Coloquio

Edición Nº1 - Abril 1979

Ed. Nº1: Carta abierta a Mahatma Gandhi

Por Martin Buber
Traducción: ISIDORO NIBORSKY
Jerusalén, 24 de febrero de 1939
 
La siguiente carta fue dirigida por Martin Buber a Mahatma Gandhi a raíz de opiniones vertidas por este último sobre el problema árabe-israelí. Buber es uno de los pensadores más importantes del judaísmo contemporáneo, y uno de los creadores más originales de la filosofía universal en nuestro siglo. En sus múltiples obras, planteó insistentemente el problema de las relaciones entre los hombres, y el hombre y la 

sociedad, y se preocupó profundamente por las formas que había de tener una sociedad justa. Fue partidario y admirador del kibutz, al que calificó como “un no-fracasar ejemplar”. Frente al conflicto árabe-israelí sus posiciones fueron de avanzada. Formó parte, desde su fundación, de New Outlook, publicación dedicada al diálogo entre árabes e israelíes, y postuló como meta la conformación de una federación binacional entre ambos pueblos. Al respecto expresó desde Jesusalén en 1965: “Para que tarea tan inmensa, tarea sin precedentes, es cierto, obtenga buen éxito, es necesario que los representantes de ambos pueblos entren en un auténtico diálogo, un diálogo basado en la sinceridad mutua tanto como en el mutuo reconocimiento. Sólo ese será el camino que llevará a purificar la atmósfera, y sin esa purificación previa, los primeros pasos en este sentido están amenazados por el fracaso. Aquellos representantes deben ser hombres independientes en el completo sentido de esta palabra; deberán ser hombres para quienes ninguna consideración de ninguna clase hará fracasar su servicio sin reservas a la causa justa. Si se da aquí y ahora un diálogo entre personas tales, su significación escapará a los limites del Cercano Oriente; podrá mostrar si en esta hora de ¡a historia el espíritu humano puede determinar su destino”.

Quien es desdichado no presta mayor atención a las vanas habladurías con que en su torno comentan destino. Mas si de pronto a través de la hueca algarabía se abre rumbo una voz que lo invoca, voz que desde tiempo atrás conoce y reverencia, voz grande y seria, aguza el oído. Lo que ella desea expresar —piensa— sólo puede constituir bondadoso consejo y sincera consolación, porque quien ahora habla sabe lo que es el sufrimiento y sabe que aquel que sufre necesita quizá más del auténtico consuelo que del buen consejo. Tal voz posee, además, las condiciones indispensables: la imprescindible sabiduría para brindar el buen consejo, y aquella simple unidad de fe y amor, única fuerza capaz de desentrañar el secreto del arte de consolar. Pero he aquí que, si bien lo que el sufriente escucha por boca de tan apreciado personaje contiene, sin duda, los elementos de una concepción bien conocida y digna de elogio por provenir de tal hombre, resulta absolutamente inadecuado para él y para la situación en que se encuentra. En realidad, no está dirigido a él. Cada palabra le hace sentir que ha sido tomada, tal como estaba, de un conjunto de formulaciones generales; que el que habla no lo ve a él, al destinatario de su llamado, en su verdadera situación, pues no ha examinado antes de hablar y, en general, no lo conoce ni a él, ni a su situación. Por añadidura, al consejo y al consuelo se les entremezcla un tercer elemento, que anula a ambos: la recriminación. No es que el sufriente se niegue a aceptar en ese momento recriminaciones de parte del hombre respetado. Por el contrario. Si una recriminación justificada acompañara al buen consejo y al consuelo genuino, el invocado reconocería en el invocador al mensajero auténtico. Pero la acusación allí expresada difiere por completo de la que él oye a través de la tempestad de los acontecimientos y del pesado palpitar de su corazón. Es casi lo contrario. La examina, la escruta no, no es justa. Esto perfora la coraza de su silencio. Lo que no pudo el desenfreno del enemigo, lo logra la actitud amistosa: debe responder. Exclama: Si los capitanes del infierno le ponen mi nombre a un monstruo artificialmente fabricado, eso no es más que expresión de su esencia y de la esencia de su actitud hacia mí. Pero tú, el hombre benévolo, ¿no sabes acaso que es necesario ver a aquél a quien se dirige la palabra, verlo en su I perspectiva, en su lugar, en la atmósfera de su destino?
 
Los judíos son perseguidos, oprimidos, golpeados, torturados, asesinados. Y usted, Mahatma Gandhi, afirma que su situación en el país donde eso les ocurrió, es prácticamente paralela a la de los hindúes en África del Sur, en la época en que usted inició el famoso movimiento denominado “La fuerza de la verdad” o “El poder del espíritu” (satyagraha). A su juicio, los hindúes estaban allí en la misma posición: también en su caso las persecuciones tenían un leve matiz religioso; también allí la ley rechazaba la igualdad de derechos entre blancos y gente de color, entre la que se contaban los oriundos del Asia; también allí se establecieron ghettos para los hindúes, y los demás motivos invocados para tanto ensañamiento también habrían sido casi de la misma clase que los fraguados contra los judíos en Alemania. He vuelto a leer repetidas veces estas frases de su artículo sin terminar de comprenderlas. He tornado a leer sus discursos de la época sudafricana, a pesar de conocerlos a fondo, imaginando con toda la atención y riqueza de fantasía posibles las quejas que en ellos detalla. He hecho lo mismo con los informes de sus amigos o discípulos de aquella época. Pero todo eso en nada me ha ayudado a comprender lo que usted afirma de nosotros. En su primer discurso que conozco, el de mil ochocientos noventa y seis, ha aducido usted, entre los gritos de desprecio de toda la asamblea, dos distintos hechos tendientes a confirmar sus aseveraciones: que una banda de europeos incendió una tienda en una aldea hindú y que otro grupo de desenfrenados arrojó cohetes ardientes sobre un negocio hindú, esta vez urbano. Si opongo a esto los millares de comercios judíos incendiados alegará usted posiblemente que sólo hay una diferencia cuantitativa y que las acciones son, al fin y al cabo, “almost of the same type” (casi del mismo estilo). ¿Es que no se ha enterado usted, Mahatma, del incendio criminal de las sinagogas y rollos de la Torá? ¿No avalúa la cantidad de sagrados y en parte antiquísimos bienes de la comunidad que en tal fueron destruidos entre las llamas? Jamás he oído mencionar que los boers o los ingleses de África del Sud hubieran violado algún santuario hindú. Y luego encuentro otra acusación concreta en aquel discurso: tres maestros de escuela hindúes que se hallaban transitando por las calles pese al toque de queda de las nueve de la noche, fueron arrestados, siendo más tarde dejados en libertad. Eso es todo cuanto menciona usted en lo que a tales abusos se refiere. Pero posiblemente sabe —¿O no sabe usted?— Mahatma, lo que es un campo de concentración. No puedo imaginar que lo supiera, porque entonces el muy tragicómico “almost of the same type” no habría brotado de sus labios. Los hindúes fueron menoscabados y tratados despectivamente en África del Sur; pero no se los despojó de sus derechos, no estuvieron como rehenes para forzar una conducta anhelada de parte del exterior. Y acaso ¿imagina usted que un judío podría pronunciar sin ser aniquilado, aunque más no fuera una sola frase de un discurso semejante al que usted pronunció públicamente? ¿Qué valor tiene señalar lo que existe de común si se pasan por alto tan importantes diferencias?
 
Los judíos son perseguidos, oprimidos, golpeados, asesinados.
 
No me parece convincente que justifique su indicación de que los judíos debíamos ejercer la “satyagraha” en Alemania, en base a semejanzas que sólo radican en presunciones. Durante los cinco años en que sentí en carne propia lo que significa ese régimen, he tenido oportunidad de apreciar numerosas pruebas de fortaleza espiritual por parte de quienes no toleraron ser despojados de sus derechos ni se dejaron amilanar o quebrantar, y que no respondieron con la violencia ni utilizaron ningún ardid para evitar las consecuencias de su digno comportamiento. Sin embargo, tales acciones no tuvieron, por lo visto, influencia alguna en la actitud de la parte contraria. Estoy de acuerdo: ¡Salvación eterna y honor a quien demostró tal fortaleza espiritual! Pero esta frase no me parece eficaz como lema de una conducta general que pudiera surtir algún efecto en la situación de los judíos alemanes. Se puede adoptar frente a los espíritus poco privilegiados una eficiente actitud de negación de toda violencia, en la esperanza de inculcarles paulatinamente, en tal forma, un poco de inteligencia. Pero con tal sistema no se puede hacer frente a una demoníaca amenaza de arrasamiento universal. Existe una situación en la cual de la “satyagraha” de la fortaleza espiritual no puede nacer una “stayagraha” del poderío de la verdad. La palabra “martirio” implica testimonio; pero ¿Y si no hay persona alguna que recoja ese testimonio? Declaración testimonial sin testimonio; ineficaz, desapercibido, esfumado martirio, he aquí el destino de innumerables hebreos en Alemania. Sólo Dios recoge su testimonio. El Dios “que da su sello”, como es calificado en nuestras preces, lo rubrica. Pero de ello se puede derivar una norma respecto al procedimiento adecuado. El martirio se realiza; mas, ¿quién tiene el! derecho de exigirlo?
 
II. La Patria y su símbolo
 
Además, su parangón entre la situación de los judíos de Alemania y los hindúes en África del Sud, me obliga a llamarle la atención sobre una diferencia aun mucho más fundamental.
 
Yo supongo que a pesar de lo significativa que resulta tal diferencia, usted la desconocía al establecer el “exact parallel”. Fácilmente comprendemos que al recordar usted sus experiencias del período sudafricano pensara con la mayor naturalidad en la existencia, aun en aquella época, de la gran madre patria, la India, que en efecto, existía. Esto fue y es tan natural para usted que por lo visto no imaginó siquiera la fundamental indiferencia que existe entre todos esos pueblos que poseen una madre patria -no es forzoso que sea una madre de tan imponente magnificencia, puede ser también una pequeña y estrecha madrecita, pero una madre, un regazo materno, un corazón materno- y un pueblo huérfano o a quien se le dice, de su patria: ya no es tu madre.
 
Cuando usted se encontró en África del Sud, Mahatma, se alojaban allí alrededor de ciento cincuenta mil hindúes. ¡Pero mucho más de doscientos millones moraban en la India! Y esa realidad fortalecía las almas de los ciento cincuenta mil. Consciente o inconscientemente, tenían fuerza y coraje para vivir a raíz de esa irrefutable realidad. ¿Les preguntó usted entonces, como interroga a los judíos, si “quieren un doble hogar donde habitar conforme a su gusto” (they want a double home where remain at will)? Usted les dice a los hebreos que, de ser Palestina una patria, sería necesario acostumbrarse a la idea de que se les obligue a “abandonar las otras partes del mundo donde se hallan asentados” (leave the other parts of the world in which they are settled). Pero ¿aconsejó usted a los hindúes de África del Sud que en caso de ser India su patria debían amoldarse al pensamiento de que se los obligaría a regresar a la India? ¿O por ventura afirmó usted en algún momento que la India no era su patria? Y en el caso, que por cierto resulta inconcebible, de que cientos de millones de hindúes se dispersaran mañana por el mundo, y pasado mañana se asentara otro pueblo en la India y los hindúes declararan entonces que a pesar de todo aun existe para ellos la posibilidad de una “National Home”, que su diáspora se encamina hacia una potente concentración orgánica, hacia la erección de un centro viviente, ¿surgiría un Gandhi judío -suponiendo que tal cosa pudiera existir- y les contestaría (lo que usted ha respondido a los judíos): “este grito por el Hogar Nacional ofrece un notable pretexto para vuestra expulsión (this cry for the National Home affords colourable iustification for your expulsion) O les señalaría, tal como usted hace con los judíos, que la India de la concepción veda no es una región geográfica y sólo se encuentra en los corazones? Cuando hay un país del cual habla a sus hijos un libro sagrado, este terruño no está sólo en los corazones; un país jamás se trueca en mero símbolo. Está en los corazones porque está en el universo; es un símbolo, porque constituye una realidad. Sión es la imagen profética de una promesa para la humanidad; pero sería apenas una mediocre metáfora si no hubiera verdaderamente un monte de Sión. Ese país se llama ”santo“, pero no se trata de la santidad de una idea sino de la santidad de un trozo de tierra; lo que es solamente idea no puede llegar a santificarse, pero un terrón de la gleba puede tornarse sagrado, tal como se trueca en santo un cuerpo materno.
 
La dispersión es tolerable y a veces hasta oportuna siempre que en algún lugar haya una concentración, un núcleo hogareño en crecimiento, un terruño donde no se vive en dispersión y desde donde parte el espíritu de concentración hacia todos los asientos de dispersión, causando su efecto. En tales casos existe una vida común, con altas aspiraciones, la vida de la comunidad que hoy se atreve a vivir porque puede tener la esperanza de seguir viviendo en el mañana. Pero allí donde la dispersión carece de ese núcleo en constante crecimiento, de ese incesante devenir de la concentración, sólo se logra la desmembración.
 
III. Dispersión y arraigo
 
Desde ese punto de vista la cuestión de nuestro destino judío es indisoluble de la posibilidad de concentración, que a su vez, está íntimamente vinculada a Palestina.
 
“¿Por qué —pregunta usted- no han de convertir los judíos en patria suya como otros pueblos de la tierra, al país donde han nacido y en el cual conquistan sus posibilidades de subsistencia?”
 
Porque su destino es diferente al de todos los demás pueblos de la tierra, un destino que en verdad y justicia no se debe desear a ningún pueblo de la tierra. Porque su destino es la dispersión, no la dispersión de una parte y la conservación del núcleo como en otros pueblos, sino precisamente la dispersión sin núcleo y sin centro, y porque todo pueblo tiene derecho a exigir la posesión de un núcleo viviente de concentración. Porque cien patrias adoptadas sin una arraigada y natural, enferman a un pueblo y lo tornan desgraciado. Porque sobre terreno adoptivo puede prosperar indudablemente el bienestar de algunos individuos y la creación de los pocos, pero el factor popular se atrofia. Y así como usted, Mahatma, anhela que no sólo todos los hindúes vivan y produzcan, sino que también la idiosincrasia hindú, la sabiduría hindú, la verdad hindú, prosperen y den frutos, también lo sentimos nosotros con respecto al judaísmo. En su caso no resulta necesario que se revele a su conciencia que el florecimiento de la idiosincrasia hindú no hubiera sobrevivido sin la relación de los hindúes con su madre patria y su concentración. Pero nosotros bien sabemos de qué depende: porque es precisamente ello lo que nos fue denegado hasta estas últimas generaciones, en que se ha comenzado a trabajar nuevamente por la reconquista de la tierra patria.
 
IV. Palestina, promesa de una sociedad libre.
 
Mas esto no es todo para nosotros, los judíos que piensan como yo, ni es aun lo decisivo, por dolorosamente apremiante que resulte. Usted, Mahatma Gandhi, dice que para justificar el anhelo de un hogar nacional que “no le resulta muy simpático” sería necesario “buscar en la Biblia” un fundamento (sanction). No, no es así. No abrimos la Biblia con el solo objeto de buscar en ella esa justificación. Ocurre más bien lo contrario: las promesas del retorno y de la reconstrucción que nutrieran la nostalgia de centenares de generaciones, brindan también a las del presente un eficiente impulso reconocido por muy pocos en su entero significado, pero también de gravitación en la vida de muchos que no creen en el mensaje de la Biblia. Sin embargo, tampoco esto es decisivo para nosotros, que por otra parte no vislumbramos en cada frase de la Escritura un pedazo de revelación divina, aunque eso sí, confiamos en el espíritu que inspirara a sus creadores. No es la promesa de la posesión del país lo decisivo para nosotros, sino el imperativo cuya realización está vinculada a la tierra y a la existencia de una sociedad judía libre en ese país. La Biblia nos dice, y nuestra más íntima sabiduría lo confirma, que alguna vez, hace más de tres mil años, nuestra emigración a esa tierra ocurrió con la plena conciencia de cumplir un mandato de arriba. Consistiendo ese mandato en la forjación, a través de las sucesivas generaciones de nuestro pueblo, de un justo orden de vida que no puede ser creado por los individuos en la esfera de la existencia privada, sino únicamente por un pueblo en el desenvolvimiento de su sociedad: propiedad común del suelo, equiparación a intervalos regulares de las diferencias sociales, garantía de independencia individual, ayuda mutua, descanso sabático común, incluyendo a los siervos y animales como criaturas de igual derecho al mismo, año sabático en que mediante el reposo brindado a la naturaleza se establece un libre acceso de todos a sus frutos.
 
Estas no son leyes convenientemente ideadas por hombres eruditos, sino condiciones y deberes que sorprenden y se imponen a los dirigentes del pueblo como condiciones y deberes inherentes a la posesión del país. A ningún otro pueblo le fue señalado en esta forma el comienzo de la ruta a seguir. Y tal situación no se olvida jamás, un pueblo nunca se despoja de tal atributo. En aquella época no pudimos realizar la misión encomendada; salimos al exilio sin haber logrado nada. Sin embargo, el mandamiento sigue en pie para nosotros y es ahora más apremiante que nunca. Necesitamos tierra propia para llevarlo a cabo, necesitamos libertad para ordenar nuestra propia vida. No podemos arriesgar un intento en tierra extraña y bajo constituciones que nos son ajenas. Y es inaceptable que se nos niegue la tierra y la libertad imprescindible para esa realización. No somos codiciosos, Mahatma; sólo deseamos poder obedecer, al fin.
 
Naturalmente que usted podría preguntar si hablo en nombre del pueblo judío cuando digo “nosotros”. No, hablo exclusivamente por aquellos que consideran los mandamientos de justicia de la Israel bíblica como una misión encomendada a ellos mismos. Y aunque fuesen los menos, constituyen el núcleo del pueblo y el porvenir del mismo depende de ellos porque el deber primitivo del pueblo vive en ellos como el embrión en la semilla de la fruta. Y en relación a esto último, me veo también obligado a informarle que usted supone equivocadamente que los judíos de hoy creen sin excepción alguna en Dios y deducen de ello la conducta a seguir.
 
V. Superación de la crisis religiosa.
 
El judaísmo atraviesa en la actualidad por una grave crisis religiosa; es más, tengo la impresión de que la crisis religiosa de la humanidad contemporánea, su incapacidad de creer realmente en Dios, se concentra en la crisis del judaísmo; aquí es aun más grave, más peligrosa, más decisiva que en cualquier otra parte del mundo. Y esta crisis religiosa tampoco ha sido salvada aquí, en Palestina. Por el contrario, comprendemos más que en cualquier otro rincón del universo, cuán profunda es. Pero comprendemos al mismo tiempo que sólo en esta tierra se la pueda superar. No la superará la vida de individuos aislados y abandonados, por más que se pueda tener la esperanza de que en su gran miseria despierte quizá la chispa de la fe.
 
La superación sólo puede surgir de la vida de una comunidad que comienza a realizar la voluntad divina, generalmente sin realizarla en calidad de tal, sin creer que Dios existe y lo desea. Puede surgir de esa vida de la comunidad, siempre que la apoyen hombres creyentes que no juzgan ni exigen, no apremian ni predican, sino que conviven, ayudan, aguardan y se hallan dispuestos a responder en el momento oportuno y cuando les llegue el turno de actuar, dando a los que interrogan la verdadera respuesta. Esta es la más íntima verdad de la vida judía en Palestina; y quizá no resulte importante sólo para la superación de la crisis religiosa del judaísmo, sino también para la superación de la crisis religiosa de la humanidad. El encuentro de este pueblo con este país no sólo dispone de una sagrada y antiquísima historia; aun percibimos el inextinguible misterio que emana de esa vinculación. Usted, Mahatma Gandhi, que conoce la relación que existe entre la tradición y el futuro, no debería pertenecer al bando de aquellos que pasan sin el menor conocimiento ni la más mínima simpatía junto a nuestra causa.
 
VI. Árabes y judíos pueden entenderse.
 
Sin embargo usted sostiene -y para mí resulta de gran importancia lo que usted afirma sobre nosotros- que Palestina pertenece a los árabes, por lo que resultaría “injusto e inhumano imponer los judíos a los árabes”.
 
Aquí me veo obligado a traer a colación algo personal, a fin de explicarle desde qué punto de vista analizaré su tesis.
 
Formo parte de un grupo de hombres que desde el instante mismo en que Palestina fue conquistada por los británicos, no cesaron de bregar por una auténtica paz entre judíos y árabes. Comprendíamos y seguimos comprendiendo por “paz auténtica”, el que ambos pueblos administren el país en conjunto sin que ninguno de ellos imponga forzadamente su voluntad al otro. En vista de la norma internacional de nuestra era, esto nos pareció sumamente difícil, mas no imposible. Tuvimos y tenemos la plena conciencia de que en este caso extraordinario, es más, ejemplar, se trata de buscar nuevos caminos de comprensión y acuerdo entre los pueblos. Seguimos, hasta en este punto, obedeciendo a un mandamiento.
 
Prestamos fundamental importancia al hecho de que aquí existen dos vitales exigencias contrapuestas, dos exigencias de distinto origen y naturaleza que no pueden ser medidas ni juzgadas con objetividad. Consideramos que es nuestro deber comprender la exigencia que se contrapone a la nuestra, respetarla y esforzarnos por una conciliación. No hemos podido ni podemos renunciar a la exigencia judía. Es que de este país depende algo más elevado que la mera vida de nuestro pueblo. Depende su obra creadora, consistente en el mandato divino a realizar. Pero hemos estado y estamos convencidos de que existe forzosamente una posibilidad de conciliación entre una exigencia y la otra, porque amamos este país y creemos en su porvenir y porque indudablemente también en la otra parte reina ese amor y esa fe en la posibilidad de un acuerdo para servir conjuntamente los intereses del país. Donde hay fe y amor puede hallarse la solución de situaciones aparentemente en trágica contraposición.
 
A fin de poder realizar una tarea de tan arduas dificultades, cuyo reconocimiento debemos obtener aun contra una resistencia interna, es decir judía, tan necia como natural, necesitamos del apoyo de los hombres bien intencionados de todos los pueblos, y esperábamos conseguirlo. Y he aquí que se presenta usted y liquida el candente y esencial dilema mediante la simple fórmula: “Palestina pertenece a los árabes” ¿Qué significa esto? ¿Un país pertenece a una población?
 
Con su fórmula no pretenderá describir solamente un estado de cosas sino declarar un derecho. Seguramente intenta decir que un pueblo posee el exclusivo derecho de posesión del país .en que se halla asentado y que ese derecho de posesión es tan excluyente que cualquiera que sin consentimiento se asiente en el mismo, comete un saqueo.
 
Donde hay Fe y Amor puede hallarse la solución de situaciones aparentemente en trágica contraposición.
 
VII. Gandhi contra una paz auténtica
 
Pero, ¿De qué manera conquistaron los árabes su derecho de propiedad sobre Palestina? Mediante la conquista y en especial de la conquista colonizadora. Y en esa calidad usted reconoce que los justifica un derecho exclusivo de posesión, en tanto que las conquistas sucesivas de mamelucos y turcos que anhelaban únicamente la dominación y no la colonización no fundamentan, en su opinión, aquel derecho de propiedad, persistiendo, en cambio, inalienable, el derecho de los conquistadores primeros que permanecieron en el país.
 
Según usted, la colonización de un país mediante la violencia de la conquista justifica un derecho de posesión sobre Palestina, mientras que una colonización como la judía —cuyos métodos no siempre coincidieron, por cierto, con las exigencias de vida de los árabes, pero que aun en el más dudoso de los casos se mantuvieron bien distantes a los del conquistador— no merecen, en su opinión, participación alguna en ese derecho de posesión. Llega usted a tales conclusiones por partir de la frase, hecha axioma, de que un país pertenece a su población. En una época de migración de pueblos defendería usted, en primer término, el derecho de propiedad del pueblo a quien amenaza la expulsión o el aniquilamiento; una vez ocurridos estos acontecimientos, y conforme a su teoría, el país “pertenecería” definitivamente al opresor, quizá no de inmediato, pero sí después del transcurso de unas pocas generaciones.
 
Tal vez no estén lejanos los tiempos en que —supongamos después de una catástrofe cuya amplitud no somos capaces aun de abarcar— los representantes de la humanidad se vean obligados a deliberar sobre un nuevo ordenamiento de las relaciones entre hombres, pueblos y países, sobre una colonización de los territorios escasamente habitados y asimismo sobre una administración común de las materias primas indispensables y la consecuente intensificación de la agricultura en el globo terráqueo, a fin de evitar una nueva migración de los pueblos de inmensas proporciones que pusiera en peligro la supervivencia de la humanidad. ¿Opondráseles entonces, a los hombres que osen emprender la salvación, el dogma del “pertenecer”, del derecho inalienable de posesión, del sagrado statu quo? Somos testigos de la manera funesta en que se dilapida el sentimiento que surge desde las profundidades de la vida de los pueblos consistente en combatir ese dogma. Pero ¿no son cómplices de tal dilapidación los representantes de los estados poderosos que trataron cada oposición al dogma como un sacrilegio?
 
¿Y si migran no todos los pueblos sino uno solo? ¿Y si ese pueblo migratorio exige el regreso a su antigua patria donde junto al pueblo a quien ésta “pertenece” en la actualidad existe lugar para un importante, creador y centralizador sector del mismo? ¿Y si ese pueblo migratorio a quien el país perteneciera en un tiempo, naturalmente que también mediante la fuerza conquistadora y colonizadora, si ese pueblo arrojado de las fronteras de su patria por simple violencia del dominador aspira ahora a ocupar una parte libre, o que está quedando libre, del país sin menoscabo del espacio vital de los extraños para tener al fin nuevamente un Hogar Nacional, una patria en que sus miembros puedan vivir como Pueblo? Entonces surge usted, Mahatma Gandhi, y coopera a que se cierren las barreras exclamando:
— ¡No os acerquéis! ¡Este país no os pertenece!
 
¡En lugar de ayudar a crear una paz auténtica que nos brinde lo que precisamos —sin quitar a los árabes lo que ellos necesitan— en base a una apreciación equitativa de lo que ellos necesitan realmente y de lo que puede corresponder a nuestras necesidades!
 
VIII. La tierra reconoce a los judíos.
 
Tal justipreciación del espacio vital para todos es posible si a Palestina. Durante la presente economía desamparadamente primitiva de los fellahs, el espacio necesario para alimentar a una familia es mucho más vasto de lo que debería ser. ¿Ha de insistirse en mantener las formas carentes de sentido de una anticuada economía, ha de evitarse la productivización del suelo para impedir el aflujo de nuevos habitantes sin menoscabo de los antiguos? Repito: sin menoscabo. Esta es la base del acuerdo que aspiramos.
 
Usted se preocupa, Mahatma, solamente por el “derecho de posesión” de una de las partes y no indaga por el derecho de la otra, de la anhelante de una patria, de un terruño libre. Pero a alguien más ha olvidado interrogar y que, de hacerse justicia, es decir, de actuarse conforme a la total y reconocible verdad, también debería tenerse en cuenta: es esta misma tierra a que nos referimos. Pregúntele qué han hecho los árabes en 1300 años y qué hemos hecho nosotros en cincuenta. La respuesta que le dé, ¿no constituye un importante testimonio en una negociación justa sobre el capítulo “a quién pertenece” este territorio?
 
Creo que Dios no suele regalar ni un pedacito de su tierra con la simple finalidad de que el poseedor pueda afirmar lo que Dios en la Escritura:
“Mía es la tierra”.
 
También a los conquistadores que se asientan en los países dominados se les da, creo yo, la tierra conquistada en préstamo y a la espera de lo que sean capaces de hacer con ella.
 
Se me dice que no debería honrar exclusivamente la tierra labrada despreciando el desierto. Se me dice que el destino espera la obra de sus hijos y que a nosotros, los seres cargados de civilización, ya no nos reconoce como hijos. Reverencio al desierto, pero no creo en su indomable resistencia, porque creo en el gran matrimonio del hombre (Adam) con la tierra (adamá). Este país nos reconoce porque gracias a nosotros se torna fructífero y precisamente al tornarse fructífero demuestra reconocernos.
 
IX. Colonizar sin esclavizar.
 
Nuestros colonos no llegan como los colonizadores de los países occidentales para hacer trabajar a los nativos por ellos; se empeñan ellos mismos, su fuerza y su sangre, para trocar en fértil el país. Sin embargo, no pretendemos acaparar su fertilidad para nosotros solos. Los campesinos judíos han comenzado a enseñar a sus hermanos, los campesinos árabes, a labrar la tierra bajo el sistema intensivo. Aspiramos a seguir enseñándoles y a trabajar codo a codo con ellos. Esto en hebreo se llama: servirlos. Cuanto más fértil se torna este suelo, tanto más espacio habrá aquí para nosotros y para ellos. No queremos expulsarlos, queremos vivir con ellos. No deseamos dominarlos sino serles útiles.
 
Usted ha expresado en cierta oportunidad, Mahatma, que la política nos tiene enlazados hoy día como el sinuoso movimiento de una serpiente de la que no se puede escapar por más maniobras que se intenten. Usted proponía, en consecuencia, un combate abierto con la serpiente. Aquí vemos a la serpiente en su mayor poderío. Judíos y árabes tienen pretensiones sobre este país, pretensiones que prácticamente se dejan conciliar si sólo se las contempla como ascendiendo de la vida misma y de la voluntad de conciliación, es decir, traduciéndolas al lenguaje de las necesidades de seres vivos para ellos y sus hijos. En lugar de ello, se las agudiza bajo el influjo de la serpiente en pretensiones principales y políticas y se las defiende con toda la falta de consideración que infunde la política a sus prosélitos. La vida con sus realidades y posibilidades desaparece con la misma rapidez que la voluntad de establecer la verdad y la paz, nada se sabe ni se siente fuera del lema político. La serpiente no sólo vence al espíritu sino también a la vida. ¿Quién desea luchar con ella?
 
X. Los judíos no quieren la violencia.
 
Entre sus manifestaciones encuéntrase también una palabra amable, que aceptamos agradecidos. Deberíamos intentar, dice usted, la conversión de los corazones árabes. Bueno, pues, ayúdenos a hacerlo. También entre nosotros existen muchos corazones necios que precisan de la conversión que han sucumbido a aquel egoísmo popular que sólo conoce las propias necesidades. Esperamos lograrla mediante nuestras propias fuerzas. Pero para la otra tarea de conversión precisamos de su ayuda. Su reprensión va únicamente a los judíos porque toleran que las bayonetas inglesas los protejan contra los tiradores de bombas. Y en cuanto a estos últimos, se manifiesta usted mucho más retraídamente; dice usted que hubiera preferido que los árabes eligieran el sendero de la no-violencia pero que conforme a los cánones aceptados de lo justo y de lo injusto (according to the accepted canons of right and wrong) nada puede decirse contra su comportamiento. ¿Cómo es posible que reconozca en este caso a los “accepted canons” siquiera sea un relativo valor, cuando no lo ha hecho en ninguna otra oportunidad? Nos reprocha que nosotros, que no poseemos personalmente un ejército, toleremos que el británico evite uno que otro injusto asesinato. A los que traen el crimen a nuestras filas diariamente, sin fijarse sobre quién cae, los deja gozar de su comprensiva simpatía, en vista de los “accepted canons”. Abarque el todo, Mahatma: lo que se hizo o se dejó de hacer, la justicia o injusticia que acompaña a ambas partes. Y ¿no reconoce, simplemente, que con toda seguridad no somos los menos necesitados de su ayuda?
 
Hemos comenzado a reconstruir el país treinta y cinco años antes de que se acercara “la sombra del canon británico”. No fuimos nosotros quienes buscamos esa sombra, ni nuestros intereses, sino que apareció aquí y aquí se ha quedado para defender los intereses británicos. Nosotros no deseamos.la violencia.
 
Pero usted, Mahatma Gandhi, ha escrito después lie las decisiones de Delhi, a comienzos de marzo de 1922: “¿No he dicho en repetidas oportunidades que hubiera deseado la libertad de India aun por medio de la violencia antes que tolerar que siguiera esclavizada?” (Have I not repeatedly said that I would have India become free even by violence rather than that she should remain in bondage?). Con eso ha expresado usted algo de suma trascendencia: que la falta de violencia es para usted un credo y no un principio político y que la necesidad de independencia de la India es más fuerte para usted que su credo. Es por eso que lo aprecio.
 
No queremos la violencia. No hemos pregonado, como nuestro compatriota Jesús y como usted, la doctrina de la falta de violencia, porque pensamos que a veces un ser humano debe ejercerla a fin de salvarse o de salvar a sus hijos. Pero hemos pregonado desde tiempos inmemoriales la doctrina de la justicia y de la paz; hemos enseñado y aprendido que la paz es la meta del universo y la justicia el sendero hacia esa meta. De modo que no podemos anhelar el uso de la violencia. Quien se cuenta entre los hijos de Israel no puede desear su uso.
 
Y he aquí que usted nos dice que nuestra falta de violencia es “of the helpless and the weak”. Esto no coincide con la verdad. Usted ignora o no quiere recordar la fuerza espiritual, la “Satyagrahaue” que hace falta para que después de años de interminables ataques y ciega violencia contra nosotros, nuestras mujeres y nuestros hijos, nos dominemos y no respondamos con iguales ataques e igualmente enceguecida violencia.
 
Y por otra parte, usted escribió en 1922 las siguientes palabras: Veo que nuestra no-violencia es superficial… Esta no-violencia parece deberse exclusivamente a nuestro desamparo. ¿Puede la verdadera y voluntaria no-violencia surgir de la aparente y forzada no-violencia del débil?
 
“I see that our non-violence is skin-deep… This non-violence seems to be due merely to our helplessness… Can true voluntary non-violence come out of this seeming forced non-violence of the weak?”
 
Al leer entonces estas palabras nació mi reverencia por usted; un aprecio tan grande que ni siquiera su injusticia para con nosotros puede destruir.
 
XI. La violencia y la justicia.
 
Usted dice que es “a stigma” contra nosotros que nuestros antepasados hayan crucificado a Jesús. No sé si tal hecho ha ocurrido realmente. Lo considero probable. Lo considero tan probable como que el pueblo hindú, en otras circunstancias y si lo que usted enseña resultara más chocante a su propia tendencia —India, ha manifestado usted, es no-violenta por naturaleza (is by nature non-violent)-, lo hubiera asesinado a usted. Los pueblos no asimilan frecuentemente a los grandes a quienes han dado nacimiento. ¡Cómo puede tildarse tal hecho de “stigma” de un pueblo! No quiero disimular ante usted, sin embargo, que no me hubiera hallado entre los que crucificaron a Jesús, mas tampoco entre sus partidarios. Porque no puedo permitir que se me prohíba luchar contra el mal allí donde veo que trata de aniquilar el bien.
 
Debo luchar contra la vileza del universo lo mismo que contra la mía propia. Puedo dominarme, sí, para no combatirla con la violencia.
 
No quiero la violencia. Pero si sólo mediante la violencia puedo evitar que la maldad aniquile la bondad, espero emplear la violencia y encomendarme a las manos de Dios.
 
— India —dice usted— “is by nature non-violent”.
No lo fue siempre. El Mahabharata es una epopeya de la violencia guerrera, disciplinada. En la más grande de sus poesías, en Ghagavad Gita, se relata que Arjuna llega a la conclusión, mientras se halla en el campo de batalla, de que no quiere cometer el pecado de asesinar a sus parientes y opositores, por lo que deja caer el arco y las flechas, pero Dios le prohíbe tal actitud tachándola de poco viril y vergonzosa: no hay nada mejor que un combate justo para un adalid.
 
¿Es ésa la verdad? Si quiero reconocer mi verdad, debo afirmar: no hay nada mejor para un ser humano, que la justicia, que el amor; hemos de saber combatir también por la justicia, pero combatir amando.
 
XII. Límite de la autodefensa necesaria.
 
He escrito muy lentamente esta carta que va dirigida a usted, Mahatma. Me he interrumpido repetidas veces, por días enteros después de un corto párrafo, a fin de buscar en mi saber y en mi pensamiento. Repetidas veces me he sometido a mi propio tribunal, durante días y noches enteras, a fin de comprobar si no sobrepaso en algún punto la medida de la autodefensa permitida y hasta exigida por Dios, de lina comunidad humana, cayendo en el peligroso extravío del egoísmo colectivo. Los amigos y la propia conciencia me han ayudado a purificarme siempre que amenazó tal peligro. Así han transcurrido varias semanas y ha llegado la época en que se delibera en la capital británica sobre la cuestión judeo-árabe, donde según rumores ésta habría de definirse. La verdadera decisión de este asunto, sin embargo, no puede surgir de afuera sino solamente de adentro. Es por ello que me permito cerrar esta carta, sin esperar el resultado de Londres.