Coloquio

Edición Nº20 - Octubre 1989

Ed. Nº20: El bachiller Francisco Maldonado Silva: Un martir de su fe a 350 años de su muerte

Por Gunter Bohm

El 23 de enero de 1639 murió quemado vivo, en el gran Auto de Fe, en Lima, el más destacado personaje judío no sólo de todo el período colonial chileno sino también del sudamericano. Nos referimos al bachiller Francisco Maldonado de Silva, nacido en San Miguel de Tucumán el año 1592, hijo de Diego Núñez de Silva, cirujano, natural de Lisboa, condenado también por “Judaizante” en el Auto de Fe Público de 1605, en Lima.

Francisco Maldonado de Silva se había trasladado al Perú para acompañar a su padre, quien ejerció su profesión en el Callao, aprovechando estos años para dedicarse al estudio de la medicina y probablemente también al de las humanidades en la renombrada Universidad de San Marcos, en Lima. Al fallecer el padre en 1616, su hijo Francisco estaba por obtener (o ya había obtenido) su título de bachiller y cirujano. Motivos para buscar un empleo en otro país no le faltaban, pues tanto su padre como su hermano habían sufrido una condena por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición algunos años antes. Además, alrededor de 1610, instruido por su padre e impactado por la condena de su progenitor y por la lectura del libelo antijudío titulado “Scrutinium Scripturarum”, escrito por el apóstata Salomón Halevi, conocido más tarde bajo el nombre de Pablo de Santa María, obispo de Burgos, Maldonado de Silva ya se había decidido a cumplir con los preceptos de la “Ley de Moysen”, para lo cual le era más imprescindible aún alejarse del Perú.
 
Por otro lado, en el Cabildo de Santiago, en un acta del 5 de julio de 1618, “se trata acerca de la grande falta que hay de médico que cure en la ciudad y cuando importa que de la de los Reyes (Lima) se procure traer a ésta uno que sea bueno”. Se encarga, además, al procurador general de Santiago “para que convenga con los de la ciudad el salario que cada uno pudiera dar y asegurar”.
 
Pero no sólo faltaba en Santiago de Chile algún médico “que fuese bueno”. También el estado de los pocos hospitales existentes en el país era más que lamentable, contando el Hospital San Juan de Dios de Santiago, por el año 1617 con sólo doce camas, algunas frazadas y sábanas y, según un inventario de aquella época, con tres jeringas y siete bacinicas de cobre.
 
Las actas del Cabildo de Santiago mencionan, el 12 de abril de 1619, por primera vez a “Francisco Maldonado de Silva, cirujano examinado” y lo nombran el 20 de diciembre del mismo año, cirujano mayor del Hospital San Juan de Dios, considerando que es “una persona de Letras en la facultad de medicina y cirugía”. Su salario inicial es de ciento cincuenta patacones.
 
Sabemos, gracias al expediente del inventario de sus bienes, hecho en 1627, que trajo consigo, desde el Perú, su propio instrumental médico, como, por ejemplo, “el Speculum Matricis de plata, que le costó cuarenta patacones, dos jeringuillas de plata, una sierra de cirugía y otros instrumentos quirúrgicos”, que no especifica.
 
Más importante aún era su biblioteca profesional, que había heredado, en parte, de su padre y que corresponde a la primera colección de libros sobre medicina conocida en Chile, colección que refleja el conocimiento científico de un médico titulado en una universidad del Nuevo Mundo.
 
De los textos clásicos de la Antigüedad, figuran el “Pronosticorum Ipocrates” (sic), una obra de Plinio, y varios volúmenes de Galeno. Del gran estudioso de la anatomía humana, Andreas Vesalius, también aparece un volumen. De textos relacionados con su especialidad de cirujano, poseía un “Tesoro de la verdadera Cirugía”, una muy curiosa “Verdadera Medicina cirugía y astrología”, un “Antidotario General” y un ejemplar de “Diez privilegios para mujeres preñadas, con un diccionario médico”, impreso en Alcalá en 1606. Otro volumen, quizás muy necesario para el uso de su profesión de cirujano en aquella época, se intitulaba “Cien oraciones fúnebres”.
 
De los “ciento y tantos cuerpos de libros” que había traído a Chile Maldonado de Silva, sólo conocemos una lista incompleta, confeccionada en 1627 por un funcionario del Santo Oficio de la Inquisición. Lo que se desprende de su lectura es no sólo su conocimiento cabal del idioma latín, ya que poseía numerosos libros impresos en esta lengua, sino también su vasta cultura general. Asimismo aparecen entre sus libros algunos textos legales, otros de contenido científico y también algunas novedades literarias, como “un volumen de las Comedias de Lope de Vega”, seguramente el primer ejemplar de una obra del clásico español en Chile colonial.
 
A los treinta años de edad, Francisco Maldonado de Silva pone su firma, por última vez, al pie de un documento encabezado con la fórmula cristiana: “a el servicio de Dios nuestro Señor y de su bendita y gloriosa madre y mediante su gracia y bendición”.
 
Ha madurado ya las enseñanzas judaicas recibidas de su padre Diego y ha continuado, por su cuenta, instruyéndose en la religión de sus antepasados, aprovechando algunos textos de su propia biblioteca.
 
En el año 1625, el bachiller sentía necesidad de comunicar su conversión al judaísmo a un familiar cercano. A su esposa Isabel no se atrevía a hablar sobre este tema ni tampoco a su hermana Felipa, “con el hábito de beata de la Compañía de Jesús”, menos aún.
 
Sólo podía confiarse, por lo tanto, a su hermana menor, también de nombre Isabel, advirtiéndole que “en ella estaba su vida y su muerte, pues le hacía saber que él era judío y guardaba la Ley de Moisés”.
 
Sin embargo, olvidando la advertencia de su hermano, Isabel no sólo contó los pormenores de sus conversaciones a su hermana Felipa, sino que además “los comunicó a su confesor, el cual la mandó que lo viniese a declarar al Comisario del Santo Oficio”, transformándose por esta vía en responsable de su trágico fin.
 
Maldonado de Silva, posiblemente en antecedentes de esta delación, preparó su cambio de residencia a Concepción, junto a su familia, ejerciendo allí como médico. Desgraciadamente, en esta ciudad fue aprehendido, el 29 de abril de 1627, para ser llevado a Lima en uno de los navíos que partieron desde Valparaíso hacia el puerto del Callao. Luego fue encerrado en una celda de las cárceles secretas del Santo Oficio, donde permaneció hasta el día del gran Auto de Fe, en enero de 1639.
 
¿Qué suerte corrió su valiosa biblioteca, confiscada en Concepción?
 
Ya fuera por falta de interés o por falta de medios para adquirir esta importante colección de textos, que debió haber interesado por lo menos a las personas más cultas residentes en Santiago, el caso es que nadie solicitó el envío de esta biblioteca a la capital del Reino.
 
A pocos días de la detención de Maldonado de Silva en Lima, el fiscal del Santo Oficio presentó, a fines de octubre de 1627, la acusación en su contra, pero el bachiller “no quiso jurar la cruz, sino por el Dios de Israel y por él dijo que declararía la verdad”, entregando, al mismo tiempo, “algunas oraciones que había compuesto en la cárcel, en verso latino, y un romance en honra de su ley”.
 
Posteriormente, los inquisidores del Santo Oficio llamaron a cuatro de los más distinguidos teólogos de Lima para convencer a Francisco Maldonado de abjurar de sus errores. Es fácil imaginar la desilusión de estor renombrados calificadores al no poder persuadir con textos sagrados y argumentos doctos aun reo traído desde el lejano Chile. Así lo expresan ellos mismos al dejar constancia en la documentación correspondiente que “cargando la conciencia a los inquisidores, se le trajeron tres calificadores de la Compañía de Jesús, y estando presentes, junto con los inquisidores, propuso el reo una larga arenga en verso latino, tratando de la estabilidad, de la verdad y duración de la ley de Moisés”. Al concluir el cuarto año de su detención, los inquisidores se habían dado cuenta de que todo el esfuerzo por convencer al reo había sido infructuoso, ya que, según ellos, el bachiller Maldonado de Silva pedía las reuniones “más para hacer vana ostentación de su ingenio y sofisterías, que con el deseo de convertirse a nuestra fe católica”.
 
Así, fue condenado finalmente, en «ñero de 1633, “a relajar a la justicia y brazo seglar y confiscación de bienes”, o sea, a ser entregado a las autoridades seculares, como hereje, para que fuera enviado a la hoguera.
 
Tuvieron que pasar seis años más para que se diera cumplimiento a esta condena, tiempo suficiente para que Maldonado de Silva escribiera “varios tratados que se quemaron juntos con él”. Según palabras de un testigo ocular, el clérigo Fernando de Montesinos, “con darle recaudo para escribir, de papeles viejos en que le llevaron envueltas algunas cosas que pedía, juntando unos pedazos con otros tan sutilmente que parecían una pieza misma, hizo las hojas de dichos tratados, y con pluma y tinta que hizo, ésta de carbón, aquélla de un hueso de gallina, cortado con un cuchillo que hizo de un clavo, escribió letra que parecía de molde”.
 
De todos los escritos del bachiller, sólo se salvó de la hoguera un “Cuadernillo”, fechado el 22 de noviembre de 1638, que lleva su firma como “Heli Judío Nasareo indigno del Dios de Israel, alio nombre Silva”, en el cual insiste en defender sus preceptos religiosos judíos. Todo comentario que le merece al Santo Oficio este escrito está registrado en la última hoja del mismo, debajo de su firma: “Entre infinitos cuadernos que escribió este reo, se envía este para que se vea puesto a la claridad la curiosidad de juntar papelitos”(!)
 
Igualmente, por ser agregadas también al legajo de su proceso, no se quemaron junto a él dos cartas que fueron interceptadas por el Alcaide de las cárceles secretas, escritas en latín y dirigidas a los judíos residentes en Roma, cartas que constituyen, sin duda, uno de los más conmovedores testimonios de fe dados por un judeoconverso y mártir de sus convicciones religiosas en Hispanoamérica. En dichas cartas hace una súplica a sus hermanos judíos de Roma: “Rogad por mí al Señor, hermanos queridísimos, que me dé fortaleza para sufrir el tormento del fuego: pues tengo cercana la muerte, y no tengo otro que me ayude sino Dios, espero en El sin duda la vida eterna”.
 
El 23 de enero de 1639, por fin, tiene lugar en la Ciudad de los Reyes, Lima, el Auto de Fe más grande de América del Sur. Sus pormenores se conocen gracias al relato del clérigo Fernando de Montesinos, cuyo texto se imprimió posteriormente, en 1640, en Madrid. Fueron condenados, en esta ocasión 63 judaizantes, entre ellos dos mujeres. Once de los condenados debían ser quemados en la hoguera. El bachiller Francisco Maldonado de Silva estaba también en la lista.
 
El clérigo De Montesinos habla en su relato de la “procesión de los penitenciados”, cada uno caminando con la cruz en sus manos, “menos el licenciado Silva que no la quiso llevar por ir rebelde”.
 
Para escuchar la lectura de las sentencias, se ubicó a los acusados en un tablado construido especialmente para este fin. Lo que presenció allí el clérigo también lo menciona en su libelo:
 
“Y es digno de reparo que aviándose acabado de hazer la relación de las causas de los relaxados, se levantó un viento tan recio, que afirman vezinos antiguos desta ciudad no aver visto otro tan fuerte en muchos años. Rompió con toda la violencia la vela que hacía sombra al tablado, por la misma parte y lugar donde estaba este condenado, el qual, mirando al cielo, dixo: esto lo ha dispuesto assi el Dios de Israel para verme cara a cara desde el cielo”.
 
A su vez, el informe que los Inquisidores de Lima enviaron a sus superiores en Madrid, expresa, al final: “En 23 de Henero, domingo, día de San Alfonso de 1639, año que se celebró el auto de la fee, salió el reo bachiller Francisco Maldonado de Silva, por otro nombre Heli Judío Napareo, indigno del Dios de Hisrrael, con los libros que manifestó en la audiencia de 12 de noviembre de 1638 al cuello, y oída su sentencia fue relajado a la justicia y brazo seglar que le quemó vivo con los dichos libros y murió pertinaz”.