Coloquio

Edición Nº52 - Julio 2020

Ed. Nº52: El debate sobre la anexión de Cisjordania: entre estrategia e ideología

Por Kevin Ary Levin

La discusión durante estos meses sobre la anexión de partes de Cisjordania abrió un nuevo capítulo en una historia que se escribe, con diversas transformaciones, desde 1937, cuando los británicos formularon un primer plan de partición del Mandato Británico de Palestina. Como respuesta a la Gran Revuelta Árabe que amenazaba la gobernabilidad e intereses británicos en la región, la comisión real encabezada por Lord Robert Peel determinó que el mandato tal como había sido planteado en 1920 era insostenible y proponía como su sustituto el establecimiento de un pequeño Estado judío (que hubiera abarcado la Galilea y la mayoría de la llanura costera, hasta Rejovot), un Estado árabe y una zona estratégica que iba a continuar bajo administración británica.

El debate al interior del movimiento sionista nos revela una muy interesante continuidad con el presente, particularmente en la forma en la que diferentes partes del liderazgo del ishuv – y hoy el liderazgo político israelí – discutieron y discuten sobre la forma deseada de las fronteras definitivas y el carácter del Estado judío. La comparación entre el pasado y el presente puede dar algunas ideas sobre los riesgos detrás del proyecto anexionista.
 
Un debate continuo desde 1937
 
En aquel entonces, el movimiento sionista se dividió una vez más en lo que quizás era su peor crisis desde la discusión del Plan de Uganda durante el final de la vida de Herzl. Liderando el campo pro-partición se encontraba Jaim Weizmann, un militante veterano que podía adjudicarse el mayor y más inesperado logro diplomático del sionismo: la declaración Balfour. Weizmann y sus compañeros creían que la partición era el mejor escenario a obtener en la inmediatez, particularmente en un mundo conmocionado por el ascenso del nazismo al poder y una realidad demográfica en Palestina que no se prestaba a aspiraciones maximalistas sobre territorio y reconocimientos políticos. Los judíos constituían por aquel entonces apenas un cuarto de la población total de Palestina. La partición era, además, tal vez una medida temporal en el camino a una solución mejor en el futuro. Era en última instancia una visión pragmática que, al igual que Herzl en la discusión sobre Uganda tres décadas antes, enfatizaba la urgencia de obtener algún resultado concreto por sobre la voluntad de que esos resultados fueran necesariamente óptimos. En el campo anti-partición, cuyo referente más visible era el igualmente veterano pero hoy menos recordado Menajem Ussishkin (por entonces presidente del Keren Kayemet LeIsrael), un conjunto de argumentos confluían para determinar la oposición. Una facción que basaba su posición en lo que percibía como intereses estratégicos veía que el mapa desconectaba al Estado judío de importantes recursos económicos que el ishuv había desarrollado, ligados a la extracción de minerales del Mar Muerto y la producción energética. Estos dos intereses requerían soberanía sobre el valle del Jordán. Por otro lado, una oposición ideológica integraba a quienes se oponían a cualquier renuncia, aunque fuera mínima, a lo que consideraban tierra histórica del pueblo judío (entre ellos, los revisionistas, que todavía protestaban la creación de Transjordania como mandato separado durante la década anterior) y quienes apostaban por un Estado único de carácter binacional (principalmente las facciones de Hashomer Hatzair y Hakibutz Hameujad).
 
Aunque la decisión de apoyar a Weizmann y acompañar críticamente la partición tuvo poca relevancia porque los británicos mismos abandonaron la propuesta de 1937, esta decisión marcó el tono para dos campos que se repetirían hasta el día de hoy. Una opinión por entonces mayoritaria creía que un Estado judío requería en primera instancia negociación y diplomacia, fronteras claras y la distinción fundamental entre metas maximalistas y metas alcanzables en el momento. Una minoría, por otra parte, sostenía como banderas reclamos territoriales irrenunciables (incluyendo tierras ancestrales y estratégicas) y la imposibilidad de confiar en actores externos y en la diplomacia, sino que sólo se podía depender de la fuerza propia.
 
Estos mismos términos fueron revividos en 1947, a la luz de la decisión del Comité Especial de las Naciones Unidas sobre Palestina (UNSCOP) de formular un nuevo plan de partición, más generoso para los judíos que el plan británico de 1937 e igualmente opuesto de forma rotunda por el liderazgo palestino. En esa ocasión, el inminente final del Mandato Británico, la terrible situación de los refugiados judíos europeos luego de la Segunda Guerra Mundial y la sensación de una oportunidad diplomática única (por el consenso entre Estados Unidos y la Unión Soviética sobre la partición) minimizaron las voces anti-particionistas. Salvo los extremos ideológicos de la izquierda y de la derecha del sionismo (que repitieron sus argumentos planteados diez años antes) la gran mayoría del movimiento sionista apoyó la partición, aún con preocupaciones sobre el trazado del mapa y sus condiciones. Fue esa actitud pragmática y conciliadora la que permitió el establecimiento del Estado de Israel y su integración dentro de la comunidad de las naciones. Esta quedó plasmada al año siguiente en la declaración de independencia de Israel que, frente a la negativa árabe de aceptar la formación de un nuevo Estado, exhortaba “a los habitantes árabes del Estado de Israel a mantener la paz y participar en la construcción del Estado sobre la base de plenos derechos civiles y de una representación adecuada en todas sus instituciones provisionales y permanentes”, así como extendía su mano “a todos los estados vecinos y a sus pueblos en una oferta de paz y buena vecindad, y los exhortamos a establecer vínculos de cooperación y ayuda”. Por supuesto, estas nobles afirmaciones estuvieron lejos de los acontecimientos de los años siguientes: los plenos derechos civiles de los árabes israelíes difícilmente habrían podido darse bajo la administración militar que rigió sobre los árabes israelíes hasta 1966. Pero no deja de ser relevante que este discurso liberal contribuyó a la legitimación del nuevo Estado de Israel ante los ojos del mundo. 
 
1967: el año en el que todo cambió
 
Los términos del debate y la fuerza de los dos campos fueron modificados con la contundente victoria israelí en la guerra de 1967, aunque sus argumentos básicos fueron tomados del debate de 1937 frente a la propuesta británica. El nuevo control israelí sobre la península del Sinaí, la franja de Gaza, los altos del Golán, Cisjordania y Jerusalén Oriental impulsaron renovadas ambiciones de reconfigurar fronteras y relaciones de poder en la zona. Tres grandes conjuntos de argumentos – dos estratégicos, uno ideológico – emergieron de la situación posterior a la guerra y condicionaron la continuidad israelí y la anexión de parte de esos territorios (el Golán y Jerusalén), aunque son nuevas versiones de viejos argumentos: el primero era la posibilidad de usar esos territorios como carta de negociación diplomática, intercambiando reconocimiento formal a la existencia de Israel por la devolución del territorio a alguno de los países vecinos. El segundo, tal vez el menos anticuado porque la situación de seguridad había cambiado, era la idea de que los territorios le otorgaban a Israel una mejor posición defensiva, por el hecho de alejar la frontera de facto de los grandes centros demográficos israelíes, otorgarle a Israel la altitud del Golán (utilizada con anterioridad a la guerra para atacar localidades israelíes en la Galilea desde Siria), mayor acceso al agua y más. El último, tomando los viejos planteos maximalistas sobre el territorio, planteaba que estos territorios pertenecían al Estado de Israel, sea por derecho nacional o por derecho divino. Este argumento, particularmente resonante cuando se trataba de Jerusalén o de lugares como Hebrón, fue recibido con especial entusiasmo por el público sionista ortodoxo, cuyas filas e influencia crecieron con el fervor místico producido tras la guerra y durante las siguientes décadas. De forma paralela al proceso por el cual miles de judíos israelíes comenzaron a darle un significado religioso a su existencia en el país que antes no veían, el ala derecha del sionismo y de la sociedad israelí consolidó su posición militante a favor del control israelí permanente sobre los territorios ocupados y pudo movilizarse efectivamente para fundar los primeros asentamientos. El gobierno mayoritariamente secular del Laborismo israelí, sin una agenda clara sobre qué hacer con esos territorios, no requirió de mucha persuasión para permitirlo: era en la colonización sionista de comienzos del siglo XX que el Laborismo se había formado y estos nuevos colonos (de discurso y apariencia diferentes pero portadores de convicciones igualmente firmes sobre sus objetivos) indicaban para muchos la posibilidad de volver al viejo ethos colectivo que había fundado el Estado.
 
Este fervor maximalista debió ser necesariamente atemperado por una realidad demográfica que en 1937 había sido determinante en la toma de posición sionista: esos territorios no estaban solos, sino que estaban poblados por más de un millón de palestinos. Anexarlos y darles ciudadanía a sus habitantes cuando Israel contaba con sólo 2.745.000 ciudadanos (de los cuales 15% eran árabes) habría alterado de forma definitiva la composición demográfica del Estado. Igal Alón, miembro del gabinete laborista, formuló por lo tanto un plan que apuntaba a mantener el control sobre el valle del Jordán (en la orilla occidental del río homónimo y lindante con Jordania) integrando al Estado una cantidad mínima de palestinos, devolviendo eventualmente el resto de Cisjordania a Jordania o estableciendo en esos territorios una entidad palestina autónoma. Si bien este plan nunca fue implementado, hay ecos de esta lógica en el patrón geográfico de los primeros asentamientos, en el “plan del siglo” anunciado por el gobierno de Trump en enero y en las propuestas de anexión del actual gobierno israelí. 
 
Aunque los colonos tomaron el lenguaje de los primeros pioneros sionistas, difícilmente pueda sostenerse una equivalencia más profunda. Esos pioneros provenían en buena medida de situaciones que en épocas contemporáneas los harían ser considerados refugiados. A diferencia de los colonos luego de 1967, los primeros pioneros no contaban con sustanciales beneficios económicos y la protección de un Estado fuerte para mudarse a las moshavot sionistas que sentaron las bases de la economía nacional. Quizás la diferencia más importante es que los asentamientos han sido señalados reiteradamente desde sus comienzos como una flagrante violación del derecho internacional, particularmente a la Cuarta Convención de Ginebra y a la Carta de las Naciones Unidas. A pesar de elaboradas acrobacias legales para argumentar que Cisjordania hoy no está ocupada, nada cambia la realidad de que hoy en día en Cisjordania hay dos sistemas legales diferenciados porque un grupo de la población está formado por ciudadanos israelíes y el otro son palestinos viviendo bajo ocupación. Las reglas de la Convención de Ginebra que definen cómo debe comportarse un país administrando una ocupación beligerante fueron creadas específicamente para proteger a la población viviendo bajo la autoridad de un Estado al cual no pertenece y, en ese sentido, determina en este caso lo que Israel no tiene permitido hacer en un territorio que la comunidad internacional no reconoce como suyo. Esta realidad, reconocida por la Corte Suprema de Israel, fundamenta también el accionar del gobierno israelí: si desde Jerusalén no se viera a esos territorios como ocupados, hace tiempo toda su población ya habría recibido ciudadanía, pero no es ese el caso. Continuar incentivando el desplazamiento de su propia población a territorio considerado internacionalmente bajo ocupación beligerante e intentar cambiar su status político definitivo sólo ha contribuido desde 1967 a una creciente imagen negativa de Israel, con impacto también sobre las comunidades judías de la diáspora. Ha producido también la erosión de los principios liberales y basados en la autodeterminación nacional consagrados en la declaración de independencia.
 
Así, el proyecto de los asentamientos utilizó en primer lugar los recursos del Estado para redibujar en forma borrosa una característica fundamental del Estado: sus fronteras. Habiendo crecido en números, recursos propios y legitimidad, en los últimos años se ve la proliferación de asentamientos que son considerados ilegales de acuerdo con la propia ley israelí, varios de los cuales están construidos ilícitamente sobre propiedad privada palestina mediante la falsificación de certificados de venta y el uso de la violencia. En desconocimiento de la autoridad estatal y con el propósito claro de parte de algunos de los colonos de frustrar futuros proyectos de paz basados en la cesión de territorios, el programa político de los asentamientos pone en peligro los fundamentos cívicos del Estado de Israel. En muchos sentidos, el compromiso israelí hacia la expansión de asentamientos evidencia la renovada fuerza de los reclamos ideológicos maximalistas siempre presentes en el sionismo desde la década de 1930, pero que sólo en años recientes tienen la capacidad de dictar políticas estatales relevantes. El hecho de que muchos de estos asentamientos tengan dudoso beneficio estratégico y que la población de colonos haya anunciado ya que no alcanza con solamente anexar el valle del Jordán indica que la lógica que se asoma es mucho más cercana a los objetivos puramente ideológicos de la “Tierra de Israel completa” que la lógica de seguridad esgrimida por Igal Alón en 1967.
 
El problema de Oslo y los riesgos de la anexión
 
Este problema se vuelve más grave con posterioridad a los Acuerdos de Oslo firmados bajo el gobierno de Itzjak Rabin. Si bien queda poco del espíritu original de los acuerdos, permanece la estructura institucional fundada por ellos, principalmente bajo la forma de la Autoridad Nacional Palestina, hoy liderada por Mahmoud Abbas. El principal problema de Oslo que selló su fracaso fue que, además de no construir una legitimidad de claras mayorías al interior de ambas sociedades y, por lo tanto, de ser cuestionados y hasta boicoteados, los acuerdos dejaron la resolución de temas claves del conflicto (como las fronteras finales, el derecho de retorno de refugiados, Jerusalén y más) para una etapa posterior de fecha incierta, lanzando a ambas partes a una carrera para crear hechos en el terreno que pudieran condicionar una resolución favorable a sus intereses. De esta forma, la expansión de los asentamientos se aceleró desde Oslo, en un esfuerzo por cortar la continuidad territorial de un potencial Estado palestino en caso de que llegara un acuerdo de paz en el futuro. A pesar de sus deficiencias, tal vez el principal éxito de los acuerdos diplomáticos entre israelíes y palestinos fue el entrelazamiento de sus intereses: dada la autonomía palestina y las expectativas de la comunidad internacional como condiciones para avanzar en el proceso de paz, Israel necesita que la Autoridad Palestina vele por la seguridad de Israel y aplaste cualquier tipo de operación violenta de parte de otras agrupaciones palestinas; la Autoridad Palestina, por su parte, necesita generar concesiones y la apariencia de avances hacia la creación de un Estado palestino para poder legitimar su existencia ante su propia población, así como la conveniencia del camino de la moderación que adoptó a fines de la década de 1980 por sobre las plataformas de otras agrupaciones, como Hamas o la Jihad Islámica.
 
Además de los argumentos éticos y legales en contra de la anexión, sus consecuencias políticas no pueden ignorarse. La anexión unilateral del territorio que los palestinos ven como su objetivo de mínima llevaría al debilitamiento quizás definitivo de la Autoridad Palestina y al colapso de los sectores dialoguistas, dejando un espacio vacío que probablemente sea tomado por Hamas y otros grupos. El potencial impacto negativo para Israel de esa situación es evidente, no sólo en términos de seguridad, sino también en el frente diplomático (al instaurar de nuevo una ocupación inmediata, como la existente antes de 1993, y poner en peligro sus acuerdos de paz existentes con Jordania y Egipto) y económico (los costos para Israel de hacerse cargo de la población palestina en caso de colapso de la Autoridad Palestina son insostenibles, particularmente en el contexto actual de crisis económica asociada al COVID). Ya la mera discusión sobre anexión ha generado la suspensión de la cooperación en materia de seguridad entre Israel y la AP que ha salvado incontables vidas en las últimas dos décadas y media. En un contexto en el cual Israel ya tiene hoy control de facto sobre el valle del Jordán, es evidente que afirmar su soberanía de jure no conlleva ningún beneficio en términos de seguridad, especialmente porque buena parte de la comunidad internacional (incluyendo aliados de Israel, como el actual gobierno británico) ya anunciaron que no reconocerían esa afirmación de soberanía en caso de producirse. Es cierto que muchos israelíes desconfían hoy de la voluntad de la Autoridad Palestina de avanzar en un proceso de paz y contener a su propia población en pos de la coexistencia con Israel. Sin embargo, el boicot a la posición de Mahmoud Abbas parece ser una medida miope que no contempla las alternativas realmente existentes. 
 
Un análisis del conflicto no puede ignorar el cada vez más poderoso escepticismo sobre las posibilidades de paz que existe entre ambos lados desde la Segunda Intifada. Pero cabe aclarar que en 1937 y en 1947, salvo para una minoría de utópicos, tampoco había un escenario ideal en el que se pudiera optar por la vida compartida entre judíos y palestinos. A pesar de eso, el liderazgo sionista tomó una decisión clara en pos de minimizar los costos humanos, asegurar sus objetivos de mínima y garantizarle al mundo que ellos podían cooperar. Como afirmó Amnon Reshef (de la organización Comandantes por la Seguridad de Israel) hace pocas semanas, la posible falta de un socio claro palestino que pueda hacer la paz hoy no puede ser argumento suficiente para cerrar la puerta a las negociaciones en el futuro. Weizmann y Ben Gurion sabían que sus contemporáneos palestinos no iban a aceptar la partición de Palestina en ninguna de sus variantes. La aceptaron porque era para ellos importante enviar el mensaje de que el movimiento sionista podía actuar en conjunto con la comunidad internacional para asegurar la realización de sus objetivos de forma consistente con la diplomacia y el derecho. La historia demuestra que, en muchas situaciones, la respuesta que mejores resultados produce en situaciones poco ideales es asegurar los objetivos alcanzables en el presente y dejar la puerta abierta a un futuro mejor. Moverse unilateralmente hacia la anexión significa estar dispuestos a cerrar esa puerta de un futuro de paz logrado a través del diálogo.