Coloquio

Edición Nº24 - Octubre 1992

Ed. Nº24: La sociología de Bourdieu y el "ajitofel" de Perednik

Por Ariel Cohen Imach

1. Introducción

El presente artículo se propone brindar elementos para analizar desde una perspectiva sociológica una reciente creación literaria nacida en el seno de la colectividad judeoargentina.

Hemos de utilizar, para tal propósito, las categorías del sociólogo francés Pierre Bourdieu (n. 1930), director de la revista «Actes de la Recherche en Sciences Sociales». Su teoría constituye un intento de rendir cuenta de las prácticas de los agentes sociales; se destaca principalmente por su aplicabilidad a diferentes ámbitos de la vida cotidiana y resulta especialmente fecunda para analizar obras literarias. Este trabajo, basado en una monografía presentada en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires1, aplica la teoría bourdieuana a la novela «Ajitofel», de Gustavo Daniel Perednik2.

La intención fundamental de la obra de Bourdieu es superar la oposición entre los dos puntos de vista, aparentemente irreconciliables, entre los que según él oscila la ciencia social3. Estas dos perspectivas difieren en su explicación de las prácticas concretas de los sujetos, a saber:

1.    El enfoque objetivista o fisicalista deduce las prácticas concretas de los individuos, de las estructuras en que éstos están insertos (estructura económica, de clases, orden político, leyes, instituciones). Estas condicionan y determinan a los agentes sociales; constituyen las causas reales de los fenómenos y prácticas sociales, más allá de las ideas y percepciones: de los individuos.

2.    El enfoque subjetivista o psicologista, por el contrario, reduce el mundo social a la representación que de él se hacen las personas. Es la intencionalidad de los sujetos la que explica sus prácticas.

De acuerdo con los objetivistas, la ciencia social debe operar una ruptura con las representaciones y percepciones de los agentes4 y adoptar un enfoque macro que dirija su mirada a los condicionantes estructurales de las conductas de los individuos. Estos condicionantes son las causas profundas de las prácticas y escapan a la conciencia de las personas. Se reflejan en las estadísticas, en las características de la estructura social, en el orden legal- institucional.

Las subjetivistas dirán, en cambio, que para explicar las conductas debemos recurrir a los sujetos. La ciencia, lejos de romper con las ideas de los actores sociales, es inconcebible sin ellas. El conocimiento científico y el sentido común están, según este enfoque, en una relación de continuidad.

Los individuos, pues, son concebidos en ambas perspectivas de modo opuesto. Para el objetivismo, no son más que productos de estructuras que los trascienden, objetos o víctimas de la ciega necesidad. Su aparente libertad es meramente ilusoria. El subjetivismo, en cambio, los considerará sujetos que actúan con intencionalidad y libertad, que eligen y son conscientes de las metas que se proponen.

2. El enfoque de Bourdieu

Ambas perspectivas (objetivista y subjetivista) son momentos necesarios —argumentará Bourdieu— en la tarea del sociólogo. El trabajo sociológico se estructura, pues, en dos etapas, a saber:

1.    El momento objetivista, cuando consideramos las coacciones estructurales que influyen en las interacciones y prácticas concretas. Toda conducta está inserta en una dimensión macro, que necesariamente trasciende la observación concreta. Sin rescatar la dimensión, no se comprenderán correctamente las representaciones e ideas de los agentes.

2.    El momento subjetivista sigue al anterior. Aquí atendemos a la percepción de los sujetos y tratamos de entender cómo es vivido el mundo social por quienes intervienen en él. Esta vivencia subjetiva está en estrecha relación con las estructuras objetivas que analizamos en el momento objetivista. Las representaciones contribuyen a observar o transformar esas estructuras.

Una relación dialéctica vincula los dos momentos. Las prácticas no se deducen, en forma simple y simplista, de las estructuras; pero tampoco son independientes de ellas. Las condiciones de existencia, la estructura socioeconómica, el orden político, necesariamente influyen en las representaciones de los individuos; estas últimas, por su parte, siempre agregan algo a esa realidad objetiva. Un ejemplo: en una relación de poder no sólo debe atenderse a la fuerza física o investidura de quien detenta el poder; la representación del poder como legítimo por parte de quien se halla en posición de subordinación, agrega su fuerza simbólica a ese poder.

Las representaciones, entonces, transfiguran las relaciones de fuerza en relaciones de sentido. Su fuerza se manifiesta especialmente en los nombres que asignamos a los objetos del mundo social5 y en la forma como los clasificamos.

Ahora bien, la percepción del mundo social por los agentes no es azarosa. Responde a un principio, a una matriz común. Es aquí donde toma relevancia el concepto de habitus (conjunto de estructuras mentales, esquemas de percepción, apreciación y producción de prácticas, por medio de los cuales las personas aprehenden el mundo social)6. La construcción del habitus no se opera en un vacío social. Esencialmente, es producto de la interiorización de las estructuras objetivas del mundo social; sus operaciones expresan la posición social en que ha sido construido.

Se postula, de este modo, una solidaridad estructural (especie de ajuste inconsciente) entre las posiciones de los agentes en la estructura social y sus disposiciones a la percepción y la acción. El habitus representa, pues, el concepto mediador entre estructuras y prácticas.

Antes de aplicar estos conceptos a «Ajitofel», convendrá ubicar al lector en el contenido de la novela, que, en palabras de su prologuista «constituye una exasperada tesis según la cual un individuo que descubre el mundo de los suicidios advertirá que cuanto él creía marginal no es algo que está más allá, apartado y en los extremos, sino que es y está en el centro del univeiso… el ardido tema de la lucha entre la vida y la muerte, tomando como centro a los judíos»7.

3.    El argumento de «Ajitofel»

El protagonista de la novela es Héctor, un profesor de historia ocupado en la preparación de su doctorado. Repentinamente, Héctor se topa con una gran cantidad de suicidios en los marcos que frecuenta. No se trata de suicidios que responsan a una situación límite, sino que aparentemente obedecen a una elaboración racional, y además se concentran en muy pocos días. El profesor se inquieta antes estos sucesos, escandalizándose más aun al comprobar la imperturbabilidad de la mayoría de quienes lo rodean.

Como afirma Adolfo C. Martínez, «una siniestra estructura que organiza estas muertes voluntarias lo pondrá en contacto con un mundo turbador en el que la realidad adquiere trágicos contornos… Ajitofel, el suicida bíblico, pasa entonces a convertirse en símbolo de esta destrucción que descompondrá todas las estructuras del protagonista»8.

Al suicidio de la hermana de uno de sus alumnos, siguió inmediatamente el de un profesor universitario conocido por Héctor. Este último dio lugar a un interesante diálogo entre Ricardo —novio de la cuñada de Héctor y ex alumno del suicida— y Héctor. En tal contexto, el protagonista se vio sorprendido por la naturalidad con que su interlocutor hablaba del tema, y virtualmente abrumado por la cantidad de suicidios que Ricardo enumeraba. Una larga cadena de sabios griegos suicidas era motivo de admiración para Ricardo, ante el creciente asombro de Héctor.

No sorprenderá al lector el hecho de que, poco después de este diálogo, Ricardo se agrega a la nómina de suicidas. El protagonista, sin embargo, encontrará una fuente de perturbación aun mayor al observar que su cuñada —Silvia, la hermana de su esposa Karen y novia del reciente suicida— había contemplado el suicidio con sus propios ojos sin conmoverse demasiado.

4.    La huida de Silvia y el desmoronamiento del habitus

Como primera aproximación al análisis de «Ajitofel» desde una perspectiva bourdieuana, debemos afirmar que la desesperada sorpresa de Héctor se entiende a partir del concepto de habitus. Los esquemas de percepción de nuestro desdichado protagonista ubican al suicidio como excepción, patología, desvío, que necesariamente debe suscitar asombro. «¿Qué temperamento tiene quien presencia un suicidio sin inmutarse?»9, exclama Héctor aturdido por la sucesión de suicidios, pero más aún por las reacciones de quienes eran en el pasado parte de su mundo, de su lógica, y que ahora se han cruzado al bando de los que no se escandalizan. Entre la impotencia ante el suicidio de Ricardo y el alivio de poder llorar junto a Karen, su esposa, prevalece lo segundo. Las lágrimas de Karen conectan a Héctor con «ese añorado mundo al que me acostumbraron desde chico, en el que la gente no se mata, y cuando lo hace, el resto se asombra». Es decir, el mundo interiorizado en su habitus.

Bourdieu sostiene que «las afinidades de habitus están en el principio de todas las amistades, amores, casamientos, asociaciones, por lo tanto de todas las uniones durables»10. Así se explica tanto la desesperación de Héctor ante la imperturbabilidad de Silvia, como su satisfacción por el llanto de Karen. Los objetos del mundo social pueden ser percibidos de maneras diversas, lo cual provee una base para la pluralidad de visiones del mundo11. Pero el habitus, resistente por definición, nos lleva a unirnos con aquellos que piensan y sienten como nosotros. Indirectamente, unirnos con la gente con la que «congeniamos» refuerza nuestros propios esquemas. Este inconsciente mecanismo de defensa entra en crisis cuando quienes comparten con nosotros la vida diaria permanecen imperturbables ante lo que nos escandaliza.

El habitus de Héctor corre, pues, el riesgo de desmoronarse. Nuestro protagonista se siente invadido, desafiado. Silvia «pasaba a ser socia de las extravagancias que se infiltraban en mi vida», uno más de los «invasores que amenazaban con alienarme». El sentido práctico de Héctor le permite vislumbrar que es la resistencia de su habitus (su capacidad de «resistir la invasión») lo que se ha puesto en cuestión.

A la escena del llanto compartido con Karen sigue una visita de Silvia que suscita reacciones ambiguas en Héctor. Bourdieu afirma que los principios de percepción y clasificación —constitutivos del habitus— son producto de la incorporación de las estructuras fundamentales de una sociedad; por lo tanto, son comunes a los agentes y posibilitan la producción de un mundo común y sensato12. De este modo podemos entender la ambigüedad de Héctor: su cuñada oscila entre pertenecer a ese mundo común, y escapar de él. Silvia «entró con los ojos enrojecidos» (pertenecer), «pero aún había en ella vestigios de esa coraza defensiva que la alejaba de nosotros» (escapar). Las palabras de Silvia «estoy aturdida; ayúdenme» gratifican a Héctor, mientras que el relato frío del suicidio de Ricardo, lo escandaliza. En ese momento, el autor pone en boca de Héctor la afirmación de que se había alejado de Silvia su «figurita angelical».

Sucede a la escena descripta una visita de Héctor aun convento budista, decidido a investigar sobre los trágicos sucesos de que es testigo. Nuevamente, asombra a Héctor la normalidad, la naturalidad. Para poder llevar adelante un diálogo fluido, los agentes necesitan una mínima afinidad de habitus. Así se explica que la pregunta inicial de Héctor sea cautelosa, y que se presente como interesado en las religiones orientales. En párrafos siguientes sostendremos que esa atracción por las religiones orientales —y en última instancia, por el suicidio mismo— no sólo es una etiqueta de presentación, sino también una verdad que Héctor no puede hacer totalmente consciente. Su relato transmite un tono fatal, como si él fuera, aparentemente sin querer, en busca de ser adoctrinado. Su determinación de investigar se explica por esa atracción, asociada —como afirmaremos— con su pertenencia de clase.

El habitus de Héctor asocia adoctrinamiento con sutileza engañosa e indirecta. En el convenio budista, su interlocutora no tardó en mencionar el suicidio. La reacción de Héctor es muy gráfica: «Quedé inhibido por la irrupción tan directa en el tema». A la pregunta sobre el porqué del suicidio, Nina (su interlocutora) responderá con un frío y natural «¿por qué no?». Héctor disimula su estupor, según el texto, pero no es aventurado afirmar que más bien comenzaba a perderlo. El diálogo entre Nina y Héctor enfrenta la locura del suicidio a la locura de seguir viviendo. Se ponen de manifiesto, pues, las dos lógicas, los hábitos contrapuestos, los principios incompatibles. Pero sólo Héctor se ve amenazado; su habitus también, lo había conducido al convento. Relata que Nina «no me adoctrinaba; me informaba». Sin duda, se trata de una frase magistral: se extrae de ella que Héctor había asistido para ser adoctrinado. Se extiende así que Héctor continúe el diálogo, aun cuando, según su relato retrospectivo, le cuesta comprender por qué no huyó.

El habitus de Héctor, expuesto (no casualmente) al ataque, conserva el poder de anticipar las conductas previsibles. No relata a su esposa lo del convento, «para no aumentar su amargura».

El episodio del convento es, pues, un eslabón más en el argumento de la novela, a lo largo de la cual, como señala Mario Wainstein, «la idea del suicidio va cobrando una fuerza lógica que se constituye en su logro más elocuente»13.

El eslabón siguiente está representado por una narración magistral. Exhausto, nuestro protagonista recurre a la ciencia: decide consultar a un psicoanalista. Según el texto, sus esperanzas crecen al oír por teléfono la voz de un hombre sumamente «frío y aplomado». ¡Paradójicamente encuentra gratificación en un hombre tan frío y aplomado como quienes contemplan suicidios con frialdad y aplomo! En la entrevista otra vez se dan cita ambas lógicas: lo que para Héctor es una realidad marginal, para su interlocutor constituye un «asunto muy importante».

El diálogo progresa, y Héctor descubre fatalmente que está «ante uno de ellos». La frialdad del contacto telefónico es ahora quietud imperturbable para hablar de la muerte. Frente a la serenidad del psicoanalista, Héctor se escandaliza cada vez más.
Al salir del consultorio, nuestro desesperado profesor toma un taxi; sus cavilaciones sobre el taxista serán retomadas más adelante. Se dirige luego a lo de Silvia, con quien mantiene un nuevo diálogo. Se entera aquí que los integrantes de la banda suicida adoptan modelos, es decir, suicidas famosos del pasado, a fin de repetir sus historias (suicidarse a la misma edad, en la misma fecha). Cuando su cuñada pasa abañarse, Héctor descubre en su mesa de luz un libro con un nombre subrayado. Es de alguien de quien el mismo día se cumplía el aniversario de su suicidio, y la edad del hombre al quitarse la vida era la de Silvia. Obviamente, se trata de un anuncio del inminente suicidio de su cuñada. Héctor huye de la casa, en lo que constituye una clara resignación ante el trágico epílogo de Silvia.

5. Nombres, etiquetas y clasificaciones

En los esquemas de recepción comunes —para Héctor, al menos— el suicidio es una práctica marginal y patológica. Aparece ligado a reacciones pasionales, impensadas, a situaciones límite. Los estímulos trágicos explican la conducta irracional que los sigue; una práctica que jamás tendría lugar en condiciones normales. En la comunidad, los suicidios deberían suscitar una reacción también intensa. Se supone que, ante tamaño desvío de la normalidad, la gente ha de dejar de lado la naturalidad que rodea a lo común y corriente.

Los suicidios que desesperan a Héctor se revelan distintos de este modelo. «No son simples suicidios», es decir suicidios «normales», comprensibles por lo trágico. Por el contrario, son razonados, elaborados; incomprensibles e innombrables para el habitus de Héctor. «No sé cómo llamarlos», afirma Héctor en la referida entrevista con el psicoanalista.

Este último, aprovechando el desconcierto de nuestro profesor, introduce el nombre de este tipo de suicidios (Bilanz-Selbstmord). De este modo, el suicidio razonado se inserta en el ámbito de lo concebible, de lo que «existe con nombre y apellido». De acuerdo con Bourdieu, «las palabras, los nombres que constituyen la realidad social tanto como la expresan, son la apuesta por excelencia de la lucha política, lucha por la imposición del principio de visión y división legítimo»14. El nombre representa el primer grado de objetivación y oficialización. Se entiende, entonces, que Héctor reciba el nombre como un puñal. El nombre, dice Bourdieu, legaliza; si lo marginal es nombrado, su propia marginalidad es cuestionada. El resultado es mágico: ni bien el suicidio elaborado ha traspasado el umbral que deja tras de sí a lo innombrable, inmediatamente deja de ser un simple nombre mencionado inocentemente ai pasar, para transformarse en «término científico». ¡El suicidio equilibrado es objeto de la ciencia! Como si esto fuera poco, el descubrimiento de Héctor es tardío, ya que la denominación Bilanz-Selbstmord fue acuñada en 1919 (precisión de año exacto) por Alfred Hoche, un científico con nombre y apellido.

He aquí el «contacto directo con la ciencia» que Héctor esperaba de su visita al psicoanalista. Una visita no consiguió sino reflejar en todo su esplendor «el patetismo turbador de esa organización del suicidio manejada por una secta tan siniestra como poderosa y eficaz»15.

Bourdieu dirá que «ciertas prácticas que eran vividas en el drama hasta tanto no existían palabras para decirlas y pensarlas, de esas palabras oficiales, producidas por gente autorizada, los médicos, los psicólogos… padecen una verdadera transmutación ontològica desde el momento en que, siendo reconocidas públicamente, nombradas y homologadas, ellas se encuentran legitimadas, hasta legalizadas»16.

La afirmación de Bourdieu no contiene un ápice de exageración. La introducción del nombre ha convertido a los suicidios razonados en un fenómeno autorizado y oficial. El tono de la novela sufre un cambio cualitativo, como por arte de magia —la magia de las palabras, de los nombres, que prescriben bajo la apariencia de describir—. Hasta antes del diálogo con el psicoanalista, la novela abunda en términos que denotan repugnancia: «estúpido silencio», «figura cadavérica», «raquítica», «repugnante escultura», «joven deforme», «repulsión», «desorbitados de inanición», «hastío y burla», «ridicula lascivia», «huesos y piel flàccida», «asco». Todo esto ha desaparecido súbitamente. Nótese que al psicoanalista se lo describe en términos de «intromisión pedagógica», «erudición», «frialdad», «aire profesional», «vaciamiento imperdonable»(pero ya no repugnan te), «charlatanería biofóbica».

El protagonista, a través de su relato, revela haber sido presa del poder del nombre. He aquí la eficacia de las palabras introducidas en el momento justo, capaces de cambiar toda una imagen, toda una definición de la situación.

6. Una práctica que se condena en su propio ocultamiento

Sin embargo, aparece nítidamente en esta práctica —ahora nombrable, teorizable, autorizada y reconocida— la frontera de una objetivación parcial.

Dice Bourdieu: «Objetivar también es producir a la luz del día, hacer visible, público, conocido por todos… La publicación es el acto de oficialización por excelencia. Lo oficial es lo que puede y debe ser hecho público, por oposición a aquello que es oficioso, incluso secreto y vergonzoso»17.

En «Ajitofel», la «lista negra», «la banda», «el grupo raro», no ha trascendido los límites de su secreto. Finalmente, las prácticas del convento budista transcurren a puertas cerradas. El psicoanalista se permite teorizar científicamente sobre el suicidio en una sesión de terapia individual18.

Dijimos que el grupo de suicidas recomendaba a sus miembros la adopción de modelos. Estamos ahora en condiciones de explicar este fenómeno. En su ocultamiento, el grupo necesita trascender sus propias fronteras, como para contrarrestar la autocondena deslegitimante de su oficiosidad. Los modelos constituyen una historia a actualizar.

7. Solidaridad estructural entre posiciones y disposiciones

En la Introducción señalamos que Bourdieu postula una solidaridad estructural (ajuste inconsciente) entre las posiciones que los agentes ocupan en la estructura social y sus disposiciones hacia la práctica. En este apartado mostraremos como «Ajitofel» ilustra este principio.

Trataremos de encontrar los rasgos comunes de todos los suicidas mencionados —hasta Silvia—. Además de los ya citados en este artículo, muchos otros suicidas son aludidos a través de los diálogos. Los fenómenos sociales, decíamos, tienen una dimensión objetiva, que está más allá de la conciencia de los actores. Los rasgos comunes de los suicidas nos permitirán descubrir sus condicionantes.

Veamos la nómina: la hermana de un alumno de Héctor; un profesor universitario; un cirenaico posterior a Sócrates, filósofo; Ricardo, estudiante de filosofía; «un pariente, un amigo, los principales filósofos, artistas»; la larga lista de sabios griegos; «un tipo que escribía en alemán»; sabios de la India antigua; Thierry de Martel, neurocirujano; Otto Weininger, escritor; Viktor Tausk, alumno de Freud; T. Chatterton, poeta. Atendamos a los «suicidas potenciales»: Héctor, profesor; su esposa Karen; la gente del convento budista; el psicoanalista.

Se trata, sin excepción, de personas cuya posición en la estructura social les permite, como diría Bourdieu, el privilegio de poder apartarse de la práctica. No hay en la lista nadie que viva de un sueldo, que necesite trabajar todos los días como condición para subsistir. Nadie cuyo círculo constante de trabajo ocupe su tiempo impidiéndole la actividad propiamente reflexiva. Todos los suicidas mencionados conservan la posibilidad de contemplar lo social desde «fuera del juego». A todos podríamos incluirlos en el rótulo amplio de «intelectuales». Bourdieu se refiere a los intelectuales como «enclasadores inenclasables», como fracción dominada de la clase dominante.

Por ende, será característica fundamental de los intelectuales su posición estructuralmente ambigua. Esta los obligará a diferenciarse de la burguesía (por ejemplo, rechazando al burgués obtuso frente al arte) y del pueblo (prisionero de las preocupaciones materialistas de la existencia cotidiana).

Mencionamos en páginas anteriores un extenso diálogo entre Ricardo —el novio de Silvia—y nuestro protagonista. Dijimos que en esa conversación Ricardo había enumerado varios suicidios. Agreguemos ahora que también había hecho una interesante distinción. Por un lado, estaban los suicidios infantiles, aquellos que obedecían a un motivo concreto. Ricardo se refería a ellos despectivamente, pues el verdadero suicidio—el más elevado—es aquel que no tiene otra razón que huir del absurdo.

Ahora bien, solamente los intelectuales son capaces de este tipo elevado, ideal, de suicidio. Los dominantes, en tanto tales, no perciben el absurdo. Los dominados no pueden separarlo de sus manifestaciones concretas —sufrimiento, escasez, exclusión—; podrían huir de la vida, pero no negarla globalmente, como un todo absurdo. En síntesis, el suicidio equilibrado es propiedad de los intelectuales y es inaccesible al burgués y al proletario. Las posiciones, dice Bourdieu, definen el ámbito de lo posible.

Comprendemos, pues, la propensión objetiva de Héctor a interesarse por los suicidios. Inserto en la ciase media intelectual, nuestro protagonista —y su esposa— se ve atraído por los suicidios y se siente vulnerable ante ellos. Las frases sobre «extravagancias que se infiltraban en mi vida y amenazaban con alienarme», de ningún modo son casuales.

Las disposiciones, entonces, no son independientes de las posiciones. El intelectual incorpora la estructura social desde su posición particular (estructuralmente ambigua, de acuerdo con Bourdieu), objetivamente expuesta a crisis y explosiones. Puede ser que el suicidio razonado sea una expresión de esa crisis inherente. No obstante, necesitará ser percibido como la elevación espiritual de huir del absurdo.

Una percepción errónea, ficticia, que reaparece a lo largo de toda la novela. Según César Magrini, «Ajitofel» es «una contemporánea alegoría acerca de la dualidad que acosa a la criatura desde que es tal… Ficciones somos asimismo, después de todo, nosotros también, con respecto a lo que creemos ser»19.

8. La clase social encubierta en la edad

Retomemos ahora el momento en que Héctor sale del consultorio psicoanalítico y toma un taxi. Según su propia narración, el taxista «era bastante anciano y me imaginé que a su edad no podía pertenecer al grupo». Queda ilustrado en términos de Bourdieu, el conocimiento práctico de los agentes que perciben, sin saber por qué, que determinadas disposiciones no se corresponden con determinadas propiedades objetivas.

El psicoanalista, minutos antes, había mencionado un suicida equilibrado de 65 años. La edad, pues, no parece un requisito muy estricto para contarse entre los suicidas. Aun así, Héctor piensa que el taxista a su edad no podía pertenecer al grupo.
Explicamos esta relativa incongruencia, a partir de los límites que asigna Bourdieu al conocimiento práctico. Lo que Héctor parece percibir inconscientemente —y obviamente no puede poner en palabras— es que el tipo de suicidio propio de los intelectuales no va con la posición de taxista. Los agentes, para Bourdieu, perciben el principio de solidaridad estructural entre posiciones y disposiciones, aunque nunca de modo totalmente consciente. Lo que se niega, finalmente, es la dominación: aparece la edad ocupando el lugar de la clase social, verdadero factor determinante. Quedan perfectamente ilustrados los mecanismos de negación de la dominación descriptos por Bourdieu20.

El habitus, producto de la interiorización de las estructuras del mundo social, nos hace percibir este mundo como autoevidente, como un orden social. La estructura social se nos impone como natural, invariable y universal. Quizá, en el fondo, el absurdo del que habla Ricardo (aquel del que huye el suicida) es la arbitrariedad del orden social. Percibimos el absurdo en la vida, en el todo, en lugar de percibirlo en este mundo y su estructura. Se comprender, pues, que la única huida sea el suicidio. Por razones objetivas, sin embargo, sólo ciertos grupos (clase media intelectual) ostentan el privilegio de poder huir.


Notas

1 En la Carrera de Sociología, en la cátedra de Teorías Sociológicas Contemporáneas, del Prof. Emilio Tenti, en julio do 1989.
2 Gustavo D. Perednik, “Ajitofel”, Ed. Galerna, Buenos Aires, 1988. La novela obtuvo el Premio Literario Internacional Fernando Jeno, México, 1989.
3 Bourdieu mismo lo planteó en estos términos en una conferencia dictada en 1986 en la Universidad de San Diego. Sus palabras se publicaron luego en su obra “Cosas dichas”, en el capítulo titulado “Espacio social y poder simbólico”.
4 Cuando habla de representaciones, Bourdieu aludo a aquello que Durkheim llamó “prenociones”, y a lo que en alguno9 textos de Marx aparece como “ideología”, términos ambos contrapuestos a “ciencia”.
5 Asignar un nombro a algo no es un acto inocente y neutral. Por el contrario, nombrar implica admitir la existencia de lo nombrado, legitimarlo.
6 El habitus constituyo un sistema estructurado do disposiciones duraderas hacia la práctica. Este concepto permite explicar el hecho de que nuestras conductas forman un conjunto colectivamente coherente. Se comprende así la previsibili dad de las conductas, es decir, nuestra posibilidad de anticipar los comportamientos de otras personas.
7 “Los prodigios de la literatura”, prólogo de Bernardo Ezequiel Koremblit a “Ajitofel”, op. cit., octubre de 1988, pág. 10.
8 Adolfo C. Martínez, crítica a “Ajitofel” en “La Nación”, Buenos Aires, 20/8/89.
9 G.D. Perednik, op. cit. En adelante, todas las frases que se citen entro comillas sin indicar obra corresponden a “Ajitofel”.
10 Pierre Bourdieu, “Cosas dichas”, pág. 136.
11 Ibidem.
12 Pierre Bourdieu, “La distinción”, Clases y clasificaciones, pág. 479.
13 Mario Wainstein, “Una obsesión elaborada con inteligencia», Aurora, Tel Aviv, 23/2/89, pág. 14.
14 Pierre Bourdieu, ”Cosas dichas“, pág. 137.
15 B.E. Korcmblit, en el ya citado prólogo a ”Ajitofel“.
16 Pierre Bourdieu, ”Habitus, código y codificación“, en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, N°84, septiembre 1986.
17 Ibíd.
18 El carácter secreto de la secta suicida se trasluce con claridad en el pedido de Silvia a Héctor luego del suicidio de su novio: ”Te pido u n favor: no le cuentes a nadie“. El deseo de evitar toda aureola de misterio alrededor del suicidio de Ricardo es inmediatamente juzgado como sospechoso por Héctor: ”¿Qué querés proteger, Silvita?“.
19 César Magrini, ”Anaqueles“, El Cronista Comercial, Buenos Aires, 16/11/88.
20 Pierre Bourdieu, ”La distinción“. Clases y clasificaciones, pág. 482.