Coloquio

Edición Nº26 - Octubre 1994

Ed. Nº26: Walter Benjamin

Por Sergio Nudelstejer

Entre la Esperanza y el Holocausto

Desde la muerte del escritor y pensador Walter Benjamin, acaecida en el año de 1940, mucho es lo que se ha escrito sobre él, incluyendo no pocas mezquindades o absurdos. Desde entonces, la actividad de ciertos críticos no ha disminuido y hasta ha adquirido proporciones sorprendentes.
Una Biografía crítica general, aparecida en Italia en 1984, se dedica a arrojar luz en su vida; obra que junto con Historia de una amistad de Gershom Scholem (Ediciones Península, España, 1987) y el magnífico estudio Walter Benjamin: de un siglo al otro, por Pierre Missac (Gedisa Editorial, España, 1988), nos proporcionan un amplio y más reciente material biográfico y crítico que nos introduce en la existencia y la obra de este autor. 
 
Los estudios y documentos serios a los que acabamos de aludir son de un gran valor, ya que en conjunto contribuyen poderosamente a difundir los trabajos, ensayos y la correspondencia de Walter Benjamín, penetrando en el meollo de una obra compleja o bien en tener de ella un panorama global, totalizador, además de asomarnos a su existencia paradójica, llena de pasiones, tal como puede ser el universo de un intelectual como lo fue Walter Benjamín. 
 
El talento de Benjamín fue esbozar —y esconderse como personaje fascinador, dentro de su metafórica teoría de la historia—, ese entretejido teológico escalando entre las ruinas del progreso y las ruinas de los expertos racionalizadores de la sociedad. Diseñó su rostro, su cuerpo, sus vacilaciones, entre las grutas de su obra: matizó las disonancias entre su alquimia y las piedras prometeicas de su creación. Es ahí, entre los mitos, el horror y las ensoñaciones revolucionarias que no se realizaron, donde lo reencontramos ahora como un camarógrafo sin el menor descuido sobre las cosas del mundo lapidado. Ahí, entre los escombros de la barbarie europea y las palabras operatorias de los “disciplinados” por el saber, que ya no mostraban nada (sólo su éxito). En ese desfiladero sin norte preciso, sitiado por aquellas dos colosales evidencias —cultura, exterminio—, podemos tantear hoy a Walter Benjamín como la figura del ensayista deslindado: lenguaje aparentemente sin lugar en los contextos institucionalizados del conocimiento. 
 
Deslinde que, en Benjamín, significó sumergirse en una realidad abandonada por la consagración teórica y los modelos de tesis. Inmiscuirse entre los residuos inadvertidos por los gigantismos del pensamiento. Una escritura que no iba a encajar armoniosamente en los aposentos académicos ni iba a responderle a las solicitudes políticas, por su impertinencia literaria de convertir en crítica de la cultura, en precipicio de los sentidos, la mítica autonomía de las referencias. Escritura deslindada, que no iría a sincronizar con el materialismo y las metafísicas germanas, por trabajar a contrapelo de las lógicas legitimadas. Que no iría a coincidir con los diagramas metodológicos, al arrastrar hacia un submundo de inspiración estética vanguardista la consoladora unidad racional de estructura y espíritu. 
 
Gershom Scholem, que fuera amigo personal de Walter Benjamín, deja en su obra uno de los más valiosos testimonios de una relación cercana. Se conocieron por vez primera en 1915, cuando Benjamín tenía 23 años y Scholem 17. Su amistad se ha convertido en leyenda y hasta en material de investigación. Esa amistad muestra fuertes puntos de afinidad. Ambos eran judíos alemanes y muy alertas frente al ambiente marginado y creativo de su condición social personal. Como lo asevera George Steiner, eran hombres de la mente, estudiosos que citaban comentarios con una cierta vena rabínica. Cada uno a su manera era un adicto a los libros antiguos, bibliófilos sistemáticos y coleccionistas. Eran conocedores y virtuosos practicantes de la prosa alemana en todas sus formas y en su pureza de expresión, cuya maestría hablaba de algo no enteramente nativo, ni heredado inconscientemente. Había tanto en Benjamín como en Scholem una cierta veta de anarquía, una desconfianza radical de las estructuras y convencionalismos establecidos.
 
A Benjamín le interesaban los análisis de libros infantiles y de juguetes, de fotografías del siglo XIX; de la dramaturgia “perdida” y de los libros emblemas del barroco alemán, que condujeron a las sugestiones, a las “iluminaciones” que son en la actualidad el corazón del estructuralismo, de la sociología cultural y de la semiótica. 
 
Benjamín era esa rara criatura: el místico moderno, un iniciado en los ocultos reinos del simbolismo hermético y de la magia blanca. Walter Benjamín, que ha brindado a nuestra conciencia una nueva precisión, el que respondía rápidamente a lo revolucionario en la fotografía, en el cine, la radio y que hacía del marxismo un componente vital de sus puntos de vista, era, en cierta forma, también un cabalista al sumergirse en el estudio de lo desconocido, tratando de acercarse de esta manera a su amigo Gershom Scholem. 
 
Las afinidades intelectuales que el propio Benjamín elogió nos señalan el carácter de un perfil, como precisa Hanna Arendt: “Sentía las más próxima afinidad personal con Kafka entre todos los autores contemporáneos, y no hay duda de que Benjamín tenía presente el «terreno de escombros» y el «área devastadora» de su propia obra al escribir que una comprensión de la producción de Kafka implica, entre otras cosas, el simple reconocimiento de que él fue un fracasado”. Fracaso y desarraigo caracterizan la vida de Benjamín. Primero Berlín, París, Munich, Ibiza, Capri, Frankfurt, Zurich, fueron algunos de los sitios en los que Benjamín construyó su itinerario cosmopolita y su certeza nietzscheniana de ser un “europeo” ajeno por completo a las miserias nacionalistas. El alemán fue su segunda lengua, en y a través de ella expresó la originalidad de sus pensamientos; pero también amó el francés de Baudelaire, Rimbaud y Marcel Proust, sus continuos interlocutores, los hombres con los que fue articulando minuciosamente su obra crítica; y junto a sus “dos lenguas”, a su apasionado y trágico anclaje en París y sus poetas, Benjamín sintió la nostalgia de las raíces, el impacto de la tradición, la casi certeza de que el hebreo es la última de las lenguas porque nos remite, como un viaje iniciático e intemporal, a la lenga adánica, la del origen, la que encierra el verdadero nombre de las cosas. 
 
Junto a esta deriva por las lenguas, Benjamín también eligió el eclecticismo como principio formativo de sus relaciones de amistad, como si a través de ese abigarrado y a veces contradictorio mundo de relaciones que marcan su vida intelectual, hubiera querido ser consecuente con el sentido profundo de esa deriva, de esa su enorme capacidad para absorber distintos pensamientos y experiencias. “No fue solamente el gusto por el secreteo, como lo refiere Teodoro Adorno —y como nos lo relata Jürgen Habermas—, lo que llevó a Benjamín a mantener a sus amigos alejados entre sí: sólo como escena surrealista podría uno imaginarse a Scholem, Adorno y Brecht en amigable coloquio en torno a una mesa-camilla, bajo la que se acurrucan Bretón y Aragón, mientras que Wyniken espera a la puerta, reunidos para una disputa sobre el «espíritu de la utopía»…”. Esta “escena surrealista” coexistió en el espíritu de Benjamín y aparece como una de las claves para penetrar en su pensamiento sin hacerse cargo de la tan común inclinación, propia de muchos intérpretes, por sobrevalorar la influencia de una u otra de estas personalidades en la obra crítica de Benjamin; todos estos amigos fueron trascendentes, marcaron con su presencia el derrotero intelectual del autor de Pasajes y -esto es lo más sorprendente- fueron amalgamándose aunque no sin cierto estruendo bélico. En todo caso, esa escena que Habermas no logra imaginar, podemos reconstruirla nosotros siguiendo la trama abierta y zigzagueante del discurso benjamineano que logró, pese a las tensiones irresueltas, hacer equilibrio entre el marxismo, la mística judía, el barroco alemán, la poesía de Baudelaire y la pasión del coleccionista. “Apasionadamente” —afirma Susan Sontag—, pero también irónicamente, Benjamin se colocaba en las encrucijadas. Era importante para él mantener abiertas todas sus posiciones, la teología, la surrealista-estética, la comunista. Una posición corrige otras: todas le eran necesarias. Las decisiones, naturalmente, tendían a estropear el equilibrio de esas posiciones, las vacilaciones mantenían todo en su lugar. 
 
Personaje que se sustrae a los encasillamientos, que no se acomoda a las clasificaciones; de ahí la opinión de Habermas de que “Benjamin es uno de esos autores inabarcables cuya obra está destinada a producir efectos contradictorios; con esa clase de autores sólo nos topamos en la relampagueante actualidad de un pensamiento que ocupa la escena por unos segundos históricos”. Con el pensamiento y la obra de Benjamin hay que hacer lo mismo que él planeaba en relación al caminante de la ciudad. 
 
La obra de Walter Benjamín no debe ser leída en sucesión temporal, afirmando —como muchos lo han hecho—, una etapa teologizante dedicada contrariamente a los problemas del lenguaje y la interpretación de textos literarios, seguida de una etapa “materialista” en la que Benjamín se ocupó de fenómenos como la pérdida del aura en la época de la reproductibilidad técnica del arte o intentó explicar a partir del estudio de los pasajes parisinos las relaciones estructurales de la sociedad burguesa. Preferimos la imagen trazada por Susan Sontag, que hace hincapié en el espacio entendido como el hábitat natural de la mezcolanza, de lo abierto, de lo “pululante de posibilidades”, frente a una idea del tiempo teleológica; pero convengamos también, independientemente de la agudeza interpretativa de la escritora Sontag, que Benjamin, cuando hacía referencia al tiempo, estaba pensando en algo completamente distinto de la imagen historicista de un tiempo “homogéneo y vacío”; la temporalidad benjamineana debe ser pensada como un correlato de su idea del espacio, como el correlato de esa aparente contradicción entre “intersecciones, pasajes, desviaciones” y “callejones sin salida, calles en una sola dirección”. 
 
Tal como Patrick Tacussel lo señala atinadamente, el descubrimiento de una realidad en la que se unen la experiencia y la existencia resume la aventura poética, de Baudelaire al surrealismo, y explica de ese modo el interés sociológico que les dedica Walter Benjamín en su intento por extraer una teoría del lenguaje que reconcilia la palabra y el objeto, la imagen y la idea, y que orienta más generalmente aún hacia una microsociología de la vida cotidiana y de la ciudad. En los ensayos titulados Charles Baudelaire, un poeta lírico en el apogeo del capitalismo, Benjamín nos ofrece la primera puesta en escena del jugador y del trotacalles como personalidades urbanas que rigen su existencia social conforme a un ritmo temporal y a una experiencia del espacio disidentes respecto de los ideales movilizadores de la Europa industrial naciente en aquel momento. Tomado del spleen baudelariano, el tema de la melancolía es de alguna manera el arraigamiento mental de esa sensibilidad mutilada. 
 
En forma similar, en una antología que lleva por título Infancia berlinesa hacia mil novecientos, publicada primero en diversos periódicos entre 1933 y 1935, Walter Benjamín otorga al paisaje urbano un poder de la revelación de la experiencia auténtica, de la que la infancia conserva el privilegio. La ciudad —Berlín— le permite tejer un vínculo entre el niño que fue y la imaginación dialéctica del escritor adulto que colecciona las imágenes de un pasado siempre presente en las esperanzas y los miedos del paseante. En palabras de Susan Sontag, Benjamín no se refiere sólo a la soledad de una habitación —a menudo estuvo enfermo cuando niño—, sino a la soledad de la gran metrópoli, el ajetreo del paseante ocioso, libre de soñar, observar, meditar, vagar. Entre las obras que nos legó también este autor caben señalar: Origen del drama barroco alemán; Tesis de historia de la filosofía; París, capital del siglo XIX y ensayos magníficos sobre Baudelaire (1939), Karl Krauss (1931) y Franz Kafka (1934). 
 
En los años de 1929 a 1930 Benjamín declaró su intención de irse de una Europa que él sentía estaba a punto de estallar. Nada sucedió con esos impulsos. Mientras Gershom Scholem se fue a radicar a Jerusalén en 1923, Benjamín llegó al extremo de la desesperación, su obra se dispersó y se fragmentó, y él se suicidó en Port-Bou, un sórdido agujero en la frontera franco-española, tras los insistentes rumores de que los refugiados que habían cruzado la frontera serían devueltos a la policía francesa, la que los pondría a merced de los nazis. 
 
Pero no pudo haber sido de otra manera. Walter Benjamín fue de los últimos y más inspirados europeos de aquella Europa central, cuya centralidad implicaba nociones geográficas —las de los espacios para aquel judaísmo emancipado por Frankfurt-Viena-Praga-París— y el concepto del genio histórico europeo tal como lo presentan los franceses y alemanes. Al igual que Teodoro W. Adorno, que Ernst Bloch y otros fundadores y testigos de la así llamada Escuela de Frankfurt sobre teoría crítica y filosofía cultural, Benjamín no podía aniquilar su propia identidad de políglota ni su papel entre la intelligentsia, frente a la fatalidad de Europa. Y dejó para demasiado tarde su oportunidad de escapar, ya sea a Jerusalén, a Ginebra o Nueva York, una oportunidad que tuvieron otros de sus amigos, entre ellos el propio Adorno, Bloch, Horkheimer y Brecht. 
 
Walter Benjamin presiente que la tempestad amenaza lo sagrado del hombre; y la palabra, si bien fracasa ante los hechos, atisba el verbo impronunciable. Merodea excepcionalmente la probabilidad iluminante. Sabe afrontar el miedo, reconoce en los fugaces destellos del cielo tormentoso los signos desnudos, eternos de una cultura. Es decir, sólo en el naufragio se percibe la historia del hombre como ciudad vuelta desierto, donde “toda elección es ciega y conduce a ciegas a una desgracia”. Porque el tiempo de catástrofe es el tiempo del lenguaje desguarnecido, febril, con ansias profanas, humanas, materiales: tiempo de diálogo irreverente con aquellos infinitos dioses que obligan frente a lo nuevo a reconocer lo viejo, frente a la razón a desenterrar el mito y, ante el arcano, a reponer el extenuante esfuerzo de la razón. Una aventura que, a pesar de la magnificencia de ser testigo de ruinas y estertores, de triunfos y crímenes civilizatorios, no absolverá al vigía: la empresa volverá a truncarse para que la conciencia de dar testimonio sobreviva y deje señales precisas en el barro de la historia. Es así como Benjamin admite la idea “de un destino que encierra en un conjunto único a sus vivos como una culpa que se trasmite con la vida”. 
 
Al principio, frente a la tempestad que está por desencadenarse, Benjamin reencuentra el camino trágico de Hölderlin y también Be expone al sacrificio del intérprete y del traductor incomprendido, mientras asiste al demoníaco paréntesis de la entre guerra. 
 
Benjamín siente que la catástrofe es el tiempo narrativo primero y final de lo humano: sinfonía de fragmentos que corren un único riesgo, el pasar desapercibidos. En esta sensación de epílogo y renacer, Benjamin se reconoce hermano seducido por Karl Kraus, al ver en el satírico vienés al intérprete que necesita retornar constantemente a la creación del mundo como lamento que renueva la crítica, y la idea del fracaso de esa crítica: un retorno al inicio de las ruinas inscritas en la cultura occidental redentora. Fascinación sobre todo por el Kraus que baja el telón del tiempo catastrófico, anunciando los juicios finales en el tribunal de la Lengua: aquel estrado donde el hombre comparecerá por los sentidos que le otorgó al mundo. El lenguaje, por lo tanto, como suceso inicial y terminal, como poética, como justicia divina que desenmascara la magia negra de las palabras, que condena la falacia de los signos, el hedor de la información, la vanidad de la teoría social, la legalidad universalizante de la gramática científica: los ideales del firmamento dominante. 
 
Porque en la atmósfera de catástrofe, para Benjamin, donde se dibuja el fracaso de su letra: de su maltrecho recorrido entre desmemorias, cantos abstractos al progreso y místicas literarias asesinas. Fracaso personal que vive y consume no en términos de frustración frente al mercado cultural, o como ausencia de un reconocimiento banal de sus pares, sino fracaso elegido, como la única alternativa que Benjamin busca en un mundo que arribó a la infamia totalitaria, al holocausto bélico, a la desintegración de la conciencia intelectual, al éxito de la palabra servil que encuadra astutamente con la maquinaría de los poderes. 
 
Adorno, Scholem, Brecht, Horkheimer, cada uno a su manera presentiría en ese berlinés que se fuga de ciudad en ciudad, en el amante de novelas policíacas, de muñecas antiguas y del Gran Guignol, en ese que se queda a esperar a Hitler, un don angélico reflexivo que posterga, escamotea, las cifras de su juego con la crítica literaria, aunque no la de su destino. Todos ellos presienten que su fracaso es esa ensayística resonante que parece no tener sitio, que se refugia entre las citas, parida en hoteles fríos de mala muerte, vigilada por los entrepaños de una biblioteca incomprensible. Ensayística que con sus fulgores intermitentes, metafóricos, alegóricos, terminará impregnando la escritura de esos otros: convocándolos al propio espejo benjaminiano donde abrevan los acertijos transgresores y las palabras siempre en el filo de la vida y la muerte del berlinés que se sigue escabullendo. Extraño sueño éste de reponerle un mundo al mundo, desde los laberintos talmúdicos, desde su marxismo tardío, desde las estéticas vanguardistas de los cabarets, ecos kantianos, pesquisa proustiana, desolación kafkiana, lecturas de Sorel y Lukács, fuentes goetheanas y un polemismo de estirpe Karl Kraus, como una valija que se guarda en el desván de la memoria, camino hacia los lindes. Con su obra y con su muerte, Walter Benjamín ya nos anuncia la palabra cadavérica, obvia, político-cientificista, sociológico-académica, como anticipándonos, con su figura y en su decisión última, nuestro mundo de servilismos teóricos, avemarías conceptuales y recitados metodológicos, con que la cultura del conocimiento sigue defendiendo, desde su pequeña novelística mediocre, los poderes políticos acumulados. 
 
Pero también la solitaria arrogancia de fracasar, de amar bibliotecas en desuso, de elegir “el no saber”, de fabular lo real para encontrar la realidad, o darse cita con la filosofía en callejuelas bohemias, también ese derrotero se paga. Una de las grandes cualidades de Walter Benjamín consistió en que avizoró los bordes últimos de una inmensa época que, proveniente del legendario siglo XIX, concluía en el fragor de la Europa fascista. Una época que entre camisas pardas y estéticas reventadas se despedía definitivamente, junto con Benjamín y una sobredosis de morfina asumida una noche, pero pensada desde antes. Su pasión, la crítica literaria en clave filosófico-cultural, era un arte de vieja data en aquella modernidad agonizante con sabor alemán. 
 
Fue Bertolt Brecht quien, al recibir la noticia de la muerte de Walter Benjamín, dijo que ésa era la primera pérdida verdadera que Hitler le causaba a la literatura alemana. Pero lo fue también para la literatura universal. Se había frustrado la existencia de un autor que bien hubiera creado una obra valedera tanto como singular. 
 
Sus textos, que hoy vuelven a publicarse y a ser comentados, navegan por las huellas del presente como si estuvieran anticipando cómo irían a ser ahora nuestros pasados: los tonos y las formas de nuestra memoria. Su escritura se abalanza una y otra vez contra aquella otra intelectual aterrorizada, idiota, que pulveriza higiénicamente los fracasos, que escapa al dolor, que descree de las tinieblas, que les teme a los mitos y reniega del sueño mesiánico del hombre. 
 
Es entre las ruinas de la cultura por donde Benjamín descifra al hombre posible: ese lugar inhóspito de la no adaptación, ese dibujo de su conciencia escéptica que habita un tiempo de catástrofe, pero que hace de este sentimiento de lo catastrófico una caligrafía de asedio: de jaque contra los conservadores de léxicos explicativos y ontologías fetiches. Sus trabajos cobijan siempre un deseo de aniquilar la palabra “adecuada” del optimismo crítico, la mansedumbre del saber filisteo, el estilo institucionalizado. Sólo indisponiéndose con la época desde lo que más ama —la escritura— Benjamín se abre al pensamiento no convencional y se aparta de la retórica de los “rufianes”. Sólo a través de una intencionalidad de incomunicación con lo siempre igual, para Walter Benjamín la lengua retornará al nombre de las cosas, y las cosas volverán a comunicar el derrumbe de los mitos, su esencia primordial, su dantesca pesadilla de esperanza humana frustrada. Escribir sobre el mundo es rondar sin sosiego detrás de la utópica y literaria clave reconciliante, ese anhelo teológico de felicidad benjamineana que nunca cristalizará, pero que le otorga a la existencia la desventura de la esperanza.