Coloquio

Edición Nº25 - Octubre 1993

Ed. Nº25: Tío Gustavo en Lima

Por C. C. Aronsfeld Z´L

Traducción del inglés, con citas originales en castellano a la vista: Pedro J. Olschansky

Un inmigrante judío en el Perú de 1865

Gustav Badt (1849-1914), el hermanastro de mi abuela, formó parte del puñado de judíos prusianos que emigraron a Sudamérica en tiempos de la guerra civil norteamericana, y no a los vastos Argentina y Brasil sino al relativamente pequeño y casi legendario Perú, que quedaba virtualmente en la otra cara de la luna, la cual -si lo pensamos bien- lucía más cercana y familiar para el punto de vista judío allá en nuestro pequeño shtetl. Se sabía que era real solamente al ver las evidentemente foráneas estampillas de correo que ostentaban las cartas en su arribo irregular.

Yo todavía tengo en mi poder tarjetas postales de la Lima de aquellos días y, de los queribles pequeños presentes que de allí recibimos, han perdurado dos pequeñas llamas que ocuparon un lugar de honor en la sala de recibo de mi abuela. También nos llegaron muchas fotos, obra de los fotógrafos, por lo que parecía renombrados, Polack-Schneider. Una mostraba a alguien que lucía como un próspero caballero rural. Yo estoy seguro que un obituario debe haber aparecido en la prensa de Lima en julio de 1914 en honor de aquel señor, aunque esa noticia se vio oscurecida por otras mucho más importantes acaecidas en esos días.

 

Traté entonces de reconstruir la historia de su vida más allá de los pocos datos que me eran conocidos. Intenté reunir información escribiendo una carta al director del principal diario limeño, «El Comercio». Mi carta fue publicada en sus páginas pero el resultado -quizás predecible- fue magro, porque ¿cuántos de la generación que conoció a Badt, o que oyeron de él, pueden haber quedado? Sin embargo, mi casilla de correo no permaneció totalmente desierta. He logrado ensamblar un relato razonablemente coherente y siento que su interés público trasciende el mío personal y pasajero.

Gustav Badt tenía 16 años cuando se fue de la pequeña Exin, en Posen, rumbo a Lima, la «Ciudad de los Reyes» en el país de los Incas, al otro extremo del mundo. No lo hizo completamente en solitario: su hermano Michael, seis años mayor, fue con él, o fue enviado con él, y presumiblemente la familia conocía a alguien que había ido con anterioridad y sus noticias habían sido tentadoras. Por cierto que muchos se estaban yendo de sus viejos hogares, la mayoría de ellos rumbo a Nueva York, desde donde algunos de ellos, después de un tiempo, se trasladaban hacia el sur del continente americano. Ya en 1854 el periódico judío «Allgermine Zeitung dea Judenthums» informó desde Bremen «no una emigración sino una verdadera «migración de los pueblos»» y el cronista añadía pensativamente: «No podemos decir realmente que nos sentimos tristes al verlos irse. La discriminación injusta, la humillación y el retaceo de derechos civiles solemnemente otorgados, no pueden dar una respuesta mejor que la emigración». Y esto sucedía ochenta años antes de las Leyes de Nuremberg.

Yo no sé cuáles eran las expectativas de la familia cuando embarcaron a los muchachos hacia el Perú. Al parecer se suponía que luego de la finalización del dominio español, los diversos países sudamericanos, ahora independientes, ofrecían oportunidades atractivas para ejercer el comercio y emprender negocios. El famoso yanqui constructor de ferrocarriles Henry Meiggs, ahora involucrado en operaciones importantes en el Perú a gran escala, necesitaba jóvenes hábiles a los que reclutaba afanosamente. Quizás otros hayan tenido dorados sueños cuando oyeron de las minas de oro de Huancavélica, no lejos de Lima. Y los más, probablemente no sabían nada más que eso acerca del país.

No caben dudas que la familia estaba esperanzada en que tanto Gustav como Michael progresarían en los negocios, instalados en un país evidentemente necesitado de la eficiencia y habilidad europeas. En una fecha tan tardía como en los primeros años del siglo XX, se consideraba que el más grave problema industrial del Perú no era solamente la falta de trabajadores calificados, sino también una «falta generalizada de inclinación por parte de los obreros a trabajar en horarios regulares», etc. El siglo XIX, por tanto, fue propicio para que fueran bienvenidos los inmigrantes europeos, y se los apreciaba grandemente. Incluso tan avanzado el siglo como el año 1873, una ley peruana otorgó a cada recién llegado de este tipo un subsidio en dinero, por cierto generoso y una extensión gratuita de tierra.

Claro que también había inconvenientes. Si Prusia no era hospitalaria en ciertos aspectos, tampoco lo era el Perú en otros. Había libertad, cierto, pero también cundía el desenfreno que degeneraba en desprotección; la violencia hacía erupción en revolución, rebelión y golpes de estado, asesinato y «ley del revólver»; había fanatismo y superstición: la suma total de lo que los europeos de entonces consideraban típicas condiciones sudamericanas. Para no decir nada de la corrupción omnipresente, aceptada como un hecho de la vida pública. La corrupción de los jueces de aquella época era descripta como «proverbial» y Meiggs, el constructor de ferrocarriles, dictaminó que «la única forma de entenderme con los sucesivos gobiernos del Perú radicó en dejar que cada uno me fijara su propio precio».

Un tremendo ejemplo característico del gangsterismo que se practicaba en los altos niveles sucedió en 1872, cuando el ministro de Guerra, apoyado por sus tres hermanos, todos ellos coroneles del ejército, arrestó al presidente para declararse a sí mismo dictador. Sin embargo, no logró atraerse el sentimiento popular y una turba iracunda linchó y asesinó a uno de sus hermanos. Entonces el dictador ordenó el fusilamiento del arrestado presidente, considerándolo responsable de lo sucedido. Civiles armados asaltaron los cuarteles donde se aposentaba el dictador; él y sus hermanos fueron ultimados y sus cadáveres mutilados quedaron, para que todos los viesen, colgados de una de las torres de la venerable catedral limeña.

Las cosas se pusieron particularmente feas tras que el Perú perdió su guerra de cinco años con Chile(1879-1884). El país había quedado literalmente en ruinas. El gobierno ya no podía disimular su bancarrota y el pueblo lucía como una mera sombra de lo que había sido. Lima, la capital descripta por Jorge Basadre, el historiador nacional, como «la que fue otrora la sede orgullosa de incas y virreyes» había sufrido la humillación suprema de quedar ocupada por el enemigo durante varios años. De todas sus «varias conmociones durante el siglo XIX -dice Basadre- ninguna fue como la guerra iniciada en 1879. Fue el sacudimiento más tremendo que el hombre peruano sintió en este siglo». Era un tiempo cuando nadie podía estar a salvo de una muchedumbre que asaltaba y saqueaba, fuesen chilenos como acusaban los peruanos, o fuesen peruanos como los chilenos aseveraban. El historiador añade este detalle pintoresco: «Raro era ver en las calles de la capital a un hombre vestido con trajes nuevos y elegantes; y la gente decía que debía ser un extranjero».

Yo me he detenido frecuentemente a cavilar cómo este muchacho procedente de una pequeña ciudad prusiana pudo abrirse camino en aquella sociedad montaraz. Por raro que parezca lo hizo, y desde el principio. Fue ayudado por la actitud generalizada de los peruanos respecto a los negocios y el comercio, que un escritor peruano moderno (Juan M. Ugarte Elespuru) define con estas palabras: «El comercio estaba reservado a los de la clase inferior y sólo era aceptable en los extranjeros». Y esos extranjeros, inmigrantes como Badt, tenían pues ante sí un amplio campo de acción. Había muchos británicos, norteamericanos, italianos, franceses, incluso una colonia de chinos y japoneses. Y también unos 300 alemanes, entre ellos muchos judíos. Badt, naturalmente, buscó la compañía de aquellos, especialmente por estar los alemanes en buenos términos con los judíos. Un «Club Germania» había sido inaugurado en 1863 y su principal dirigente era un judío: Max Bromberg. Cuando en 1875 se colocó la piedra fundamental del cementerio judío, la sociedad coral local alemana «Teutonia» tomó parte en la ceremonia y, según el testimonio de un cronista judío, su «espléndido canto contribuyó mucho a la solemnidad de la ocasión».

La Alemania de aquellos tiempos gozaba de la más alta reputación – tanto en el Perú como en el resto de América del Sur-, especialmente después de 1870, cuando Bismarck la convirtió en la principal potencia continental de Europa. La tecnología alemana, la educación alemana y especialmente los grandes cañones de Krupp, eran considerados símbolos de perfección y prestigio.

De manera que si los inmigrantes judíos alemanes en Lima preferían el Club Alemán a la sociedad exclusivamente judía, tenían sus razones para eso, sentimentales sí pero también prácticas. En un estudio acerca de la posición de los forasteros en el comercio de su país, el conocido economista peruano Alexander Garland subrayaba en 1908 que «los alemanes tienen hoy en sus manos buena parte del comercio de importación, habiendo logrado suplantar en muchos casos a los ingleses. En el Perú se observa que el progreso del comercio alemán, cuya importancia aumenta de día en día, está basado en el espíritu de observación y de investigación de los gustos y predilecciones del cliente. El esfuerzo incesante y asiduo de sus comerciantes y comisionistas, unido a la especialidad de sus fabricantes de producir artículos baratos para la masa de los consumidores, va transfiriendo a los alemanes el predominio comercial en el país».

Estar asociado a esos coterráneos era provechoso. De manera que Badt comenzó su carrera en una firma alemana, o germano-judía, y por cierto que no eran muchas. Una posición importante había sido alcanzada por Sigmundo Jacobi y Cía., Casa de Cambios y Antigüedades, también joyeros y banqueros, en la práctica los agentes de los Rothschild en Lima. Ellos casi fueron a la quiebra en la Guerra del Pacífico contra Chile debido a su entusiasmo patriótico, puesto que prestaron al gobierno mucho más dinero que el crédito que éste se merecía.

Pero muchos judíos también emprendieron otros negocios, como el de cigarros y cigarrillos, en el cual un numeroso clan apellidado Cohén se dedicaba a importar los famosos tabacos de La Habana y las variadas marcas de Europa. Se trataba claramente de una actividad sumamente redituable. Un viajero alemán de la época enfatizó en que «la costumbre de fumar» era «general… por todos los niveles de la sociedad», particularmente entre «las damas… aún más dominante que en México… desde la esclava hasta la duquesa».

Y también, por supuesto, los judíos eran prominentes en el comercio de la indumentaria, en el cual prosperaron rápidamente; creo que fue en esta rama donde Badt hizo su aprendizaje. Gustav pronto desarrolló una inclinación especial hacia la manufactura de la seda, lo cual fue una decisión perspicaz. La seda, como el satén, estaban muy de moda entre las damas limeñas. El mencionado viajero alemán ha dejado descripto el «magnífico cuadro que el aspecto visible del mundo femenino de Lima presenta a los ojos de los forasteros» y se refiere especialmente a sus vestiduras hechas «de satén o una tela del Tibet forrada con seda». También por aquel tiempo (1835) Charles Darwin estaba en el Perú y en su diario no solamente mencionó aquellas atractivas jóvenes damas ataviadas con «un velo de seda negra» sino que sus ojos de sagaz observador también atisbaron sus «medias muy blancas de seda» en sus «muy pequeños pies».

De modo que existía, obviamente, una gran demanda de seda, la cual era servida, hasta cierto límite, por los numerosos importadores chinos, pero no existía una industria local que manufacturara la tan requerida y lucrativa seda, tal como tampoco habían otras industrias en el país. Y he aquí que Badt tuvo la idea de proveer directamente a esa demanda. La primera fábrica de seda en paño fue inaugurada en Lima en 1874 y gradualmente comenzó el desarrollo de esta industria. Badt empezó su empresa adquiriendo algunos terrenos, lo que no era caro (como lo mostró la ley de 1873). Su posesión, la «Chacra Colorada», estaba en aquel entonces fuera de la capital, si bien ahora forma parte de un sector de la ciudad densamente poblado. Allí plantó unos 14.000 árboles de morera que, con el auxilio de otro insumo importado: el gusano de seda, suministraron las materias primas para su quehacer.

Ya estaba empleando una buena cantidad de operarios locales cuando el trabajo fue interrumpido por la guerra con Chile. En la defensa de Lima (1881) organizó a sus trabajadores, junto con algunos amigos personales, en una milicia local especial con él a su frente con el grado de capitán. No parece haber brillado en su carrera militar que, de todos modos, fue breve. El ejército (según un historiador peruano) fue en gran medida «un ejército de papel», la Armada «un museo naval» y así esta milicia local ilustraba elocuentemente la observación que hizo cierta vez el duque de Wellington: «No sé si nuestros capitanes le infundirán temor al enemigo pero, por Dios, a mí sí que me atemorizan». Tampoco el patriota Badt nunca pretendió haber sido un genio militar: sus merecimientos estribaban más bien en su desempeño como hombre de negocios.

Era el tiempo cuando la época de las revoluciones políticas del Perú fue desplazada por algo semejante a una revolución industrial. Ante el cambio de siglo la economía estaba mostrando signos de progreso. Se iniciaron varías empresas industriales que lograron reunir capitales tanto dentro como fuera del país. Fue entonces cuando Badt advirtió que había llegado el momento de expandir su negocio de la seda, ofreciendo oportunidades para inversiones redituables. Tras haber ejercido en este campo durante años, ahora hizo sociedad con un peruano dotado de una mentalidad más orientada hacia la técnica que el común de sus connacionales: Julio T. Chocano, a quien habilitó para que importara de Europa una selección de la maquinaría más moderna de la época. Chocano construyó su fábrica de seda -la primera de su tipo en el Perú- en los terrenos de Badt y mostró su gratitud al denominarla «La Germánica». Fue inaugurada en febrero de 1908, en presencia de representantes del gobierno y de la alta sociedad, y bajo el auspicio del ministro diplomático alemán, cuya amistad Badt se había esmerado en cultivar. La ocasión fue por cierto un acontecimiento peruano-alemán, flamearon las banderas alemana y peruana y una banda de la artillería ejecutó el himno nacional del Perú; no tenemos constancias para afirmar con seguridad si también se tocó el Deutschland über alies.

En aquel entonces Badt estaba bien establecido en el seno de la sociedad de Lima. Era, y técnicamente siguió siendo, un extranjero. En su sociedad con Chocano, por ejemplo en la ceremonia de apertura de la fábrica, él afirmó con énfasis su nacionalidad alemana (que lustraba su posición social), y el izamiento de la bandera alemana junto a la peruana debe haberle parecido perfectamente natural. Nunca solicitó la naturalización (que le hubiera sido prontamente otorgada) ni tampoco él ni ningún otro inmigrante de Alemania se preocuparon en cambiar el nombre. Solamente añadió una letra «o» final al suyo de Gustav.

De tiempo en tiempo Badt enviaba referencias sobre sí mismo a alguna de las revistas limeñas prestigiosas -las «de papel satinado»- que reflejaban la vida de «la sociedad» y que en aquellos días aparecían y desaparecían a intervalos más o menos regulares (o irregulares). Se le describía como un «distinguido ciudadano alemán» que «ha sido el primero entre nosotros en implantar la novísima industria de la sericultura con el cultivo de la mora para los gusanos de seda, no escatimando gastos ni esfuerzos de género alguno, tendientes al desarrollo de una empresa llamada a tan altos destinos en el Perú», etc., etc. En setiembre de 1907 el desarrollo de su finca fue descripto como un logro que «forma parte de esa generosa falange de extranjeros venidos a nuestro país no sólo para labrar su propia fortuna, sino para contribuir sólida y eficazmente a su adelanto moral y material».

La referencia al progreso moral del país atañía al interés de Badt en los asuntos sociales del Perú. Construyó de su propio peculio toda una calle de modestas casitas de un solo piso, para gente de pocos ingresos. Las casitas, como la mayoría de las viviendas, tenían un solo piso ya que frecuentes temblores de tierra hacían aconsejable esta forma de construir. También participó en la causa del bienestar de la juventud. Ayudó a la construcción de escuelas para los hijos de la gente humilde, y financió la erección de un local que ocupaba toda una manzana, el cual debía ser destinado a «Reformatorio de Menores». Aquellos que están informados de esto me han asegurado que Don Gustavo (como llegó a ser ampliamente conocido), precisamente en mérito al interés que demostraba por lo social, era «muy querido por la gente del pueblo, por considerársele muy caritativo y dadivoso».

Nunca se casó. A lo que parece, había relativamente pocas mujeres entre los primeros inmigrantes. Tan avanzado el siglo XIX como en 1876, de los 6.5000 europeos y norteamericanos que estaban en Lima, 5.000 eran hombres y apenas 1.500 mujeres. Por supuesto que no había escasez de mujeres del país. En realidad éstas -al menos las (elegibles) pertenecientes a las clases altas- han gozado de la fama de poseer un encanto extraordinario, y esta fama no les ha venido únicamente de caballeros propensos a ser conmovidos en tal sentido. La dama peruana Flora de Tristán, nacida en París y abuela del famoso pintor impresionista francés Paul Gaugin, transcurrió su niñez en Lima y afirmó ni más ni menos lo siguiente: «¡Yo desafío a la más seductora francesa, con su linda boca entreabierta, sus ojos espirituales, su talle elegante, sus maneras alegres y todo el refinamiento de su coquetería, a luchar con una limeña bonita con saya!». De hecho afirmó que «las limeñas serían proclamadas las reinas de la tierra». Y si -de acuerdo con madame Tristán- «las mujeres de Lima gobiernan a los hombres», eso fue «porque son muy superiores a ellos en inteligencia y en fuerza moral».

Otros observadores, que posiblemente adolecían de experiencias infortunadas, dejaron referencias a «la maligna influencia, de la índole más sutil», de la forma en que las mujeres se ataviaban, «cubriendo decentemente» busto y caderas pero sin «disimular el torneado cuerpo que había debajo» en tanto «un chal oculta cual capucha toda la cabeza, dejando solamente una abertura como de cucurucho, de cuya profundidad el ojo relampagueante dispara sus rayos». Ese «ojo relampagueante», «tan negro y brillante», dotado de «semejante poder de meneo y expresividad», incidentalmente también emocionó a la mente agudamente observadora de Charles Darwin, cuya visita a Lima he mencionado con anterioridad.

No es de extrañar que hubo una alta tasa de matrimonios entre peruanas e inmigrantes, por lo que resulta notable que Badt prefirió (y logró) quedarse soltero. Enfatizó esto en su testamento, donde se describió por cierto a sí mismo como tal («soltero»), añadiendo que «no ha tenido hijos de ninguna clase y menos ha reconocido a ninguno». Se molestó en reiterar esta declaración en un codicilo, dos días después, explicando que procedía de tal manera por temer que le fuera «embaucado» un hijo. Explicó que en realidad ya se había pretendido hacerlo: «ya en otra ocasión se pretendió, haciendo inscribir en el Registro de Nacidos, a un niño como si fuese hijo suyo», y añadió que «si aparece algún reconocimiento de hijo suyo, debe tenerse como falso dicho reconocimiento», encargando a su albacea que «persiga ante los tribunales el delito que importa ese reconocimiento».

El énfasis que puso en estos asuntos personales, muy posiblemente se haya debido a que en realidad había vivido (o seguía conviviendo) con una chola (de procedencia mixta europea e india nativa). Por cierto que jamás se casaron. El malestar que parece rodeó a esta historia llegó a conocimiento de sus hermanas residentes en Europa, algún tiempo después de su deceso, y ellas asimilaron la noticia con la hosca aunque resignada convicción de que nada, salvo lo bueno, hay que pensar de los muertos.

En tanto desmintió enfáticamente todo vínculo de familia en el Perú, Badt dejó todas sus posesiones a sus hermanas en Alemania, pero proveyó a tres «ahijados», incluyendo la hija de un coronel del ejército y la hija del albacea testamentario, Rebeca Bellido (cuyo hijo José, quien gentilmente me dio alguna información, iba a ser con los años el obispo católico de la provincia norteña de Cajamarca y recientemente presidió la Conferencia Episcopal Peruana).

Nada se sabe del mencionado intento de «embaucar* un hijo a Badt, pero sus temores probaron ser bien fundados cuando falleció. Tres días después de su deceso, el 31 de julio de 1914, apareció en «El Comercio» la siguiente «noticia personal»: «Las hijas, María Isabel Badt y Marina Badt, la nieta, el hijo político y demás relacionados del que fue Sr. Gustavo Badt (Q.E.P.D.), dan las más expresivas gracias a las personas que se dignaron acompañarlo en la traslación de sus restos al Cementerio de Baqueano».

Badt había declarado expresa y repetidamente que él no tenía hijos ni reconocía a nadie como tales, por lo que ambas «hijas» carecían de derecho a asumir el apellido de Badt. Ninguno de esos «parientes» son mencionados en absoluto en su testamento. Vale la pena mencionar al respecto que la persona que tendría que haber sido la principal doliente, la «viuda» (que debe haber estado con vida en esa época), brilla por su ausencia. Y si hubo un «hijo político* ¿por qué no se mencionó su nombre? ¿Y con cuál de las dos «hijas» apellidadas «Badt» éste se casó? Quiénes pueden haber sido los «demás relacionados», es otro misterio. No conozco si el albacea interpuso una acción legal contra este obvio timo.

En forma semejante, se publicaron otras referencias en la prensa a «Badt y su familia» (por ejemplo, con motivo de la inauguración de la fábrica de seda de Chocano) que eran evidentemente inexactas, pero Badt nada hizo para corregir el error. Tal proceder de parte suya fue, en las circunstancias especiales de sus relaciones personales, quizás una opción sabia: cuanto menos se agite el asunto, mejor. Y en todo caso, no surgieron (aparentemente) sospechas al respecto, hasta más tarde.

A propósito, el hermano de Gustav, Michael (Miguel) sí se casó (a lo que parece). Cuando ella murió en 1931, treinta y cuatro años después del fallecimiento de él, se la describió como «la viuda de Badt» (de Michael), aunque Gustav no parece haber reconocido a Leticia de los Ríos como su «hermana política*. En el testamento de Gustav, ella figura como una persona no especificada a la cual dejaba una anualidad (relativamente magra) de diez libras peruanas mensuales, sin referirse en absoluto a Michael. Alcanzo a recordar que el nombre de Leticia era mencionado ocasionalmente, con desdén o escarnio, por mi abuela (la cual sin embargo se sintió feliz en pagarle una tumba costosa). Leticia aparece como una de las muchas mujeres que recibían legados por «servicios prestados» o «atenciones recibidas» (a veces especificados). Su pretensión de ser esposa de Michael era casi con certeza espurrea. Porque en el Perú de aquel entonces no había otro matrimonio reconocido que el bendecido por la Iglesia Católica. No cabía, por tanto, una boda inscripta como tal, y Michael nunca se convirtió para casarse con Leticia. A propósito, tampoco Gustavo se convirtió.

Pero por otra parte, la vinculación de Michael con la mencionada dama era suficientemente evidente como para causarle su involuntaria renuncia al cargo que desempeñaba en el organismo representativo judío, la Sociedad de Beneficencia Israelita, de la cual era vicepresidente. Durante los últimos diez años de su vida no asistió a servicios religiosos, y casi con certeza eso se debió a su resentimiento por la forma en que se lo había tratado. El resentimiento fue compartido por Gustav, quien sin embargo, después de la muerte de Michael en 1897, retornó al seno de la comunidad judía. Incluso desempeñó un cargo: el de presidente de una Comisión para el ensanche del Cementerio. Nunca fue lo que en idish se llama un májer, una persona influyente en la colectividad. Ni tampoco fue en realidad un judío muy observante que digamos. Por lo menos no más que la mayoría de los inmigrantes judíos de Alemania que, por causa de sus matrimonios con no judías, con frecuencia se diluyeron en la población general (o supusieron que lo hacían), aunque algunos desearon, empero, ser sepultados entre los suyos: habiendo nacido judíos, también querían estar muertos como judíos. Gustav Badt no debe ser contado necesariamente entre éstos, aunque compartió dicho anhelo.