Coloquio

Edición Nº4 - Febrero 2011

Ed. Nº4: El asesinato de Dios

Por Roberto Bosca

Nuevos rasgos de viejas fobias

Con el nombre que designa el título de esta reflexión acaba de editarse en castellano el ensayo Der Gottersmond, el asesinato de Dios, que reúne una colección de artículos de Eric Voegelin, donde el filósofo alemán -a quien en tiempos recientes se ha comenzado felizmente a redescubrir-, denuncia el desencantamiento del mundo de la modernidad, con su desaparición de las tradiciones religiosas, exigiendo la restitución de su papel para la construcción social de la comunidad.

El sustantivo «asesinato», que recuerda la noción nietzscheana de «La muerte de Dios»,  pero que también refiere a un autor,  puede parecer  efectista pero resulta acaso suficientemente gráfico o expresivo para sintetizar un odio que se ha traducido, a partir de una voluntad de suprimir o excluir la religión, también en la supresión física y material de los creyentes.
 En forma correlativa a este proceso de secularización y como parte del mismo comienza a desplegarse el mundo de las ideologías, que asumen un papel sustitutivo de lo sagrado, configurándose como verdaderas religiones seculares . De manera conjunta con  este proceso de construcción e impulsando el mismo se produce entonces una ruptura  y una actitud hostil hacia  la sacralidad tradicional, sin perjuicio de otros correlativos rechazos radicados en fuentes religiosas propiamente dichas.
El historiador Javier Tusell remite a dos asesinatos paradigmáticos de la guerra civil española como son las ejecuciones de Paracuellos del Jarama por parte del bando republicano y la de Federico García Lorca por parte del franquista, como un signo del odio entre hermanos de una misma tierra. En esta guerra existió como todos sabemos dentro de un clima de exclusiones recíprocas, una especial inquina o persecución contra la Iglesia católica, que  junto a la comunista soviética constituye una de las más vivas expresiones del odium religionis en la historia contemporánea.

Sin embargo, éste no es algo exclusivamente dirigido al catolicismo e incluso al cristianismo, aunque haya mostrado un particular celo contra él, sin eximir de sus propias responsabilidades en su génesis a la misma estructura eclesiástica. Los nazis persiguieron a los judíos en primer lugar, pero también a los católicos y a otras minorías como los Testigos de Jehová, aunque esta última inquina sea relativamente menos conocida.

Hay que decir también (y esto tampoco se ha escuchado demasiado en los ambientes eclesiales), que el odio a lo religioso ha estado muchas veces  imbricado en un odio al clericalismo o para decirlo con una de sus expresiones más resonantes, al fundamentalismo. Este no implica necesariamente a aquél. Otras veces el odio antirreligioso ha sido confundido con lo que no constituía sino una oposición al clericalismo.  En el caso citado,  la guerra civil española no ha sido una excepción, como lo muestra el hecho de republicanos que eran fieles cristianos.  Actitudes abstencionistas ante el alineamiento político y religioso como la de Jacques Maritain dejan al descubierto también esa misma realidad.

El clericalismo es una sobreactuación o una exorbitancia de lo religioso, por la cual éste invade el ámbito de lo temporal, restringiendo su legítima autonomía. La distinción es importante, porque la actitud anticlerical ha aparecido en una cantidad de ocasiones por esto mismo articulada, subsumida o presentada como una cuestión antirreligiosa, incurriéndose así en una clara inexactitud e injusticia a la naturaleza de la cuestión.

El odio a la religión, odium religionis, debe distinguirse también del odium theologicum que es el odio dirigido a quienes sostienen opiniones distintas en materia teológica, que cuando rompen con la regla definida por la autoridad eclesiástica recibe el nombre de herejía, o sea que el odio teológico se refiere a las disputas teológicas, aunque sin que éstas necesariamente ingresen en el terreno de la heterodoxia. Por eso él remite también a las rivalidades suscitadas entre órdenes religiosas, por lo cual en el odio teológico hay un cuestionamiento que no está dirigido a personas de otras religiones, sino a los mismos hermanos en la fe.

El odio a lo religioso en sí mismo considerado es un fenómeno de la modernidad  en cuanto no se encuentra en el mundo antiguo o en los siglos medios. Al contrario, es prácticamente imposible encontrar una civilización precristiana carente de un claro fundamento religioso. Desde luego que podía existir entonces el odio a una religión, como dan sobrado testimonio las llamadas guerras de religión,  pero no el odio a lo religioso en sí mismo.

En cuanto tal, el odio a lo religioso se suscita recién en el siglo XVIII de la era cristiana de la mano de la Ilustración fecundada por el racionalismo. El nombre emblemático de esta actitud es  Francois Marie Arouet, Voltaire, quien veía en la religión un dogmatismo contrario a la razón y a la libertad humana.

En nuestros días, el odium religionis, luego de irrumpir con la Revolución Francesa , se continuó en los movimientos totalitarios que se configuraron como religiones seculares, principalmente el marxismo en sus diversas expresiones a lo largo de gran parte de pasado siglo, y hoy reconoce uno de sus anclajes más duros en el llamado humanismo secular (secular humanism), aunque ya despojado de su antiguos modos violentos

En la actualidad el odio a lo religioso, a menudo imbricado en un cuadro más complejo, ha sido caracterizado con referencia a tres grandes religiones bajo las nuevas denominaciones de islamofobia, judeofobia y cristianofobia. En el caso de las tres religiones, la fobia religiosa tiende a satanizarlas, considerándolas la fuente del mal.

Debe distinguirse entonces que el odio a lo religioso está dirigido unas veces a la religión en sí misma, otras veces a determinada religión, mientras que otras  tiene como objeto solamente a la influencia social de la religión o de una determinada religión. Hay que tener en cuenta que este odio ha tenido cierta reverberancia a partir de la crisis del proceso de secularización y el crecimiento público de diversas corrientes religiosas .

La utilización del miedo, tanto en la política como en la religión,  ha sido un antiguo recurso que aparece aquí una vez más al trasluz de acusaciones de recíprocas  pretensiones de poder. Paul Virilio ha sabido describir en su último libro La administración del miedo, los miedos contemporáneos, por ejemplo el miedo ecológico, pero no es menor, a partir del 11 de septiembre, el miedo religioso, una suerte de vago y oscuro temor a que  la manipulación de lo religioso por parte de grupos de poder pueda llevar a nuevas formas de totalitarismo. Como resultado de esta estrategia social, las religiones pueden empezar a ser injustamente consideradas como fábricas de indignidad.

En esta presentación trataré de describir resumidamente algunos de sus respectivos  y principales rasgos constitutivos de estas modernas formulaciones culturales de nuestra contemporaneidad, procurando describir someramente sus efectos según los casos.

Islamofobia

La islamofobia se ha desplegado  como una verdadera ola en amplios ambientes sociales en la última década, llegando a configurar una verdadera psicosis sobre todo a partir del crecimiento del fundamentalismo islámico y en particular con motivo de  los atentados a las torres gemelas en New York y otros similares en diversos países, incluyendo el de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina) y el de la embajada israelí en Buenos Aires.

Un factor importante en su despliegue lo ha constituido el fuerte movimiento migratorio sufrido en el último medio siglo por varios países europeos como Italia, España, Francia y Alemania. Las nuevas migraciones orientales han ido suplantando en las naciones nordeuropeas a las precedentes provenientes de los países latinos para realizar trabajos de servicios  o considerados de baja categoría  y como tales ordinariamente descalificados por las poblaciones autóctonas.

Según ciertas proyecciones demográficas, ampliamente positivas para los inmigrantes islámicos y negativas para las poblaciones locales, algunas ciudades importantes como Rotterdam llegarían a contar en un futuro próximo con mayorías musulmanas. En el imaginario colectivo puede leerse así que  en numerosos europeos ha comenzado a asomar el fantasma de estar viviendo una reedición de la invasión islámica del siglo VII , en forma correlativa a cómo  la decadencia occidental se les presenta como una edición actualizada de la declinación romana.

Consecuentemente, nuevos nacionalismos han florecido al trasluz de este temor, toda vez que como se ha definido un tanto irónicamente, un fascista es un liberal asustado. Según este criterio podríamos estar asistiendo a las primicias de una nueva invasión musulmana, esta vez incruenta y demográfica. El hedonismo posmoderno ha definido un odio a los hijos, mientras los musulmanes se multiplican sin complejos consumistas. De esre modo, los partidarios de la islamofobia aterrorizan a sus conciudadanos con una denuncia al presunto sentido suicida de las políticas aperturistas en materia migratoria.

Con base en este dato, la escritora judía Giselle Littman, bajo el seudónimo  de Bat Ye’or ha acuñado el neologismo «Eurabia» para designar un proceso de islamización de Europa, por el cual la cultura occidental tradicional sería sometida por una nueva y acaso incruenta invasión musulmana. El primer paso de este proceso consistiría en la configuración de un frente árabe-europeo enfrentado al norteamericano-israelí.

Esta hipótesis , que suena muy bien en oídos conservadores y un tanto atrabiliaria en oídos progresistas,  se sustenta en  la creación del término dhimmitud por el cual estaríamos asistiendo al despliegue de un intento de dominio mundial por parte del Islam, y que se define por un intercambio de protección a los pueblos sometidos mediante el pago de un impuesto.

Las tesis de Littman, que se configuran como una teoría conspirativa,  fueron  difundidas a partir de los primeros años del nuevo mileno por algunos formadores de opinión como Oriana Fallaci y anuncian que el Islam sería al correr de los hechos y en un tiempo relativamente breve una cultura dominante en Europa. Hay que decir que estas advertencias, por su parte, han suscitado también reproches sociales de odio étnico e injuria racial y el escritor  Michel Houellebecq  ha sido el centro de una controversial acusación de racismo fundado en una presunta  islamofobia.

La actual corriente de fobia antiislámica parece adecuarse en cierto modo a las discutidas  tesis de Samuel Huntington en Clash of Civilizations , cuando con un éxito resonante proclamó en los años noventa que el choque de civilizaciones dominaría la política global y que sus mutuos rasgos identitarios en discordancia serán los frentes de batalla del futuro. Según Huntington, una conexión islámico-confuciana ha comenzado a entretejerse cara a un problemático porvenir que algunos sospechan que ya ha comenzado.

Si bien la islamofobia se presenta también como un rechazo al fundamentalismo o al islamismo y no a la generalidad de los musulmanes , esta  salvedad no alcanza a eximirla de su lógica discriminatoria, en tanto de hecho ha contribuido a difundir una hostilidad a la religión y a la cultura islámicas.

Esta oposición radical se ha fundado en que ella comporta en sí misma una incompatibilidad con las normas básicas sobre las que se ha construido la civilización occidental, como los derechos humanos y la distinción entre los ámbitos de la religión y la política. Según su parecer, desde estas premisas sería imposible establecer un verdadero diálogo interreligioso e intercultural.
Un reciente episodio que apuntaría a la quema del Corán en los Estados Unidos,  la negativa a  los minaretes en la confederación suiza y la prohibición del velo islámico en Francia, así como sobre todo el surgimiento de nuevos partidos nacionalistas que establecen en sus programas una política de restricción a las migraciones de esa proveniencia, configuran diversas expresiones de una misma sensibilidad.

Estos partidos políticos en  sostenido crecimiento, como aconteció ya en los años treinta,   recogen los votos de la clase media conservadora que tradicionalmente sustentaba las políticas liberales (no olvidar que un fascista ha sido definido como un liberal asustado), un sector ahora preocupado en detener como sea a la nueva «invasión de los bárbaros».

Judeofobia

Al ser la más abundante la literatura en este terreno, y por consiguiente más conocida, solamente voy a referir algún aspecto de la cuestión. En los últimos años ha surgido la expresión «judeofobia»  para designar de otro modo o reemplazar el término tradicional «antisemitismo» con que desde el último tercio del siglo XIX se venía designando el odio hacia los judíos. El nuevo concepto de judeofobia, que en  realidad no es tan nuevo porque fue acuñado en forma casi simultánea que el de antisemitismo,  permite asignar un papel más visible a la dimensión religiosa, desdibujada en el de antisemitismo por elementos de orden más ideológico y político.

En tal sentido, debe decirse que también ha comenzado a hablarse de un neoantisemitismo, como una nueva formulación  que abandona los caracteres clásicos del antisemitismo tradicional -por ejemplo entre ellos deja de lado el factor étnico y  religioso- para centrarse en una oposición más estricta al sionismo (contra el cual dirige la acusación de racismo) y al Estado de Israel, negando el derecho del pueblo judío a su conformación política como una nación en litigio con el pueblo palestino.

Esta opinión negatoria de la autodeterminación política del pueblo judío es igualmente sostenida por la ultraortodoxia religiosa en el mismo judaísmo, pero constituye propiamente el antisionismo, cuya legitimidad si bien puede admitirse en forma aislada o autónoma, en bastantes ocasiones aparece unido o denuncia una actitud próxima o identificada con el antisemitismo,  por lo que de hecho y como hipótesis debe reconocerse una cierta unidad implícita o al menos una conexión posible entre ambos.

En cuanto a sus sujetos,  la nueva edición  de antisemitismo se diferencia también de la anterior en que no solamente es sostenido por las corrientes ultraderechistas, donde en el siglo pasado se expresó principalmente el antisemitismo, sino que también reconoce fuentes progresistas y encuentra además un acentuado y fuerte impulso en el islamismo radical. De este modo, el neoantisemitismo o el antijudaísmo se ha trasladado de alguna manera de las fuentes integristas al progresismo, sin haber dejado, claro está, las primeras. En conclusión hay que decir que hoy la judeofobia es más progresista que integrista.
 Es posible que la actual actitud neoantisemita (siempre quienes la sostienen protestarán que su actitud es antisionista y no antisemita) de la izquierda que parece querer superar al nacionalismo autoritario y al integrismo tradicionalista en su prédica antijudía a partir de los tardíos años ochenta, tenga una de sus vertientes en su propio y tradicional  antiamericanismo o  antinorteamericanismo.

Merece la pena recordar que esta postura  reconoce sus raíces en el antiguo anticapitalismo socialista, que adjudicaba a los judíos una dirección de la economía internacional, especialmente en la banca de acuerdo al clásico formato conspirativo. 
Finalmente, son también  rasgos del neoantisemitismo, junto a esta continuidad de la teoría conspirativa del judaísmo como fuerza oculta de dominación mundial,  el negacionismo y la crítica a la utilización del Holocausto.

Tanto quienes asumen actitudes propias de la islamofobia como  quienes pueden ser considerados incursos en judeofobia  no han dejado de  cruzarse recíprocamente mutuas acusaciones. Como ocurre con la islamofobia, que puede servir de instrumento  para fundamentar la acusación de xenofobia cuando se pretende defender la identidad europea,  también se ha adjudicado a la acusación de judeofobia constituir una manera de desarticular cualquier actitud crítica hacia el sionismo y  hacia el Estado de Israel e incluso hacia la política gubernamental israelí.

Como ocurre también desde luego con la cristianofobia, en ambos casos, la judeofobia y la islamofobia, estas religiones están expuestas ciertamente  a la actitud autoritaria que las acuse de servirse de identificar dichas fobias y anatematizarlas como una  excusa  o una defensa para suprimir cualquier crítica tanto a la religión judía como a la religión musulmana o a expresiones políticas de ambas culturas. Los creyentes a su vez deben mantenerse así atentos para no dejarse manipular por tales acusaciones y a su vez para no incurrir ellos mismo en el vicio que les es atribuido.

De todos modos, y aun cuando las expresiones islamofobia y  judeofobia dibujan en forma más nítida o  visible el odium religionis, al tratarse  en ambos casos de religiones íntimamente imbricadas en una cultura, el odio hacia la fuente religiosa forma parte de una unidad más amplia que involucra elementos de diversa naturaleza como los étnicos y raciales y también políticos y económicos, además de los ideológicos.

Cristianofobia

El término «cristianofobia» denuncia una realidad  de sorda y en ocasiones desembozada  persecución de la cual son víctimas aun hoy los fieles de diversas confesiones evangélicas (en el sentido de tener su fundamento y raíz en la revelación neotestamentaria), en primer lugar de la Iglesia católica .
Obviamente ha de distinguirse la respetuosa crítica a las enseñanzas propias del mensaje evangélico, así como a las declaraciones magisteriales que involucran la dimensión moral de la existencia humana,  que son perfectamente legítimas y aun  propias de una sociedad democrática, de la hostilidad destructiva que es producto de un fanatismo  de suyo contrario  a los principios religiosos y específicamente cristianos o relativos a la ética cristiana. Este espíritu  procura excluirlos del escenario social imponiéndose por sobre la libertad religiosa que ejercen los creyentes de una religión determinada, en el caso la cristiana. La libertad religiosa, de otra parte, corresponde a todos los ciudadanos cualquiera sea la religión que profesen así como a los ciudadanos que no suscriben ninguna identidad religiosa.

Esta agresividad se puede percibir cada vez con más nitidez no solamente en territorios extraños a la fe,  sino  incluso en países de antigua tradición cristiana, en los que  sufren en distintos grados una situación de menosprecio y hostilidad que da lugar a múltiples discriminaciones de distinto tipo, tanto en el orden privado como en el administrativo y estatal.

No deja de ser paradojal que los cristianos sigan sufriendo esta llamada cultura del menosprecio -que ellos habían practicado largamente con los judíos-  y que se traduce en restricciones y aun discriminaciones en los propios santos lugares que constituyen el núcleo fundacional de su fe. Pero esta situación de escándalo se comprende mejor si se considera que para judíos y musulmanes el área geográfica litigiosa es también ella un lugar santo.

Debe puntualizarse que este cuadro constituye una grave lesión a sus derechos fundamentales e involucra frecuentemente atentados a su  integridad personal y a sus propias vidas como  consecuencia de  miedos e ignorancias  y también del propio odio religioso, traducidos en prejuicios, estereotipos e intolerancias, a las que no son ajenas las motivaciones de carácter cultural. La cristianofobia tiene hoy una visibilidad más reducida que otras fobias antirreligiosas, pero ello no disminuye su importancia, sino que al contrario,  torna más necesaria su valoración moral.
En crecimiento en las últimas décadas, especialmente a impulsos del humanismo secular, que ve a uno de sus principales enemigos en la Iglesia católica, la cristianofobia se dirige contra los fieles, bien individualmente y también en forma colectiva y genérica en cuanto comunidad religiosa o religión. En tal sentido ella puede atentar contra  movimientos sociales confesionales o inspirados en el mensaje evangélico y también  contra las propias instituciones religiosas, y  ocasionalmente puede responder a la condición minoritaria de los católicos cuando se atiende a establecer una homogeneidad religiosa en un escenario local.

La delicada situación de los cristianos en Medio Oriente ha llevado así a un éxodo  forzoso que adquiere características de un exilio con la consiguiente disminución de su fuerza social en la región. Aunque desde luego no puede imputarse esta actitud al islam como religión, en varios países oficialmente musulmanes como Irak la hostilidad ha llegado a ser violenta, al ser identificados con el enemigo político y cultural representado por los Estados Unidos, y también  se han dado persecuciones sangrientas en  Nigeria,  Sudán y Egipto, así como en otras naciones donde se han despertado ancestrales fanatismos bajo nuevos movimientos y corrientes fundamentalistas, como es el caso de la India.

Algunos gobiernos de naciones occidentales que han mantenido en el pasado regímenes coloniales, ahora influidas por el secularismo, adoptan actitudes prescindentes ante la persecución como resultado de un sentimiento de culpa que constituye de hecho una suerte de complicidad por omisión difícilmente justificable en su naturaleza moral.

En estos  países de cultura occidental antiguamente fecundados por la simiente del cristianismo, la cristianofobia adquiere formas más sutiles y jurídicas por las que se procura suprimir de diversos modos cualquier huella visible en el escenario social y público que represente un sigo auténtico de la fe, frecuentemente presente de un modo muy profundo en la religiosidad popular, en las costumbres y en las instituciones de la cultura nacional.

La irrupción de la cristianofobia reconoce  de este modo formas similares de falta de respeto y de verdadera injuria a los sentimientos y prácticas religiosas que encuentra sustento en invocaciones a la libertad de expresión y al neutralismo estatal. Esta sensibilidad, aun rectamente inspirada en un sentimiento de libertad e igualdad, no suele detenerse en su afán igualitario ante las legítimas expresiones de la subjetividad social, terraplenando la riqueza de la diversidad cultural de la sociedad.

Como resultado, y aun a despecho de esas intenciones,  ella impone  en los hechos una exclusión de la dimensión religiosa de la vida social , reduciéndola en todo caso a un puro sentimiento individual en el aislado ghetto de la conciencia, pero mutilada en sus expresiones societarias. Esta actitud laicista de los países occidentales se hermana en su cristianofobia a otra de matriz religiosa y cultural que en ciertos países orientales sumerge a la Iglesia católica en situaciones de una nueva clandestinidad.

En ocasiones la cristianofobia no se dirige así directamente a la fe religiosa en sí misma considerada sino a las consecuencias sociales de esa misma fe . Por ejemplo, cualquier apelación contraria al uso de los preservativos tanto para el control de la natalidad como para combatir el flagelo moderno del sida es señalada como directamente antisocial, y aunque los cristianos conservadores norteamericanos han evidenciado algunos arrestos fundamentalistas, a menudo se confunde cualquier actitud conservadora en materia moral como un inaceptable fundamentalismo. De ese modo, la más tímida y respetuosa expresión social de la religiosidad en la cultura es discriminada,  inmovilizada y sometida a una amputación ciertamente grosera de su integridad y libertad.

La furia iconoclasta propia de la actitud reductivista de este nuevo laicismo, se parece a la de los antiguos frailes que pretendieron arrasar con todas las expresiones arquitectónicas y culturales de las antiguas religiones étnicas de los indígenas latinoamericanos. Librada a su propio afán excluyente ella  llevaría a borrar del mapa a buena parte de la civilización, incluyendo el Partenon y se puede añadir que no se detendría ni ante la Torre Eiffel si revistiera  algún significado religioso.

Por alguna razón que intuyo, hoy se puede hablar en muchos ambientes de judeofobia, incluso de islamofobia, pero no de cristianofobia. Uno de los íconos de la cristianofobia contemporánea es la figura de Benedicto XVI, quien ha despertado desde el comienzo de su pontificado y aun antes de él una extraña conjunción de acusaciones cruzadas, incluyendo la de filonazismo, también insinuada en cabeza de su antecesor Pío XII.

A tal punto esto ha sido así que han llegado a circular fotos en internet donde aparece el jovencito Ratzinger levantando la mano al estilo del saludo nazi, y en la que se oculta el otro brazo también levantado como corresponde a la liturgia católica en la celebración de la misa, en una grosera manipulación como las que frecuentemente ha generado odio.

Es verdad que esta cristianofobia tiene una de sus generatrices quizás más virulentas en el humanismo secular propio de determinados ambientes intelectuales anglosajones, pero también  la tiene, dentro de esta misma área geográfica, en núcleos que genéricamente podríamos denominar protestantes, donde aún anidan odios ancestrales como los que cubrieron de tensiones el cristianismo en la modernidad y del que dan buena cuenta tanto la cabeza del santo canciller inglés Tomás Moro como las matanzas de protestantes franceses por parte de católicos fanatizados.

En los países de tradición católica, las expresiones de cristianofobia se han multiplicado en los últimos años al calor del proceso de secularización y no sin una cierta cierta impunidad. En tal sentido, puede advertirse una sorda pasividad en los fieles cristianos de estos mismos países en la defensa de sus propio derechos, en contraste con la sensibilidad que muestra  la colectividad judía, de la cual acabamos de tener una nueva muestra en el episodio a que dieron lugar los dichos de un ministro. De este modo, resulta inimaginable que pueda suscitarse un episodio parecido en materia de cristianofobia, incluyendo la cobertura de páginas enteras por parte de los grandes diarios.

Esta baja sensibilidad católica posiblemente se vea suscitada por  un cierto complejo bastante difundido hoy en el ambiente permisivo que da el tono a la sociedad posmoderna y  que inhibe de hablar y de actuar debido a una suerte de temor mas o menos difuso por el cual los ciudadanos temen ser condenados con el anatema de cerrazón mental o al menos ser considerados poco sensibles al canon relativista dominante, o quizás acusados de autoritarios o arcaicos en su propias concepciones sobre la vida social.