Coloquio

Edición Nº28 - Agosto 1997

Ed. Nº28: Hagamos nuestra historia

Por Moisés Garzon Serfaty

Creo yo que la historia no se piensa. Se hace. Y tenemos que darnos prisa en hacerla. Tenemos que hacer nuestra historia paso a paso, a partir de hoy y «hoy» debe entenderse por «cada día». No importa cómo fue ayer esa historia o cómo se comportó con nosotros, los judíos.

La historia, es cierto, tiene un comportamiento versátil que a veces nos gusta y otras nos disgusta. También tiene la virtud, dicen algunos, de repetirse. Esto no es cierto. Los que se repiten son los errores, las causas que llevan a producir los mismos efectos. Y es que no aprendemos de los tropiezos del pasado, sean propios o ajenos.

La historia sabemos que puede ser cruel, pero sus injusticias no siempre quedan impunes. Es cuestión de esperar el tiempo propicio y definitivo para que se emita el juicio. Porque el Día del Juicio vendrá, según lo anunciado en las Escrituras bíblicas. Será después de la última contienda… Muertos y vivos seremos juzgados, rendiremos cuentas al Creador. Él, que es el Principio, nos pedirá cuentas cuando sea el Fin.

Mientras tanto, hay que actuar, porque la historia no la hacen las sociedades fosilizadas, carentes de pensamientos, de iniciativas, de acción. La hacen las sociedades insatisfechas en su esencialidad, inquietas por su futuro, conscientes de sus posibilidades y soñadoras. Primero hay que pensar utopías y luego ver si esas utopías son o no transitables. Soñar y diseñar, proyectar y hacer. Es una tarea intelectual impostergable, definir caminos y pautas: Qué es lo que queremos ser y hacia donde queremos ir, o qué es lo que queremos ser y hacia dónde no queremos ir.

Lo triste es que de nosotros, nada sabemos, salvo que estamos. ¿Dónde? Misterio. ¿Por qué? Total ignorancia. ¿Para qué? Perplejidad absoluta.

Sabemos que estamos, desde abismales memorias que se hacen sombras imposibles de penetrar para nuestro conocimiento. Que la civilización es un humilde trazado sobre la arena a merced de fuerzas incontenibles. Sabemos que físicamente estamos en un planeta llamado Tierra, pero ignoramos dónde moramos espiritualmente. Si supiéramos por qué y para qué estamos, actuaríamos, seguramente, de diferente manera. Si supiéramos que estamos, no por nuestra voluntad, sino por la de otros y si aceptáramos que estamos para cumplir con lo dispuesto por otra Voluntad Superior, seríamos más humildes.

No me preguntéis dónde está el libre albedrío. Él está allí, en cada uno de nosotros. El libre albedrío es nuestra toma de conciencia y nuestra responsabilidad como hombres.

Tal vez, todo esto lo hemos debatido en grupo, o en solitario, con nosotros mismos. Nos hemos ahogado en una esclarecedora y purificadora autocrítica. Le hemos dado vueltas y más vueltas al «dónde», al «por qué» y al «para qué», pero no hemos llegado a definir lo que somos y si alguna vez lo hemos hecho o nos hemos acercado al diagnóstico correcto, hemos pecado por desidia, o por irresponsabilidad, o por masoquismo y no hemos actuado como lo que somos.

Porque el problema nuestro, no ha sido el no tener una conciencia crítica, sino el poner todos esos elementos, interrogantes, incógnitas, en acción, en ebullición junto con lo que queremos y lo que no queremos, lo que somos y lo que no somos, pero, indiferentes a las fiebres de la historia, no hemos actuado en función de lo que queremos ni de lo que somos. Hemos ignorado que los grandes mundos surgen de los más pequeños gestos, que somos un pueblo con historia y con proyectos, porque hay pueblos que carecen de éstos, aunque tienen historia y hay otros que tienen proyectos, pero no historia. Me refiero a proyectos morales y a la historia hecha «con las propias manos», la que ha venido haciendo nuestro pueblo que tiene historia y es historia. Me refiero a esa historia nuestra que, precisamente por serlo, nos condiciona y es más una imposición que una opción. Es una imposición a la autenticidad, a establecernos críticamente frente a lo que somos, porque cada día, cada instante, podemos ser mejores de lo que somos.

Es un principio básico de la dialéctica y por ende de la vida y la naturaleza en sí, el que todo se transforme, que todo varíe, se mueva y rompa con la inercia. Es formalmente aceptado por todos que no veremos dos veces el mismo río, pues su propio torrente cambia constantemente. Frente a estos cambios en la sociedad que nosotros propiciamos en gran medida, se necesita potenciar lo nuestro con firmeza para poder mirar lo de afuera con certeza y proyectarnos, lejos de toda alienación, hacia el mundo, porque en nuestras maneras de viandantes universales y en nuestra erudición, como lucidez suprema amasada por siglos y como delirio máximo, mostrada y oculta, fiel a sí misma y detractora de sí misma, suspicaz e inocente, están representadas las premisas que hacen siempre actuar nuestra íntima sustancia asociada a lo primigenio, lo que responde a una corriente o tendencia orientada a buscar muy adentro de nosotros mismos la particularidad de nuestra condición, tan semejante a un círculo por su exactitud formal, tan parecida a un relámpago por su intensidad interior.

Estos argumentos, por lo demás dignos de una perpleja reflexión, deben de precipitarnos en multitud de inquietudes, promoviendo en nosotros una sed insaciable de experiencias, no sólo de tipo moral, no experiencias de ideas, sino de actos, porque si la reflexión moral hace abstracción de los actos, se banaliza, cuando no se invalida definitivamente.

De nuestro seno han surgido y están, por un lado, todos los que han puesto la pasión y el alma a imitar el mundo y, por el otro, a modificarlo con ideas de avanzada y con técnicas insospechadas, a hacer una síntesis de lo primitivo y de lo actual, a buscar una convivencia de la fe con la razón, a navegar entre las corrientes de lo inmanente y lo trascendente, sumergidos en el problema filosófico de lo esencial.

A nosotros nos corresponde hacer la historia, nuestra historia, de una manera consciente, atisbando cualquier rayo que ilumine el futuro del hombre, cualquier presagio —o esperanza— del futuro como fue establecido desde el Principio, porque allí, el hombre es algo más que una profecía, algo más que una promesa o que una posibilidad. En la voz del Génesis está todo el hombre. Más además de hacer nuestra historia, tenemos que escribirla nosotros mismos, pues, recordemos que si la Historia no la escriben los que la hacen, la escriben otros: los que la deshacen.