Coloquio

Edición Nº43 - Marzo 2018

Ed. Nº43: ¿Integración o tolerancia? Peripecias de la memoria judía en Moisés Ville

Por Iván Cherjovsky

Quizás uno de los restos fósiles más visibles de aquélla lejana Argentina que proyectó el liberalismo del siglo diecinueve sean las colonias agrícolas santafecinas. Se esperaba que, en ese entramado de caminos rurales y vías de ferrocarril salpicado de poblados multiétnicos, los inmigrantes europeos rejuvenecieran el tejido social de la nación con su influjo civilizatorio y engrosaran las arcas públicas y privadas produciendo carne y granos.

Moisés Ville, ubicado en el centro oeste de la provincia, es uno de los cientos de pueblos surgidos de las entrañas de esas colonias, con la particularidad de que sus fundadores deseaban iniciarse en el cultivo de la tierra no solo para progresar individualmente, sino también para rebatir un prejuicio generalizado acerca de la improductividad de los judíos. Según cuenta la leyenda, las ciento treinta y seis familias oriundas de Podolia arribadas en el vapor Weser en agosto de 1889 se habían auto-organizado para abandonar el imperio ruso, donde desde de la muerte de Alejandro II la pobreza y las persecuciones antisemitas estaban produciendo un verdadero éxodo. Durante su viaje, los podolier vivieron una serie de contratiempos que los fueron diezmando. Algunos fueron leves y bastante típicos de la época; otros, terribles, como la muerte de decenas de chicos provocada por una epidemia de tifus. Aun así, unas cuarenta familias persistieron en el intento, logrando establecerse como colonos en Moisés Ville.


Para rubricar la leyenda, el “caso Moisés Ville” pronto llegó a oídos de un multimillonario barón judeo-alemán llamado Maurice De Hirsch, interesado en ayudar a sus correligionarios rusos expuestos a los pogromos. Enterado de la existencia de la primera colonia agrícola judía latinoamericana, el barón decidió crear una mega empresa filantrópica, la Jewish Colonization Association, cuyo desempeño en la Argentina se extendió durante casi un siglo, desde 1891 hasta 1975, dejando como saldo más de una docena de colonias establecidas en distintas provincias que, entre 1920 y 1940, llegaron a albergar a unos treinta mil judíos. Por si le faltaran méritos, durante la década del treinta, la compañía negoció con el gobierno argentino permisos especiales para que sus colonias recibieran a judíos que huían de la Alemania nazi.


Esta historia, escrita y reescrita hasta el cansancio, como si buscara remarcar los surcos impresos por aquéllos arados en suelos pampeanos, conforma el corazón del mito de origen judeo-argentino. Todo colectivo social que pretenda tener una identidad debe procurarse uno de esos mitos, dice un viejo axioma de la antropología, y la colectividad judía lo construyó en torno de sus colonias agrícolas, máximo símbolo de su voluntad de integración al país receptor. El hombre que inauguró el mito fue Alberto Gerchunoff, autor de Los gauchos judíos, el libro de relatos publicado en 1910 que resultó fundamental para que la élite nacionalista de la época del centenario reconociera a los judíos como argentinos legítimos durante la era del crisol. Más tarde, la intelectualidad comunitaria vernácula alimentó y expandió el relato gerchunoffiano creando numerosos lieux de mémoire, como si siguiera la receta escrita por el historiador francés Pierre Nora, quién en los setenta advirtió que las identidades colectivas se afianzan construyendo pasados compartidos y anclando esos relatos en monumentos, curriculum, películas, literatura, conmemoraciones públicas, toponimias y otros artefactos concretos.


Por todo eso, a Moisés Ville se la conoce como “la Jerusalém argentina”, “la cuna de la inmigración judía”, “la madre de las colonias”. Hacia 1940, sus más de cien mil hectáreas de campo llegaron a albergar a unos cinco mil judíos, conformando un verdadero islote étnico en el que reinaban las sinagogas y las organizaciones sionistas, y dónde el periódico local, incluso ya bien entrado el siglo veinte, aun pedía a los comerciantes de la zona que tradujeran su cartelería al castellano, ya que existían algunos vecinos algo exóticos… que no dominaban el idish. De hecho, una de las canciones más famosas de Jevel Katz, el juglar llegado al país en los años treinta, reflejaba esa singularidad, proponiendo que Moisés Ville era un verdadero Estado judío enclavado en la pampa, aun antes de declaración de independencia de Israel.


Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XX, los judíos comenzaron un nuevo éxodo. Esta vez no los corrían las persecuciones ni la pobreza, sino más bien lo contrario: alentados por la seguridad que les daba el país para desenvolverse en las más variadas esferas de la vida pública y privada, y habiendo acumulado ya las rupias necesarias como para mandar a sus hijos a estudiar a la universidad, los protegidos del barón dejaron el campo y se fueron a las ciudades.


Hoy, Moisés Ville tiene una población estable que ronda las dos mil almas. La mayoría son católicos, aunque algunos pocos son Testigos de Jehová y, otros, protestantes. Muchos de esos habitantes han llegado recientemente, en el transcurso de las últimas tres décadas, y su presencia pronto hizo sonar la alerta identitaria dentro de la minoría judía, una especie de antiguo patriciado honorífico conformado por alrededor de ciento cincuenta individuos, la mayoría de edad avanzada. Los judíos detectaron, por ejemplo, que las nuevas docentes foráneas desconocían la historia local, y que enseñaban a los alumnos que el pueblo había sido fundado por un tal Barón Hirsch, cosa que seguramente dedujeron de su omnipresencia, ya que la avenida principal, la sinagoga más importante, la biblioteca y el hospital llevaban su nombre. Todavía peor, algunos de los nuevos vecinos descuidaron el patrimonio edilicio, y un día desapareció la antigua casona de los administradores de la compañía colonizadora, demolida por un hombre que llegó, compró el predio y no preguntó…


La lista de “atentados identitarios” recién comenzaba: un jefe comunal no judío olvidó incluir en el protocolo de uno de los aniversarios del pueblo la ejecución del Hatikva por parte de la orquesta municipal, descuido que el embajador de Israel supo disimular cantando el himno a capela. Por primera vez en la historia, en las navidades el coro comunal osó cantar villancicos impúdicamente en la plaza San Martín, como si fuera la avanzada de un ejército conquistador. Y algún adicto a las teorías conspirativas me juró que algunos vecinos planearían cambiar el nombre del pueblo por otro, sin connotaciones judías.


Con el aluvión de alóctonos también llegaron familias de clase baja, provenientes del norte del país, que viven de planes sociales y de trabajos informales y temporarios. Aunque, producto de la retracción demográfica, el valor de la propiedad en el pueblo es bajísimo, varias de esas familias se instalaron en La Salamanca, el barrio vulnerable que existe en casi todo centro urbano de la Argentina contemporánea. Estos nuevos vecinos del siglo XXI son muy diferentes cultural, étnica y socioeconómicamente de aquélla burguesía judeo-católica de origen gringo, sólidamente arraigada durante el siglo XX y orgullosa de su capacidad de integración y convivencia. Correlato político del recambio, en 2007 el peronismo ganó la jefatura comunal por primera vez en la larga historia radical de Moisés Ville.


El temor por la posible pérdida de la identidad judía de un pueblo tan significativo llevó a que un puñado de activistas se ocupara fervientemente de “rescatar la memoria”, como dicen ellos mismos. Comandados por Eva Guelbert, una mujer imponente tanto física como mentalmente, y en colaboración con varios cristianos de la vieja guardia, desde la celebración del centenario en 1989 los activistas crearon un museo y un archivo histórico que hoy son modelos en la provincia, y que reciben las visitas regulares de alumnos y docentes de los pueblos y ciudades de la zona interesados en trabajar temas como inmigración, colonización y Holocausto. Se llama Museo Aarón Halevi Goldman, en honor al primer rabino de la colonia. También protegieron el patrimonio edilicio, que consta de tres sinagogas, un teatro, una escuela, una biblioteca y un profesorado de hebreo. No sea cosa que ocurra lo mismo que en una antigua colonia judía de La Pampa, donde, producto del desinterés, una sinagoga terminó transformada en supermercado.


No conformes, en 1999 Eva y compañía también lograron que Moisés Ville fuera declarado Pueblo Histórico Nacional, que una de las tres sinagogas fuera declarada Monumento Histórico y, más recientemente, que la UNESCO colocara a la Jerusalém argentina en la lista de los cien sitios en peligro, es decir, en la fila de la ventanilla para obtener la declaratoria de Patrimonio Cultural de la Humanidad.


Paralelamente, en el transcurso de los últimos años, autoridades de la provincia impulsaron a los residentes de Moisés Ville y de otros pueblos a crear símbolos identitarios propios, en especial, una fiesta epónima. En realidad, Moisés Ville ya tenía una: desde 1939, cuando se celebró el cincuentenario de la colonia, y en adelante, cada octubre los moisesvillenses celebran la llegada de los pioneros del Weser. Por eso, en la comisión de vecinos encargada de inventar una nueva fiesta, los judíos propusieron como título la “Fiesta de la Colonización Judía”. Pero los representantes de las nuevas mayorías, aun sin una propuesta alternativa, se negaron, so pretexto de que ese título no representaba más que a un diez por ciento de la población. Si los vecinos piamonteses de Humberto Primo celebran la Fiesta de la bagna cauda, Moisés Ville debería lanzar la Fiesta del varenike o del guefilte fish, contraofertaron los judíos… y tampoco hubo quorum. Así de trabadas estaban las negociaciones cuando una mujer tomó la palabra. Dijo que, en el pueblo, los vecinos judíos y católicos siempre habían convivido en paz y armonía, por lo que el tema de la nueva fiesta debía ser la Integración Cultural. Ella refrendaba esa buena convivencia con su propia historia de vida: Lili Gonzalez de Trumper, una docente católica llegada de Entre Ríos en los años cincuenta para trabajar en la escuela pública, se casó con un integrante de uno de los clanes familiares judíos de mayor peso en la sociedad local, y logró integrarse al mundillo hebreo sin tener que convertirse ni renunciar a su origen goy.


La idea prendió, y enseguida aparecieron argumentos ad hoc para condimentarla. Se dijo que, en los comienzos, los pioneros judíos habían sido auxiliados por familias piamontesas. Que hasta los peones rurales goim de la colonia habían aprendido a hablar en idish. Que las panaderías regenteadas por cristianos hacían el mejor strudel y kamish broit de la zona. Y que todo buen moisesvillense conoce la receta de los knishes. Desde entonces, el pueblo tuvo dos fiestas anuales. El tradicional aniversario de la colonización, en octubre, y la nueva Fiesta de Integración Cultural, que se hacía en mayo. Pero, como era lógico, pronto ambas convergieron en una, que se celebra en octubre bajo el lema de la Integración Cultural, y en cuyos discursos también se conmemora la llegada de los pioneros, en 1889.


En 2017, autoridades de la provincia volvieron a pedir símbolos locales, y una nueva comisión de vecinos lanzó un concurso para diseñar la bandera. La ganadora fue una artista visual judía nacida en Marruecos y arribada al pueblo de niña, a comienzos de los años cincuenta. Aunque la comisión eligió su diseño, le pidió que hiciera algunas modificaciones. Concretamente, el problema era una estrella de David que la autora trató de disimular de varias formas antes de eliminarla por completo.


Entre 2008 y 2017 visité Moisés Ville una docena y media de veces. Primero, para escribir una tesis doctoral sobre el fenómeno de la memoria judía que fue publicada en forma de libro en 2017; más tarde, para filmar un documental titulado “La Jerusalém argentina” que se estrenará, sospecho, a comienzos de 2018. En esos viajes pude entrevistar a varios vecinos del pueblo, observar sucesivas versiones de la fiesta y charlar informalmente con medio Moisés Ville.


Al principio, la idea de la integración cultural me ponía un poco incómodo. Las primeras versiones que vi consistían en un evento cerrado, una cena que se realizaba en una carpa gigante y contaba con shows de artistas reconocidos, pero que dejaba afuera a las familias más pobres, que debían afrontar un gasto importante para participar. Ese problema después se solucionó transformando la fiesta en un evento público, al aire libre, sin el cobro de entradas, aunque quizá con artistas menos rutilantes. Sin embargo, la idea de integración seguía teniendo visos de irrealidad, aunque por otro motivo: mientras los judíos y sus parientes asistían a funciones de música klezmer en el teatro Kadima, afuera, en la plaza, la mayoría del pueblo tomaba cerveza en vasos gigantes al ritmo de las bandas de cumbia ¿Era coherente llamar a eso de Fiesta de Integración Cultural?


También me parecía poco feliz la decisión de eliminar toda referencia judía del nombre de la fiesta, como sucedió luego con la bandera. Además de injusto, me parecía una medida contradictoria, ya que la propia comuna promociona el turismo con lemas tales como: “En la tierra de los Gauchos Judíos disfrute de su historia, cultura y gastronomía”.


Sin embargo, más tarde cambié de opinión. Está claro que la integración que pensó Lili González de Trumper como símbolo es un asunto del pasado, que refleja la época en la que la sociedad moisesvillense estaba conformada por una mayoría judía y una minoría católica integradas por relaciones de amistad y de parentesco de larga data, así como por el establecimiento de sociedades económicas y políticas. Pero ese núcleo judeo-católico de origen gringo y de clase media hoy está en retracción. Y fue apelando a la nueva presencia mayoritaria que las negociaciones identitarias por la fiesta y por la bandera morigeraron lo judío, buscando interpelar al conjunto de la sociedad.


Por todo eso, creo que el Moisés Ville actual es un ejemplo, pero no de integración cultural, como dicen los emprendedores locales, sino más bien de tolerancia democrática. Es una especie de micro-sociedad en la que las rispideces naturales que genera todo choque de culturas se negocian en el foro público, por vía institucional.


A varios colegas míos del mundillo de las ciencias sociales no les gusta la palabra tolerancia. Dicen que, si se tolera, se trata de algo desagradable, mientras que todos deberíamos aceptar las diferencias culturales con entusiasmo, ya que sirven para enriquecernos, para ampliar la paleta de colores de la humanidad. Aunque estoy de acuerdo en el fondo del asunto, me parece que a veces la mutua aceptación es más bien una expresión de deseo, producto del bien pensar ideológico, que una realidad de tiempo completo. Hoy en día, cuando en Occidente el paradigma de la diversidad cultural está sentado en el banquillo de los acusados, no está mal darse una vuelta por Moisés Ville, ayer Jerusalém argentina, hoy cuna de Integración Cultural, y recuperar el ideal de tolerancia, antítesis de un enemigo real, peligroso y consensuado: la intolerancia.