Coloquio

Edición Nº5 - Marzo 2011

Ed. Nº5: El concepto de genocidio y la "destrucción parcial de los grupos nacionales".

Por Daniel Feierstein

Buscando quebrar lógicas binarias

 

La sanción de la Convención sobre la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio el 9 de diciembre de 1948 generó un hecho paradójico dentro del derecho internacional. De una parte, dio cuenta de la resolución de convertir al aniquilamiento sistemático de grupos de población en un delito imprescriptible y extra-territorial. 

De la otra, la exclusión de diversos grupos de la definición (grupos políticos, de género, de identidad sexual, entre otros) implicó que la Convención se transformara en una herramienta inútil, que no tuvo aplicación en los cincuenta años posteriores a su sanción -y escasa aplicación después-, pese a la persistente reiteración de genocidios en nuestro planeta, ya que todo genocidio moderno cuenta con elementos de causalidad política.

Los cuestionamientos a la redacción de la Convención fueron tan reiterados como estériles, desde los pioneros trabajos de Leo Kuper, Israel Charny o Frank Chalk y Kurt Jonassohn hasta el informe de Benjamin Whitaker de 1985, que nunca fuera tratado por la Asamblea General de las Naciones Unidas. La reproducción de la definición restrictiva en el Estatuto de Roma, en 1998, pareció dar por clausurada la discusión. Muchos jueces y académicos optaron por abandonar el uso del concepto, prefiriendo el de «crímenes contra la humanidad», más abierto e inclusivo.

Este trabajo propone otra línea de análisis, sosteniendo:
1)    que la Convención sobre Genocidio dejó abierta su posibilidad de aplicación, a partir del principio -desarrollado por Lemkin- de que los genocidios modernos son «procesos de destrucción de la identidad de grupos nacionales»,
2)    que la especificidad de la «destrucción de un grupo» que se encuentra en el concepto de genocidio no se halla incluida en la definición de «crímenes contra la humanidad»,
3)    que la creciente ampliación de la figura de «crímenes contra la humanidad» (hasta incluir actos como el «terrorismo») vuelve relevante distinguir estos dos conceptos (genocidio y crímenes contra la humanidad) ya que la segunda figura comienza a ser utilizada como una avanzada sobre la soberanía y autonomía política de los Estados no hegemónicos, con la excusa de la defensa de unos derechos humanos definidos de modo cada vez más laxo. Los genocidios del pasado servirían, entonces, como excusa para justificar la intervención ante situaciones no analogables y sustancialmente diferentes, como las acciones de organizaciones insurgentes.


Destrucción parcial de un grupo nacional

El primer autor en utilizar el término genocidio fue el jurista polaco Raphael Lemkin, quien sostenía que: «Por «genocidio» nos referimos a la destrucción de una nación o de un grupo étnico», y que «El genocidio tiene dos fases: una, la destrucción de la identidad nacional del grupo oprimido; la otra, la imposición de la identidad nacional del opresor».

La peculiaridad de la figura de genocidio radica en que se propone la destrucción de un grupo, no sólo de los individuos que lo conforman. Su objetivo último radica en la destrucción de la identidad del grupo, logrando imponer la identidad del opresor.
De aquí, el carácter crítico de este nuevo concepto que da cuenta del funcionamiento de los sistemas de poder en la modernidad, a través de la constitución de «Estados nacionales», cuyo objetivo radica en destruir aquellas identidades previas e imponer una nueva identidad.

Sin embargo, al excluir a determinados grupos de la definición, la Convención terminó encuadrando la comprensión del genocidio dentro del paradigma de la irracionalidad (a través de un racismo que es «despolitizado» y desvinculado de la lógica de constitución de la opresión estatal).

Aparece así una explicación que plantea a los genocidios como expresión de un odio ancestral e inexplicable del grupo perpetrador hacia el grupo víctima, lo cual genera un modelo simplista y binario en donde hay un perpetrador (por caso, los alemanes durante el nazismo) y una víctima (por caso, los judíos) y la causalidad se construye a partir de un odio irracional e inexplicable de los alemanes hacia los judíos. La forma de confrontar el genocidio -así explicado- sería lograr acabar con este odio irracional, algo que termina apareciendo a la vez como banal y como imposible.

Sin embargo, la figura de la «destrucción parcial de un grupo nacional» se encuentra presente en la Convención y en todas las tipificaciones legales existentes del genocidio, dando cuenta del carácter determinante de las prácticas genocidas tal como las concibiera Lemkin («la destrucción de la identidad del grupo oprimido y su reemplazo por la identidad del opresor») sea que se tratara del grupo colonizado, como lo era en la época de Lemkin, o el grupo de los propios nacionales. A partir de la Doctrina de Seguridad Nacional, los ejércitos nacionales de cada Estado funcionaron como «ejércitos de ocupación» de sus propios territorios, reemplazando a lo que antes fueran los ejércitos de las potencias centrales en territorios colonizados.

Numerosas interpretaciones han planteado que el «grupo nacional», para ser tal, debiera ser un grupo distinto del grupo perpetrador. Nada de ello, sin embargo, se desprende de la propia Convención, que sólo enumera a los grupos y asume que el genocidio se desarrolla cuando existe «intención de destruir total o parcialmente» a cualquiera de ellos, sin especificar comentario alguno en relación a que se tratara de grupos diferentes o iguales al del propio perpetrador.

Sin embargo, justamente en estas distintas interpretaciones es donde se juegan concepciones muy diferentes acerca del genocidio.

Quienes sostienen la imposibilidad de aplicación del concepto de «destrucción parcial del grupo nacional» cuando refiere al propio grupo, tienden a analizar a los genocidios como parte de la lógica binaria de confrontación entre dos grupos, en las cuales lo que tiende a primar en la explicación son las «discriminaciones ancestrales o irracionales». Estas interpretaciones tienden a priorizar la observación de los genocidios actuales en África, allí donde las hipótesis sobre la remisión a un salvajismo tribal o a la confrontación bárbara entre grupos que se odian ancestralmente cobra su sentido etnocéntrico. Esto explica cierta insistencia mediática y académica en casos como los de Rwanda, Sudán, Nigeria o Zimbabwe, pese a que un análisis más cuidadoso devela que son conflictos mucho más complejos que la mera «confrontación tribal» y que en modo alguno son los únicos fenómenos de aniquilamiento masivo de estas últimas décadas. Asimismo, el conflicto en la ex-Yugoslavia también tiende a ser observado con esta visión, que quiere explicar un conflicto moderno remitiendo a las luchas del siglo XIV entre cristianos y musulmanes, argumento preferido de los nacionalismos balcánicos, sean serbios, croatas o bosnios, pero asumido también por el sentido común y no pocos académicos.

Por el contrario, quienes sostienen la pertinencia del uso del concepto de «destrucción parcial del grupo nacional» -como varios de los tribunales que se encuentran juzgando los casos argentino y camboyano-, tienden a priorizar el análisis del genocidio como estrategia de poder, cuyo objetivo último no radica en las poblaciones aniquiladas sino en el modo en que dicho aniquilamiento opera sobre el conjunto social, sea este conjunto la sociedad alemana, la población europea en los territorios ocupados por el nazismo, la población yugoeslava, ruandesa, indonesa, camboyana o latinoamericana.
    
Efectos en los procesos de memoria


El nazismo, caso paradigmático de un genocidio, es un buen ejemplo para analizar los modos en que estas interpretaciones pueden influir en la apropiación o ajenización de la experiencia. Si sólo se analiza el aniquilamiento en función de la destrucción total de las comunidades judías o gitanas que habitaban el territorio alemán, polaco o lituano, pareciera  que el terror no hubiera afectado a alemanes, polacos o lituanos, más allá de su mayor o menor solidaridad con las víctimas. Se «aliena» la condición alemana, polaca o lituana de los judíos y gitanos y sólo se los puede observar como los observaban los propios perpetradores: como seres ajenos al propio grupo nacional.

Por el contrario, si observamos al genocidio nazi también como una destrucción parcial del grupo nacional alemán, polaco o lituano, podemos reincorporar a las víctimas en su cabal dimensión y confrontar con los objetivos del nazismo, que postulaban la necesidad de un Reich Judenrein. El objetivo del nazismo no fue sólo exterminar a determinados grupos (étnicos, nacionales y políticos, entre otros), sino que dicho exterminio se propuso transformar a la propia sociedad alemana -y luego, europea- a través de los efectos que la ausencia de dichos grupos generaría en los sobrevivientes, transformación que resultó bastante exitosa. La desaparición del internacionalismo y el cosmopolitismo como parte constituyente de las identidades alemana y europea fue uno de los aspectos más perdurables del genocidio nazi y el aniquilamiento de judíos y gitanos jugó un papel central en dicha desaparición.

La divergencia central entre ambas perspectivas radica en que la primera sólo hace visible y comprensible el delito puntual cometido por el perpetrador (el asesinato del grupo) en tanto la segunda permite restablecer la finalidad de la acción, dirigida al conjunto de la población que ocupa el territorio. Por lo tanto, permite que el conjunto de la sociedad pueda interrogarse acerca de los efectos que el aniquilamiento ha generado en sus propias prácticas, quebrando la ajenización acerca de lo que aparecería inicialmente como el sufrimiento de los otros.

La comprensión del aniquilamiento en tanto destrucción parcial del propio grupo, también permite ampliar el arco de complicidades en la planificación y ejecución, al obligarnos a formular la pregunta acerca de quiénes resultaron beneficiarios no sólo de la desaparición de determinados grupos sino, fundamentalmente, de la transformación generada en el propio grupo por los procesos de aniquilamiento, sectores empresarios o políticos que, en muchos procesos genocidas, han quedado impunes e invisibles, ya que la responsabilidad se suele vincular sólo a los ejecutores materiales directos: militares o policías.


En conclusión

La propia Convención sobre Genocidio tolera una interpretación que, basada en Lemkin, analice al genocidio como la destrucción parcial del propio grupo nacional. Esta interpretación no sólo permitiría volver aplicable la Convención a los numerosos casos de genocidio con contenido político (en verdad, todos los genocidios modernos tienen motivación política, fuere cual fuere el grupo seleccionado para el aniquilamiento), a la vez que implica consecuencias mucho más enriquecedoras en los procesos de memoria y apropiación del pasado.

Los modos hegemónicos y binarios de comprensión de los genocidios no han hecho más que remitir las consecuencias del horror a quienes se sienten parte de los «grupos victimizados», cuyo único objetivo termina siendo no resultar victimizados otra vez u obtener reparaciones económicas por los daños sufridos.

Concebir a los genocidios como la «destrucción parcial del propio grupo nacional» puede permitirnos ver que las consecuencias del terror operan sobre el conjunto de la sociedad que lo vive, que la ausencia de determinados grupos y sujetos impide al propio grupo -sea el otomano, el alemán, el europeo, el camboyano, el yugoslavo o el rwandés, entre otros- su propia continuidad como tal, y que son todos los miembros del grupo nacional los afectados.