Coloquio

Edición Nº6 - Abril 2011

Ed. Nº6: Nuevas formas de racismo

Por Marcos Israel

El Racismo está basado en la creencia -obsesiva, enfermiza- de la superioridad étnica de uno mismo por encima de la etnicidad de otro. Al interior de una sociedad refiere a acciones sociales y actitudes que oprimen, excluyen, limitan y discriminan contra individuos y grupos: el color de la piel, el aspecto físico, determinadas costumbres y antecedentes culturales los convierten en «targets» de tales acciones. A menudo enfrentan discriminación y hostilidad en las áreas de empleo, vivienda, justicia, educación y los medios de comunicación.
El racismo es esencialmente una manifestación de menosprecio, que no está motivada por determinadas características de los individuos, sino por su pertenencia a un grupo. En tanto, cuando existe un trato diferencial por exclusión o asignación a un nivel social inferior por razones de raza, origen étnico, religión o nivel socioeconómico, hablamos entonces de discriminación social.

El racismo va cambiando su apariencia a lo largo de la historia, pero mantiene una característica inalterable: allí donde se manifiesta lo hace contra variedad de personas y colectivos al mismo tiempo.
Por su parte, Antisemitismo es un vocablo con el que se denomina a la judeofobia. Fue acuñado en 1879 por el periodista berlinés Wilhelm Marr para designar las formas modernas de la judeofobia y es en sí una de las formas de racismo.

La construcción de estereotipos como base fundamental del racismo

Un estereotipo es una imagen o idea aceptada comúnmente por un grupo o sociedad, con carácter inmutable. Llega a ser tal, en base a mentiras y deformaciones de la realidad y de la historia creadas por algún grupo de poder con capacidad para difundirlas e imponerlas ampliamente.
El antisemitismo ha adoptado diversas formas a través de su larga historia y fue siempre construido sobre esa base. Así, en la baja Edad Media los judíos fuimos los deicidas -al decir de los primeros dirigentes de la Iglesia Católica-(recién ahora el máximo jerarca de la Iglesia aclaró que no); en la alta Edad Media fuimos los herejes y, como tales, perseguidos por la Inquisición; en el despuntar del siglo XX fuimos los grandes conspiradores del mundo -según expresaban los Protocolos de los sabios de Sión pergeñados por la extrema derecha de la Rusia zarista-; luego fuimos una raza inferior para el nazismo.
¿Y ahora? Y ahora somos sionistas. Alguien se encargó de que este término -que expresa nada más ni nada menos que el derecho de autodeterminación del pueblo judío en un Estado soberano- se convirtiera en algo malo, de la misma forma en que otros convirtieron en el pasado el término judío en algo malo. Veremos quiénes fueron y siguen siendo, y por qué.

El racismo como cosmovisión

El racismo en sí puede haber existido desde tiempos inmemoriales, pero el racismo como cosmovisión, es decir como visión del mundo, alcanza su plena elaboración en el siglo XVII a manos de una aristocracia decadente que produce un relato histórico para perpetuar o incrementar su poder.
¿De qué manera? Desarrollando un relato histórico en el cual esa aristocracia fue la abanderada del esplendor, de la grandeza, de la superioridad de un grupo, un pueblo, una «raza». De lo anterior, vale la pena subrayar precisamente el mecanismo de desarrollar un relato histórico para legitimar una superioridad o un derecho y paralelamente deslegitimar a otros. Si a eso le agregamos que una de las características salientes de este discurso es el de interpretar la historia como una guerra entre razas, tomadas éstas como etnias o pueblos que se definen como un grupo con una lengua determinada, o/y por usos y costumbres comunes, encontramos que estamos exactamente ante uno de los pilares del antisemitismo actual.

Vale la pena hacer la aclaración de que esta conceptualización de la historia, es la que nosotros recibimos en la escuela y el liceo. En lugar de convenciones y contratos, consensos y acuerdos de soberanía, se recordarán las conquistas, las invasiones, las expropiaciones, las servidumbres, los exilios.

Esta conceptualización que trae Michel Foucault en «La genealogía del racismo», es importante para entender lo que han construido los artífices de esta nueva forma de antisemitismo que estamos sufriendo en la actualidad. Ellos han sido algunos dirigentes políticos árabes -reyes, príncipes, jeques, emires, dictadores vitalicios y hereditarios-, que constituyen una parte sustancial de la oligarquía planetaria -detentan la mayor concentración de riqueza en pocas manos en todo el mundo-, que han elegido como parte de su estrategia de dominación, la confrontación y el odio hacia los judíos (principalmente, pero no sólo).
Y esto desde mucho antes que se conformara el Estado de Israel. Ya, a la salida de la Primera Guerra Mundial, cuando comenzó el reparto del derrotado Imperio Otomano y se abría la posibilidad de crear un Estado judío, los árabes se opusieron vehementemente, y el discurso racista rápidamente tomó protagonismo. En 1920, a falta de un discurso antisemita propio, los dirigentes árabes presentaron un memorándum al Secretario de Colonias del Imperio Británico Winston Churchill, plagado de clichés antisemitas importados de Europa .

No sólo el discurso. La acción en el terreno y la diplomacia utilizaron todos los argumentos del antisemitismo europeo y además apuntaron tempranamente a intentar la desaparición física de los judíos, primero en Tierra Santa y luego en todo el territorio árabe e islámico. Así, en la discusión de 1947 en Naciones Unidas sobre la creación en Tierra Santa de dos Estados -uno árabe y otro judío-, el Embajador de Egipto en las Naciones Unidas advirtió en su discurso que el millón de judíos que vivía en los países árabes desde hacía siglos, sufriría una persecución peor que la que acababan de tener en Europa y vaticinó una masacre si la partición se concretaba. De hecho, a los seis millones de muertos a manos del nazismo no se agregó otro millón más porque cuando la persecución comenzó en los países árabes el Estado de Israel ya estaba fundado y los judíos tuvieron a donde escapar.
Perdida la guerra de 1948 y especialmente luego de la derrota de 1967, el establishment político árabe se vuelca al uso de la incitación al odio y la violencia, la que constituye un arma de guerra política. Como arma política de la guerra, la incitación pertenece a la misma categoría que la agitación y la propaganda.
En este sentido, la generación -invención- de un relato histórico que justifique el sostenimiento del conflicto, que lo legitime, es perfectamente complementario de la incitación al odio en el terreno. Así, asistimos cotidianamente a la generación de afirmaciones de pretendido carácter histórico que intentan presentar a los palestinos como pueblo originario y a los judíos como invasores. El último ejemplo inefable fue hace pocos meses cuando una «investigación científica» palestina demostraba que el muro de los lamentos no pertenecía a los judíos. La tal investigación fue colgada en la página oficial de la Autoridad Palestina, hasta que dirigentes políticos de alto nivel de occidente reclamaron que se bajara semejante absurdo. Este intento es sólo un eslabón de una larguísima cadena que muestra en los hechos cómo los árabes están usando la herramienta que describía Foucault en la Genealogía del racismo, de hacer de la historia un campo de batalla.
Un régimen puede utilizar la incitación como arma de guerra con el fin de preparar a su propia población para combatir y para convencerse de que sus demandas de sacrificios a largo plazo, en última instancia, serán recompensadas. Pero en este caso la incitación tiene un papel paralelo: obtener el apoyo político activo desde el extranjero, lo que puede dar lugar a agresivas interferencias políticas en favor de una causa. Esto es parte de una estrategia más amplia, cuyo objetivo es compensar la debilidad militar y ubicar la cuestión de Palestina al tope de la agenda política del mundo.

Dado el tamaño y el poder del mundo árabe, esta prédica ha obtenido un impacto fenomenal en el mundo entero con consecuencias obvias para todos los judíos, estén donde estén. Así como en la edad media el judío que no soportaba la persecución o el aislamiento podía salirse convirtiéndose -salirse de la religión que era por lo que se perseguía o discriminaba-, en la actualidad el judío que no soporta la presión o quiera sentirse más confortable en su entorno, se presenta como no sionista, o antisionista o fuertemente crítico del gobierno de Israel (generalmente de todos los gobiernos de Israel). Así observamos cómo muchos foros nacionales e internacionales, organizados por entidades pro palestinas, o simpatizantes de la causa árabe, suelen invitar a participar a judíos con estas características, dispuestos a reconfirmar la perfidia o el error de Israel o el sionismo. La historia se repite, impoluta.

En el presente como en el pasado, la prédica del antisemitismo necesita construirse sobre la mentira. La mentira -cotidiana- sobre lo que pasa en el conflicto árabe-israelí; la invención de un relato histórico sobre cómo se gestó el conflicto; y la mentira monumental que significa la negación del Holocausto.