Coloquio

Edición Nº24 - Octubre 1992

Ed. Nº24: La inquisición de la identidad

Por Moisés Garzon Serfaty

Pensamientos de un judío contemporáneo

La inquisición de la identidad, la suya propia y la de su entorno en general, ha sido cuestionamiento constante del hombre y constituyó y constituye inquieta, honda y penetrante indagación a través de los siglos. Contar con una identidad es anhelo impostergable del ser humano.

Hay quienes afirman que siempre se tiene una y tratan de definirla como una opción por un tipo de humanidad, por una forma de ser, de sentir, de pensar, de actuar y hasta quienes tratan de complicar el concepto presentándola como resultado de indagar lo que no se quiere ser, cosa que nos lleva, en una suerte de movimiento pendular, a establecer y asumir lo que se es.

Ese querer saber qué somos, qué nos hace diferentes, de dónde venimos, qué nos forja, qué nos identifica es el interrogante que lacera, hiere, atormenta a los seres humanos y los mueve a meditación.

El origen, la patria, el conglomerado humano como un todo y otros conceptos en uso, no bastan para definir una identidad, por escuetos o abarcantes que sean. La raza tampoco ayuda. Es un concepto muy cuestionado, una palabra conflictiva. Julián Huxley aconsejaba desterrar el término de toda discusión sobre cuestiones humanas. La moderna antropología enseña que no hay ninguna base seria para clasificar a los seres humanos por el color de la piel, o por ciertos caracteres anatómicos o biológicos. Y la concepción moderna de la historia ha destruido las hipótesis racistas sobre el origen y desarrollo de la civilización. Toynbee llegó a decir que la explicación racial es un fraude.

Hasta aquí continuamos viviendo el drama de Hamlet de seguir preguntándonos: ¿quién soy?, ¿qué soy? Es dramático ese cuestionamiento, que se hace aún más dramático cuando se complementa con el ¿dónde estoy? y, ¿hacia dónde voy?

Un grupo social pierde identidad cuando olvida su origen, su razón de ser, los factores históricos y sociológicos que le dieron vida, las coyunturas temporales que significaron oportunidad y desafío. Es lo mismo que ocurre con el ser humano. La pérdida de la identidad individual es una forma de amnesia. El amnésico ignora su procedencia, desconoce su raíz familiar y telúrica, lo que ha sido la existencia anterior. En pocas palabras, no sabe quién es. Y como no sabe quién es, de dónde viene, tampoco sabe dónde ir. Como no tiene pasado, tampoco tiene futuro.

La crisis de identidad, no tener clara su identidad, hace oscuros los propósitos y los caminos a los pueblos, a las sociedades, y ello explica las confusiones, las incoherencias y las contradicciones en que viven y, sobre todo, las angustias y depresiones que sufren.

¿Somos acaso, como lo señala la prédica apocalíptica, tierra y hombres sin destino ni futuro, escenario y personajes de una tragedia irremediable? No, destino y futuro tenemos.

Ellos pueden ser inmensos, extraordinarios. Su medida es nuestra propia voluntad. Otras limitaciones son secundarias y, desde luego, superables. Por esto, el tema de la identidad y el tema de nuestro futuro deben ser los grandes motivos de reflexión en estos tiempos, de una reflexión que se haga estuario en el que desemboquen respuestas precisas, definitorias y definitivas que nos lleven posteriormente a señalamientos de pautas cónsonas con lo que insurge de ese saber.

El judío, como individúo, padece el sufrimiento de la constante inquisición de la identidad al igual que cualquier otro ser humano, pero quizás más exacerbadamente por cuanto se ve sometido a presiones internas —las del pueblo al cual pertenece— y externas —las de los pueblos entre los cuales vive y con los que convive—.

Como pueblo, el judío no tiene problemas de identidad. Testigo de cada tiempo y enriquecedor de los caudales del espíritu, el pueblo judío, portador del judaísmo y de su mensaje, ha conocido y conoce el significado de una identidad dispersa y fragmentaria hasta el agotamiento, fragmentada hasta la saciedad, pero reunida felizmente en una conjunción inaudita de fidelidad, esperanza, determinación y sentido de futuro, de pertenencia, de misión y de común destino.

Quizás por esta razón sigue adelante en una manifestación clara de maestría, de honestidad. Por eso asumió esa prolongada labor ductora que le concilia con la vida, con la eternidad, lo que constituye todo un mundo para nosotros.

Incorporándose a su pueblo, sumergiéndose en su historia, en sus principios, mediante el cumplimiento de normas, preceptos, que son formas de identificación, y consustanciándose con la noción de que el judaísmo representa una cosmovisión comprensiva de política, arte de vivir y destino humano, el individuo judío habrá resuelto su problema de identidad.

La solución para él es identificación con su pueblo, no solo en el pensamiento o en el recuerdo, sino en la acción, porque no es precisamente a través del recuerdo que podemos establecer el puente entre el pasado y el presente.

Son las ideas-fuerza, las que nos permiten tomar conciencia de lo que somos y potenciar nuestra identidad en el tiempo; esas ideas-fuerza por las que lucharon nuestros ancestros, que nos convocan hoy y siempre para seguir adelante, para seguir dando testimonio de expresiones colectivas invalorables, para continuar por la pica o el escarpado camino que se adentra en lo íntimo del hombre y sus anhelos, fortaleciendo el sentimiento colectivo determinado por compartir un mismo pasado, convivir en un presente y mantener un denominador común de expectativas hacia el futuro, formados en una cultura diversa, rica, plural, templados en la vivencia y en la presencia de una memoria activa que permite interiorizar los valores, las actividades y las creencias. Todo esto nos define en el tiempo y en el espacio y en este ámbito es en el que la inquisición de la identidad del judío como individuo adquiere sentido y encuentra su marco, su mundo, el mundo del judío.

¿Cómo es este mundo del judío?

Tiene como base una desesperación humana, real, que se estremece con la confusión reinante en el mundo, y un esfuerzo, también desesperado y aunque parezca contradictorio, entusiasta, de amor a la vida y a la naturaleza en todo su cósmico desorden, a una tierra predestinada, inserta con fuerza en la conciencia individual y colectiva.

El judaísmo es una obra intelectual impregnada de unidad y de soledad. Una unidad que conduce a la radical libertad y que nos llega con acentos de sincera e inquebrantable desesperanza en la que alienta, no obstante, la esperanza, con una angustia existencial que pervive, con una visión romántica con fuerte aroma de otoñal nostalgia conviviendo con una visión realista, pero al borde de lo fantástico, con un pie en el reino de los sueños. Su ética busca la verdad como una parábola, pero con el mismo misterio de una indagación metafísica, con una desesperación que se inscribe en la era de hoy como en la de ayer con la misma fuerza.

La identidad judía exige verdad, concomitante con existencia y en tal forma que se convierte en norma vital para todos los seres y en cada una de las circunstancias. Verdad que lleva al sacrificio. No simplemente teoría o anhelo. Verdad, no solamente digna de creerse en ella, sino de morir por ella.

Escarnecido por todos aquellos que no tienen iguales principios, el judío vivió bajo presión, exilio, pobreza, denuesto, odio, desprecio y exterminio por su verdad, que no es otra que la verdad del ser auténtico, del buscador de la justicia como primer deber, del soñador con una tierra como su primer afecto y del buscador de la paz como primordial anhelo.

Sobre estas bases de libertad, verdad, justicia y paz se asienta el universo judío, universo que encierra enormes riquezas. Una lectura de este universo a la luz del pensamiento crítico y sensible estará llena de insospechados descubrimientos.

Estudioso y celoso guardián de la moralidad social, el judaísmo centra toda su atención y cuidado en la trágica figura del individuo único, solo, íngrimo, cargado de contradicciones, elemento clave de su marco teórico, gestor y componente del pueblo, ya que sin individuos, no hay pueblos, y así lo señala, lo separa, lo aparta y lo distingue: como individuo estarás siempre del otro lado. Como pueblo, eres aquel que vino de y está en la otra ovilla del rio. Se le ordena ir a la tierra. Forastero serás…, se le dice, y se le vuelve a prometer el retorno al hogar.

El libre albedrío no juega en este caso. La imposición es una dialéctica motora, en ascenso hacia una afirmativa toma de conciencia de su ser, de su propia libertad. Es una rotunda afirmación de una identidad común, señala un origen in crescendo y muestra un destino en unidad.

Pero sobre todo, constituyendo una aparente negación dialéctica, es una afirmación de la libertad por paradójico que parezca, una libertad a la que el judaísmo brinda acceso, derecho y dominio, por la que lucha, a la que ase, posee y pregona, para los judíos y para los demás.

Esta «identidad de lo múltiple» o este «principio igualitario de lo diverso», que diría Leopoldo Zea, sustenta esta dialéctica de la libertad en el judaísmo y al proyectarla hacia el mundo le confiere la característica de una identidad en crecimiento.

La lucha heroica por esa identidad de múltiples dimensiones, sin compartimientos, que se eliminan para introducir plurales mensuras, da lugar a la confluencia de la pluralidad en una identidad grande, una y común, con una significación abierta, abarcante que se asienta y sienta hoy, estatuto, fuero y padrón para todos los que a ella se adhieren.

La identidad judía no se puede dar aisladamente, es decir, si los hermanos están aislados.

Ese aislamiento la condena a la otredad, a la quiebra, a la simple identidad natural, carente de expresiones y de solidaridad.

Se convierte en todo caso en una identidad atribuida, inerte, apagada, sin el fuego vivificador y multiplicador de la identificación. Se trataría de una identidad interior, cuando lo que se trata es de concretar una identidad superior, capaz de resistirlas adversidades y las diversidades, alienantes, de ser creadora, de dar al judío una conciencia histórica, de dotarle de un poder de autonomía, de permitirle luchar por sus creencias, vencer esclavitudes, exigirle una dimensión rebelde y batallante, insuflarle un credo libertario, seguir estando del otro lado, en la otra orilla del río, pero teniendo contacto con otros, sin descuidar la renovación, pero sin dejar de ser lo que es. Dualidad realizadora de ser «uno en cuanto uno» sin llegar a ser «uno de tantos».

Con este escudo, con la conciencia activa de un mundo que ciñe y entraba a los hombres en su mismo pueblo, se puede estar en la otra orilla sin dejar de participar en esta. La frontera está dada por la particularidad, por la solidez de una identidad reforzada basada en la identificación. O tal vez en semejantes condiciones sea absurdo hablar de fronteras. Sencillamente no son necesarias. No hay contradicción en ello.

Lo exclusivo de cada cual es respetable, no es «contaminante», cuando se cuenta con esa identidad reforzada. Se puede presumir de doble identidad, sin rubor, porque, a salvo los exclusivismos, restan rasgos humanos, sociales, que confluyen al fin y a la postre en una sola identidad humana, crecida y enriquecida, activa, viva, que se identifica hasta fundirse con valores eternos, principios elevados y amores plurales. Que el mucho amar no es traición y la lealtad plural no muestra sino una gran capacidad de amar, de darse, de ser.

Así pues, el judío integrado en el minián, formando parte del conglomerado comunitario, poseedor de una identidad militante, identificado con sus raíces, con su pueblo, con su tierra, con su herencia espiritual y cultural, puede ensanchar, sin temor a diluirse y perderse, sus horizontes y sus contactos fuera del medio tradicional. Puede hacerlo porque se sabe libre, fortalecido, coherente, dotado del escudo protector de la identificación, dueño de una identidad conquistada, granítica y recia, conocedor de la andadura de su geografía y de su tiempo, pues no en vano, desde que el mundo es mundo, los judíos anticiparon nuevas concepciones, revolviendo pensamientos y conciencias, siempre como paladines intelectuales de nuevos tiempos más enaltecedores del hombre.