nunca el hombre debe cansarse de buscarla y, por ello, esa búsqueda se convierte para el hombre en una verdadera peregrinación hacia una sociedad nueva en que las diversas religiones pueden y deben ofrecer una aportación importante a la paz. «Pedir y ofrecer perdón —dijo el Papa Juan Pablo II— es a veces, la única vía para salir de situaciones marcadas por odios y violencias». El Papa subraya permanentemente el espíritu de reconciliación, incluso en un momento delicado en las negociaciones de paz en el Oriente Medio, cuando la desconfianza entre las partes parece superar las esperanzas en un futuro de paz, y en el que el anhelado diálogo está prácticamente congelado. En un momento así, tal como ya lo hizo en el pasado dirigiéndose directamente a los líderes israelíes y palestinos, o públicamente, el Papa nuevamente insta a hacer esfuerzos para reanudar el diálogo y para que la paz en el Oriente Medio —y sobre todo en Tierra Santa— vuelva a ser nuevamente el principal punto de referencia y del compromiso de cada uno, tanto en la región, como en la comunidad internacional.

Sendos mensajes enviados recientemente al Primer Ministro de Israel, B. Netanyahu y al Presidente de la Autoridad Palestina reflejan nuevamente su interés y preocupación, ante el grave deterioro del proceso de paz entre israelíes y palestinos. Su apelación, estrictamente moral, señala la necesidad de que ambas partes encuentren vías para los necesarios y valientes compromisos que puedan reconducir el proceso de paz y evitar nuevos sufrimientos a sus pueblos.

En su discurso en la ceremonia de presentación de mis Cartas Credenciales, sintetizó el Papa su posición —y compromiso— en el proceso de paz: «En muchas partes del mundo conflictos violentos continúan causando graves perjuicios a muchos pueblos. La Santa Sede no ahorra esfuerzos, dentro de los límites de su misión específica, para superar oposiciones o resentimien-tos, originados frecuentemente en un pasado distante y abrir los senderos para la paz. Sin paz, el desarrollo humano integral es obstruido, la supervivencia de grupos enteros amenazada, la cultura y la propia identidad de más de una nación está amenazada con ser extinguida. Por lo tanto, el proceso de paz del Medio Oriente que la Santa Sede por mucho tiempo había deseado, sólo puede ser alentado. Hay aún un largo y arduo camino por recorrer, pero hoy no parece que sea una utopía decir que la confianza recíproca entre los pueblos del Medio Oriente puede ser lograda».

En aquella oportunidad dije al Papa: «Israel aspira a contribuir a la paz no solamente en nuestra castigada área, sino en el mundo entero, paz que los hombres y mujeres de buena voluntad desean. De ahí que en esta oportunidad quiere mi país hacer manifestación expresa de sus sentimientos de viva gratitud a Su Santidad por su infatigable lucha, hasta el propio sufrimiento, por una paz que respete la dignidad humana y los valores fundamentales».

«Deseamos que estas nuevas relaciones sean el inicio de la promoción de una cooperación sincera y generosa que permita a todos avanzar en el largo y difícil camino a la paz en todo el Oriente Medio y en Tierra Santa en particular. Tenemos la esperanza que Su Santidad, desde su alta magistratura moral, seguirá transmitiendo sin desmayo su mensaje de amor y esperanza en el futuro. El Estado de Israel, su Gobierno y todos sus ciudadanos, judíos, cristianos y musulmanes, a quienes tengo la honra de representar ante la Santa Sede, agradecen a Su Santidad su contribución, de profunda espiritualidad y de elevada fraternidad humana».

Para concluir, unas palabras sobre el mensaje para el Jubileo del Papa Juan Pablo II. Demás está en destacar el profundo significado que para la Iglesia Católica tiene la celebración del Año 2000. El Papa, que ha enfatizado que el Año 2000 será celebrado como el Gran Jubileo, ha invitado a todos a celebrarlo junto a la Iglesia, destacando que esta celebración tiene una dimensión interreligiosa y llamando a las iglesias locales a involucrar a otras religiones en los preparativos para recibir el Tercer Milenio.

Interpretando los mensajes del Papa Juan Pablo II en ocasión del Jubileo, puede decirse que éste constituye para él una gran ocasión para conducir las relaciones de la Iglesia Católica con los judíos hacia una nueva fase en diversos niveles de comprensión, para que el uno sea una bendición para el otro y para la humanidad, insistiendo sobre todo en el Judaísmo de Jesús: Jesús nació, vivió y murió como un judío de su tiempo. De ahí —como leemos en una publicación preparatoria del Año 2000— los conceptos fundamentales de las enseñanzas de Jesús no pueden ser comprendidos fuera del Judaísmo de su tiempo y del legado judío.

Creo que Judíos y Católicos deberían aprovechar la ocasión del Jubileo para buscar vías para promover la concordia y la cooperación entre las religiones. Nos separan importantes principios teológicos, pero nuestros puntos de vista en cuestiones sociales y éticas, o temas como la ecología, la justicia, la familia, convergen frecuentemente. Judíos y Cristianos comparten una visión social de origen común, la de los Profetas Hebreos. Creo que la cooperación podría ser constructiva y significar un aporte importante a la humanidad. La celebración del Jubileo podría ser una ocasión para un encuentro espiritual y para una mejor comprensión mutua.

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Para terminar, podría afirmar que muchos se hicieron eco de la existencia del nuevo espíritu que se manifiesta en un diálogo permanente y en el reconocimiento de la necesidad de una labor mancomunada.

Bajo el Pontificado de Juan Pablo II, la Santa Sede ha visto incrementarse su autoridad moral. El Papa tiene hoy una posición sin paralelo de liderazgo moral en el mundo. Y si quisiéramos resumir en pocas palabras su enseñanza espiritual, nada mejor que citarlo cuando, el 6 de febrero de 1995 dijera:

«Hoy, cincuenta años después de la liberación de Auschwitz, no podemos menos que recordar juntos los horrores de la Shoah. El año pasado, durante el concierto celebrado en el Vaticano para evocar ese genocidio ordenado contra el pueblo judío, nosotros, judíos y católicos juntos, experimentamos cómo las diferentes voces que se combinan en una gran armonía de sonidos pueden conmovernos profundamente y unirnos más estrechamente para tomar decisiones comunes. El recuerdo de la Shoah debería impulsarnos a renovar nuestro compromiso de trabajar juntos en armonía para saciar el hambre y la sed de justicia innata en cada ser humano, creado a imagen de Dios (cf G 1, 26-27)».