Coloquio

Edición Nº25 - Octubre 1993

Ed. Nº25: La psicología del fascismo

Por Michael Billig

Traducción del inglés: Pedro J. Olschansky

Arthur Koestler, en su ensayo «El dios que fracasó», señaló que si fenómeno del nazismo parece clamar por una especie de explicación psicológica. La política fascista era tan irracional que su éxito solamente podía ser explicado refiriéndose a una sociedad «enferma» o «insana» que producía lidiares insanos quienes hipnotizaban a la población.1  Resulta fácil recurrir a esta misma especie de lenguaje psicológico acerca de los grupos fascistas de la actualidad. 

Cuando consideramos a los muchachos calzados con botas que se tatúan en sus brazos la insignia del National Front británico, o a esos individuos que todavía se visten uniformes nazis y practican el saludo con el brazo en alto delante de los espejos de sus cuartos de baño, estamos obligados a suponer que no son personas normales y bien ajustadas a la sociedad. Nos tentamos a conjeturar que únicamente la gente que está aquejada psicológicamente puede comportarse de una forma tan descentrada. En resumen, cabría esperar que el borde lunático de la política no atraiga más que a los lunáticos.

Es por estas consideraciones que los analistas han aportado explicaciones psicológicas para analizar el fascismo, en mayor grado que el que han dedicado a otras doctrinas políticas del siglo veinte. En especial, se ha producido una cantidad de teorías psicológicas que sugieren que una especie particular de persona, dotada de una estructura definida de carácter, será atraída por los políticos fascistas. A lo largo de este artículo varías de dichas doctrinas serán tomadas en consideración y evaluadas. No vamos a debatir aquí los parámetros técnicos de esas teorías, los cuales han sido discutidos con gran extensión por los psicólogos, frecuentemente con más preocupación en las tecnicidades de la metodología psicológica que en el propósito de entender a qué se debe el atractivo del fascismo; por el contrarío, si bien nuestra evaluación asumirá que las teorías psicológicas son plausibles, se tratará de determinar cuán valiosas pueden ser esas teorías para entender el fenómeno del fascismo.

La política del propio interés y la política del odio

Puede hacerse una tajante distinción entre los mensajes políticos que parecen apuntar al propio interés económico, y aquellos otros que apelan a los prejuicios o a los odios étnicos. Se puede presumir que la conducta política movida puramente por motivos del interés económico propio, no requiere especiales explicaciones psicológicas. Si la gente vota por un partido creyendo que el mismo va a rebajar los impuestos y elevará su nivel de vida, son innecesarias las explicaciones de psicología profunda que puedan traer a colación los traumas de la infancia o los poderes de las motivaciones inconscientes. Ciertamente es verdad que los partidos fascistas han hecho apelaciones al interés propio de los votantes, y siguen haciéndolas. Para tomar un ejemplo reciente, el «Front National» de Francia hizo una campaña electoral con el lema de «Dos millones de inmigrantes: dos millones de desempleados». Este lema estuvo dirigido directamente al estrecho interés personal del francés de tez blanca que podría estar preocupado por la presión económica y se sentiría traicionado por los partidos políticos tradicionales.2  En este aspecto el líder del «Front National», Le Pen, seguía los ejemplos anteriores de Hitler y Mussolini, quienes de igual manera prometieron a sus seguidores empleos en tiempos de inseguridad económica.

Si este mensaje económico fuese la esencia del fascismo, pues entonces habría poco misterio psicológico en la cuestión, y no necesitaríamos una teoría sobre la así llamada «personalidad fascista». Sin embargo, el fascismo jamás es meramente una política de conveniencia económica: también es una política de odio. Y en esto los factores psicológicos se toman más evidentes, puesto que la política de odio está basada en algo que sobrepasa los cálculos de conveniencia económica. El fascismo necesita de la imagen del Otro. El «Front National» francés, por ejemplo, tiene su imagen del Otro: el inmigrante norafricano, utilizado para culparlo de las falencias económicas de Francia. La propaganda del «Front National» contiene imágenes familiares a la política de odio: el inmigrante es sucio, sexualmente promiscuo, y constituye una amenaza a la virtuosa pureza de la nación.

Tales imágenes del Otro frecuentemente nos dicen más sobre la imaginación de los propagandistas fascistas o racistas, que acerca del grupo al que supuestamente describen. Los fanáticos de la raza blanca en los estados sureños de los Estados Unidos y en el resto del mundo, desde hace mucho tiempo peroran sobre la imaginaría sexualidad de los varones negros, fantaseando incluso con la longitud de sus órganos sexuales.3 Tales argumentos, tan ajenos a la realidad de la gente negra, algo revelan sobre la imaginería, y ciertamente las inseguridades psicológicas, de los odiadores. Similarmente, las imágenes de los judíos en la propaganda antisemita, no se basan en lo que son los judíos reales, sino en las fantasías que se forjan los antisemitas. En el Mein Kampf de Hitler «el judío» es retratado como una figura demoníaca, dedicada a destruir la «raza aria» y esclavizar al resto de la humanidad. Tenían «gancho» los temas espeluznantemente obscenos de la propaganda nazi, como sucede igualmente en las otras formas del extremo fanatismo racial. Der Stürmer, la publicación periódica de Julius Streicher, estaba pletórica, número tras número, de horripilantes crónicas detallando los desnaturalizados placeres sexuales de los judíos. Fantasías similares pueden hallarse en la actualidad en la propaganda antisemita. Exiles from History, de David McCalden, un antisemita profesional, es un ejemplo típico: el autor sostiene que los judíos están obsesionados por el sexo y que el Talmud les permite a los judíos tener relaciones sodomitas con niñas de tres años de edad y con cadáveres.4

Esta clase da materiales por cierto que sobrepasa toda política ordinaria basada en el interés propio. AJ proceder de esta guisa las imágenes de odio, frecuentemente repitiendo temas similares sobre impureza y sexualidad tan divorciados de las realidades del mundo, parecieran proceder de las obsesiones del propio fanático. Es en este aspecto que la política de odio parece sometida a una explicación psicológica.

Las teorías sobre el fascismo centradas en la personalidad

Una cantidad de teorías psicológicas han sostenido que el fascismo atrae a una especie particular de carácter psicológico. Pueden mencionarse dos aspectos de estas teorías. En primer lugar, éstas tienden a ser teorías del déficit psicológico, puesto que retratan a la personalidad fascista como siendo deficiente, o psicológicamente dañada. En segundo lugar, estas teorías enfatizan el rol de la proyección. Sugieren que el intolerante fanático posee deseos psicológicos que él niega sintiendo culpa y los proyecta entonces en la imagen del Otro. En consecuencia, el grupo odiado es descripto en la imaginación del fanático como ejecutor exactamente de las cosas que el fanático, en sus honduras, anhelaría hacer él mismo.

Una de las primeras teorías psicológicas del fascismo fue propuesta por Wilhelm Reich, un seguidor de Freud que perturbó a sus colegas freudianos con sus teorías marxistas y su escandalosa tesitura respecto a sus pacientes femeninas. Su libro La psicología de masas del fascismo se basó en un supuesto simple: el fascismo y otros males de la sociedad moderna se derivan de frustraciones sexuales.5 Según Reich la energía emocional embretada por el Partido Nazi fue esencialmente una energía sexual por lo que, como resultado, poco cabe extrañarse de que su imagen del Otro odiado contiene con tanta frecuencia temas sexuales. Los fanáticos que son personalmente unos reprimidos, niegan su propia sexualidad, pero su imaginación está constantemente molestada por su suposición de que el odiado Otro es libre de dedicarse a todos los actos de los cuales él se priva. Por supuesto que la real vida sexual del Otro, en realidad no cuenta: lo que sí cuenta es lo que se imagina el fanático en su obsesiva reconstrucción de cómo es el Otro.

Pese a la simplicidad de las teorías de Reich sobre el fascismo, ellas contienen una idea interesante: el apoyo al fascismo es una respuesta a anhelos no materializados. Esta noción fue desarrollada por Erich Fromm quien, como Reich, intentó combinar las teorizaciones freudianas con las marxistas. Su obra clásica, El miedo a la libertad, arguye que el fascista potencial es una persona que está amedrentada por su libertad personal.6

Según Fromm, las fluideces de la sociedad moderna crean problemas existenciales. En tanto que el Individuo medieval tuvo una identidad fijada por su nacimiento que lo colocaba en un sitio preciso, nada ambiguo, en el seno de la sociedad, la gente moderna dispone de una libertad mucho mayor para forjar su propia identidad. Sin embargo, esa libertad trae consigo una inseguridad existencial, desconocida en las sociedades cerradas de otros tiempos. En épocas de tensión económica, grandes cantidades de gente tienden a rechazar esa libertad y añorar la seguridad de un mundo acotado y de una identidad fijada. Fromm sostuvo que este ansia de seguridad puede generar un síndrome «sadomasoquista» de autoritarismo. La gente repudia masoquÍ8ticamente su propia libertad individual identificándose por entero con un «gran líder» que está para impartir órdenes. Al mismo tiempo los impulsos agresivos son liberados con sadismo contra los «enemigos» del Estado, quienes son (calificados de seres inferiores y representan exactamente la libertad que los fanáticos se niegan a sí mismos.

Tanto Reich como Fromm vivían en Alemania —donde presenciaron la ascensión del nazismo, observándolo ellos mismos de primera mano— cuando formularon sus teorías en los años treinta. Sin embargo, el intento más sistemático de argüir la existencia de una personalidad «fascista» definida fue el estudio a gran escala confeccionado en los Estados Unidos después de la guerra, el cual fue financiado por el American Jewish Committee y resultó en la obra de Adorno «y otros’ intitulada The Authoritarian Personality («La personalidad autoritaria»).7 Se testearon las actitudes de más de mil estadounidenses para la búsqueda de los autores, con el objetivo de descubrir si los fascistas potenciales están dotados de síndromes específicos o características psicológicas. Para los propósitos de ese estudio, se presupuso que los fascistas eran individuos con intensos sentimientos racistas y antisemitas.

Dicho estudio llegó a la conclusión de que la persona prejuiciada contra los judíos era propensa a ser también prejuicios contra los negros, homosexuales y forasteros en general. Tales personas tendían a tener padres estrictos que exigían obediencia y un rígido control emotivo. Ellos mismos eran incapaces de manejar sentimientos complejos. Eran frecuentemente puritanos, negando sus propios deseos, aunque estaban obsesionados por el sexo de una manera salaz y moralizante. Incapaces de admitir sentimientos complejos, necesitan dividir a la gente en categorías nítidas. Perciben al prójimo o bien completamente admirable y lo admiran con abyección, o si no lo consideran enteramente inicuo y despreciable. Los autores de «La personalidad autoritaria» sostienen que la necesidad de simplificar lo que sucede en el mundo, empuja a la persona prejuiciosa a la necesidad de respetar figuras investidas de autoridad superior. Además, el prejuiciado requiere inferiores a quienes despreciar. Los grupos menospreciados son considerados inferiores, quebrantadores de las normas, que se dedican a toda clase de acciones inmorales, en las cuales el fanático gustaría ocultamente participar. Es por esto, según esta teoría, que los fanáticos son individuos reprimidos y tensos que necesitan condenar a otros por tener los mismos deseos que ellos abrigan.

Las teorías de Reich, Fromm y Adorno pueden diferir en detalles en el retrato que hacen de la personalidad fascista, pero concuerdan en tres puntos básicos. Primero, que tiene sentido hablar de una personalidad fascista, cuyas pulsiones emocionales la llevan a admirar a un líder fascista y odiar a los integrantes de los grupos ajenos. Segundo, que esos impulsos emocionales indican una personalidad dañada o fragmentada. Sea por una vida sexual insatisfactoria, el miedo a la libertad o una incapacidad de tolerar la complejidad emotiva, los fascistas potenciales son considerados portadores de problemas internos que les impelen a abrazar un credo político irracional. Tercero, los autores recurren a la teoría psicoanalítica para describir cómo los deseos íntimos pueden ser proyectados psicológicamente en el Otro. Al hacerlo, los fanáticos pueden negar sus propios sentimientos en tanto que paladean obsesivamente esos sentimientos proyectados sobre el odiado Otro. El resultado neto se parece a esos periódicos sensacionalistas que condenan con torpedad los escándalos sexuales que están informando al público, en tanto suministran a sus lectores todos y cada uno de los detalles picantes, de modo que la inmoralidad pueda ser disfrutada de segunda mano en tanto queda preservada la fachada de rectitud moral.

La sobrestimación da la similaridad

En aras del debate, puede asumirse que esas teorías psicoanalíticas ofrecen caracterizaciones plausibles de los fanáticos extremistas, puesto que tornan comprensibles algunos de los aspectos irracionales de la dinámica del odio. Sin embargo, en lo que atañe a una explicación global del fascismo, ellas adolecen de una serie de fallas. El primer problema, y más obvio, consiste en que el describir una «personalidad fascista» significa una supersimplificación el fascismo. Tanto en Reich como en Fromm y Adorno campea una presunción de que la sociedad moderna ha creado una especie particular de estructuración de la personalidad alienada, o desfigurada, y que tal estructuración constituye la base psicológica del fascismo. La implicación es que los grupos fascistas son homogéneos, que especies parecidas de personas se convierten en simpatizantes del fascismo. Sin embargo, la evidencia es que no todos los fascistas son similares entre sí.

La variedad existente entre los simpatizantes del fascismo fue revelada en un estudio, si bien relegado, del nazismo tempranero. En 1934 Theodor Abel, un sociólogo estadounidense nacido en Polonia, promovió un certamen en un periódico nazi alemán, pidiendo a sus lectores que le enviaran por escrito sus biografías especificando por qué y cómo se habían vuelto nazis. Recibió a vuelta de correo cerca de 700 ensayos biográficos cuya característica más relevante fue su variedad.8 Algunos le escribieron que se habían inscripto en el partido por su ideología, otros por odio a los judíos, algunos por el culto heroico a Hitler, para otros el factor más importante había sido el sentido de camaradería y amistad, o el disfrute de las actividades campamentísticas facilitadas por el partido. Muchos se inscribieron por sus temores económicos más que psicológicos, pareciendo aquéllos los que más pesaban en sus mentes. Todo se presentaba como si diferentes razones empujaban y atraían a los individuos a un vértice común.

Una variedad similar de personas puede ser advertida en el fascismo actual, si bien a una escala mucho menor dado el tamaño mucho más reducido de los grupos fascistas contemporáneos.9 Por ejemplo, sería un error suponer que el fascista típico es la clásica «personalidad autoritaria» que trata de controlar sus emociones y demostrar un respeto exagerado a los símbolos convencionales de autoridad. Hoy en día, el «National Front» británico ha logrado reclutar gente muy diferente de la clásica personalidad autoritaria reprimida. Varones jóvenes, frecuentemente «skinheads» («cabezas rapadas») y abiertamente despreciativos ds las autoridades tradicionales tales como la policía, frecuentemente buscan la excitación de la videncia sin trabas en vez de esforzarse en mantener un rígido control de sus emociones. En realidad, en el fascismo contemporáneo hay conflictos entre los elementos más autoritarios y los más desatados. El Partido Nacional Británico, conducido por John Tyndall, ha criticado constantemente al elemento «truhanesco» del «National Front», criticando acerbamente el comportamiento descontrolado de sus integrantes y la crudeza de su música «beat» dura. Por el contrario, el grupo «Flag» del «National Front» se ha burlado de las obsesiones de Tyndall con el orden, la limpieza y las bandas de sones marciales. La disputa entre ellos no es tanto de ideología: ambos grupos tienen opiniones similares respecto de los negros y los judíos. Tampoco es esa disputa puramente generacional, ya que Tyndall también tiene afiliados jóvenes. La diferencia es de estilos psicológicos entre los elementos autoritarios y antiautoritarios del fascismo.

El poder de las ideas

Existe otra falla en la interpretación psicoanalítica, al tratar ésta de restar importancia al rol de las ideas en el fascismo. Las teorías psicoanalíticas sugieren que las emociones, particularmente las que se han convertido en psicológicamente distorsionadas, son pasibles de generar una conducta fascista. La implicación es que los fascistas son motivados psicológicamente por sus emociones antes que por sus intelectos. Por ende, las ideas del fascismo son consideradas como una suerte de epifenómeno que expresa fuerzas emocionales más básicas. Sin embargo, hay razones para tomar en consideración las ideas del fascismo por sí mismas, puestas que ellas están poderosamente dotadas de fuerza propia y poder de seducción. A modo de simplificación, es posible distinguir entre dos fuentes diferentes de ideas fascistas: las que derivan directamente de las tradiciones ideológicas centrales de la era moderna, y aquellas otras que podrían clasificarse como formando una contracultura fascista particular, separada de la tendencia política principal.

Por sí mismas, las teorías psicológicas de proyección no pueden explicar por qué el fascismo ha sido un producto de los tiempos modernos. Cabe suponerse que en tiempos anteriores también hubo niños que fueron criados con sus psiques dañadas y castigados por sus deseos. Pero hasta el siglo veinte, la frustración sexual y la estricta disciplina paterna no generaron los movimientos de masas del fascismo. En consecuencia, la dinámica psicológica del fascismo debe ser analizada en sus contextos histórico e ideológico. Las teorías psicológicas de la personalidad individual necesitan confrontarse al interrogante central de por qué la era del iluminismo moderno lo es también del fascismo. En lo que a esto se refiere, no puede ser ignorada la paradoja ideológica central de la era moderna. Los pasados doscientos años pueden haber presenciado el crecimiento del internacionalismo, sea como práctica económica o como ideal ideológico, pero simultáneamente esa fue también la era de la moderna nación-Estado.10 Ha sido también la era en la cual las teorías científicas, o cuasicientíficas, de la raza, fueron producidas.11

Los conceptos de nacionalismo son fundamentales en el «sentido común» moderno. Tales conceptos atañen a que el mundo está naturalmente dividido en naciones separadas, cada cual con su propia historia y su propio destino, y cada individuo pertenece a una de las naciones del mundo. Tales conceptos son «naturales» para el individuo moderno. En adición a esto, los tópicos nacionalistas han sido apoyados por tópicos racistas, sugiriendo que la división de la humanidad en naciones tiene una base biológica. Como ha argüido Benedict Anderson en su análisis de los orígenes del nacionalismo, es un hecho integrante de la conciencia moderna que la gente siente que pertenece a «comunidades imaginadas».12 De esta manera, las corrientes ideológicas centrales de nacionalismo y racismo suministran los recursos para una continua construcción del Otro, el cual es sentido como infractor a la seguridad o la pureza de la nación/raza. La dinámica psicológica relevante no se refiere aquí a pulsiones ocultas, sino a un aspecto fundamental de la cognición: toda categorización de un grupo interno («ingroup») involucra la demarcación de otro grupo ajeno («outgrup»).13 El imaginar una comunidad, para recurrir a la evocativa frase de Anderson, involucra más que el imaginar una nación singular, puesto que la nación singular existe en cuanto es distinta a las otras naciones. En consecuencia, la imaginería nacional requiere un sentido de separatismo entre «nosotros» y «ellos», y la invocación de «Nosotros» como «ingroup» debe ser también la evocación de los Otros como «ajenos». O sea que la centralidad de lee concepciones nacionalistas en la conciencia moderna, contiene el potencial continuo de la política respecto al Otro, basada en el concepto del Otro definido por nación o por raza. Los grupos fascistas, al articular esta política, pueden forjarse entonces estereotipos sobre las otras naciones, las otras razas y Los Otros en general, puesto que muchos de estos estereotipos están enraizados en el «sentido común» del nacionalismo, un «sentido común» que acepta como enteramente natural la división nacionalista del mundo entre «ellos» y «nosotros».

Los supuestos nacionalistas y racistas pueden sentar las condiciones ideológicas para las reacciones hostiles alas traslaciones de población en gran escala. Los inmigrantes «Otros» pueden ser imaginados como desgarrando la imaginada unidad de la comunidad de «Nosotros». Este sentimiento de desgarro puede ser atizado por los miedos económicos. Es por esto que el político fascista puede construir un mensaje económico que contiene una aparente «racionalidad* propia: «Dos millones de inmigrantes equivalen a dos millones de nosotros desempleados». Tal «racionalidad» económica es empero profundamente «nacional», puesto que asume las diferencias entre «ellos» y «nosotros», entre esos inmigrantes y los «legítimos» miembros de la comunidad imaginada. Al articular semejantes mensajes de racionalismo nacionalizado, los propagandistas fascistas no necesitan crear «ab initio» sus propios estereotipos del Otro, sino que les es dable recurrir a los estereotipos del moderno y nacionalista «sentido común». El «Front National» francés en sus referencias a los norafricanos, y el «National Front» inglés en sus referencias a los afrocaribeños y los asiáticos, pueden servirse de la herencia ideológica legada por el colonialismo y el nacionalismo. Al hacerlo, pasan el borratintas sobre el otro tema dominante del «sentido común» moderno: el del internacionalismo.14

Sin embargo, además del empleo por parte del fascismo de esos estereotipos del Otro contenidos en las principales tradiciones ideológicas, existe un factor adicional. Se trata de la corriente ideológica particular contenida en el fascismo mismo.

Los potenciales afiliados podrán ser atraídos por agrupaciones como el National Front y el Front National por causa de sus mensajes nacionalistas racistas contra el Otro inmigrante. Sin embargo, una vez ingresado al grupo, el miembro entrará en contacto con una tradición ideológica muy diferente, cuyas ideas tienen un atractivo peligrosamente poderoso. Si no se entiende esta tradición interna, no es posible apreciar el rol particular que el antisemitismo sigue desempeñando en la historia del fascismo.

El antisemitismo y la teoría de la conspiración

Un ingrediente clave de la tradición fascista es la teoría política de la conspiración, la cual interpreta toda la política en términos del accionar de un pequeño grupo de conspiradores que procuran la dominación mundial y han logrado engañar al resto del mundo.

Solamente aquellos que se han percatado de la «real» naturaleza de esta conspiración pueden tener esperanzas de salvar al mundo de la destrucción. Aunque históricamente han habido diferentes variedades de la teoría conspirativa, identificando a diferentes grupos de conspiradores como la causa de todos los sinsabores del mundo, dentro de la tradición fascista el tema antisemita ha sido consistente. Los teóricos conspiracionistas han clamado repetidamente que los judíos son los conspiradores definitivos, dedicados a complotar diabólicos planes para su dominación mundial.15

Esta extraña creencia, que formó el núcleo de la ideología nazi, no está confinada a los grupos fascistas (el ayatollah Jomeini, por ejemplo, sostuvo una versión de la conspiración judía en la política mundial16), pero fuera del fascismo insume una minaría sumamente reducida. En la actualidad la gente puede ser atraída por grupos como el «National Front» por coincidir en sentimientos racistas contra los negros, o por las posibilidades de ejercer violencia como activista. Pocos serán atraídos por la ideología antisemita de los líderes. Pero una vez que han ingresado y se embeban en la cultura del fascismo, se ponen en contacto con la teoría de la conspiración. Y a algunos, esto les produce consecuencias dramáticas a medida que un odio difuso y emotivo va siendo reemplazado por una interpretación ideológica del mundo.17

Ray Hill, un ex nazi quien se convirtió en un «grano antifascista» dentro del «National Front», describió este proceso en su autobiografía «The Other Face of Terror»18 («La Otra Cara del Terror»). Cuando era un joven sin trabajo se lanzó a la política fascista impulsado por sus sentimientos de fracaso y frustración junto con su persuasión de que «ellos», los negros y los asiáticos, estaban apoderándose de los empleos y viviendas de los británicos. Una vez dentro de los grupos fascistas, principió a toparse con ideólogos que poseían un nivel de educación más alto que el suyo, le hablaron sobre la conspiración judía y le dieron a leer panfletos y libros. Gradualmente esas ideas comenzaron a enraizar se en su mente y pronto comenzó a percibir que él «conocía» la verdad oculta de la política mundial.

El viaje ideológico de Hill internándose en la doctrina conspiracionista, recuerda de algún modo el famoso relato dado por Hitler en su «Mein Kampf». Allí dice que cuando había sido niño y adolescente no había pensado mucho en los judíos. Fue recién cuando se mudó a Viena que comenzó a leer propaganda antisemita. Pronto empezó a divisar en todos lados la mano oculta de los judíos: «Aprendí a advertir al judío en todas las ramas de la vida cultural y artística». Una vez que él «reconoció al judío como el líder de la socialdemocracia», pues entonces «las vendas cayeron de mis ojos».19 Desde entonces en adelante, Hitler ya poseía una interpretación del mundo, toda una cosmología, por cierto, que nunca lo abandonaría. Tanto el relato de Hill como el de Hitler ilustran la poderosa seducción de las ideas. Mucho se puede decir acerca de la seducción que tiene la interpretación conspirativa de la política:

En primer lugar, su simplicidad. La interpretación conspiracionista ofrece una visión del mundo sencilla y contundente. Todas las complejidades de los sucesos del mundo son reducidas a un esquema explicativo simple. Todo lo que acaece es producto de la confabulación judía. Los creyentes, en consecuencia, sienten la fortaleza de estar en condiciones de explicarlo todo.

Segundo, el conocimiento oculto, la convicción de que uno puede explicarlo todo, tiene un atractivo poderoso. En particular, ofrece al creyente un sentido de superioridad sobre los que han sido incapaces de advertir la red de engaño tendida por los conspiradores. El creyente ha sido «instruido», por así decirlo, y dispone de libros para citar. Además, el creyente está en condiciones de sostener su propia superioridad sobre quienes se autocalifican de gente instruida y no han sido capaces de percatarse del control que ejercen los judíos sobre todos los aspectos de la vida cultural, artística y política. Este sentimiento de tener un esclarecimiento superior puede ser especialmente atractivo para aquellos que no han sido exitosos en el logro de la educación convencional aunque ambicionan el status de ser considerados «intelectuales». La teoría de la conspiración provee un atajo hacia el status de intelectual, proveyendo al creyente no solamente de una interpretación del mundo sino con una venganza contra los que se dan de gente instruida, pero que en realidad son ignorantes del más importante hecho de la vida.20

Tercero, el sentido de propósito moral. Más todavía, la ideología de la conspiración ofrece al creyente un sentido de propósito. El creyente puede posar de salvador del mundo, siendo su misión el rescatar a la nación y la raza de las garras de una conspiración poderosa y maligna.

El pasaje de «Mein Kampf» que describe la conversión de Hitler a la ideología antisemita, termina con una porción destacable. Su enemigo no era una mera fuerza política. No, él se vio a sí mismo combatiendo contra El Mal en una lucha para salvar a la Humanidad misma. Si el judío resultaba victorioso, escribió, entonces el planeta «se trasladaría a través del éter, vacío de hombres». Y así lo argumentó «Es por esto que hoy día yo creo que actuó de acuerdo con la voluntad del Creador Todopoderoso: al defenderme de los judíos, estoy luchando por la obra del Señor».21 Vale decir que al imaginar que el Otro está complotando para dominar y destruir al mundo, el creyente se siente justificado al buscar él mismo tal dominación y destrucción. Es que el mundo debe ser salvado únicamente de la destrucción a manos del demoníaco Otro. De esta guisa, la lógica del genocidio puede ser construida sobre la lógica de la teoría de la conspiración.

Fascismo de segunda mano

Es demasiado sencillo y ciertamente también confortador atribuir fascismo, o potencialidad para el fascismo, a quienes tienen características psicológicas inusuales, o están dotados de un sistema inusual de creencias. Digo que esto es harto simple puesto que entonces, el potencial fascista se convierte en la propiedad exclusiva de otros: aquellos con déficit de personalidad o necesitados de creer en verdades ocultas. O sea que la potencialidad para el fascismo la consideraremos pasible en otros, jamás en nosotros mismos.

Sin embargo, de ser así, el fascismo nunca puede ser exitoso si solamente atrae a los psicológicamente perturbados, puesto que necesita de la complicidad táctica de multitud de muchos más. Jean-Paul Sartre, en su análisis del antisemitismo, hizo una distinción entre el antisemita cuyas opiniones están impulsadas por la pasión emocional, y el «antisemita de segunda mano» que acompaña, frecuentemente sin pensar, los parámetros del antisemitismo.22 Similarmente, puede establecerse una distinción entre fascismo de primera mano y fascismo de segunda mano. Solamente un número proporcionalmente pequeño de personas pueden tener el potencial de ser fascistas de primera mano para odiar y creer con la apasionada dedicación del fanático comprometido. Pero el fascismo es un movimiento que puede absorber también a la «persona común».

Muy pocos nazis realmente compartieron el sistema apocalíptico de creencias de Hitler, y cabría recordar que Hitler jamás abogó públicamente por el exterminio en masa de los judíos. Su precaución en no vocear demasiado abiertamente su ideología está registrada, por ejemplo, en su «Libro Secreto».23

Quizás no sea un gran misterio que una cantidad numéricamente pequeña de individuos en la actualidad tienen creencias grotescas y que hay en el mundo personalidades no menos grotescas. Ni tampoco es un misterio que tales creencias puedan pavimentar el camino al genocidio: si Hitler creía que tenía por misión divina salvar al mundo de los judíos, pues entonces no cabe mucha sorpresa en que, una vez que tuvo la oportunidad en sus manos, intentó cumplir en los hechos su cometido genocídico. El problema real es por qué tantos otros también se dejaron capturar por esa creencia. La característica psicológica clave para esto no es una pasión especial ni una emoción profundamente arraigada, sino algo mucho más ordinario: la capacidad de no enterarse de lo que pueda ser incómodo.

Las biografías de miembros del partido nazi recopiladas por Abel son instructivas: puesto que estaban disfrutando de los placeres de la camaradería y las excursiones campestres organizadas por el partido, los afiliados ordinarios optaban por no zambullirse demasiado profundamente en el «Mein Kampf» o en las consecuencias de las singulares creencias de su Fuhrer. Un ejemplo de la vulgaridad y autoengaño de esta ignorancia deliberada puede hallarse en el destacable libro de Müller-Hill acerca de los científicos alemanes nazis.24 Müller-Hill describe el accionar de esos académicos, muchos de ellos antropólogos y biólogos que colaboraron en la ejecución de las políticas raciales del nazismo escudándose en que era posible distinguir científicamente entre los racialmente aptos e ineptos, entre el ario y el judío. Müller-Hill entrevistó a una cantidad de científicos sobrevivientes y sus descendientes. Típicamente, los científicos que habían sobrevivido y sus descendientes trataron de distanciarse de la ideología racista del nazismo, afirmando que se habían ocupado exclusivamente de hacer investigación científica. Sobre todo, ellos negaban que habían sido antisemitas.

Uno de los más implicados en la ciencia racial nazi era el Prof. Otmar von Verschuer, cuyo asistente de investigación fue Josef Mengele. Verschuer, como otros científicos raciales, estaba involucrado en la elaboración de «tests» capaces de determinar si una persona debía ser clasificada como alemana o judía. Su hijo, cuando fue entrevistado, negó que su padre hubiera sido antisemita. «En casa nunca había ni siquiera un indicio de semejante pensamiento. Nosotros nunca hablábamos de los judíos».25 Jamás se referían al tema en momentos en que los judíos eran capturados, clasificados y transportados.

Deducciones: ellos y nosotros

Resulta fácil distanciarse uno mismo de la clase de gente descripta en los retratos psicológicos de los fascistas potenciales y de los creyentes comprometidos con la ideología nazi: ellos no eran gente usual y sus creencias no eran usuales. La mayoría de los investigadores de la psicología del fascismo, desde Reich y Fromm en adelante, parecieran indicar que los fascistas son extraños Otros. Sin embargo, el comportamiento de la familia Verschuer es cercano al común de la gente. Los tópicos desagradables, aunque se refirieran al trabajo cotidiano del padre, simplemente no se mencionaban. La mente estaba cerrada a esas cosas. Al proceder así, la familia incluso podía enaltecer su propia moralidad y creer que los antisemitas eran los otros. Se puede calificar tal estado mental como de «indiferencia querida». Para estudiar su dinámica hay que abandonar la de las emociones fuertemente asentadas y pasar a la clase de procesos que los psicólogos sociales han denominado «parcialidades cognoscitivas» («cognitive biases»).26  Trátase de procesos que, según se dice, caracterizan y constituyen las formas ordinarias de pensar.

Infortunadamente el estudio psicológico social del potencial fascista en la persona ordinaria, ha sido dominado por los famosos estudios de Milgram sobre la obediencia.27 En esos estudios, gente común fue inducida a propinar choques eléctricos, supuesta y ostensiblemente dolorosos e incluso letales, a una víctima inocente. Milgram sostuvo que esos estudios revelaban la extensión ala cuál la persona común y corriente aceptaba obedientemente las órdenes impartidas por una autoridad arbitraria. Sin embargo, en una faceta importante la autoridad no era aceptada y la mentalidad de los sujetos no recordaba la de la familia Verschuer ni a los afiliados al partido entrevistados por Abel. Los sujetos de Milgram revelaron sufrir una gran tensión al ser sometidos a la situación experimental, mostrando ser conscientes de que estaban siendo persuadidos a hacer lo que sabían que estaba mal. No abrigaban la creencia en la justicia de sus acciones ni en las órdenes de la autoridad. Ni tampoco mostraron signos de indiferencia a lo que sucedía. Su estado mental, agitado e incómodo, era muy diferente del indicado en las teorías de la «parcialidad cognoscitiva», que sugieren el proceso mediante el cual puede ser mantenida la indiferencia. Estas teorías cognoscitivas indican las maneras por las que el ego puede protegerse a sí mismo de la información perturbadora. Más cercana al estado de indiferencia querida es la teoría del «ego totalitario», que sostiene la existencia de prejuicios en la forma en que la información es procesada, experimentada y recordada. Estos prejuicios aseguran que el ego solamente atiende la información que espera y desea recibir, puesto que hay un perjuicio enraizado para confirmar —antes que desaprobar—los esquemas mentales existentes.28 Por ejemplo, suponer que víctimas que sufren han merecido lo que les sucede, ya que el ego proteje su presuposición de que este es un mundo inherentemente «justo».29 Por contraste, loe sujetos de Milgram experimentaron incomodidad al confrontar su propia intervención en una injusticia manifiesta.

Mucho de la tarea investiga ti va acerca de la «parcialidad cognoscitiva» ha tendido a presumir la inevitabilidad de la predisposición a la parcialidad, como si el ego totalitario fuese un hecho de la naturaleza; en este sentido las parcialidades que confirman los prejuicios o que previenen el autoexamen del ego, no son consideradas volitivas sino subproductos del proceso mental. Sin embargo, esto es pedir demasiado de los procesos sociales psicológicos de la atención selectiva. Se ignora la naturaleza retórica del prejuicio puesto que, como humanos, tenemos la factibilidad de desechar nuestros esquemas y examinar la información que recibimos tanto crítica como pasivamente.30 Si las parcialidades de la psicología cognoscitiva obran asimismo con respecto a la autopersuasión, pues entonces también le es posible al individuo desarrollar una discusión interna consigo misma En consecuencia, la noción existencial de la voluntad debería ser agregada a la paleología social de la parcialidad cognoscitiva, la cual hasta ahora ha aceptado solamente un modelo de pensamiento apartado de la voluntad y considerado apenas como respuesta a estímulos.

Sin este agregado resulta fácil advertir a la familia Verschuer como corporización de algunas formas universales e inevitables de la operación psicológica, y suponer que sus integrantes no pueden actuar de otra manera. Pero por el contrario, si la predisposición a la indiferencia es considerada pasible de ser enderezada por la volición, pues entonces la veremos como potencialmente abierta a la modificación. Los odios de los fanáticos de primera mano pueden estar demasiado profundamente enraizados como para ser pasibles de remedio inmediato, puesto que todo acto de voluntad está hondamente involucrado en la estructura de la personalidad. Sin embargo, la indiferencia voluntaria está menos enraizada y, como lo enfatizó Sartre, es modificable por acciones de la voluntad. La lección conclusiva de la psicología del fascismo quizás sea para nosotros mismos, de modo que si moni toreamos nuestras reacciones cabrán menos posibilidades de que vayamos a oírnos a nosotros mismos recurrir un día a la retórica de la familia Verschuer.

«—¿Fascista yo? ¿Cómo podría serlo? Jamás siquiera he hablado de tales cosas».


Notas

1 Arthur Koestler, ‘The god that failed», R. Crossman (ed.), The God That Failed. (Nueva York 1949).
2 J. Lorien, K. Criton y S. Dumont, Le Systime Le Pen (Amberes 1985); S. Mitra, The National Front in France: a single-issue movement?», Western European Politics, vol. 11, N» 2,1988, págs. 47-64; E. Plenel y A. Rollat, L’Effet Le Pen (Paris 1984).
3 W. D. Jordan, The White Man’s Burden: Historical Origins of Racism in the United States (Nueva York1974); J. Kovel, White Racism: a Psychohistory (Londres1970).
4 McCalden, Exiles from History (Londres 1982), pág. 25.
5 W. Reich, The Mass Psychology of Fascism (Harmondsworth 1975).
6 E. Fromm, Fear of Freedom (Londres1942). Ver también E. Fromm, The Anatomy of Human Destructiveness (Harmondsworth 1974) para una versión posterior y más compleja de estas ideas.
7 T. W. Adorno y otros, The Authoritarian Personality (Nueva York 1950). Una vasta cantidad de materiales han sido publicados acerca de The Authoritarian Personality y la metodología de dicho estudio, muchos de ellos extremadamente críticos, con psicólogos sugiriendo que las ideas expuestas en The Authoritarian Personality deberían ser abandonadas por causa de las fallas metodológicas del estudio original. En contraste, Altemeyer ha producido un reciente trabajo sobre autoritarismo psicológico que es importante puesto que procura una reconstrucción positiva de la noción de autoritarismo. Utilizando técnicas más modernas y sofisticadas de calibración de las actitudes, él está reelaborando algunas de las dimensiones identificadas por Adorno y ot.: B. Altemeyer, Right-Wing Authoritarism; B. Altemeyer, Enemies of Freedom: Understanding Right-Wing Authoritarianism (San Francisco, 1988).
8 T. Abel, Why Hitler Came to Power (Englewood Cliffs, Nueva Jersey 1938). Las críticas de Abel a las teorías sobre la «personalidad fascista» fueron publicadas en su artículo ¿Is a psychiatric interpretation of the German enigma necessary?», American Sociological Review, vol. 10,1945, págs. 457-464. Para análisis más recientes de los datos de Abel sobre biografías, ver P. H. Merkl, Political Violence Under the Swastika (Princeton 1975); C. Koonz, Mothers in the Fatherland: Wome, the Family and Nazi Politics (Londres 1987).
9 M. Billig, Fascists: a Social Psychological View of the National Front (Londres 1978); M. Billigy R. Cochrane, «The National Front and youth», en ‘Patterns of Prejudice» (Londres, Institute of Jewish Affairs, vol. 15, N° 4,1981, págs. 3-16).
10 E. Gellner.Nations and Nationalism (Oxford 1983); A. D. Smith, Nationalism in the Twentieth Century (Nueva York 1970).
11 A. Chase, The legacy of Malthus (Urbana, Illinois, 1980);L. Poliakov, The Aryan Myth (Londres 1974).
12 B. Anderson, Imagined Communities (Londres 1983).
13 H. Tsgfel, Human Groups and Social Categories (Cambridge 1981).
14 M. Billig y ot.: Ideological Dilemmas (Londres 1988).
15 «N. Cohn, Warrant for Genocide (Londres 1967); M. Billig, «The extreme right: continuities in the antiaemitic conspiracy tradition», en R. Eatwell y N. Sullivan (eds.), The Nature of the Sight (Londres 1989). Para el debate sobre el tópico sexual en las teorías conspirativas, ver D. B. Davis, «Some theories of counter-subversion: an analysis of anti-Masonc, anti-Catholic and anti-Mormon literature» en D. B. Davis (ed.), Fear of Conspiracy (Ithaca, Nueva York 1971).
16 E. Gellner, «Waiting for Imam» en E. Gellner, Culture, Identity and Politics (Cambridge 1987).
17 Ver M. Billig, Fascists, especialmente el capítulo 9.
18 R. Hill con A. Bell, The Other Face of Terror (Londres 1988).
19 A. Hitler, Mein Kampf (Londres 1974), págs. 56-66.
20 M. Billig, «The extreme right: continuities in the antisemitic conspiracy tradition». Véase también: D. Groh, «The temptation of conspiracy theory, or why do bad things happen to good people?» en C. F. Graumann y S. Moscovici (eds.), Changing Conceptions of Conspiracy (Nueva York 1987); R. Hofatadter, The Paranoid Style in American Politics and Other Essays (Londres 1957); S. M. Raab, The Polities of Unreason (Londres 1971).
21 A. Hitler, pág. 60.
22 J. -P. Sartre, Reflexions sur la Question Juive (Paris 1964).
23 Ver, por ejemplo, la sección inicial de Hitler’s Secret Book (Nueva York 1983), donde Hitler escribió explícitamente acerca del cuidado en expresar sus opiniones demasiado abiertamente por temor de ofender a los partidarios políticos potenciales.
24 B. Müller-Hill, Murderous Science: Elimination by Scientific Selection of Jews, Gypsies and Others. Germany 1933-1945 (Oxford 1988).
25 Ibid., pág. 116.
26 S. T. Fiske y S. E. Taylor, Social Cognition (Nueva York 1984); R. E. Nibett y L. Ross, Human Inference (Englewood Cliffs, Nueva Jersey 1980).
27 S. Milgram, Obedience to Authority (Londres 1974).
28 A. G. Greenwald, The totalitarian ego: fabrication and revision of personal history», American Psychologist, vol. 36,1980, págs. 603-618.
29 M. J. Lerner, The Belief in a Just World (Nueva York 1980).
30 M. Billig, «Prejudice, categorization and particularization: from a perceptual to a rhetorical approach», European Journal of Psychology, vol. 16,1985, págs. 79-103; M Bühg, Arguing and Thinking: a Rhetorical Approach to Social Psychology (Cambridge 1987).