Coloquio

Edición Nº25 - Octubre 1993

Ed. Nº25: Los judíos vistos por el pensamiento español

Por Isaac Benharroch Benmergui

Desde el Siglo de Oro hasta nuestros días

Un trabajo como éste exige algunas explicaciones, una especie de prólogo, una explicación previa, porque la meditación sobre el judío en la filosofía española y en la literatura española en general, parece una paradoja. Si en España a partir de 1492 no hay, supuestamente, judíos, ¿por qué esa meditación tan constante?, ¿por qué unos tratados siguen a otros, a unas obras siguen otras, con un tema obsesivo: los judíos?

Pareciera ser que el tema del judío ausente atormenta a los españoles más que el judío presente. ¿Hay paradoja?

Este interrogante nos obliga a una reflexión sobre la concatenación del hecho histórico, sobre la relación desproporcionada entre causa y efecto en el acontecer de la historia.

Y también porque esta historia, como cualquier historia, no se refiere sólo a hechos sucedidos a pueblos o personajes que existieron y que ya no son, sino que también se refieren a nosotros, a los que vivimos hoy. Nosotros los españoles y los judíos de este momento, somos de alguna forma los herederos físicos y espirituales de los de las épocas pasadas. Lo que ocurrió está pesando sobre nosotros. Así los interrogantes del tiempo presente nos imponen una mirada hacia el pasado. Un pasado que en un momento dañó, mutiló, creó la incomprensión, la intolerancia, el prejuicio y la violencia en todas sus formas.

Las humaredas de los autos de fe no se han disipado… ¿o sí? Toman formas y proporciones distintas, pero se repiten, intermitentemente: la Inquisición de anteayer, el Holocausto de ayer, Guernica, la tragedia de Lod, la de Vietnam, la de Munich, la de Sabra y Chati la, los terroristas fanáticos, y un largo etc.

La historia es terrible realidad. Realidad espantosa, pero lo que espanta debe entenderse.

En su conjunto la historia del hombre, ya se sabe, es algo nauseabundo, que por fuerza tiene que ser desagradable a todos, a todas las sectas, a todos los grupos.

La historia no es el relato glorioso de los manuales escolares.

Una compañera de viaje del poeta cubano Heberto Padilla, lanzó su manual de historia por la ventanilla del tren y gritó haber visto pasar la historia: «una cosa más negra que una corneja, seguida de una peste solemne como un culo de rey».

«No hay verdadera historia, gritó Padilla, que no tenga como fondo una cárcel».

A pesar de esa negrura, de esa ciénaga, de ese lodo que es la historia, no podemos cerrar nuestra mente al pasado; hacerlo sería hacer algo semejante a aquel dictador paraguayo (José Rodríguez de Francia) quien cerró las fronteras de su país para que sus habitantes no se contaminasen de las ideas del exterior.

Claro que se requiere cierta fuerza moral, un alto equilibrio espiritual, para aceptar el peso trágico de la verdad, cuando esa verdad azuza implacable a todos o a cada uno de nosotros.

Lo curioso de la historia es que un hecho aparentemente insignificante puede provocar un desencadenamiento de hechos sin proporción con la causa original. Los judíos hemos aprendido esto a un costo muy alto. Por eso aguzamos el oído y la vista ante cualquier hecho o escrito que se refiere negativamente a nosotros.

¿Quién podría decir que ese pintor de segunda llamado Hitler, autor de un libro de nacionalismo y racismo malsano, Mein Kampf, conduciría al mundo a una hecatombe?

Por eso dijo Américo Castro, que la intransigencia del siglo XV sería el epicentro de los problemas españoles, de todos los problemas españoles.

No se trata de desconfiar de todo, sino de dejar de lado la idea de que la marcha del mundo es armónica, idílica.

Si para algo debe servir la conciencia histórica, es para desaprobar lo aprendido y reconstruir el edificio en base a las nuevas luces, olvidarse del concepto de región, civilización y pensar sólo, únicamente, en que somos hombres, todos los mismos.

Cuenta el escritor venezolano Juan Liscano que en un congreso de escritores celebrado en 1962, tuvo la oportunidad de conversar con un catedrático alemán quien le dijo: «los jóvenes de la actual generación conocen la historia de su país y la desaprueban. Desean mejorarla».

De lo que se trata es de convencernos primero y de educar a las nuevas generaciones a no ser miopes; enseñar, incluso, que el prejuicio no es sólo de los demás, sino también nuestro y hasta de dentro de nuestra propia familia judía. ¿No dijo Sartre que somos siempre el nordista de alguien?

La miopía es de toda época y de todos los pueblos.

¿No escribió un judío portugués, Isaac Pinto, a Voltaire que había que distinguir, que no confundiese a los judíos españoles y portugueses con los otros judíos? «No se confunda —le dijo—: el divorcio, la separación entre ambas ramas es tal que si un sefardí se casase con una ashkenazi, no sería reconocido como miembro de su sinagoga y sería separado del cuerpo de la nación».

Esta introducción es una invitación a saber menos de mundos prodigiosos y más del vecino de al lado, una invitación a ser hormiguero y colmena, a hacer algo constructivo con el otro o por el otro… pero sin pasar la factura.

Vamos a interesamos, vamos a hacer un recorrido histórico, por el pensamiento español para conocer cómo percibió la alteridad judía. Saber qué pensaron los españoles de los judíos, es hacer una historia de España, un cierto retrato de España.

Esta percepción del judío no fue unívoca como puede aparentemente pensarse, ni tampoco monocroma. El pensamiento español sobre los judíos está lleno de rupturas, de matices. Hubo a montones los que pintaron al judío con los tonos más oscuros de la paleta, como también autores valientes que, apartándose del ambiente de su tiempo, lo pusieron en tela de juicio, autores que levantaron alto su voz en nombre de la justicia y la humanidad. Sería injusto silenciar, mantener en el olvido a estos defensores de la razón. Si ciertos pensadores avalaron la intolerancia y la violencia, otros supieron combatirla.

Retrato de España será el que haremos, pero retrato hecho por un sefardí, un judío español, un retrato hecho con un cariño inexplicable, pero cariño al fin.

Pero como dijo Cervantes por boca de Don Quijote: «Retráteme el que quisiere, pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias».

Antes de la expulsión de los judíos, España era un lugar de estancia para un conglomerado islámico-cristiano-judaico. Y prueba de ello que Don Juan Manuel, sobrino de Alfonso X el Sabio, alababa en términos exaltados a los árabes y dijo: «Jesucristo nunca mandó que matasen ni apremiasen a ninguno porque tomase su ley» (Libro de los Estados).

Los árabes leían en el Corán: «De haber querido el Señor en verdad que todos cuantos están en la tierra hubiesen creído juntos, los hubiese hecho a todos iguales. ¿Y vas tú entonces a obligar a los hombres que se vuelvan creyentes?

Raimundo Lulio, en su libro del gentil y los tres sabios, relata que un judío, un cristiano y un musulmán, exponen sus respectivas fes a un gentil incrédulo. Este, después de haberlos oído, se aleja de ellos con la promesa de «elegir» la religión «que me haya parecido ser verdadera, por gracia de Dios y por las palabras que vosotros me habéis dicho». «El gentil se marcha sin decir qué religión escoge, y los tres sabios respondieron y dijeron que como cada uno de ellos era de opinión que él debía elegir su ley, no querían saber cuál de ellas elegiría». Por último, «los tres sabios se despidieron, uno de otro, muy amable y gratamente; y cada uno pidió perdón al otro por si hubiera dicho contra su ley alguna fea palabra; y cada uno perdonó al otro».

Los judíos por su lado se sentían tan españoles como los cristianos. Merece ser citado el caso de Francisco de Cáceres quien, después de haber salido de España con la expulsión, vuelve voluntariamente y se presenta al Tribunal de la Inquisición. Al ser preguntado por su extraña actitud, respondió que amaba a España y que igualmente harían los cristianos si fuesen ellos los expulsados.

Los tres pueblos, terrena y espiritualmente, convivieron como una unidad-oposición.

En 1492 España entra en el vértigo de la unidad: expulsa a los judíos. Ser español implicó cristiandad de linaje y esto se mantuvo casi sin interrupción durante 300 años.

Se implantó, se enraizó, la España una, en un continuo que va desde los Reyes Católicos hasta hoy.

Felipe II se aprende bien la lección.

¿Por qué no despiertas y te lanzas, oh César, y dominas el orbe terráqueo?, le aconsejan.

Es España sola contra toda Europa. España en América, España en Asia, con sólo 6.000.000 de habitantes.

Pero obrar bien como católicos es lo que importa.

España derrama su sangre y sus tesoros, pero no baja la espada.

Si lo hiciese ya no sería el pueblo elegido de Dios.

Se está en la pendiente del fracaso y todavía se impone un sacrificio: se expulsa en 1609 a los moriscos.

Todo un pueblo se negaba a despertar. Ya en 1600 Martín González Cellorigo dice que sus contemporáneos eran hombres encantados.

Quevedo, hombre clarividente, prefiere la ceguera a la razón.

España se amuralla en un universo cerrado que la Inquisición hace aún más fétido. España se afinca en la ortodoxia y la ortodoxia es inamovilidad, es intransigencia y que a la menor duda, la menor digresión, la oposición más inocente es derrumbe del edificio. La ortodoxia es temor.

Curzio Malaparte en su novela «Kaputt», cuando habla del Reich de los mil años, describe esta actitud temerosa de los alemanes del siglo XX. «Tienen miedo. Tienen miedo de todo y de todos. Matan y destruyen por miedo. No es que teman a la muerte, pero tienen miedo de todo lo que vive fuera de ellos y de todo lo que es diferente a ellos».

Frente a esta España monolítica, católica, apostólica y romana, existió siempre la otra España, judía, protestante, atea, comunista; y todo español castizo se sentía en la obligación, al pasar junto a ella, de dirigirle una mirada de odio.

Y se acabó así la gran, la amplia tolerancia medieval, practicada por grandes reyes conquistadores y santos. Esta mudanza divide en dos edades completamente distintas la historia de España. Media España negó a la otra media, y nosotros los judíos formamos parte de la España no admitida.

Surgen definitivamente las dos Españas, irreconciliables: «As duas Espanhas» de Fidelino de Figuereido, quien acuñó para siempre la expresión.

Españolito que vienes al mundo
líbrate Dios
Que una de las dos Españas ha de helarte el corazón
diría el poeta Antonio Machado.

Más pesimista, más desesperado, más dramático, sería el grito póstumo de Mariano José de Larra:

Aquí yace media España, murió de la otra media.
Aquí yace la Inquisición, murió de vejez.
Aquí reposa la libertad de pensamiento, murió recién nacida.
Aquí yace la subordinación militar. Aquí descansa el crédito español.

De las dos Españas, evidentemente una es la buena, la santa, la única. Nadie tiene más cabida. Se cristianiza España y por este hecho el español se sintió como llevado en volandas por unas invisibles y sacras manos. Por haber purificado sus tierras limpiándolas de herejes, Dios la recompensa enseguida: descubre América.

Todos los éxitos de España son el fruto de un celo religioso excepcional que no dejó insensible a Dios.

De ahí que en la mentalidad española se forje la creencia en una misión: propagar la fe verdadera por todo el mundo.

Entre España y Dios existe un pacto. Los favores hechos a España no los ha hecho con ninguna otra nación en el mundo. Teología e historia se confunden.

Todo quien se enfrente a España, se enfrenta a Dios.

La pax española es la Ciudad de Dios de San Agustín.

España, investida de esta misión, tiene la obligación de realizarla por los medios más violentos.

«Ningún médico curó jamás el cáncer con unciones y remedios blandos sino con navaja y botones de fuego».

Américo Castro cita a Ginés de Sepúlveda:

«El Rey de Inglaterra faze guerra, pero no es aquella guerra divinal».
Fray Juan de Salazar en 1619: «A nadie le cuadra más el nombre de pueblo de Dios que al pueblo español».

Se inaugura toda una era de apropiación de textos hebraicos, es decir, pasajes del Antiguo Testamento que parecieron referirse exclusivamente a España:

La Reconquista es el descubrimiento de la Tierra Prometida.
El Cid Campeador es Sansón.
Carlos V es el Rey David.
Juan de Austria es Moisés.
España es la nueva Tierra de Canaán.

El cristiano español creyó a pies juntillas que Santiago, San Isidoro, San Millán, luchaban visiblemente a su lado.

España deja de ser el mosaico multiforme de que habla el profesor Laín Entralgo.

La paz laica, la armonía de los ciudadanos entre ellos, no se concibe, sólo tiene sentido la paz católica en la cual serían aniquiladas todas las diferencias.

Gonzalo Fernández de Oviedo dice con repugnancia que ha visto soldados judíos en los ejércitos alemanes.

Entonces, no es la unidad religiosa de España lo que se busca. Se luchará contra los judíos de fuera y los de dentro, contra judaizantes, nuevos cristianos, marranos. Es la limpieza de sangre.

No hay paradoja. No es la unidad religiosa el objetivo buscado. Se trata de una profilaxis racista. Se expulsa a los judíos y a los que quedan conversos por la fuerza de las circunstancias se les acosa, se les denigra, se les quema vivos.

Echegaray describía el «Quemadero de la Cruz». Un gran libro, una gran página, una sombría página, que encerraba provechosa aunque triste enseñanza, con sus capas alternantes, capas que eran de carbón impregnado en grasa humana y después restos de huesos calcinados, y después una capa de arena que se echaba para cubrir todo aquello y luego otra capa de carbón y luego otra de huesos y otra de arena…».

Diego Simancas declara: «Estos españoles a quienes llamaron marranos, descendientes de judíos y de bautizados, son falsos cristianos».

¿No eran conversiones sinceras? A este respecto Alvaro Fernández Suárez en su reciente libro «El pesimismo español» diría: «Los judíos no hacían sino defenderse contra un sistema que violentaba sus conciencias».

Esteban del Corro es el más radical antisemita: «Los judíos y sus descendientes no son otra cosa que unos objetos, infames, sediciosos, codiciosos, avaros, perniciosos, sospechosos de herejía, inquietos, ambiciosos y pérfidos, mentirosos y falsos, incrédulos, propagadores del mal, egoístas, orgullosos, arrogantes, blasfemos, desobedientes con sus padres, ingratos, sacrílegos, sin amor, sin paz, criminales, incontinentes, sin benignidad, crueles, traidores, lascivos, hinchados de vanidad, devuelven mal por bien, supersticiosos, lamentables y sediciosos, amigos de la venganza y enemigos de los cristianos».

Quevedo es antisemita, pero el suyo es un antisemitismo de corte popular.

Así encabeza su libro «España Defendida» diciendo con tono jeremíaco: «Abrieron sobre nosotros sus bocas todos nuestros enemigos».

Pero, gracias a Dios, los judíos no son percibidos por todos de la misma manera.

González de Bellorigo defiende a los conversos. Furio Cerriol (siglo XVI) es el Montaigne, Spinoza, Montesquieu, español. Su obra está toda presidida por el signo de la razón y el respeto del otro. Presenta el más formidable alegato en favor de la concordia. Hay un reconocimiento del otro. Él sabe que son diferentes judíos, moros o cristianos, pero en todas partes hay bien y mal. Adversario no es enemigo. La hostilidad es accidental y la solidaridad esencial. Dios no tiene necesidad de la sangre del otro.

Mateo López Bravo, el socialista español del siglo XVII, manifestó sus simpatías afirmando: «Los turcos, confiando altos cargos a los judíos, los hacen felices».

En el siglo XVII hay un repliegue total. El catolicismo hispánico ya no puede ser mesiánicamente interpretado. La declinación es demasiado manifiesta.

Después de la batalla de Rocroi en los Países Bajos, España despierta.

La gloria ya no se ve, se esfumó la estela dejada por el Gran Capitán, el Duque de Alba, Juan de Austria.

Pero la España de derechas no abandona sus convicciones, hasta última hora no se rinde.

Aquí somos católicos todos, diría el duque de Maura.

«Por el Imperio hacia Dios», será el lema de la Falange Española.

Pero frente a los defensores de la España castiza, tradicional, hay que señalar siempre a los propulsores de la renovación.

Arias Montano clamaba por una España firmemente católica pero tolerante.

Francisco Amaya: «Ninguno es más noble que otro sino el que tiene más ingenio. De un barro descendemos, somos iguales por naturaleza. El propio Jesucristo eligió ascendencia judía».

El que haya cada vez más, es cierto, escritores que defienden la tolerancia y la razón, no quiere decir esto que la Inquisición baje las armas: sólo será abolida en 1820 y aún así, media España siguió negando a la otra mitad.

Las constituciones son cada vez más liberales pero los enemigos están siempre al acecho. A los constitucionales había que herirles a ellos y a sus familias hasta la cuarta generación.

Pero la España del siglo XIX ya es distinta. Cadalso, en sus Cartas Marruecas, levanta la voz diciendo que España se apartó de su camino en el siglo XVI.

Jovellanos clama por la concordia de las dos Españas Antagónicas.

Emilio Castelar, en el más famoso de sus discursos, exclamaba: «No hay nada más espantoso, más abominable, que aquel gran Imperio Español que era un sudario que se extendía sobre el planeta. No tenemos agricultura, porque arrojamos a los moriscos…; no tenemos industrias, porque arrojamos a los judíos… No tenemos ciencia, porque encendimos las hogueras de la Inquisición, arrojamos a ellas nuestros pensadores, los quemamos, y después, ya no hubo de las ciencias en España más que un montón de cenizas…».

Hablando de la Inquisición, escribe Lafuente: «En el reinado de la piedad se levanta un tribunal de sangre. Se establece la Inquisición y comienzan los horribles autos de fe. Los hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios, son abrasados, derretidos en hogueras, porque no creen lo que creen otros hombres».

Benito Pérez Galdós describe tanto en su novela Gloria, como en Ai ta Tetauen de sus Episodios Nacionales, personajes judíos con gran simpatía, figurando entre ellos Aaron Fresco, Vidal Benmergui, Samuel Pimienta, y Abraham Bibas entre otros.
En la primera mitad del siglo XX, los españoles parecen no interesarse por los judíos. Existían, sí, en el pueblo, creencias absurdas, rémoras del pasado que surgen en dichos y versos populares aplicados a personajes señalados como judíos como fueron Mendizábal, Macanaz, Pedro de Olavide y otros.

Surge la figura de Ángel Pulido. Después de su encuentro en el Danubio con judíos sefardíes, escribió una carta que apareció en «El Liberal» de Madrid.

En un segundo viaje a Oriente en 1904 publicó «Los Israelitas Españoles y el idioma castellano», seguido de «Españoles sin patria y la raza Sefardí».

Todas las ideas de Pulido no progresaron, pero surgen pequeñas comunidades en algunas ciudades españolas como lo prueba aquella acogida al rey en Sevilla con una pancarta: «La Colonia Hebrea a Don Alfonso».

Son otros tiempos. El dictador Primo de Rivera pide ser atendido en París por un médico sefardí, el doctor Bendelac Pariente.
El polígrafo sevillano Rafael Cansinos Assens proclama a todos los vientos su ascendencia judía.

Valle Inclán se manifiesta orgulloso de descender de la noble raza hebrea.

Blasco Ibáñez en «Los muertos mandan» expresa sentimientos de simpatía hacia el pueblo judío e incluso llega a escribir una novela, «Luna Benamor» que, como su nombre indica, está centrada sobre la vida de una judía en Gibraltar. La literatura antisemita de la época es de segunda categoría y casi siempre obra de resentidos que escriben con seudónimos, como un tal Africano Fernández.

Se deja sentir el antisemitismo de los filósofos alemanes, como Goethe, Hegel, Schopenhauer, en algunos escritores como Ramiro de Maeztu, teórico de la Falange, quien defiende la lucha contra árabes y judíos.

Julio Senador responde a Maeztu en su libro «Desde Castilla»: «Qué triunfo habría convenido más: si el de los que excavaban las acequias o el de los que se complacían en cegarlas; si el de los que creaban metrópolis del arte y de las ciencias o el de los que las convertían en estercoleros; si el de los que inventaban el astrolabio, el ácido sulfúrico y el álgebra o el de los que inventaban instrumentos de torturas para sus mazmorras; si el de los que alumbraban el pensamiento universal o el de los que para alumbrar la lobreguez de sus cerebros, encendían hogueras donde se asaban hombres vivos».

Hasta Alfonso XIII en 1923, en su visita a Roma, dice al Papa:

«La España de hoy es la continuación de la España de Felipe II. Si levantárais una cruzada contra los enemigos de nuestra sacrosanta religión, España y su Rey jamás desertarán del puesto de honor».

El Papa Pió XI hace una paternal amonestación al rey, recordando que «en el grande y nobilísimo pueblo español hay también hijos nuestros que se niegan a acercarse al Corazón Divino. Decidles que no les excluimos por eso de nuestras oraciones ni bendiciones, si no que, por el contrario, van hacia ellos nuestros pensamientos y nuestro amor».

Después de este mosaico del pensamiento español, quiero finalizar con las palabras armonizadoras de Unamuno en carta que dirigió al doctor Pulido:

«Usted sabe el valor que concedo al lenguaje; mucho más que a la raza. En rigor apenas sabemos nada claro respecto a las razas; por lo que hace a las lenguas, es más fácil saber a qué atenerse. Se piensa con palabras y mientras dos o más pueblos conserven un mismo idioma, pensarán, en el fondo, de lo mismo, sean cuales fueran las diferencias aparentes».

Una idea de lucha contra la intransigencia es el fondo de esta ponencia, una lucha en favor de la aceptación del otro.

No olvidemos lo que dijo Goya en uno de sus Desastres-. «El sueño de la razón produce monstruos».

Y quiero decir como un famoso poeta americano de quien no recuerdo el nombre: «Que el pasado es un cubo de cenizas y el mundo es sólo un océano de mañanas, un cielo de mañanas».