Coloquio

Edición Nº28 - Agosto 1997

Ed. Nº28: Israel, la Santa Sede y el futuro de Jerusalén

Por Shmuel Hadas Z’L

Jerusalén es no sólo un término geográfico, una ciudad, un lugar. Jerusalén es un concepto y, sobre todo, un símbolo. Venerada por los fieles de tres religiones, tres veces santa, la única en el mundo, es hoy una ciudad con poco más de medio millón de habitantes, que mientras celebra un pasado de esplendor se prepara para un futuro aún por delinear.

Aparentemente pocas cosas en el mundo son tan capaces de suscitar conflictos y crear instintos bien poco santos, escribe A.B. Yehoshua, uno de los más destacados escritores israelíes. Jerusalén, la Ciudad de la Paz, tiene una larga tradición de conflictos, originados muchos de ellos en los propios Lugares Santos. Sólo una mente diabólica, agrega Yehoshua, habría podido concebir una situación tan complicada como la de Jerusalén y será necesaria una gran dosis de imaginación para imponer aquello que debe unir a las religiones y no lo que las divide, y que los Lugares Santos se transformen en una fuente de paz en lugar de constituir una peligrosa bomba de tiempo.

No es el objetivo de estas reflexiones abordar toda la problemática de Jerusalén, sino solamente un aspecto: el de las relaciones entre el Estado de Israel y la Santa Sede, y sus posiciones respecto al estatuto futuro de Jerusalén. Pero será muy difícil hablar de esta tan singular ciudad temporal, que para muchos es sólo el anticipo de la ciudad celestial, manteniendo la objetividad. Trataré, cuanto menos, de presentar objetivamente las posiciones de ambas partes sobre el tema.

A manera de introducción pasemos rápida revista, a vuelo de pájaro, sobre lo que significó y significa Jerusalén para católicos y judíos, la esencia de su relación hacia ella.

Desde la perspectiva israelí recordemos solamente lo que escribe el estudioso Zvi Werblovsky en su trabajo «El significado de Jerusalén para los judíos, los cristianos y los musulmanes» (Centro de Información de Israel, Jerusalén, 1991): «Para el pueblo judío, Jerusalén no es una ciudad que contiene lugares sagrados o conmemorativos de acontecimientos santos. La ciudad como tal es sagrada y, por lo menos a lo largo de dos milenios y medio, sirvió de símbolo para un pueblo perseguido, humillado, masacrado, pero que nunca perdió la esperanza de su restauración definitiva. Jerusalén y Sión se convirtieron en la ‘residencia localizada y el nombre’ para la esperanza y el significado de la existencia judía».

«Los términos sinónimos Jerusalén y Sión simbolizaron la realidad histórica de un pueblo y de su relación con una tierra: así podremos comprender mejor (aunque no necesariamente afirmar) las etapas modernas, secularizadas de esa historia. El movimiento nacional judío moderno adoptó su nombre no de un país o de un pueblo, sino de una ciudad: sionismo. El himno del movimiento sionista, que en 1948 se convirtió en el himno nacional de Israel, se refiere al ‘ojo que mira a Sión’ y a la esperanza milenaria de regresar a la tierra de Sión y a Jerusalén’. El himno, conocido como Hatikvá (La Esperanza) no es una poesía de primera calidad, pero con toda su tosquedad y sentimentalismo logra apresar la conciencia esencial del pueblo judío en la relación indisoluble con su tierra, la que constituye el centro y el centro de este centro es Sión, la Ciudad de David. Jerusalén y Sión son términos geográficos que superan la mera geografía, pero que no existen fuera de ella: son ‘la residencia localizada y el nombre’ de una existencia histórica y de su continuidad.»

El Papa Juan Pablo II en su Carta Apostólica Redemptionis Anno (20/ 4/84) escribe: «Los Judíos aman (a Jerusalén) ardientemente y en cada época han venerado su memoria, plena de restos y monumentos del tiempo de David que la eligió su capital y Salomón que construyó allí el Templo. Por lo que ellos le dedican su pensamiento cotidianamente y la señalan como el signo de su nación».

El ya citado Prof. Werblovsky sintetiza así el significado de Jerusalén para los cristianos: el verdadero hogar del cristiano —de acuerdo con la concepción medieval— es la Jerusalén celestial. No se trata de despreciar la Jerusalén terrestre, pero la verdadera Jerusalén terrenal que está «unida a la otra en el cielo» se encuentra en todo lugar en que se vive una existencia cristiana.

Durante muchos siglos el cristianismo se debatió en el dilema de la Jerusalén celeste versus la terrenal. El propio Nuevo Testamento muestra una marcada tendencia hacia lo que puede denominarse «desterritorialización» del concepto de santidad, y a su disolución consecuente de conceptos localizados especialmente. No es el Templo y su Sanctasanctórum lo que constituye el centro, sino Cristo; el área de santidad no es la Ciudad Santa o la Tierra, sino la nueva comunidad, el cuerpo de Cristo. Sin embargo, para las generaciones siguientes de cristianos, la tierra en general y Jerusalén en particular fueron escenario de los acontecimientos más singulares y decisivos de la historia. Aquí tuvieron lugar los misterios de la encarnación y de la redención. El acto divino de la salvación, a pesar de su universalidad —y de acuerdo con algunos padres de la primera época, de su significado cósmico— tuvo aquí su ubicación espacial y su manifestación encarnada. La natividad y los acontecimientos que la precedieron, la infancia y mayoría de edad de Cristo, su ministerio y su predicación, la consumación de su ministerio en la Pasión, la resurrección y ascensión, el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés y los comienzos de la primera comunidad cristiana —todo ello ocurrió en lugares definidos en esta tierra y ciudad particulares, sin importar si los lugares asociados con estos acontecimientos por las tradiciones tardías fueron históricamente «auténticos» o no.

De ahí que los cristianos hayan siempre considerado Palestina como una Tierra Santa y Jerusalén como una Ciudad Santa.

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Cuando en 1904, el fundador del sionismo, Teodoro Herzl, buscaba apoyo internacional para la creación de un Estado Judío, al que retornarían los judíos dispersos en el mundo desde el año 70 de la e.c., con la destrucción del Templo de Jerusalén, se dirigió, entre otros, al Papa Pío X. Herzl expuso al Papa el proyecto que comenzaba entonces a cobrar impulso, solicitando el apoyo de la Iglesia Católica. Pío X le respondió: «Nosotros no podemos apoyar este movimiento. No podremos impedir a los judíos ir a Jerusalén, pero nunca podremos favorecerlo. Como Jefe de la Iglesia no puedo decirle algo diferente. Los judíos no han reconocido a nuestro Señor, por lo tanto nosotros no podemos reconocer al pueblo judío».

Estas palabras del Papa Pío X rechazando el reconocimiento de la aspiración del pueblo judío constituyen la clave para la comprensión de unas relaciones complejas, con una historia que cumple dos milenios. Si queremos conocer mejor las percepciones y las posiciones del Estado de Israel y de la Santa Sede sobre el Estatuto de Jerusalén, es indispensable encuadrarla en su dimensión histórica. Sin esto, el estudio del tema no sólo pecaría de incompleto sino que se perdería la perspectiva que permite un análisis y prospectiva de futuro correctos.

La historia de las relaciones Iglesia Católica-Pueblo Judío, fue, hasta muy pocas décadas atrás, la historia de un enfrentamiento por la legitimidad como herederos de la Biblia, o lo que los cristianos llaman el Antiguo Testamento. La Iglesia proclamaba al Cristianismo como el único camino de salvación, describía al Judaísmo como una religión despojada de su misión por no haber reconocido a Jesús como el Mesías. Esta negativa era considerada un castigo de Dios que se expresaba en la eterna Diàspora por el mundo. Sin conocer este factor esencial en las relaciones entre cristianos y judíos, es imposible evaluar lo que ha significado la cuestión de Jerusalén y los Santos Lugares en Tierra Santa.

Las razones doctrinales que tuvieron durante los siglos un peso determinante en la actitud de hostilidad de la Iglesia Católica hacia el Pueblo Judío eran profundas y se pueden sintetizar, como queda dicho antes, en la respuesta del Papa Pío X a Herzl. En efecto, la acción política, diplomática y pastoral de la Iglesia se caracterizó por una conducta hostil hacia la posibilidad que el Pueblo Judío se reuniese de nuevo en un territorio histórico. En 1924, la «Civiltà Cattolica» escribía que «la aspiración sionista de una tierra para los hebreos de Palestina representaba un diseño quimérico» y que la materialización de tal propósito es material y moralmente imposible, injusta y, más aún, incapaz de dar una respuesta convincente al problema judío, una solución segura y plena de la cuestión judía. La revista jesuita exigía el total abandono de la idea de un Estado Judío porque afectaría los intereses y realizaciones de la Iglesia Católica en Tierra Santa.

Un objetivo prioritario de la Santa Sede, por siglos ha sido el mantenimiento de su presencia en Tierra Santa y si en siglos anteriores la confrontación era con musulmanes y con otras iglesias cristianas, en nuestro siglo la Iglesia tiene un nuevo interlocutor, el Pueblo Judío. La Santa Sede fue desde un principio contraria a una situación en la cual los judíos podían tener una preponderancia en Tierra Santa. La concesión del Mandato de Palestina a los británicos por la Liga de las Naciones después de la Primera Guerra Mundial fue vista con preocupación por la Santa Sede ante la posibilidad de que abría el camino para el establecimiento de un Estado Judío, ante el temor por la suerte de sus derechos históricos sobre los Lugares Santos.
Los dramáticos avatares seculares de las relaciones entre católicos y judíos experimentaron un notable vuelco, a partir del Concilio Vaticano II, especialmente con la aprobación del documento Nostra Aetate en octubre de 1965, que inicia un cambio sustancial en la actitud de la Iglesia hacia el Pueblo Judío. Se abre entonces un proceso de revisión de las actitudes teológicas que abonaron el terreno para la postura antijudía, causa de casi dos milenios de confrontaciones. La Declaración Nostra Aetate, las Guías para la interpretación de esta declaración conciliar de diciembre de 1974 y las Notas sobre la manera correcta de presentar al Judaísmo en la prédica y catequesis de la Iglesia Católica, publicada en junio de 1985, permitieron la apertura de un diálogo constructivo entre católicos y judíos, que se profundizaría con los años.

Empero, en este acercamiento había un notable ausente: el Estado de Israel. Esto evidentemente se constituyó en un serio obstáculo en el diálogo judío-católico.

«La Santa Sede y el Estado de Israel, atendiendo al carácter único y a la significación universal de Tierra Santa, conscientes de la naturaleza única de las relaciones entre la Iglesia Católica y el Pueblo Judío, el proceso histórico de reconciliación y de comprensión, y de la amistad mutua creciente entre los católicos y los judíos..Con estas palabras se inicia el preámbulo del acuerdo fundamental entre el Estado de Israel y la Santa Sede, firmado en Jerusalén el 30 de diciembre de 1993, un acuerdo que allanó el camino hacia el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas el 15 de junio de 1994.

Evidentemente, no es éste el lenguaje convencional de la diplomacia internacional. Pero no podría ser de otra manera, por cuanto el establecimiento de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Estado de Israel no ha sido un acto diplomático más; ha constituido un hecho singular, porque singulares son sus protagonistas, estados con un significado histórico y espiritual innegables: Israel, con una identidad propia, al que está vinculado en forma vital el Pueblo Judío, y la Santa Sede, un estado según la jurisprudencia internacional, con una actividad diplomática como la que tienen los estados, a la que hay que añadir una finalidad muy específica, no identificable con la de los demás: la Santa Sede es el gobierno de la Iglesia Católica y su acción se dedica fundamentalmente a la Iglesia. En sus relaciones con los gobiernos se interesa por la iglesia local, así como —según la definición de un diplomático vaticano— «por los grandes valores éticos: paz, justicia, libertad, derechos humanos, solidaridad, etcétera». No olvidemos que la Santa Sede no es un poder político y que a través de su acción diplomática busca, en primer lugar, ejercer un liderazgo religioso. Como bien lo define Carlos Floria, en un artículo publicado en La Nación de Buenos Aires, el 8 de diciembre de 1994: «Hay una política exterior del Vaticano o, dicho mejor, el Vaticano tiene política exterior. El Papa actual es uno de los pocos líderes mundiales creíbles, aún cuando dentro de la Iglesia Católica y fuera de ella sea, como prefiere decir, signo de contradicción. Ninguna embajada o cancillería relevante se distrae respecto de lo que esa política significa».

«(…) Para ninguna potencia dominante o significativa —agrega— la política exterior del Vaticano es indiferente, más allá de las controversias y de las críticas que suscite entre quienes observan el tema con respeto de la lógica interna que le es propia o sin ella.»

De ahí que el establecimiento de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Estado de Israel sea un acontecimiento con repercusiones religiosas, espirituales y culturales entre católicos y judíos en el mundo entero.

En realidad, el establecimiento de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Estado de Israel es la culminación de un proceso, que se prolongó durante casi un siglo, de adaptación por parte de la Iglesia a una nueva realidad en abierta contradicción con principios teológicos seculares: la creación en 1948 de un estado judío en Tierra Santa como resultado de la acción del sionismo anterior.

Un proceso, cuyo punto de referencia sobresaliente será la aprobación por el Concilio Vaticano II en octubre de 1965, de la Declaración Nostra Aetate.

El Concilio Vaticano II, indudablemente uno de los actos de mayor relevancia de la Iglesia Católica en nuestro siglo, decide, entre otras cosas, asumir nuevas actitudes respecto a su difícil relación con el Pueblo Judío, iniciándose así para la Iglesia un período de toma de conciencia en el que intenta superar un pasado no muy lejano de historias trágicas, resentimientos y recelos, lleno de prejuicios mutuamente alimentados durante siglos a raíz de la conducta de la Iglesia hacia los judíos.    

La Declaración Nostra Aetate adquiere especial trascendencia al ser su propósito más importante poner fin a la secular enseñanza de que los judíos son culpables de deicidio, al rechazar la doctrina según la cual sobre ellos pesaba la acusación colectiva por la crucifixión de Cristo. Nostra Aetate declara que «aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy».

El odio a los judíos es considerado por la Iglesia Católica incompatible con el cristianismo. Esta nueva postura se convirtió en doctrina y contribuyó notablemente a derribar acendrados prejuicios.

El Concilio Vaticano II y su declaración Nostra Aetate se constituyeron así en los cimientos de un nuevo edificio teológico, construido ladrillo a ladrillo, que desde entonces modifica en forma gradual la actitud de la Iglesia Católica hacia el Pueblo Judío y el Estado de Israel.

La adopción de una nueva doctrina por parte de la Iglesia abrió la vía para un diálogo constructivo e incluso se establecieron posteriormente marcos permanentes para dicho diálogo. Diálogo que, gradualmente, conduce a un mejor conocimiento recíproco y a cambios de actitudes. Juan Pablo II ha dado un nuevo ímpetu a esta relación entre católicos y judíos.

El gradual cambio de actitud del Vaticano hacia el Pueblo Judío conducirá finalmente a un cambio de actitud hacia Israel.
En una entrevista concedida por Juan Pablo II al periodista estadounidense Tad Szulc y publicada el 4 de abril 1994 en la revista Parade Magazine, en la que analizó los avances en la resolución de las complejas relaciones entre católicos y judíos, declarando que «hay que comprender que los judíos, que durante dos mil años anduvieron dispersos por todo el mundo, hayan decidido regresar a la tierra de sus antepasados. Tienen ese derecho, y ese derecho lo reconocen incluso quienes ven con antipatía a la nación de Israel. Ese derecho fue reconocido también desde el principio por la Santa Sede. Establecer relaciones diplomáticas con Israel no es sino la afirmación internacional de esa relaciones». Estas declaraciones deben compararse con las palabras con que Pío X respondiera al fundador del movimiento sionista cuando éste le solicitó su apoyo a la idea de la creación de un Estado Judío.

Hubo anteriormente otros gestos: importantes declaraciones como cuando dijo, en 1980, que «el Pueblo Judío, después de las trágicas experiencias relacionadas con el exterminio de muchos de sus hijos e hijas, motivado por el deseo de seguridad, estableció el Estado de Israel». O cuando en 1984 exigió para el Pueblo Judío en Israel «la deseada seguridad y la tranquilidad que son la prerrogativa de cada nación, así como las condiciones de vida y de progreso de toda sociedad». O, en 1987, cuando declaró que «los judíos tienen derecho a su patria, como todos los pueblos, según la ley internacional».

Pero tuvieron que transcurrir más de 45 años hasta el establecimiento de relaciones diplomáticas. Se podía asumir que la Santa Sede podría haber visto la creación del Estado como una oportunidad para reparar la injusticia causada a los judíos en el transcurso de las generaciones. Sin embargo, esto no ocurrió. Por el contrario, la actitud de la Santa Sede hacia Israel fue, desde un principio, negativa e incluso hostil. Hay quienes recuerdan en primer lugar las consideraciones de orden teológico ya mencionadas.

Empero, no solamente los enfoques teológicos motivan a la diplomacia vaticana; ésta es condicionada en la misma medida por consideraciones religiosas y políticas. La Santa Sede, en su deseo de restablecer su influencia en Tierra Santa y los Santos Lugares, apoyó en 1947 la internacionalización de Jerusalén. Desde el momento mismo de la creación del Estado de Israel, las relaciones entre la Santa Sede e Israel fueron complejas y conflictivas. Distintas fueron las razones mencionadas como causa de la negativa de la Santa Sede a establecer relaciones diplomáticas con Israel. El estatuto de Jerusalén y los Santos Lugares es una de ellas y la única que consideraremos en el marco de esta reflexión.

El viraje definitivo en la actitud de la Santa Sede se produjo como resultado de los dramáticos cambios en el orden internacional: el desmoronamiento del comunismo, la guerra del golfo Pérsico y, muy especialmente, el giro emprendido a raíz de la Conferencia de Madrid que puso en marcha el proceso de paz entre árabes e israelíes. Se daba una nueva situación que motivaba un profundo cambio de actitud por parte de la Santa Sede hacia Israel. Algunas de sus reservas se mantenían, pero consideraba que el cambio de carácter político y el proceso que llevaba a la mesa de negociaciones a árabes e israelíes creaban un clima de diálogo: simplificaban las cosas para la Santa Sede, que no quería quedar marginada del proceso de paz en curso que, entre otras cosas, determinaría el destino de Jerusalén y de los Santos Lugares.

El 29 de julio de 1992, el Estado de Israel y la Santa Sede acordaron establecer una comisión mixta de trabajo para discutir asuntos bilaterales de interés común. El objetivo era la normalización de sus relaciones. La comisión fue autorizada a debatir asuntos bilaterales no políticos (relaciones entre el Estado de Israel y la Iglesia, en Israel y en el mundo, la cooperación en la lucha contra el racismo y el antisemitismo).

Las negociaciones continuaron intensamente hasta el 29 de diciembre de 1993. Al día siguiente se rubricó en Jerusalén el acuerdo fundamental, al que seguiría el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas el 15 de junio de 1994.

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¿Qué ha cambiado con el establecimiento de relaciones diplomáticas? En primer lugar, la atmósfera general en las relaciones entre las partes. Aunque éstas tienen claro que el camino por andar es aún largo, tanto en las relaciones bilaterales como en las regionales y en todo lo que respecta a las relaciones católico-judías, parece claro que se ha producido un cambio en la atmósfera del diálogo y esa modificación influirá en todos los terrenos.

Además de establecer los aspectos básicos que deberán regir las relaciones Santa Sede-Israel, el acuerdo fundamental constituye la base para ulteriores tratados que son ya negociados entre las partes, estableciendo los detalles del camino a seguir. Entre otras cosas se han sentado los cimientos para otorgar un estatuto jurídico claro y estable a la Iglesia en el Estado de Israel en educación, libertad de expresión y legislación sobre asuntos fiscales. Se trata de cuestiones sumamente complejas. Mientras éstas se resuelven, se observará el Status Quo actual.

Uno de los objetivos inmediatos que se marcaron entre la Santa Sede e Israel es la resolución de todo lo referente a las relaciones Estado-Iglesia en Israel. La solución de estas cuestiones en considerada de gran importancia para ambas partes, dada la naturaleza indefinida de una compleja situación heredada del imperio otomano y el mandato británico. Con ese fin se han establecido dos comisiones de trabajo que estudiarán el asunto de la personalidad legal de la Iglesia y las cuestiones fiscales. Las partes han acordado un plazo de dos años para la finalización de las negociaciones.

Los ciudadanos cristianos del Estado de Israel son aproximadamente 150.000: el 2,7 por ciento de la población total del país. Son numerosas las comunidades religiosas católicas que operan en Israel en los campos de la educación, la sanidad y la caridad. Son más de 300 las instituciones católicas gestionadas por 90 congregaciones y órdenes religiosas. Hasta ahora, el gobierno israelí no había intentado encontrar una solución global a esta cuestión ni le había conferido la prioridad debida.
Algunas de las soluciones que se negocian con la Santa Sede serán adecuadas no sólo en lo que respecta a la Iglesia católica, sino para otras confesiones religiosas en Israel. Uno de los aspectos relevantes del acuerdo fundamental entre Israel y la Santa Sede son las previsiones relacionadas con los derechos humanos en su dimensión religiosa. Israel reconoce los derechos de la Iglesia Católica para desarrollar libremente sus actividades religiosas, morales, educativas y caritativas, a través de sus propias instituciones. Israel reconoce la obligación de respetar y proteger el carácter de los lugares santos católicos, así como preservar al Status Quo en estos lugares.

La posición de la Santa Sede en el tema del estatuto de Jerusalén podría ser presentada (como lo hace el profesor Ferrari) en tres puntos: el primero de estos niveles concierne a los lugares santos de las tres religiones y está dirigido a garantizar la protección, la conservación, la administración por parte de las comunidades religiosas a las que pertenecen, el libre acceso a todos, el derecho a ejercer el culto y, en lo que se refiere a los lugares santos cristianos, el respeto del Status Quo, es decir de ese delicado equilibrio de derechos minuciosamente definidos y guardados con celo, que pertenecen a las distintas confesiones religiosas en materia de propiedad, posesión y administración de los lugares santos. El respeto de estos compromisos debería ser asumido por el Estado (o Estados) que ejerce la soberanía en Jerusalén con formas vinculantes según el derecho internacional para poder expresar así, aunque formalmente, el valor universal de la ciudad santa.

Un segundo nivel de garantía, según la Santa Sede, tiene como fin el de preservar la ciudad histórica de Jerusalén de cualquier transformación incompatible con su carácter sacro.

Un tercer y último aspecto en el tema de las garantías concierne a las comunidades de judíos, cristianos y musulmanes presentes en la ciudad histórica, en la cual deben poder vivir, como evidencia Juan Pablo II, a «un nivel de igualdad, sin que ninguna de ellas se sienta subordinada a las demás».

Ninguna de estas medidas, según la Santa Sede, implica alguna forma de separación física entre la ciudad histórica y el resto de Jerusalén ni niega la posibilidad que ésta pueda ser la capital de uno o de más Estados de la región. En este sentido las proposiciones de la Santa Sede representan una interesante tentativa de separar el problema religioso del problema político de Jerusalén y de prefigurar, para el primero, una solución que prescinda del nudo de la soberanía sobre la ciudad santa y que pueda ser firme en cada uno de los distintos escenarios hipotéticos.

Recientemente los responsables de las comunidades cristianas de Jerusalén (entre otros el patriarca griego ortodoxo) han firmado un memorándum que asume, en la sustancia, las tesis de la Santa Sede, consideradas con cierto favor hasta en muchos ambientes musulmanes.

La posición de Israel podríamos sintetizarla así: Jerusalén contiene dos dimensiones: la política y la religiosa. Su dimensión política es considerada como «cerrada»: es la capital histórica y política de Israel.

La religiosa, por el contrario, está «abierta». El gobierno de Israel está dispuesto a discutir todas las cuestiones relacionadas con los intereses religiosos, con los representantes de las religiones monoteístas y dar las garantías necesarias. El gobierno israelí no está dispuesto a aceptar garantías de carácter internacional dado que estima que el derecho interno del Estado de Israel es suficiente para asegurar el significado universal de Jerusalén y la libertad religiosa de las comunidades religiosas que en ella residen. Israel se ha comprometido a no violar los derechos de las religiones en Jerusalén y no tiene la intención de privar a nadie de estos derechos. La distinción entre la dimensión política y religiosa debería facilitar en el futuro un acuerdo entre Israel y la Santa Sede, así como con las demás denominaciones religiosas cristianas y el Islam.

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Conclusiones finales

En vista de los intensos sentimientos nacionales y religiosos que despiertan los Santos Lugares en Jerusalén, no deben sorprender los tremendos problemas y contradicciones que surgen cuando se intentan soluciones concretas a los distintos aspectos que enmarcan la libertad (individual y colectiva) de culto, la igualdad de las religiones, el mantenimiento de un delicado Status Quo. Ello, sin mencionar los componentes internacionales y el conflicto nacional-religioso entre israelíes y palestinos.
En las próximas semanas o meses se reanudarán las negociaciones para la solución definitiva del conflicto entre palestinos e israelíes. En los próximos tres años deberán llegar ambas partes a un acuerdo sobre el futuro de los territorios administrados actualmente por Israel. También estará en la agenda el tema de Jerusalén, principalmente en su dimensión política. A nivel internacional y político Jerusalén no es un símbolo de paz y santidad, sino de hostilidad y conflictos. Jerusalén es hoy el meollo del conflicto palestino-israelí, al considerarla ambos pueblos como su centro nacional, religioso y cultural. No hablamos ya de su heterogeneidad en lo étnico, en lo religioso, en lo cultural, en lo social y económico. Una solución adecuada exigirá tolerancia, mucha sabiduría e imaginación de parte de aquellos que tratan de encontrar una solución que será seguramente, en el mejor de los casos, la menos mala.

Dejemos aparte este espinoso problema actual de difícil solución, del estatuto definitivo de Jerusalén, que, como se ha reiterado hasta el cansancio, envuelve aspiraciones nacionales, sentimientos religiosos, identidad y sentido de la propia historia.

Hablemos solamente de la dimensión religiosa. Lo que aquí se exige es una solución que no presente dificultades insalvables en lo que se refiere a los intereses de las denominaciones religiosas y que se refieren especialmente a la custodia y administración de los lugares santos. Quizá la fórmula de solución más aceptable sea aquella que prevea un régimen de extraterritorialidad para los Santos Lugares. Se debe reconocer como sacrosantos e inviolables los derechos particulares de los lugares santos y de las religiones. El soberano deberá aceptar además que no habrán interferencias en la labor cultural, social y educativa de las distintas religiones, así como en la vida de las diversas comunidades religiosas. Se deberá crear un mecanismo que asegure el mantenimiento del delicado y sensible Status Quo existente.

Por supuesto la dimensión religiosa deberá ser resuelta en el marco de una solución global del estatuto de Jerusalén.

Ya en 1895, Teodoro Herzl adelantada en su libro «El Estado Judío» una fórmula de extraterritorialidad para los Santos Lugares.

El profesor Silvio Ferrari sugiere en su libro «El Vaticano e Israel» recurrir a alguna forma de internacionalización o de garantía internacional para Jerusalén: en el caso de una división de la ciudad para impedir el dominio exclusivo de una de las partes sobre los lugares santos de la otra; en el caso de soberanía de un solo estado, para asegurar a la otra parte la posibilidad de presencia alguna en la ciudad y algún instrumento de control sobre su administración.

En un artículo publicado en la prestigiosa revista «Foreign Affairs», el anterior alcalde de Jerusalén, Teddy Kolley escribe que «a excepción de la unidad de Jerusalén, capital de Israel, todo lo demás es negociable». Kollek propone en el mismo artículo asegurar a las distintas comunidades de Jerusalén formas de «autogobierno en materia de instrucción, asistencia social, la posibilidad de residir en barrios de carácter homogéneo», además, por supuesto, de poderes particulares en materia de Lugares Santos o en cualquier otra cuestión que sea relevante para cada comunidad.

Si bien rechaza toda solución que otorgue soberanía sobre los sitios religiosos a un régimen de carácter internacional, Israel apoyaría una solución que conceda poderes administrativos a las religiones. En el caso de los lugares santos del cristianismo, Israel podría negociar arreglos con las denominaciones religiosas que tengan intereses en Jerusalén.

Una solución religiosa no resolverá las diferencias entre israelíes y palestinos sobre Jerusalén. Pero podría reducir las diferencias entre Israel y el mundo árabe.

Un semanario católico, que se publica en Italia, recomienda no olvidar que Jerusalén es, ante todo, la gente que la habita con sus problemas cotidianos, sus derechos y deberes, su seguridad, etc. Nadie puede cuestionar — agrega— la legítima autonomía de la gestión, es decir de la custodia de los Lugares Santos por parte de sus legítimos propietarios. Sin embargo, el verdadero Santo Lugar que guarda la memoria de los orígenes cristianos no será nunca una iglesia o un sitio arqueológico, sino que lo es y lo será siempre Israel, entendido como Pueblo Judío, como pueblo cuya identidad, fielmente mantenida en los siglos (gracias también a la afección a Jerusalén y a la Tierra de Israel), es el mejor «guardián» de la historia de donde nace el Cristianismo y en la cual hunde sus raíces bíblicas y neotestamentarias.

En resumen, el futuro de Jerusalén será uno de los problemas más sensibles y delicados en la agenda común de las diplomacias vaticana e israelí en los próximos años.

Pero considerando la variedad y la flexibilidad de los instrumentos predispuestos por el derecho internacional contemporáneo, no es imposible que se pueda encontrar una respuesta adecuada.