Coloquio

Edición Nº24 - Octubre 1992

Ed. Nº24: Hermann Cohen y José Ortega y Gasset

Por Kurt Julio Riegner

No suele estar ausente de ningún sumario biográfico que trate la trayectoria del filósofo hispanoparlante más grande de nuestro siglo, el madrileño José Ortega y Gasset, una fugaz y somera alusión a su estancia en la pequeña ciudad universitaria de Marburgo, Alemania, como estudiante posgraduado, y a las influencias allí recibidas del neokantismo.

El propio Ortega y Gasset, como se desprende de un pasaje determinado, pero pocas veces traído a colación, de su voluminosa y sutil obra, atribuía a la etapa pasada en Marburgo —donde permanecería casi un año— una decisiva importancia autobiográfica, calificándola como culminación e hito de su período formativo. Para Hermann Cohen, a quien veneraba, dedicó palabras de sumo elogio. Y eso a pesar de la marcada diferencia que mediaba entre ambas personalidades en casi todos los aspectos: en cuanto a edad, origen, posición social, religión, idioma, temperamento y, más aún, respecto de la filosofía misma, la gran vocación de los dos, puesto que el joven español buscaría luego su orientación en una determinación metafísica más allá del kantismo y ajena a su secuela explicativa y renovadora en que Cohen estaba firmemente enrolado. Con todo, no es demasiado difícil detectar palpables vestigios del neokantismo que Ortega absorbiera con alguna avidez durante su noviciado en Marburgo, en los escritos del famoso autor de «La rebelión de las masas», por lo que resulta aleccionador y provechoso desmenuzar el encuentro de alto nivel, ciertamente algo más que episódico, entre los dos protagonistas del pensamiento filosófico, a un tiempo entrelazados y contrapuestos.

Cohen: razón y religión

La figura de Hermann Cohén (1842-1918), de gran predicamento en su época y, aunque hoy un tanto «démodée», sólo es dable interpretarla cabalmente desde su condición de judío. Nacido en una diminuta población del oeste de Alemania como único hijo de un «jazán» (cantor litúrgico), recibió una vasta educación, tanto judaica como general. Asistió durante varios años al Seminario Teológico Judío de Breslau, pero lo abandonó experimentando una gran frustración, porque la carrera rabínica no le cuadraba. Después de su egreso, se sentía, según lo expresaría mucho más tarde su discípulo Franz Rosenzweig (al prologar en los años ’20 una colección de los ensayos judaicos del maestro), «como evadido del hábito religioso». Desde entonces, como fatalmente debió ocurrir, su relación con el judaísmo sería algo distante y, ante todo, más razonada que sentimental, aunque se mantendría siempre fiel al mismo. Sus primeros escritos, igual que muchos posteriores, fueron dedicados a la temática judía. Su intensa vida intelectual evolucionaría alrededor de dos polos, la razón y la religión. Le atraían principalmente los estudios filosóficos, los que fundamentara con sólidas nociones filológicas y una versada erudición en el pensamiento de la antigüedad clásica. Doctorado durante 1865, profundizó en la investigación del sistema de Immanuel Kant, cuya crítica de la razón humana, tanto «pura» como «práctica», y cuyo trascendentalismo le cautivaron.

El neokantismo, empeñado en el «aggiornamiento» y la interpretación renovada de las doctrinas del genio de Koeningsberg desde los más variados ángulos, nació en Alemania alrededor de 1860. Cohen se sumó al influyente movimiento a través de su primer libro titulado «La teoría de la experiencia pura de Kant» (1871), cuya originalidad en el análisis lógico del kantismo y brillantez le reportaron dos años después un cargo docente en la universidad de Marburgo. En 1876 obtuvo la titularidad de una cátedra de filosofía en esta misma alta casa de estudios, en cuyo ejercicio acumuló un enorme prestigio, hasta su retiro de la misma, en 1912, por razones de edad. Se casó en 1878 con la hija del compositor y director judeoalemán Louis Lewandowski, famoso por crear y compilar música sinagogal de estilo romántico decimonónico, que se imponía entre los judíos de Europa central y occidental. La joven Martha, de sólo 17 años al contraer matrimonio, abrió las puertas de un acogedor y culto hogar a los numerosos discípulos y colegas de su ya célebre marido, y apoyó a éste en sus tareas, poniendo por escrito todos sus textos científicos o literarios, cuando, en 1892, Cohen contrajera una dolencia ocular crónica.

Era bajo la influencia de su mujer, y también a consecuencia de los cambios desfavorables que se operaron en la situación de los judíos, que se produjo un reacercamiento de Cohen al judaísmo. Arreció el antisemitismo en la Alemania imperial, se verificaron medidas discriminatorias y sangrientos pogroms en la Rusia de los zares Alejandro III y Nicolás II, y en la Francia supuestamente esclarecida de la Tercera República estalló el resonante escándalo del «affaire» Dreyfus. La reacción de Cohen, tocado en lo más íntimo de su ser, fue primero de orden apologético. En 1879/80, el afamado pero reaccionario historiador y catedrático berlinés Heinrich von Treitschke lanzó una campaña virulentamente antijudía, condensada en un panfleto titulado «Una palabra sobre nuestra judería», y el filósofo de Marburgo se le enfrentó con un meduloso opúsculo «Una confesión sóbrela cuestión judía», rechazando las recriminaciones antisemitas de aquél con dignidad y entereza. Siguió esta línea defensiva durante mucho tiempo, pero adoptó en su vejez una actitud más positiva, contribuyendo con muchas publicaciones a la interpretación del judaísmo y sus doctrinas. Su obra póstuma «La religión de la razón a partir de las fuentes del judaísmo» es, diríase, una sistemática versión neokantiana de los preceptos judaicos. Radicado en Berlín después de jubilado, se desempeñó, entre otras actividades, como docente de la Academia de la Ciencia Judaica.

Siempre rodeado de discípulos, algunos de ellos eminentes y muchos extranjeros, Cohen adquirió un notable ascendiente sobre la filosofía de aquel tiempo. Su seguidor predilecto y más importante era Emst Cassirer (1874- 1945). Cabe agregar que el neokantismo no tuvo un gran futuro, pues, siendo sus principales promotores casi todos judíos, fue duramente golpeado por el nacionalsocialismo, llegado al poder en Alemania en 1933, quince años después de la muerte de Cohen, y nunca se repondría de este cruel revés, debiendo considerárselo un antecedente histórico de la filosofía actual.

Ortega: andanzas de un cosmopolita

El que acudiera en 1906 a Marburgo para sentarse a los pies del maestro, a quien sólo conocía por su reputación, era un estudioso español cuarenta y un años menor de aquél, personalidad que ya un quinquenio después descollaría entre la intelectualidad de su patria debido a su ingenio y vasto saber y gozaría durante décadas de fama universal como lumbrera de la filosofía ibérica contemporánea, José Ortega y Gasset (1883-1955), descendía de una familia burguesa de posición cómoda pero no acaudalada, en la cual no faltaban los espíritus selectos. Su abuelo materno, Eduardo Gasset y Artime, era un talentoso periodista que fundara en 1867 el diario «El Imparcial» que a poco alcanzara la mayor tirada entre los órganos de prensa españoles. El padre del futuro filósofo se llamaba José Ortega Munilla y era un prolífico ensayista y dramaturgo, que, como periodista, sucediera al nombrado Gasset y Artime en la dirección del citado periódico, llegando a ser también su copropietario, por su vínculo matrimonial con la hija de éste. Fue, por su parte, uno de los gestores del famoso «Trust», organizado bajo la denominación Sociedad Editorial de España, que componían, amén de su propio periódico, los diarios de «El Heraldo» y «El Liberal», entonces de influencia decisiva en la opinión pública peninsular. Ortega y Gasset heredó así, tanto de parte paterna como materna, su vena literaria, redundando en una casi proverbial facilidad de la palabra oral y escrita, que daría brillo a sus meditaciones filosóficas, como asimismo una notable y amplia visión cosmopolita, junto con un vivo interés por la política y la literatura.

Fue educado con gran esmero, según la tradición familiar, en un colegio de jesuitas de Miraflores de la Sierra, una villa cercana a su nativa Madrid, y frecuentó luego la facultad de filosofía y letras de la universidad complutense, de la capital española, egresando de ella con el grado de doctor en filosofía. Su tesis, presentada en 1904, se tituló «Los terrores del año mil. Crítica de una leyenda». Como estudiante y posgraduado daba claras muestras de inquietud intelectual. Se sentía preocupado por el aislamiento espiritual de su nación, separada del resto del continente por la inhóspita cadena de los Pirineos, y la estrechez mental imperante en ella. Suspiraba por mudarse de aires, pasar un tiempo en el extranjero.

Iniciado, a la inusualmente temprana edad de veintidós, el noviazgo con quien sería luego su esposa, Ortega viajó a Alemania, «huyendo del achabacanamiento» que le rodeaba, según escribiera más tarde, y se matriculó en la universidad de Leipzig. Su intención era entonces dedicarse a la filología clásica como medio para disciplinar su intelecto y adquirir metodicidad científica. Pero como desconocía el idioma, convino un «cambio de conversación» con un estudiante de ciencias exactas que le reportó nociones sólidas y perdurables del alemán. Sobre los temas de su interés específico sólo recogió conocimientos compendiados. Aun menos provechosa resultó una segunda tentativa, empezada en agosto del año siguiente, 1906, de incorporarse a la universidad de Berlín, donde ni llegó a registrarse. Se supone que habrá asistido como huésped a algunas clases de Georg Simmel, sociólogo judío de orientación kantiana, mientras Wilhelm Dilthey, neokantiano de tendencia vitalista, acababa de ser promovido a catedrático «emérito», y el español no logró ser admitido al reducido círculo de sus oyentes. Decepcionado por no haber «en aquella universidad (de Berlín) ninguna gran figura de la filosofía» contemporánea, Ortega lió sus bártulos y se trasladó sin más ni más a Marburgo, donde llegara el 29 de septiembre de 1906. Vería en aquella «pequeña ciudad gótica», como él describiría el lugar más adelante, colmadas sus aspiraciones de ampliar su horizonte y de afirmarse en su concepción filosófica, guiado principalmente por un catedrático del calibre de Hermann Cohen. A este último señalaría el célebre madrileño en la retrospectiva como «uno de los más grandes filósofos que viven».

«Discípulo fervoroso»

De los diversos antecedentes que documentan el aprendizaje académico al que Ortega y Gasset se sometiera en Alemania, surge con nitidez su preferente interés por la filosofía de Kant. Consideraba la obra de este sabio dieciochesco de la lejana Prusia Oriental, como fundamental para el pensamiento moderno, no obstante las fuertes reservas mentales que abrigara al respecto. Según una manifestación hecha en ocasión del bicentenario del nacimiento del genial filósofo de Koenigsberg, en 1924, Ortega relata de sí mismo haber pasado diez largos años en el ámbito de las ideas kantianas. Esta década corresponde, sin lugar a dudas, a la transcurrida con anterioridad a su establecimiento como catedrático en Madrid, hecho que se produjo en 1910, de modo que comprende sus últimos años estudiantiles y su época de posgraduado, incluyendo por ende su estancia en Marburgo, como adepto de su famosa escuela neokantiana. El pasaje de marras, una suerte de apunte autobiográfico, es un tanto ambivalente, pues contiene elementos de ponderación, pero también deja entrever una actitud crítica:

«Durante diez años he vivido dentro del pensamiento kantiano; lo he respirado como una atmósfera y ha si do a la vez mi casa y prisión. Yo dudo mucho que quien no haya hecho cosa parecida pueda ver con claridad el sentido de nuestro tiempo. En la obra de Kant están contenidos los secretos decisivos de la época moderna, sus virtudes y sus limitaciones.»


El Ortega de 1924, un cuarentón y una autoridad intelectual ya ampliamente reconocida pudo darse el lujo de emplear calificativos tan antagónicos como «casa» y «prisión» respecto del kantismo. Otra, más receptiva, habrá sido la tesitura del juvenil, aunque perspicaz novato de 1906 que se autodefiniera en un posterior escrito como «discípulo fervoroso». Hermann Cohen se hallaba a la sazón —cuando el español frecuentara sus clases— en el apogeo de su carrera de docente y pensador. Había dejado atrás la mayor parte de su innovadora exégesis de Kant, en especial su lógica y su ética. Su libro sobre «La ética de la voluntad pura» había aparecido dos años antes de la irrupción pacífica de Ortega y Gasset en la tranquila escena universitaria de Marburgo. El joven «doctor philosophiae» de Madrid pudo ver —y vio— en Cohen y sus colegas, a los que pertenecía en primer lugar el profesor Paul Natorp, los verdaderos representantes contemporáneos del gran hombre de talla corta que había sido Kant. Sin tardanza, una vez matriculado definitivamente a fines de noviembre de 1906 y comenzadas las clases, Ortega se metió de cabeza en la actividad académica, actitud aun más plausible por cuanto era destinatario de una beca de 4.500 pesetas otorgada por una Orden Real del gobierno español, para estudiar la «prehistoria del criticismo filosófico».

De acuerdo con fuentes incontrastables, Ortega emprendió un programa metódico de iniciación en el neokantianismo. Se registró para el curso dictado por Hermann Cohen sobre el sistema de Kant, comprendiendo su epistemología, ética y estética, el que tuvo lugar durante cuatro tardes por semana, una hora por vez. Estas clases, obviamente básicas, fueron muy concurridas, pues en ellas participaba la friolera de 139 estudiantes, con el agravante de que éstos debían apretujarse en el domicilio particular del famoso docente, con sus 64 años, ya considerado, según los cánones vigentes, un anciano y además de debilitada salud. Ortega, que figura en la lista de matriculados con la gabela correspondiente paga, era un concurrente más, aunque ya ostentara un grado académico, y debió luchar por encontrar un asiento. Cohen percibió, según las constancias respectivas, por este curso un honorario, bastante módico, de 1.419 marcos con 15 pfennings, los gastos deducidos. Asimismo asistió Ortega a un seminario de dos horas de duración semanales que ofreció Cohen a un grupo menos numeroso de oyentes, disertando sobre la crítica de la razón pura. Para completar su formación, tomó parte en sendos cursos de Natorp sobre psicología y pedagogía en general, amén de ser, según también consta, uno de los más asiduos usuarios de las bibliotecas universitarias.

Su agenda era, en consecuencia, bastante nutrida y abarcaba 17 horas semanales, entre clases y seminarios, sin contar ocupaciones marginales. Era una tarea pesada y agotadora, máxime cuando sus conocimientos idiomáticos, sobre todo en los primeros meses, aún dejaban que desear. Como anhelaba ocuparse también de estudios clásicos, restringió en el semestre siguiente, el primero de 1907, su horario de clases a un mínimo, interviniendo en un solo cursillo, el de Cohen sobre la historia de la filosofía moderna. Se sabe que buscaba, para entregarse a sus meditaciones, la soledad y el silencio, razón por la cual se mudó el bullicioso centro de la pequeña ciudad dominada por el estudiantado, a una habitación —además menos costosa—en las afueras. Por otra parte, alternó amistosamente con Nicolai Hartmann, un alumno favorito de Cohen, un año mayor de él, también extranjero e igualmente graduado, a punto de establecerse cuino «privatdozent», pasando ambos en la buhardilla de éste románticas veladas matizadas de música, debates filosóficos y la contemplación del suave panorama ondulado bajo un firmamento estrellado. Hartmann sería luego, a la muerte de Natorp, su sucesor en la cátedra. Resumiendo sus actividades, Ortega, en su estilo a veces pletórico, se describiría a sí mismo trabajando «como un poseso» y «una pura llama celtibérica que se consumía a sí misma en una universidad alemana».

Así y todo, este período libre de responsabilidades y dedicado al perfeccionamiento formativo, pasado bajo el ascendiente de la patriarcal figura de Cohen como principal maestro e inspirador, tocó bruscamente a su fin. Ortega y Gasset recibió en julio de 1907 un llamado para desempeñarse como «profesor numerario» de psicología, ética y lógica en Soria, una pequeña ciudad serrana en Castilla la Vieja, lo cual le otorgó la posibilidad de independizarse económicamente y contraer matrimonio. A los once meses de haber llegado a Marburgo, solicitó la cancelación de su matrícula de estudiante y retornó a su suelo natal.

Un epílogo sentimental

Es notoria la vertiginosa rapidez con que Ortega y Gasset escaló posiciones en la vida intelectual española. El año 1910 ya le sorprenderá en un cargo de máximo prestigio, pues había ganado por concurso de antecedentes la cátedra de metafísica en la universidad de Madrid, dejada vacante por la muerte de nadie menos que Nicolás Salmerón, anciano ex presidente de la primera República. Con su prestigio ya consolidado y flamante, no pudo resistir a la tentación de visitar el lugar en el que, casi exactamente un trienio antes, había puesto término a sus estudios superiores y definitorios. Le acompañó en el viaje, que se realizó en enero de 1911, su joven esposa, entonces embarazada, la que daría a luz en la misma Marburgo de modo que esa «pequeña ciudad gótica» sería a un tiempo escenario de sus mayores recuerdos estudiantiles y cuna de su hijo Miguel Germán. Sostener que el segundo nombre de éste fuera seleccionado para perpetuar el del gran maestro neokantiano, sería aventurar una hipótesis imposible de documentar. Acaso se trate de una pura coincidencia.

Es evidente, en cambio, que el viaje un tanto sentimental de Ortega tenía por propósito principal efectuar una visita a la admirada persona de quien había sido para él, durante la última etapa de su formación, una suerte de guía espiritual. Relata Ortega que encontró a Cohen enfrascado en escribir su «Estética», obra finalmente titulada «Estética del sentimiento puro». En efecto, Cohen estaba terminándola y la presentaría al mundo académico durante el año siguiente, en simultaneidad con su jubilación al cumplir los 70 años. Los dos filósofos, ambos catedráticos, conversaron largamente y repetidas veces, ahora de igual a igual, sobre temas científicos de interés común y de los tiempos idos, aunque no tan lejanos. Ortega sacó a relucir a Cervantes, y Cohen «suspendió su obra», como relató su interlocutor, «para volver a leer el Quijote». Cabe agregar que el anciano pensador tenía una evidente inclinación a alternar su trabajo con las ocupaciones más dispares, a veces un poco extravagantes, como ir al teatro para ver comedias tan triviales como «La tía de Charley», caminar por su amada Engandina, en Suiza, en un tiempo en el que el turismo distaba de ser una actividad corriente, o trasnochar en un café de Roma celebrando. Para su lectura de la inmortal obra cervantina, Cohen usó una traducción alemana hecha por el poeta Ludwig Tieck, y sorprendió a Ortega con la observación de que las pláticas de Sancho Panza resumiesen la filosofía de Johann Gottlieb Fichte. El aún joven profesor de Madrid anotó sobre sus reuniones con el «anciano y noble» Hermán Cohen: «No olvidaré aquellas noches en que sobre los boscajes el alto cielo se llenaba de estrellas, rubias e inquietas».

No era para menos la importancia que Ortega y Gasset asignaba al lapso de su juventud pasado en el ámbito dominado por el filósofo judío y líder de la escuela neokantiana. En 1915 insertó en uno de los primeros ensayos publicados en su colección de ocho volúmenes «El espectador»(1915-1935) una referencia reveladora de tono casi nostálgico, sobre el particular. El trabajo respectivo se titula «Meditación de El Escorial» y fue redactado a propósito de una visita a dicho monumento religioso que de cierta manera resume aspectos esenciales de la hispanidad. El monasterio consabido —erigido por orden del devoto rey Felipe II, por añadidura promotor sin reservas de la Inquisición— se halla emplazado en el medio áspero de las sierras cercanas a Madrid, y su contemplación motivó a Ortega y Gasset a un significativo comentario autobiográfico en que expresa:

«Por circunstancias personales, yo no podré nunca mirar el paisaje de El Escorial sin que vagamente… entrevea el paisaje de otro pueblo remoto y el más opuesto a El Escorial que quepa imaginar. Es una pequeña ciudad gótica junto a un río manso… En esta ciudad he pasado yo el equinoccio de mi juventud; a ella debo la mitad por lo menos de mis esperanzas y casi toda mi disciplina… es Marburgo.»


Una parte de estas palabras se halla citada, con su texto en español, en una placa de bronce colocada frente a la casa donde Ortega y Gasset se domiciliara hacia fines de su estancia marburguense. Una observación adicional contenida en dicha placa, según la cual el homenajeado —que en 1952 fuera promovido a doctor «honoris causa» de la universidad local— haya sido profesor de ésta, es en cambio, totalmente errónea.

Los rastros dejados

Empero, no hay en el mencionado comentario de Ortega que forma parte de su ensayo sobre El Escorial, ni la más mínima referencia a los maestros que había tenido en Marburgo, ni a las enseñanzas de ellos recibidas, y menos aún que éstas hayan determinado o influido sobre su futuro filosofar. Se habla, en cambio, de esperanzas y de disciplina, siendo esta última, recordémoslo, la meta que Ortega se había propuesto alcanzar en Alemania.

La ausencia de tales alusiones debe calificarse de silencio elocuente y, ante el conjunto de la obra de Ortega y Gasset, semejante tesitura no puede causar sorpresas. El metafísico de Madrid había sido, como ya se expresara más arriba, un admirador de Kant, pero no era, para decirlo de alguna manera, de ningún modo un partidario comprometido con su filosofía. Existe un pasaje suyo que resume, en términos muy claros, aunque no demasiado originales, su posición crítica:
«Kant no se pregunta qué es o cuál es la realidad, qué son las cosas, qué es el mundo. Se pregunta, por el contrario, cómo es posible el conocimiento de la realidad, de las cosas del mundo. Es una mente que se vuelve de espaldas a lo real y se preocupa por sí misma.»

Agréguese a esta densa pero negativa observación el hecho de que el madrileño, en ninguna de sus reflexiones tan bien y sólidamente fundamentadas, no recurriera ni una sola vez a una argumentación de índole kantiana, ni aun a una sola cita extraída de las voluminosas obras de aquél, aunque en ocasiones ello casi se hubiera impuesto. Resulta plausible, pues, que algunos intérpretes de la filosofía orteguiana sostengan la tesis según la cual el autor no se haya consagrado a fondo al estudio del sistema de Kant, si no fuera por medio de las clases impartidas por Cohen. Además, siendo así las cosas, es comprensible que se haya apartado también del neokantismo de la «Escuela de Marburgo».

El divorcio entre Ortega y su mentor marburguense se hizo evidente ya desde la misma asunción del primero a su cátedra en Madrid. Su primera publicación dada a conocer desde su nuevo cargo docente es un ensayo «Adán y el Paraíso», en el cual, después de transcribir conceptos de la obra interpretativa de Cohen «Motivación kantiana de la estética», de 1889, modificó los mismos al reemplazarlas abstracciones establecidas por ése para definir la idea del arte, vinculando la actividad artística con sus motivaciones individuales, o sea vivencias. Excedería el marco de la presente nota profundizar aun más sobre el rumbo ulterior que siguió el pensamiento filosófico de Ortega y Gasset, quien desarrolló en sus primeros años de docencia un «perspectivismo» que intenta introducir en el racionalismo un elemento relativista, y llegó finalmente a su famosa teoría del «raciovitalismo» —ni racionalismo ni vitalismo, como puntualizara—, que parte de las muchas veces citada premisa «Yo soy yo y mi circunstancia». Basta acotar que, al producirse el nostálgico reencuentro con Cohen a comienzos de 1911, ambos filósofos ya estaban en posiciones adversas o al menos discrepantes.

Entonces, ¿el paso de Ortega por la en su momento muy acreditada «Escuela de Marburgo» ha sido un episodio puramente anecdótico, que, a nivel intelectual, no haya dejado rastros? De ninguna manera. El español encontró bajo la conducción y ejercitado por el ejemplo del filósofo judeoalemán, exactamente lo que buscaba y necesitaba: la disciplina mental y el orden científico. Además, se vio estimulado a desarrollar su propia, singular expresividad, que enriquecería, dicho sea de paso, enormemente el estilo literario moderno del idioma español. La constante preocupación de Ortega y Gasset por verter sus ideas a términos transparentes y alegóricos, que culminara en la divisa por él acuñada de «La claridad es la cortesía del filósofo», tiene sus orígenes tanto en la rigurosa metodicidad científica de Cohen como en el elocuente desarrollo que éste hiciera de sus disquisiciones, solventándolas con técnicas pedagógicamente válidas y efectivas. De ello, Ortega se sentía vivamente impresionado. Escribió:

«La más alta y fecunda misión del profesor universitario es disparar ese dramatismo potencial (de las ideas) y hacer que los estudiantes en cada lección asistan a una tragedia…» Sería este procedimiento, aprendido o vivido en Marburgo, el que haría luego a la exposición multifacética, cautivante en extremo, que es dable observar en la profusa obra de Ortega. Por otra parte, como buen español que era, preferiría a lo largo de su existencia la forma del ensayo de tenor literario a la sistematización teórica de su pensamiento que, en definitiva, a diferencia de Cohen, nunca emprendió. Basta comparar su citada tesis doctoral de 1904, calificada por varios expertos de asaz pobre, y a la que siguieron largos años de silencio, con sus profundos a la vez que brillantes escritos, rebosantes de metáforas y argumentos ingeniosos, posteriores al período pasado en Marburgo, para apreciar el decisorio impacto que en los modos filosóficos del pensador más significativo de la España moderna había causado la personalidad insigne, aunque poco recordada, de Hermann Cohen.


BIBLIOGRAFÍA

Bauer, Markus: «José Ortega y Gasset: Loblicd aufeine Stadt.» Artículo publicado en el diario «Oberhessische Presse», Marburg/Lahn, el 13 de enero de 1990.

Lope, Hans-Joachim: «Actas del coloquio celebrado en Marburgo con motivo del centenario del nacimiento de J. Ortega y Gasset (1983)», de la colección «Studien und Dokumente zur Geschichte der Romanischen Literaturen», vol. 18. Prankfurt am Main 1986. Con colaboraciones (en alemán y español) de Elvira Aguirre, Joachim Böer, Reinhard Brandt, Emilio Garrigues y Díaz Cañate, Enrique Tierno Galván y Dieter Woll.

Riegner, Heinrich: «Hermann Cohen». Publicado en la revista «Davke», Buenos Aires, en idioma ídish en 1958, luego en su versión original alemana como separata por la «Gesellschaft der Freunde des Leo Baeck Institute», New York 1959, y finalmente en traducción al castellano en la colección «Grandes Figuras del Judaísmo» (N? 27) de la «Biblioteca Popular Judía» del Congreso Judío Latinoamericano, 1968.

Riegner, Kurt Julio: «El equinoccio de Ortega y Gasset». Artículo publicado en el diario «La Prensa», Buenos Aires, el 5 de agosto de 1990.