Ideas

parte 2

La forma actual de combatir el antisemitismo

El combate contra los discursos de odio en general, y el antisemitismo en particular, es una tarea compleja. Implica, en primer lugar, definir aquello que identificamos como un hecho discriminatorio, contextualizarlo para entender sus orígenes e implicancias, integrarlo en un espectro conductual más amplio que el hecho aislado para detectar tendencias y, finalmente, diseñar una estrategia que aborde la problemática de manera efectiva.

No existe, entonces y sin lugar a duda, una receta única, aplicable de manera universal a todos los incidentes de esta naturaleza. Por el contrario, el abordaje debe estudiarse de manera local.  Sin embargo, de la misma forma que es posible detectar patrones y corrientes en las expresiones de antisemitismo, podemos promover respuestas coherentes y organizadas a los hechos de los que estas se originan.

En este marco, resulta relevante repensar nuestras reacciones –especialmente aquellas colectivas- ante los incidentes que percibimos como antijudíos. Y aquí, una alerta de spoiler: vamos a hacernos muchas preguntas en lo que resta de este artículo, muchas de ellas de carácter retórico. Las respuestas esbozadas manifiestan nuestras propias opiniones, pero no siempre harán eco en la realidad del lector. Por ello, será deber de cada una de las partes reflexionar sobre el asunto, arribando así a su propia conclusión. Estas diferencias se basan simplemente en una cuestión de percepción.

La percepción representa nuestra cosmovisión, nuestra forma de entender y, en consecuencia, relacionarnos con el mundo. No existe percepción sin un sujeto que perciba, con las experiencias, bagaje y conocimiento que moldean o sugestionan esa interpretación. Por ello decimos que la percepción es necesariamente subjetiva.

Pero ¿qué tiene que ver esto con el antisemitismo? Veámoslo con algunos ejemplos. Si encontramos pintada una esvástica en un muro, ¿es igual la forma en que ese hecho nos afecta a mí, a mi hermano o a mi primo? Eso es imposible porque, como mencionamos, cada cual percibe un hecho de acuerdo con su experiencia personal. Distintos aspectos, desde su personalidad, la información a la que está expuesto y su historia forjarán una lectura o reacción particular. Quien haya escuchado de su abuelo, sobreviviente de la Shoá, que mucho antes de los primeros campos de concentración aparecieron pintadas en el cementerio judío puede, con total libertad, pensar que ante una pintada en un sitio público, irremediablemente vendrán nuevas leyes de Nüremberg. Pero también tiene la potestad de ni siquiera imaginar que aquello pueda ocurrir, entendiendo que se trata de una situación incomparable y que la esvástica que observó al pasar la hizo un trasnochado que, así como un día ilustró esa esvástica, al siguiente puede dibujar el rostro del Che Guevara.

Un judío que cursó sus estudios en una escuela pública de Arequipa, Cochabamba, Rosario o de cualquier ciudad de América Latina, es muy probable que haya visto tantas manifestaciones de este tipo, que encontrarse con una nueva en su vida adulta ni siquiera le llame la atención. Yendo al otro extremo, quien se educó en una escuela judía, pasó sus fines de semana y vacaciones en clubes judíos o -en términos modernos- un country donde la población judía es amplia mayoría, es probable que vea esa pintada como una afrenta imposible de soportar. ¿Alguno de los extremos es más correcto? Aquí entra en juego lo que llamaremos la “burbuja informativa” en la que a veces estamos inmersos, aún sin saberlo, al formar parte activa de una comunidad. Y como queda en evidencia, la percepción de estos acontecimientos puede ser radicalmente opuesta entre quienes están dentro o fuera de la misma. Estamos seguros de que ambos tienen derecho a sentir o percibir el mismo hecho de manera absolutamente diferente. Ambos tienen el mismo derecho a seguir su camino sin darle importancia o a parar su vehículo, tomarle una foto y enviarlo a la Institución pertinente para que la misma “haga algo”.

Frente a estos hechos, y la infinidad de percepciones posibles, cabe indagar sobre el accionar que deben asumir las instituciones centrales, aquellas que no pueden regirse por la experiencia individual sino, como mencionamos al comienzo, abogar por la estrategia colectiva. Volviendo al ejemplo anterior, ¿qué debe hacer esa institución con aquella foto que recibió de uno de sus miembros, quien percibió que esa manifestación antisemita era meritoria de la ira de la comunidad toda? ¿Está esa institución obligada a ejecutar alguna acción con el fin de satisfacer a las bases que reclaman un enérgico repudio desde los representantes de la comunidad judía? ¿O debe, obedeciendo a su estatus dirigencial, eliminar aquella “percepción”, legítima en el nivel individual pero no necesariamente en un ente rector, y definir profesionalmente con las herramientas con las que cuentan sus dirigentes qué es lo conveniente hacer con esa denuncia de antisemitismo? Tendrá que optar por lo más conveniente para la Comunidad toda, prescindiendo de las presiones de sus bases.

En este marco, debemos hacernos otra pregunta modular a nuestro análisis. Bueno, en verdad, una serie de preguntas: ¿es esperable que no sucedan pintadas de cruces esvásticas? ¿Podemos aspirar a antisemitismo cero? O incluso un paso más atrás: ¿es posible eliminar los prejuicios antisemitas, quizá el paso previo a esas manifestaciones? ¿Existe tal posibilidad, en una sociedad que lleva intrínseco en sus genes el prejuicio? Los discursos de odio son tan amplios y diversos como lo es el género humano, tal vez porque ante la imposibilidad de conocer el mundo en su magnitud, resulte sencillo caer en el prejuicio ante lo desconocido.

Por ello, estamos obligados a asumir que sufrir de prejuicios no es propiedad de los judíos. Y aunque las minorías constituyen uno de los grupos más afectados, algunas en igual o mayor magnitud que nuestro pueblo, las características y atributos pasibles de discriminación son virtualmente infinitos. Podemos estar en uno o varios grupos a la vez, y ser discriminados por nuestra religión, nuestro aspecto físico, orientación sexual, capacidades intelectuales y hasta nuestra forma de vestir. Hoy englobamos gran parte de estas experiencias en el bullying, término moderno acuñado de un vocablo inglés, pero no hay dudas de que existen desde mucho antes de su entrada al diccionario.

Analicemos, en este sentido, nuestras propias conductas. Probablemente, todos seamos culpables de haber incurrido alguna vez en una conducta discriminatoria. La apropiación cultural, concepto cada vez más recurrente en estudios sobre los discursos de odio, está íntimamente ligada al prejuicio. Cuando de niños pintaban nuestras caras con corchos para representar en los actos escolares a vendedores ambulantes de la época colonial, o cuando en unas vacaciones en la playa una joven se hizo trenzas en toda su cabeza; cuando utilizamos términos de origen despectivo ignorando su etimología y cuando hacemos propia la vestimenta o gastronomía de una minoría sin reconocer esa relación. Y aunque estos ejemplos para algunos pueden resultar exagerados, y en la medida que, como ya hemos mencionado, el hecho discriminatorio se define a partir de la percepción, no podemos ignorar que incluso aquello que para nosotros obra como chiste, homenaje o hábito, para otro puede ser discriminación.

Esta abundancia de ninguna manera justifica el prejuicio, solo es un paréntesis que nos permitimos en nuestro análisis para concluir que pareciera muy difícil, si no imposible, llegar a un nivel de prejuicio cercano a cero. Podemos y debemos, de todas maneras, trabajar para combatirlos, y proclamaremos a los cuatro vientos y con convicción que abogamos por la desaparición de los prejuicios, ya sean contra los judíos u otras minorías. Y aunque resuene utópico, esta no debe dejar de ser nuestra meta, al menos en el plano filosófico y conceptual. Sin embargo, hemos visto que no es posible, práctico ni prudente reaccionar a todas y cada una de las manifestaciones de odio. Por ello, resulta primordial definir un límite: qué es aceptable o tolerable, y qué no lo es.

Esto no implica, de manera alguna, “no hacer nada” con aquello que cae en el espectro de lo primero. Por el contrario, lo ideal será abordarlo con estrategias diferenciadas, que apunten más a la deconstrucción del prejuicio antes que al repudio. Porque de algo estamos seguros: a menor prejuicio antisemita, menos incidentes antisemitas deberemos lamentar en el futuro.

¿Estamos haciendo bien las cosas en ese sentido? ¿Debemos utilizar los recursos que conseguimos luego de muchos años de intenso trabajo con las autoridades constituidas de nuestros países para lograr un repudio gubernamental a una pintada antisemita que hiere susceptibilidades, pero tal vez no amerita tal esfuerzo? ¿Hay que responder a diez fotocopias agravantes pegadas en diez árboles de una localidad ignota de la que nadie se hubiera enterado si no hubiésemos nosotros mismos aumentado exponencialmente su impacto, posteando fotos y reproduciendo publicaciones en nuestras redes sociales? ¿Debemos poner todo el énfasis en impedir la participación de un ferviente activista del antisemitismo como es Roger Waters en un recinto en el que no hubieran concurrido más de un puñado de personas que ya pensaban de nosotros lo mismo, aunque ese activista no hubiese llegado a dar esa intrascendente charla? Al intentar, o lograr en el mejor de los casos, impedir ese encuentro, es probable que hayamos servido de caja de resonancia a ese discurso de odio, que sin nuestra colaboración hubiese sido absolutamente intrascendente.

Una vez más, esto no quiere decir tolerar lo intolerable. Como hemos adelantado, el desafío aquí será ponderar las diversas opciones y sus consecuencias, para definir ante qué hecho es prudente actuar, con qué medios y con qué nivel de energía. Hasta aquí, como alertamos al comienzo, hay más interrogantes que respuestas. Intentaremos, sin embargo, concluir con algunas de nuestras respuestas.

Existen y son necesarias diversas herramientas para combatir el antisemitismo, que no se limitan únicamente a las que utilizamos desde hace tiempo en la región. Es cierto que las mediciones serias marcan un descenso en la actividad antisemita que asoma sobre la superficie y vuelve visibles a muchas de estas acciones. ¿Podría inferirse de esto que las acciones comunitarias en tal sentido son exitosas? En la realidad explícita e inmediata, tal vez sí parecieran serlo.

Pero lo hemos dicho en ocasiones anteriores y lo repetiremos hasta el cansancio: el antisemitismo no es una cosa estática. Como un virus, vive en el huésped que lo aloja, contagia y, en el camino, también muta. Por ello, no es suficiente con una medicina reactiva: debemos desarrollar también estrategias de prevención que, como una vacuna, obren como mecanismo de defensa del tejido social ante las amenazas a la convivencia pacífica. Si no comprendemos esto, y en consecuencia, cambiamos la forma en que actualmente respondemos a este virus en Latinoamérica, atacando su estructura y disminuyendo, con herramientas modernas y eficaces, el nivel de prejuicio a su mínima expresión, puede que cuando queramos hacerlo ya sea demasiado tarde.