Coloquio

Edición Nº35 - Julio 2016

Ed. Nº35: Acción política y tradición religiosa

Por Diego Fonti

Dos pensadores judíos para revitalizar una relación

 

“El juicio de la historia se pronuncia siempre por contumacia” (E. Levinas)

“Por eso nos negamos a ver a ‘Dios en la historia’ (…) Vemos a Dios en cada acontecimiento ético, pero no en el todo realizado, en la historia. Pues para qué necesitaríamos a Dios si la historia fuese divina; si toda acción que fluye en esa cuenca fuera sin más divina, entonces estaría justificada” (F. Rosenzweig)

De modo extraño, y contra toda predicción de la modernidad ilustrada, las religiones muestran otra vez su incidencia en el espacio público. No quiere decir que estemos en una era “religiosa”, o que las creencias y cargas simbólicas premodernas – base también de muchas estructuras institucionales modernas – estén vigentes, ni mucho menos que hayan reemplazado los modelos de explicación del mundo basados en la ciencia y la tecnología. Dios ha muerto, efectivamente, en el sentido que difícilmente sea aceptable de modo masivo y transversal en las sociedades que el sentido, la legitimación y la finalidad de una comunidad y sus instituciones puedan construirse sobre una base religiosa. Y sin embargo, sea por los impactantes ejemplos negativos de violencia religiosamente fundada, sea por los emotivos ejemplos positivos de convivencia y servicio a los demás también fundados religiosamente, la experiencia religiosa vuelve a estar sobre el tapete. Por ello aparece la pregunta por el modo en que sería legítimo lo religioso en un mundo de “extraños morales”, o sea, un mundo en que las mayorías no comparten creencias comunes, un mundo en que se acepta de modo privado toda creencia aunque no la legitimidad de su incidencia pública.

 

La tradición judía conoce bien este problema, en tanto no sólo se vio limitada en sus posibilidades políticas y públicas antes de la modernidad, sino que desde la modernidad se vio a menudo exigida de abandonar sus particularidades y creencias para acceder a la “igualdad” secular. Así sucedió con esa tradición lo mismo que con las demás experiencias religiosas: se vio reducida al ámbito privado, limitando sus potenciales críticos y liberadores. Incluso hubo quienes llegaron a considerar que la negación de la particularidad y de los compromisos y creencias era la moneda para pagar el acceso a una sociedad moderna e igual ante la ley. Por eso es interesante ver qué otras respuestas se dieron ante esta dificultad.

 

Franz Rosenzweig y Emmanuel Levinas son dos pensadores judíos europeos esenciales para entender lo sucedido en la filosofía, la religión y la política del siglo XX. No sólo por sus conmovedoras vivencias personales – la traumática experiencia de Rosenzweig ante la caída del 2ª Reich con su equiparación de helenismo filosófico, cristiandad religiosa y política Bismarckiana, y la experiencia de alteridad en Levinas a partir de su propia historia personal como judío lituano-francés en la segunda guerra mundial – sino también por el modo en que consiguieron plasmar en sus textos, al mismo tiempo, una relación entre pensamiento filosófico, sensibilidad contemporánea y herencia religiosa. Ambos quieren tomar los mejores elementos de la modernidad y al mismo tiempo entablar con ellos un desafiante diálogo que incluye aspectos religiosos de un modo públicamente operativo.

 

Quisiera exponer en este texto una relación vital para nuestra época siguiendo algunas de sus huellas. Pretendo argumentar que esas huellas permiten superar una dicotomía bastante extendida en la modernidad tardía que nos toca vivir, o sea, aquella que divide, por un lado, a quienes sostienen que la modernidad y su espíritu secularizado deben ser llevados hasta sus últimas consecuencias mediante la erradicación de todo compromiso religioso; y por otro, a los que intentan negar los mejores logros del pensamiento independizado de valores simbólicos religiosos, o por lo menos buscan someter ese pensamiento a esos valores. Una tercera posición funcionalista, notablemente defendida por Habermas, reconoce en la tradición judía y la cristiana principios de universalidad ética, acuerdos normativos, y una “razón anamnética” o memoria de los anhelos de la humanidad sufriente, que son válidos incluso en sociedades laicas, aunque ese valor no es autónomo sino que queda subsumido bajo los procedimientos de legitimación de esas sociedades. Pero estas posiciones no reconocen el tipo de aporte que Rosenzweig y Levinas encuentran en la tradición judía para la vida práctica contemporánea. Ellos no sólo superan la primera dicotomía, sino que exponen filosóficamente un valor de la experiencia religiosa no funcional, incómodo y no reductible a una utilidad o función social.

 

Si bien hay diversos accesos a las ideas de estos pensadores, optaré en lo que sigue por la cuestión de la historia y la posibilidad de juzgar sus resultados desde un punto que no esté sometido a la historia misma – que siempre absuelve o encuentra razones para lo sucedido. Dicho de modo sucinto: la experiencia monoteísta judía ha portado consigo una comprensión del tiempo que no es formal-cronológica sino relacional; más aún, que esta relación o temporalidad rompe tanto con la visión secuencial y uniforme del tiempo, como con la comprensión sacralizada de la historia. Reducir el tiempo a una secuencia uniforme y vacía, y sacralizarlo, serían dos caras de la misma moneda, en tanto el primero no encuentra en la temporalidad ninguna huella de trascendencia, y el segundo convierte todo en trascendente sin permitir la distancia crítica para juzgar lo históricamente realizado. A partir de esta comprensión de la temporalidad, ambos pensadores entienden la relación práctica con el mundo y los demás, o sea la responsabilidad, con una noción particular de la ética heredera de la experiencia religiosa. Esta comprensión podría significar un correctivo tanto para los secularismos radicales de la modernidad, como para los fundamentalismos o integrismos actuales – que también son un producto moderno. Finalmente intentaré establecer algunos puentes entre las ideas de estos autores y la teología política contemporánea, que pretende desprivatizar la experiencia religiosa para exhibir su valor político, aunque partiendo del factum del pluralismo axiológico y simbólico en un marco de legitimación provisto necesariamente por los Estados laicos modernos.

 

Los tiempos monoteístas y la historia en perspectiva

 

La bella cita de Rosenzweig tomada en el epígrafe significa un rechazo de la comprensión “hegeliana” de la historia, o sea, de la noción de despliegue de un espíritu, cuyos logros justifican todo lo negativo que hizo falta atravesar para conseguirlos. Una comprensión así haría aceptable al mal, volviéndolo “contumaz”, al decir de Levinas, y hasta “útil”, como argumenta en “El sufrimiento inútil”. Pero ¿qué filosofía sostiene estas críticas?

 

Para Rosenzweig, hay una relación directa entre “necesitar del Otro” y “tomar en serio al tiempo”. También el historicismo tomaba en serio al tiempo, pero sin necesitar de Otro. En cambio, la idea de revelación divina incluye un “tiempo absoluto”, es decir una relación del tiempo mundano con otra temporalidad, a la que se ingresa en un diálogo con Otro. Por eso afirma que no es que las cosas sucedan “en” el tiempo, sino que el tiempo mismo sucede. Y lo que en la experiencia subjetiva se ve como pasado, presente y futuro, se comprende desde esa relación como creación, revelación y redención. En la idea de creación Rosenzweig identifica el haber sido siempre y el haber sido constantemente renovado del mundo. Este pasado indica lo que no es disponible de parte del sujeto, al tiempo que la dependencia de éste de una renovación continua de aquello de lo que no puede disponer. En cambio, el presente es la realización actual por el mandamiento del amor, en que un sujeto es llamado y deviene quien es mediante la respuesta. El mandamiento del amor es paradojal, pues ordena aquello que no puede ser obligado; al igual que el presente es paradojal, pues como el amor es autónomo y condicionado a la vez. El amor exige una respuesta siempre renovada, porque significa el mutuo reconocimiento de dos que se relacionan, y esa relación es el motor de transformación del mundo. Como ya Hermann Cohen lo mostraba con sus reflexiones sobre el prójimo, el aporte del judaísmo va más allá de la ética universalista kantiana, pues implica reconocer también al otro distinto, y convertir a la respuesta a ese otro – sobre todo al más débil – en criterio de fidelidad a Dios. Finalmente, Rosenzweig vincula al futuro con la Redención. El ser humano debe “esperarlo todo”, y por eso tiende en su espera a la plenitud de la Redención. Espera y actúa, sabiendo que lo que crece no es obra suya. Por eso, la relación con el futuro es doble: mientras el cristianismo intenta imponer las condiciones para que se dé lo que se espera, el judaísmo convierte a su propia existencia en el criterio de juicio de esas condiciones impuestas. Por eso el judaísmo recuerda que el “Reino” es un “eterno venir”, que nunca se da por concluido en una figura concreta. Creer que el Reino se ha encarnado definitivamente en una institución es esencialmente idolatría.

 

La idolatría, como la tiranía, significa querer apurar las cosas, tomar un paso como la meta, una institución como el Reino. Significa, en síntesis, no tomarse en serio ni al tiempo ni al otro. Así también Levinas asume que la responsabilidad para con Otro no nace en un pasado concreto, en un momento histórico identificable, sino que – citando a Valéry – es un “profundo pasado, jamás bastante pasado”. Es un pasado sin inicio, en el que uno se ve involucrado cuando reconoce la demanda del Otro e intenta dar una respuesta en el tiempo. Y esa responsabilidad, siempre finita y falible, muestra a cada uno y cada una de nosotros como elegidos por ese pasado inmemorial, que no dominamos y frente al cual somos pasivos, a la vez que nos inviste con responsabilidad por el porvenir. Además, Levinas plantea una y otra vez la figura del “tiempo mesiánico” como ideal regulatorio y nunca acabable, capaz de juzgar cada una de las respuestas. Y como ideal regulatorio que es, refuta la contumacia del juicio – siempre positivo y absolutorio – que la historia y las realizaciones históricas pronuncian sobre sí mismas.

 

La ética, el sujeto y su actividad pública

 

Ambos pensadores, Rosenzweig y Levinas, piensan la actividad pública desde una comprensión determinada de la ética. Lejos están sus filosofías de la “moralina”, ya que abordan temas duros y concretos, sacando conclusiones que no carecen de polémica pero sin dudas movidas por un sentido profundo de responsabilidad. En ellos se evidencia la tensión clásica del “festina lente”, apúrate despacio, ya que las demandas de la hora son enormes y exigen una respuesta concreta responsable, al tiempo que ellas mismas no son el criterio de juicio. El criterio está fuera de la historia. Y la dificultad de esta afirmación es que nuestra época difícilmente acepte un criterio extra-histórico en el sentido de la metafísica clásica. Por ello, la propuesta de ambos pensadores implica revisar la extra-temporalidad del mandamiento bíblico, fundamentalmente el “no matarás” – que no es meramente abstención de la violencia, sino también promoción de las condiciones para la vida.

 

Para Levinas, la “religión” no es la institución cultual, ni el sentimiento que se da frente a lo divino, sino un modo de relación ética que vincula a los infinitamente separados, que permite que el sujeto se reconozca convocado a la responsabilidad, y que en la respuesta, siempre renovable y siempre revisable, constituya su identidad. Esta ética es la relación primaria, mientras que la política, así como toda institución social, legal, religiosa, etc., es “segunda”. Lo primario es la relación fundamental, donde se abre todo sentido, aquella que se da cuando el Otro se dirige a mí y en su rostro porta el mandamiento. La ética es la relación con el Otro, que presupone la trascendencia, la multiplicidad, y la responsabilidad por ellas. Toda institución que no esté basada en esa atención al Otro concluirá en algún tipo de degeneración de la relación. Rosenzweig ve esa degeneración, por ejemplo, en los “peligros cristianos”, que en su intento de expandir por el mundo el mensaje monoteísta terminan violando sus propios principios. Esos peligros incluyen la espiritualización del concepto de Dios, la apoteosis del concepto del hombre y la panteización del concepto del mundo, así como la consecuencia de estos riesgos que es la identificación de creencias religiosas con construcciones políticas. En cambio, una ética de la pluralidad, la relación con la trascendencia y el reconocimiento de la secularidad del mundo y la historia – o sea, de su límite y la responsabilidad humana en ellos – muestran al ser humano como un ser relacional, compelido por y en diálogo con aquello que antecede su autonomía e inviste su libertad.

 

El judaísmo significaría, por su mensaje transtemporal del decálogo, pero también por su encarnación de la responsabilidad por el mensaje y el precio del sufrimiento, un principio crítico y deconstructivo frente a todas esas necesarias aunque falibles construcciones históricas. Esta experiencia, al decir de Rosenzweig, contribuye con un criterio para identificar en las instituciones aquello que hace crecer al Reino, al tiempo que refuta que el Reino sean esas construcciones políticas mismas.

 

Teología política para una era postsecular

 

El concepto “teología política” tiene una larga tradición, aunque su renovación en el siglo 20 se debió a la polémica elaboración de Carl Schmitt, cercana a posiciones totalitarias e integristas. Sin embargo, y a pesar de esta herencia, la potencialidad del concepto fue retomada a partir de las postrimerías de la década de 1960 por teólogos cristianos, notablemente Johann Baptist Metz y Jürgen Moltmann, para mostrar cómo el monoteísmo no es meramente una vivencia interior o un culto comunitario en última instancia privado, sino también una experiencia políticamente significativa. Además, esa “teología” no tenía por objeto la justificación religiosa de instituciones o acciones políticas, sino de evaluar teológica y críticamente los procesos políticos y religiosos sucedidos desde la modernidad, atendiendo al mensaje escatológico del cristianismo, a las raíces proféticas y a la sabiduría apocalíptica, en vistas a la transformación de la sociedad. Así, el monoteísmo se muestra como un modo de comprender y rememorar la relación con Dios a la luz de la historia del sufrimiento del mundo. Más aún, esta teología ve en Auschwitz el “signo de los tiempos”, que fuerza a recordar los padecimientos – en el caso cristiano, el sufrimiento paradigmático de Jesús –, a ejercitar la denuncia profética y a rememorar también la promesa mesiánica. Y no es casual que otro vínculo de esta teología sea con la teología latinoamericana de la liberación, con sus insoslayables influencias bíblicas, particularmente las hermenéuticas del éxodo y el profetismo.

 

Los ejemplos del vínculo de relación y política no son uniformes en los diversos países, por lo tanto no se trata de bocetar una propuesta universal uniforme. En cambio, sí se trata de recordar que, independientemente de las situaciones concretas, esta comprensión implica una mirada apocalíptica del tiempo, que puede identificarse en tantos otros pensadores de diversas proveniencias y contextos. Esta sensibilidad por el sufrimiento y la responsabilidad por el mundo, implican al mismo tiempo una compasión y una actividad de mejora “secular”, o sea, en el mundo y en el tiempo. Así se da una tensión entre lo que se realiza en el tiempo histórico y lo que lo excede, por lo que ciertamente los riesgos de esta actividad son enormes – incluso cuando las intenciones hayan sido buenas, cosa que no siempre es constatable. Frente a esto, las filosofías de Rosenzweig y Levinas portan consigo también criterios de evaluación y corrección para la vida política activa, entre los cuales vale destacar dos: En primer lugar, ambos conceptos, teología y política, corresponden en Rosenzweig y Levinas a relaciones “segundas”. Esto es así, porque la relación primaria con el mundo no corresponde ni al ámbito de las creencias religiosas vertidas en argumentos racionales, ni tampoco al esfuerzo por compatibilizar exigencias y demandas a partir de un criterio racional de justicia. La “religión” en el sentido de Rosenzweig y la “teología” en sentido de Levinas destruyen la relación de trascendencia: al institucionalizarla y al volcarla en una tematización, lo viviente del camino o relación ética quedan subyugados y se convierte en una máscara vacía. Pero también se despotencia así la fuerza que la experiencia religiosa porta consigo. En segundo lugar, la no identificación de Dios con historia implica revisar la noción cristiana de “historia sagrada”, para evitar la tentación teórica de cierta teodicea banal, así como la equiparación de “crecimiento” del Reino con su concreción acabada.

 

Por su parte, la teología política contemporánea no sólo advierte la necesidad de desprivatizar la religión y hacerla políticamente operativa en un mundo secular y pluralista, sino además postula que esa actividad debe hacerse desde la memoria del sufrimiento y de la reactualización del sufrimiento en figuras contemporáneas. Si la ética, en sentido de Rosenzweig y Levinas, porta un criterio de juicio para la teología política, ésta recuerda que la ética es inseparable de sus consecuencias públicas, y por lo tanto exige también decisiones políticas.