Coloquio

Edición Nº25 - Octubre 1993

Ed. Nº25: Consenso y pionerismo

Por Nelson Pilosof

La marcha de la sociedad y sus transformaciones dependen en gran parte de ideas y valores que la gente recibe por tradición o nuevas influencias propias y ajenas.

Pensamos y actuamos de acuerdo a padrones que tienen una gravitación fundamental en el comportamiento. La manera de sentir, y la de expresar o no lo que se siente, están igualmente ligadas a criterios que predominan en un marco y en un tiempo determinados. Forman parte de nuestra infraestructura metafísica y psíquica, y conforman nuestra inserción existencial. Ingresan en el espíritu como por ósmosis, y se convierten en el prisma a cuyo través se aprecia la realidad y se amolda el mundo interior.

Sin embargo, no constituyen pautas rígidas y definitivas. A veces cambian con bastante celeridad. Otras, pueden permanecer casi estáticas durante siglos. Pero nunca son inmóviles o inamovibles.

Su fluencia varía con el ritmo de los tiempos y el grado de permeabilidad social y personal con respecto a otros enfoques diferentes de los propios.

Pero el ritmo del cambio es importante. Tiene que ver con la capacidad de adaptarse a nuevas orientaciones, asumirlas y comenzar a modificar el pensamiento y opiniones, conductas y perspectivas.

Por este motivo no siempre prevalece una adecuación de esquemas vigentes y aparentemente inamovibles, con propuestas e influjos renovadores.

A veces no se trata de modificar algo ya existente, sino de incorporar criterios, ideas o ideales que se suman a los ya existentes. Aún así la ampliación de la esfera espiritual requiere una flexibilidad dispuesta a ingresar en órbitas desconocidas.

Vivir de acuerdo a estructuras mentales y sociales compartidas confiere sosiego y reduce ciertos riesgos. Pero no prepara para encarar los cambios inevitables ni para disfrutar la inspiradora incertidumbre que nos impulsa a navegar en procura de horizontes desconocidos. La quietud cae imperiosamente en el quietismo. El quietismo genera desgaste. El desgaste, tedio. El tedio, vacío existencial y parálisis. La parálisis, frustración. La frustración, resentimiento. El resentimiento, envidia. La envidia, resistencia al cambio y a quienes lo promueven. No cambiar, embota la capacidad creativa. Donde no hay creación, se degrada la vocación humana de soñar, imaginar, tener visión, proyectar, arriesgarse, y añadir vivencias profundas e insospechadas al pasaje del hombre por el mundo.

La rutina cómoda pero deteriorante de la existencia, marchita la esperanza y ahonda la distancia entre el hombre y su felicidad. Este desconcierto existencial se retroalimenta entre los miembros de la sociedad provocando su crisis y caída.

Se experimenta la amarga sensación de que la vida carece de significado y que la persona debe conformarse apenas con intentar cubrir sus más elementales necesidades como ser vivo.

Los cambios ocurren con o sin nuestra participación. Aquellos que se preparan con perspectiva y coriye, es posible muchas veces orientarlos y gozarlos. Los que no se quieren ver o se los elude, habrá que soportarlos y padecerlos. Quienes no se arriesgan, disminuyen sus opciones y socavan las ya vigentes.

El primer maestro del hombre es la realidad. La fuente inspiradora de su creatividad es la visión de las nuevas perspectivas, y llegar a ser feliz por lo que podrá venir y por contribuir a su advenimiento.

La historia personal o colectiva se vive de dos maneras. O abriendo el espíritu dispuesto a descubrir la verdadera esencia del universo y del hombre. O resignándose, por rutina o por miedo, a la pasividad sin elocuencia y a la inoperancia descreída. La primera afirma la libertad y la agranda. La segunda, la dependencia y la pérdida del sentido y del valor de la existencia.

El consenso social es la resultante de actitudes que predominan en la mayoría. Se manifiesta de manera expresa o se tolera con el silencio o la abstención. Pero en ambas situaciones las posiciones sustentadas o permitidas por consenso no dispensan la responsabilidad de los agentes.

El consenso tiene que ver con todas las formas de convivencia grupal y de estilo social.

Aplicado a la determinación política de la colectividad, el consenso es el instrumento por excelencia para el establecimiento y vida de la democracia. Se requiere entonces que el consenso se manifieste por mayorías, para crear un sistema jurídico, elegir autoridades y tomar decisiones de Gobierno. El consenso democrático se define cuantitativamente. La decisión de la mayoría es la que pesa.

Lo ideal en la democracia es lograr que la mayoría sepa actuar cualitativamente en la dirección mejor. Pero las mayorías pueden acertar o errar. Ocurre lo mismo que en cada persona. La suma mayoritaria de decisiones individuales equivocadas, no convierte el error en verdad.

Tampoco es válido someter a decisiones de mayorías ciertos temas que hacen a claves esenciales y trascendentes del hombre y sus convicciones. ¿Acaso una decisión consensual de la mayoría puede obligar a un ateo a ser creyente, o a un hombre de fe, dejar de tenerla?

En definitiva, la democracia es una forma de vida que necesita el uso serio y meditado de la razón. Se fundamenta en la responsabilidad individual y en el equilibrio consensual de una mayoría alcanzada por el manejo comprometido y profundo de la libertad de cada uno de los componentes de la sociedad.

La salud cualitativa de la democracia reclama el respeto a las decisiones de las mayorías. El triunfo de la mayoría no supone ahogar a las minorías. El sistema es saludable si también se respeta las voces capaces de mostrar a la sociedad perspectivas desconocidas, de aportar nuevas ideas o mostrar análisis actualizados de las anteriores, de señalar sin miedo la caducidad de muchas cosas vigentes, y de estimular la voluntad de adoptar a tiempo las transformaciones que demanda la esencia profunda de la condición humana, inserta en una realidad siempre cambiante e incierta.

La democracia se empobrece sin el mensaje de voces que se arriesgan a hablar en lenguaje diferente, al que las mayorías pueden ser esquivas. El destiempo entre la vibrante comunicación de los pioneros y la sordera de mayorías encerradas en parámetros anquilosados, ha costado y seguirá costando a la humanidad muchos infortunios y fracasos.

Los grandes pioneros no hablan sólo en su nombre. Su vocación emana de misteriosas fuentes que se expresan en lo más íntimo de sus almas. Se revelan como un llamado y un mandato. Muchas veces se asume y otras se lucha contra ese compromiso interior que la sociedad no exige, y al que más bien se resiste. Las voces no se callan en espera del consenso. Aspiran a cambiarlo en la dirección proclamada. Pero no precisan de su aprobación. El pionero confía en la verdad propia del mensaje, y en su intrínseca capacidad de convencer a quienes son opacos a la nueva luz.

La palabra despierta la acción. No basta con aceptar el mensaje. Hay que convertirlo en historia. Es más, la historia se va modelando en el yunque de la incomprensión. Los pioneros tenaces son los artesanos de lo más humano del hombre. Cumplen una misión.

Están persuadidos de que las minorías de hoy pueden ser las mayorías de mañana.

A menudo las mayorías se encuentran ante la disyuntiva de tener que optar entre quienes las halagan con propuestas complacientes y aquellos que las exhortan a enfrentar nuevos retos y responsabilidades.

El conocimiento del pasado es una fecunda enseñanza. El pasado bien conocido e interpretado nos muestra que quienes se arriesgaron a asumir su voz interior, abrieron cauces de superación, y contribuyeron a modelar una comunidad de hombres independientes, con personalidad propia inconfundible, soberanos de su libertad y dueños de su destino.