Coloquio

Edición Nº28 - Agosto 1997

Ed. Nº28: El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas deja atrás el antisemitismo

Por Emilio Cardenas

Una contribución argentina

El 18 de julio de 1994, un tan cobarde como absurdo ataque terrorista contra la AMIA conmovió al mundo y, más aún a la sociedad argentina toda, que se sintió atacada en su integridad.

En esos días, me tocaba encabezar la delegación argentina ante el Consejo de Seguridad, que nuestro país integró —como miembro no-permanente— por el período 1994-95. Siguiendo instrucciones de mi Cancillería, preparé —yo mismo, al alba— el texto de un proyecto de «Declaración del Presidente del Consejo de Seguridad», por el cual los miembros del Consejo: 

(i) expresaban su profunda preocupación por los casos de terrorismo internacional, destacando la necesidad de que la comunidad internacional les haga frente, de manera efectiva, (ii) condenaban enérgicamente el ataque terrorista que tuviera lugar en nuestra Buenos Aires, (iii) expresaban su solidaridad con las víctimas, sus familias y para con el pueblo argentino todo y su Gobierno; y (iv) exigían el fin inmediato de esos ataques, combatir y eliminar los actos de terrorismo que afectan a la comunidad internacional, en su totalidad.

 

Creíamos, con razón, que ello era imperioso. El Consejo es, precisamente, el órgano de las Naciones Unidas con competencia para entender en todas las cuestiones que, como el terrorismo internacional, involucran a la paz y seguridad internacionales.

Teníamos, por lo demás, todavía fresco el antecedente de que el propio Consejo, en la reunión «cumbre» del 31 de enero de 1992, a nivel de Jefes de Estado, ya había expresado —inequívocamente— su preocupación por el terrorismo internacional.

Cuando distribuimos la propuesta a los miembros del Consejo, para su consideración en «consultas informales», mi colega británico, Sir David Hannay, me expresó el deseo de su gobierno de incluir en nuestro texto —que aceptaba— una condena expresa a los atentados terroristas que tuvieron lugar en Londres, los días 26 y 27 de julio de 1994. Accedí, inmediatamente. Ambos enfrentábamos —obviamente— a un mismo enemigo común.

Un pedido indignante

El 28 y 29 de julio tuvieron lugar las «consultas» de rigor. Todos expresaron su indignación por lo ocurrido y su total solidaridad con nuestro país. Al examinar el texto de «Declaración» por nosotros propuesto, todos los miembros del Consejo, uno a uno, manifestaron su aprobación.

Solamente los «no alineados» expresaron el deseo de tener con el embajador Hannay y conmigo una breve reunión, por separado. Como suele suceder, suspendimos de común acuerdo —por unos minutos— las «consultas» del Consejo y nos dirigimos —los dos— a una sala contigua a conversar con los «no alineados».

Ante mi sorpresa, el embajador de Omán, un hombre excepcional, hablando en representación del «movimiento», nos expresó que «con dos pequeños cambios» ellos estaban en condiciones de votar, inmediatamente, a favor de nuestro proyecto. Sugerían la eliminación de «tan sólo» dos palabras del texto propuesto por nosotros: «Israel» y «judía». Nada menos.

Me corrió frío por la sangre. De pronto, una sorda indignación se apoderó —instantáneamente— de mí. Sólo pude atinar a decir: «Olvídense que soy un embajador. Yo, por mi parte, me olvidaré que ustedes también lo son. Esto es enfermo. Sus políticas están enfermas. Ustedes —en esto— actúan como enfermos. No es posible».

Ante mi sorpresa, sentí la mano de David que estaba a mi lado en la mesa de trabajo, golpeando suavemente mi pierna, como llamando a sosiego.

Tomó la palabra y en función de obtener la condena del Consejo, que ambos pretendíamos y que para ser aprobada requiere del consenso de todos, pensando que —de otro modo— ella no sería aprobada, lo que era todavía peor, me pidió que accediera a lo solicitado.

Con grandes dudas lo hice, aunque con evidente violencia moral.

El embajador de Omán —con la calidad que lo caracteriza— me agradeció la flexibilidad, expresando enseguida —con los ojos bajos— que me comprendía, pero que «actuaba bajo instrucciones», lo que era evidente. Por mi parte, le pedí que reconsideraran, en adelante, tan absurda posición. La conversación era ya dolorosa. Sospechaba que también para él. En casi todo, los dos nos entendíamos mirándonos, y supe de inmediato que ello podía llegar a ocurrir. Y así fue.

De pronto, un resultado feliz

En enero de 1995, nos tocó —por rotación— la presidencia del Consejo de Seguridad Enorme honor y difícil responsabilidad. En estos tiempos, con la necesidad de enfrentar todos los días las más diversas alternativas, tan complejas, como inesperadas.

El domingo 22 de enero de 1995, se produjo el ataque terrorista en Naharía, Israel. Aquel que trágicamente causara numerosas víctimas fatales, con el evidente propósito de descarrilar el proceso de paz.

Preparamos entonces el respectivo proyecto de «Declaración del Presidente del Consejo de Seguridad», condenando enérgicamente el atentado. Esta vez nadie cuestionó la inclusión de la palabra Israel.

Tuve así la satisfacción íntima de ser el primer Presidente del Consejo de Seguridad que —en los últimos tiempos— leyó una Declaración conteniendo acertada y civilizadamente la mención de una palabra importante: Israel.

Era hora. Sentí que una expresión absurda de antisemitismo había quedado atrás. Cerré por sólo unos segundos los ojos, delante de los medios, y di gracias a Dios.

Queda aún mucho por hacer

El antisemitismo es probablemente una de las formas más antiguas de prejuicio contra un grupo o nación.

Todavía hoy, cuando casi dos generaciones han pasado desde que se consumara el Holocausto, el antisemitismo aparece en muy distintos lugares y asume las más diversas manifestaciones.

Este veneno debe combatirse sin descanso. La última vez que el antisemitismo infectó a toda una nación, contribuyó a hacer inevitable una guerra que —al final— costó nada menos que 35 millones de vidas. La gran mayoría de ellas, de quienes no eran judíos. Como señala, con razón, Yehuda Bauer, de la Universidad Hebrea de Jerusalem, esto es más que suficiente para que todos, no sólo el pueblo judío, nos empeñemos en combatir esta fea enfermedad social. Además, está el Holocausto, con su cuota de horror.

El primer camino es el de la prédica constante de la tolerancia y el respeto por los demás. Particularmente a la juventud. Es necesario legitimar las diferencias. Y recordar, una y otra vez, que cuanto más pequeño es el corazón, más odio es capaz de albergar. Esto es lo único que hace posible el pluralismo en sociedades multiétnicas y multiculturales. En otras palabras, la convivencia. Más aún, la paz.

El segundo es el de consolidar, lo más rápidamente posible, un importante cambio de dirección teológico. En rigor, muchos sostienen que el antisemitismo europeo se alimentó —en alguna medida— en una suerte de odio a los judíos, derivado de la teología cristiana antigua. Aquel que los hace responsables de la muerte de Cristo. (Esto es, cabe reconocer, objeto hoy de un activo debate académico en Israel, desde que también hay quienes argumentan que el antisemitismo es un fenómeno moderno, que no se nutre demasiado en ideas del pasado.)

Gracias a Dios, esa perspectiva está cambiando. Sin demasiada prisa, pero también sin pausa. Hoy hay muchos que ven —con razón— en el Judaísmo el olivo que alimentó e hizo posible la rama del Cristianismo.

Estos cambios no sólo son evidentes en el protestantismo, sino también en la Iglesia Católica. Particularmente desde 1965, cuando esta última declaró —sin rodeos— que los judíos no pueden verse ni considerarse como colectivamente responsables de la muerte de Cristo. En esta misma línea están también la Iglesia Evangélica-Luterana de Alemania, desde 1980 y, muy vigorosamente, el catolicismo polaco, por razones vivenciales, que no necesito explicar.

Esto contribuirá significativamente a remover un equivocado «endoso religioso» de algunos estereotipos que frecuentemente alimentan el antisemitismo. Y, por ello, contribuiría también a la paz. Sin duda.

Este es un esfuerzo de todos, que no admite de prescindencias. Ni de descanso. Para el que toda oportunidad es buena. Así lo creímos siempre. La experiencia concreta que más arriba relato, parece demostrar que la defensa de las convicciones, en cualquier escenario, produce sus frutos y alienta a redoblar nuestros esfuerzos.