Coloquio

Edición Nº23 - Octubre 1990

Ed. Nº23: Primo Levi: El holocausto o el difícil camino de la verdad

Por Sergio Nudelstejer

Hace dos años, precisamente en abril de 1987, llegó la triste noticia del suicidio del escritor Primo Levi. Cuando un escritor se suicida, es difícil no reinterpretar sus libros a la luz de su acto final. Y la tentación es particularmente fuerte en el caso de Primo Levi, pues gran parte de su obra surgió de sus propias experiencias en Auschwitz. El calor y sentido humano de sus escritos había convertido a Levi en un símbolo para sus lectores, en el símbolo del triunfo de la razón sobre la barbarie del genocidio. Para algunos, su muerte violenta cuestionaba ese símbolo. En ciertos casos el suicidio de un autor se ve como la conclusión lógica de todo lo que se ha escrito o como una contradicción irónica, más que como el resultado de una tormenta puramente personal.

En 1943 durante la Segunda Guerra Mundial, siendo Primo Levi un joven ingeniero químico que vivía en Turín, ayudó a formar un grupo de «partisanos» que tanto él como sus cantaradas esperaban que eventualmente se afiliaría al movimiento de resistencia llamado «Justicia y Libertad». Al terminar el año fue capturado por la milicia fascista y enviado a un campo de detención en Fossoli. Allí se quedó un par de semanas. El 21 de febrero de 1944 se anunció que todos los judíos de ese campo saldrían al día siguiente con destino desconocido. Les dijeron que se prepararan para un largo viaje. Al día siguiente, 650 personas fueron empujadas en 12 vagones y supieron dónde iban: Auschwitz.

Al llegar, los niños, los viejos y la mayoría de las mujeres fueron «tragados por la noche». Noventa y seis hombres y veintinueve mujeres fueron enviados a los respectivos campos de concentración de Monowitz-Buna y Birkenau; el resto fueron llevados a las cámaras de gas. De las 125 personas enviadas a los campos, sólo tres regresaron a Italia después de la liberación. Una de estas tres fue Primo Levi. Algunos años más tarde, cuando él ya se había ajustado nuevamente a una vida normal, se sentó a escribir sobre los veinte meses que pasó en el infierno. Publicó dos libros If this is a man (Si éste es un hombre) y The truce (La tregua) que contiene los recuerdos que le venían a la memoria en esa inquieta tranquilidad en la que vivía ahora.

En la más reciente edición de la editorial «Abacus» de Londres, estas dos obras están publicadas en un solo volumen, ya que ambas confluyen. Si éste es un hombre describe el descenso del hombre al infierno. La tregua nos ofrece la descripción de su escape del infierno. El primero de los libros, a pesar de su tema, no es un libro desalentador. Primo Levi no titubea para narrarnos los más increíbles detalles de esa crueldad nacida de la «mística de la esterilidad», pero tampoco las presenta en tonos oscuros para hacer resaltar su punto de vista personal. Paradójicamente lo que emerge del libro es un sentido del valor del hombre, de la búsqueda de la dignidad mantenida a toda costa: «…Y por primera vez nos percatamos de que a nuestro idioma le faltan palabras para expresar esta ofensa: la demolición del hombre. En un momento, con una casi profética intuición, se nos reveló la realidad; habíamos tocado fondo. Ya no es posible sumirse más abajo que esto; ninguna condición humana es más miserable que ésta, ni se puede concebir. Ya nada nos pertenece; se han llevado nuestra ropa, nuestros zapatos y hasta nuestro cabello, si hablamos, no nos escuchan, y si escuchan no comprenden. Se llevarán hasta nuestro nombre; y si queremos conservarlo, tendremos que encontrar en nosotros mismos la fuerza para hacerlo, para lograr que tras el nombre algo de nosotros, de nosotros como éramos aún permanezca».

El prisionero 174517 —»nos han bautizado, llevaremos el tatuaje en nuestro brazo izquierdo hasta la muerte»— encontró la fuerza en si mismo para retener algo del propio Primo Levi. Pero al principio cuando fue internado, no era fácil; se sintió sobresaltado al encontrarlo en el ejemplo de otros:

«…Después de sólo una semana en la prisión, el instinto por la limpieza desapareció totalmente de mi persona. Ando vagando por los baños cuando repentinamente veo a Steinlauf, mi amigo de casi cincuenta años de edad, descubierto del torso, tallándose el cuello y los hombros con muy poco éxito (no tiene nada de jabón), pero con mucha energía. Steinlauf me ve, me saluda y sin ningún preámbulo me pregunta por qué no me estoy lavando. ¿Y por qué me debo lavar? ¿Acaso mejorará mi condición? ¿Alguien me querrá más? ¿Viviré un año o una hora más? Probablemente viviré menos tiempo porque lavarse es un esfuerzo, una pérdida de energía y de calor… Steinlauf me interrumpe: «Todos moriremos, todos estamos por morir»… Ha terminado de lavarse y se está secando con su chamarra que antes tenía entre sus rodillas y que pronto se pondrá. Y sin interrumpir la operación me administra toda una lección… Este era el sentido para no olvidarse ni entonces ni después: que precisamente el Lager (campo de concentración) era una gran máquina diseñada para reducirnos a bestias, no debemos convertirnos en bestias; que aun en este lugar uno puede sobrevivir y por lo tanto uno debe querer sobrevivir, para contar la historia, para dar testimonio; y que para sobrevivir debemos forzarnos a salvar por lo menos el esqueleto, el andamio, la forma de la civilización… Debemos caminar erguidos, sin arrastrar los pies, no rindiéndole honores a la disciplina prusiana, sino permanecer vivos y no empezar a morir».


Primo Levi sobrevivió al campo de concentración. En 1945 fue enviado con otros italianos a Rusia Blanca. Después de regresar a Italia, siguió trabajando como ingeniero químico en Turín, hasta que se retiró en 1975. Mientras tanto escribió una serie de libros, entre ellos los que hemos mencionado anteriormente. Sorpresivamente, en abril hace dos años, se suicidó en su propio hogar.

Aparentemente Primo Levi no tenía ninguna de esas obvias cicatrices emocionales tan comunes entre los sobrevivientes del Holocausto, ninguna reserva para discutir su pasado. Era una persona extraordinariamente serena, abierta y con buen sentido del humor, con una asombrosa ausencia de amargura —como lo señala Alexander Stile, que lo conoció personalmente—. Podía describir a un guardia nazi de la prisión en la que estuvo con la misma objetividad y comprensión que mostraba al escribir o hablar acerca de sus compañeros del campo de concentración. Parecía una especie de milagro que una persona de tan sensitivo temperamento y tan fino equilibrio intelectual hubiera emergido de la pesadilla de Auschwitz. Levi mantenía la sensibilidad y la mente inquisidora del alumno de química que era antes de la guerra, pero tenía la sabiduría y la dureza de un sobreviviente que ha visto más de la vida que la generalidad de los hombres.

Muy delgado, pequeño de estatura, con amplia cabeza que lucía su cabello blanco, una corta barba y bigote, ojos muy alertas, Primo Levi tenía la simplicidad necesaria para contrarrestar su considerable sofisticación intelectual. A diferencia de algunos sobrevivientes que quedaron desenraizados después de la guerra, Levi se sentía muy ligado a su familia y a su ciudad. Después de salir de Auschwitz, regresó a vivir al mismo departamento de Turín que su familia había ocupado por tres generaciones. Durante largo tiempo colaboró en el periódico La Stampa.

Primo Levi es un muy apreciado testigo de aquella época de destrucción y muerte, porque fue el Nacional Socialismo alemán lo que lo obligó a pensar y meditar en su judaísmo. Fue educado en un ambiente familiar con una tradición cultural, pero no religiosa, y como no-creyente que era, él consideraba la tradición con un poco de ironía. Vivía en una sociedad en la que un antisemitismo serio era bastante raro. No hablaba ni entendía el idish; sólo la experiencia del Lager le dio un poco de comprensión y algo de afecto por la conciencia judía de la Europa Oriental. Era italiano, con una magnífica educación científica y humana, para quien la experiencia del Holocausto lo acercó más a su judaísmo y a su humanismo.

A Levi no le cupo duda alguna que la matanza y asesinato de millones de seres humanos en Auschwitz, Treblinka, Theresienstadty en otros campos de la muerte, fue un hecho enteramente singular. Y escribió:

«Hasta el momento en que escribo esto, y a pesar de los horrores de Hiroshima y Nagasaki, la vergüenza de los Gulags, la inutilidad de la guerra de Vietnam, el genocidio de Camboya, los «desaparecidos» de Argentina y muchas otras atrocidades de las estúpidas guerras que hemos presenciado, el sistema del campo de concentración sigue siendo el único tanto en su extensión como por su calidad. En ningún otro lugar o momento ha podido uno ver o vivir un fenómeno tan inesperado y tan complejo; jamás se han extinguido tantas vidas humanas en un lapso de tiempo tan corto y con una combinación tan lúcida de ingenuidad tecnológica, fanatismo y crueldad».


Como escritor, Primo Levi se convirtió de ser un simple testigo del Holocausto en un gran novelista imaginativo. Después de sus primeros volúmenes de memorias sobre sus experiencias durante la guerra: Sobrevivencia en Auschwitz y El despertar, hizo uso de sus conocimientos y talento para producir El sistema periódico (1975), que le mereció el «Premio Prato»; Historias naturales (1967) por el cual obtuvo el «Premio Bagüita»; Vicio de forma (1971); La llave a Estella (1979) ganadora del «Premio Strega»; Momentos de liberación (1981) y ¿Si no ahora, cuándo? publicado en 1982, la cual obtuvo el «Premio Capiello» y el «Premio Viareggio». Además escribió un volumen de poesía Shemá y una colección de cuentos cortos – Los ahogados y los salvados (1986). Si éste es un hombre, se publicó por vez primera en 1958, y La tregua que obtuvo el «Premio Capiello» en 1962.

Su libro «Moments of Reprieve» Momentos de Liberación nos recuerda en cierta forma la obra de Solzhenitzin Un día en la vida de Iván Denisovich, porque sugiere esa clase de cualidades especiales que necesitan los seres humanos para poder hacer posible cualquier clase de supervivencia en los campos de concentración.

Momentos de Liberación es una extraordinaria colección de historias, que en lugar de ser deprimentes o terriblemente tristes, son acogedoras y hasta a veces divertidas. Es un libro lleno de personajes sorprendentes: por ejemplo tenemos a Rappaport, un médico polaco, que siente que se ha ganado el derecho de escupirle a la cara a Hitler si es que lo llega a ver en el otro mundo, porque no le permitió gozar lo bueno de la vida en este mundo. Y allí tenemos también a Ezra, un jazán, el cantor de Lituania, que pudo persuadir al jefe de barracas, un comunista alemán, que le guardara la sopa durante veinticuatro horas porque era Yom Kipur. Y Wolf, el farmacólogo de Berlín, hombre de larga nariz, a quien llaman «nuestra foca», cuyo secreto de sobrevivencia era su enorme pasión por la música, la que tarareaba constantemente. En uno de los mejores relatos del libro, Primo Levi recuerda que le contaron la historia de Lilith, quien por ser rebelde y una especie de feminista, huyó y se convirtió en diablesa y subsecuentemente, de acuerdo a algunas versiones de la historia fue la amante de Dios. Este relato es especialmente conmovedor, no sólo por la forma en que está escrito, sino porque es testigo del consuelo que trae el contar o leer historias o cuentos aun en las circunstancias más terribles. Pero consideremos por un momento la siguiente frase con la que Primo Levi describe lo que le significó comerse una manzana por primera vez, después de ser liberado: «Masticábamos en silencio, muy atentos al precioso sabor agridulce, tan atentos como si estuviéramos escuchando una sinfonía». Ya no se puede imaginar descripción más precisa y poética de esa experiencia. Y esta es una de las muchas descripciones en ese libro, que pueden leerse como si fueran partes de poemas en prosa.

Desde su regreso de la guerra, Levi siguió viviendo en el viejo departamento en las calles de Corso Humberto, donde él y su esposa pasaban mucho tiempo cuidando a su enferma madre de 92 años. Su hijo vi vía allí mismo, al final de un largo pasillo. Escribiendo sus libros en el mismo cuarto donde nació, trabajando en una computadora, Levi parecía estar bien asentado en el pasado y, sin embargo, muy curioso por el presente. Pero el 11 de abril del año de 1987 se arrojó desde el cuarto piso por todas las escaleras hasta encontrar la muerte. Otro sobreviviente del Holocausto, el escritor Elie Wiesel, sostiene que el fantasma del suicidio persigue a muchos de aquellos que sobrevivieron los campos de concentración.

Los últimos meses de la vida de Primo Levi estuvieron dominados por problemas personales. En noviembre de 1986, su madre sufrió una embolia cerebral y necesitó que se le cuidara día y noche. En ese tiempo Levi estaba hospitalizado porque necesitó de dos operaciones de la próstata, que aunque operaciones menores, lo habían cansado y deprimido. Un médico le dio antidepresivos y hay quienes sugieren que un cambio en la dosis de estos antidepresivos produjo su acto impulsivo. Aunque estas circunstancias pueden explicar el momento de su muerte, no puede uno dejar de buscar en su experiencia del Holocausto los orígenes de su desesperación.

El último libro escrito por Primo Levi Los ahogados y los salvados arroja luz en relación con su forma de actuar. Mientras Sobrevivencia en Auschwitz, La tregua y El sistema periódico son libros de esperanza, Los ahogados y los salvados es una oscura meditación sobre el significado del exterminio nazi visto a 40 años de distancia. En este libro recuerda cómo los nazis atormentaban a sus prisioneros diciéndoles que aún si por algún milagro lograban salvarse y sobrevivir, nadie les creería nada al regresar a sus hogares.

Aunque literalmente éste no era el caso, sí contenía grandes elementos de verdad. Al final de su vida, Primo Levi se había convencido de que las lecciones dejadas por el Holocausto estaban destinadas a perderse y convertirse en otras más de las rutinarias atrocidades de la historia. Levi estaba preocupado por las distorsiones sentimentales que presentaban algunos sobrevivientes e historiadores amigos y también le preocupaba la amnesia colectiva de aquellos responsables del exterminio. En años más recientes había hablado frecuentemente ante jóvenes estudiantes en la secundaria donde él mismo había estudiado. Y se percataba de cuán remoto o nulo era su conocimiento de aquella etapa de sufrimiento y destrucción.

A la vez, para explicar por qué siempre regresaba al tema de Auschwitz, Levi escribió en Momentos de Liberación, una colección de esbozos autobiográficos: «Una millonada de detalles continúa surgiendo en mi memoria y la idea de dejarlos que desaparecieran me entristeció. Un gran número de figuras humanas se presentaban en mi mente con un trágico trasfondo de amigos, gente con quienes había yo viajado, y hasta adversarios, suplicándome uno tras otro, que les ayudara a sobrevivir y a gozar de la perenne existencia como personajes literarios».

En Los ahogados y los salvados, Primo Levi escribió sobre la tremenda dificultad que implica vivir con las memorias del Holocausto. El suicidio es, precisamente, la mayor preocupación de ésta su obra. Dedica todo un capítulo al filósofo belga Jean Amér y quien había estado con Levi en Auschwitz y que se suicidó en 1978. Señala Levi que cualquier suicidio «está abierto a una constelación de diferentes interpretaciones», pero que él cree, que en el caso de los sobrevivientes del Holocausto, el origen está en sus propias y personales experiencias. Para los sobrevivientes, escribe, «el período de encarcelamiento (cuan largo fuera) es el centro de su existencia por entero». Y en un pasaje que cita de Améry, Levi nos deja una clave interpretativa de su propia muerte: «Aquel que ha sido torturado permanece torturado». «Aquel que ha sufrido tormentos ya no puede encontrar su lugar en el mundo. La fe en la humanidad —resquebrajada con la primera cachetada y luego demolida por la tortura— ya jamás se puede recobrar».

Pero mientras Jean Améry era un hombre que trataba de desquitarse, de tomar represalias en contra de la violencia, Levi se describía a sí mismo como «una persona incapaz de responder a un golpe con otro golpe». Respondió a la violencia de Auschwitz dando a conocer la tragedia y su significado. Agudamente sensible al sufrimiento de otros, sentía culpa por no haber podido hacer más por aquellos que a su alrededor sufrían y morían en aquella oscura época.

Durante sus últimos meses de vida, Levi había estado conversando extensamente acerca de su pasado con el crítico literario Giovanni Tesio, que también vive en Turín, y quien estaba reuniendo material para una biografía de este autor. Unos días antes de su muerte, Levi cortó abruptamente sus conversaciones porque los recuerdos de Auschwitz ya le eran demasiado dolorosos —dijo Giovanni en una reciente entrevista—. Otros amigos han contado acerca de una pesadilla recurrente que tenía Levi en las últimas semanas. En el sueño —les dijo Levi— «me veía sentado a la mesa con mi familia, o trabajando en un campo verde. En una atmósfera relajada. Y sin embargo, sentía una ansiedad sutil, un sentimiento de inminente amenaza. Y mientras el sueño avanzaba, la escena se disolvía. La familia desaparecía. Ya no había trabajo. Ya no había campo verde. Yo seguía en el campo de concentración. No había nada real fuera del campo de concentración».

La muerte de Primo Levi es sin duda una gran pérdida para la vida intelectual y para la literatura en general. Mientras Levi vivía, era inspirador pensar en á trabajando en otro libro más, en su departamento de Turín. Sin él, por lo menos para quien piensa sobre la vida activa de la mente, el mundo se ha convertido en un lugar oscuro. El único consuelo que queda es que cuando un gran escritor muere, tenemos y siempre tendremos la presencia vigorosa de su obra.

Primo Levi nos ha legado una obra significativa que merece ser leída y conocida. En sus libros no todo es negro y tenebroso, aunque el tono de la narrativa es como una elegía en la que aparecen esos millones de fantasmas que acusan, sufren y rondan cada frase de sus libros. A la vez, no omite de su historia, el débil brillo de luz que aparecía en raras ocasiones a pesar de toda la maldad que conoció y vivió. Su humanismo era puro, no contaminado, estaba totalmente fuera de este mundo de negaciones. Y su suicidio es como una campanada para despertar las conciencias dormidas y aletargadas.