Coloquio

Edición Nº10 - Agosto 2011

Ed. Nº10: ¿Estamos intentando idealizar el shtetl?

Por Heszel Klepfisz

A menudo suelen observarnos que intentamos idealizar el shtetl, (pueblito), que pintamos la vida del mismo (que ya no existe) de color de rosa, que nos rehusamos a ver al shtetl tal como existió realmente, y que la nostalgia y la añoranza nos impulsan a presentarlo de este modo, o sea idealizado. Con estas observaciones nos topamos tanto en Israel como así también en las Américas

Nos objetan: ¿Qué es lo que extrañamos, la pobreza, el obscurantismo, el atraso? No hemos de negar que en el shtetl no todo fue tan excelso ni tan esplendoroso. Las míseras condiciones materiales, «normalmente» habituales en los pequeños pueblitos (con mayoría poblacional judía), dejaban huellas en el carácter de sus habitantes, que se traducían en intolerancia, minucias exageradas, «Batlónes» (Bátlen – personaje no productivo poco afecto al trabajo, que se ocupa de cosas inútiles. Un personaje típico). Por supuesto que no pretendemos calificar a estos personajes como simpáticos. Pero indudablemente, hay puntos luminosos y sobre todo positivos en el shtetl, y éstos, sin lugar a dudas, superaban a las situaciones y hechos negativos, de modo que a nuestro juicio, el shtetl constituyó un capítulo luminoso en lo social y espiritual en nuestra historia. Vale la pena destacarlo.


Nuestra generación, la última nacida y formada en los shtetl, (pueblitos) los conoce no precisamente de la literatura o de los estudios históricos; los conocemos de nuestra propia experiencia y es de nuestra responsabilidad contar y relatar nuestras vivencias y lo que hemos visto y experimentado personalmente. Los de nuestra generación, como testigos genuinos, aún estamos en condiciones de desmentir las difamaciones según las cuales toda la población del shtetl era económicamente improductiva, ya que sólo se dedicaba al pequeño comercio y que mayormente eran intermediarios y tipos «Menájem Méndl» (prototípico personaje de Shólem Aléijem que hace negocios «donquijotescos»).


Pues esto no es cierto. La verdad es, que en su gran mayoría, eran artesanos, obreros y trabajadores calificados. Bien recordamos a los sastres, gorreros, zapateros, herreros, carpinteros, cerrajeros, pintores, encuadernadores, talabarteros, como así también a los leñadores, changadores, carreros, aguateros, etcétera.


Si bien en algunos pueblitos predominaban los pequeños comerciantes, en otros, en cambio, prevalecían los artesanos y los obreros. No obstante que al shtetl los detractores lo calificaban de primitivo y atrasado, en el mismo, sin embargo, se desarrolló una conciencia social, la cual se evidenció en los países avanzados recién en los últimos decenios, y eso gracias al estímulo de organizaciones oficiales.


En el shtetl habitualmente había una minoría de «ricos» y una gran mayoría de «pobres», no pudientes, pero, todos, por propia determinación y sin apoyo foráneo, se esforzaban por socorrer y tender una mano fraternal a los más necesitados. Bajo denominaciones antiguas, inspiradas en la Biblia y en el Talmud, organizaban asociaciones benéficas de diverso carácter, como ser: «Gmílas Jésed» (caja de préstamos sin interés para fines constructivos y de ayuda a necesitados), «Móes Jitim» (matzot y vino para Pesaj a no pudientes), «Linas Hatzédek» (pernoctar asistiendo a enfermos), «Hajnósas Kále» (ajuar para novias pobres). Se consideraba un honor tener de pensionista a un «Ieshíve Bójer» (seminarista – estudiante rabínico). Muy arraigada era la costumbre que se hizo casi como ley, de compartir la cena y el almuerzo sabáticos, con un «Oirej» – un forastero desconocido, que los «Balebatim» (plural de «Balebós, jefe de familia) invitaban a sus casas a la terminación del oficio sabático en las sinagogas. A veces, la falta ocasional de candidatos para invitar, suscitaban discusiones entre los «Balebátim» que se los disputaban, porque era un «zjús» (mérito) tener un invitado para celebrar el «Shábes» (sábado).


La moderna ayuda social institucionalizada, no igualó ni tiene parangón, con la calidez humana y la solidaridad fraternal practicada en el tan injustamente vilipendiado shtetl. Para los judíos pueblerinos (habitantes del shtetl), la ancestral costumbre de «Hajnósas Orjim», ofrecer albergue y alimento a desamparados desconocidos, era un deber, un gesto de solidaridad fraternal, que se practicaba no sólo en los días sabáticos. Existía en el shtetl un «Hékdesh», una modalidad pueblerina «sui géneris», consistente en un ámbito cerrado, para albergar a menesterosos, ambulantes y/o enfermos, costeado por el «Kóhel» (comunidad local). Los «beneficiarios», las más de las veces de aspecto poco agradable, desaliñados, harapientos y faltos de higiene, eran sin embargo tratados con consideración, para no herir su dignidad, ya que muchos de entre ellos eran «Bnéi Tóire» (instruidos y versados en la Torá).


El precepto de «rajmónes», piedad y solidaridad con el prójimo necesitado de ayuda, no era declamado, era practicado. Un rasgo característico del shtetl, era la mancomunión. De la alegría de uno, participaban todos y con la desgracia de otro, también penaban todos. La solidaridad comunitaria se manifestaba en múltiples y variadas ocasiones. Por ejemplo, cuando un enfermo precisaba asistencia nocturna prolongada, a su agotada familia los reemplazaban miembros de «Linas Hatzédek» (agrupación de asistentes voluntarios), que prestaban su ayuda por turno. A un huérfano desamparado, el «Kóhel» (la comunidad) le costeaba la educación en el «Jéider» (escuela primaria tradicional judía) y más adelante lo encomendaban a un artesano, para enseñarle un oficio.


Se procuraba ayuda constructiva a viudas sin medios económicos. Estas maneras características de solidaridad comunitaria, están admirablemente reflejadas en los escritos de Iánkev Dinezon, Shólem Aléijem y varios otros.

Los judíos del shtetl, de este modo, se habían adelantado en mucho a la moderna organización de ayuda social, municipal y estatal. La diferencia está evidenciada en el sentimiento – deber, la «Neshóme» (alma) de los judíos pueblerinos hacia sus semejantes. Merece ser destacado también, el sistema educacional practicado en el shtetl, muy anticipado al sistema moderno vigente en el mundo actualmente. En su afán de procurar enseñanza y educación, que comprendía a la vez conducta moral y ética a los niños – alcanzaba a toda la población infantil, de modo que casi no existían analfabetos o iletrados- constituía un rasgo distinguido y único del shtetl. Este culto por el precepto de la enseñanza no tiene precedentes en la historia judía, y menos aún en la historia universal. Este mismo culto, practicado en el shtetl, superó en mucho al sistema desarrollado en la diáspora de «Bóvel» (Babilonia), en la cual el estudio era arraigado, vasto y profundo. El sistema de enseñanza universal y popular del shtetl estaba también muy por encima aún del practicado en la ilustrada diáspora medieval de «Sefarad» (España). 

Debemos inferir que la enseñanza y la educación popular (para todos) en el shtetl, debía conducir al mejoramiento de las costumbres, y a la sublimación de los sentidos éticos y estéticos. Es sorprendente cómo con tan exiguos medios materiales, se obtenían tamaños resultados. Vale la pena señalar que aún los adultos, hasta edades avanzadas, acudían habitualmente en sus ratos libres, al «Béis Médresh» (casa de estudios, sinagoga) más cercano, para profundizar su saber en los libros sagrados, exégetas, de moral y sus comentaristas. Como ya hemos dicho, la enseñanza y el estudio abarcaban a toda la población y constituían un verdadero culto. A los infantes se solía acunarlos con el popular cantito «Di Tóire iz di béste sjóire» (la Torá, el saber, es lo que mejor se cotiza). En los siglos pasados, los alumnos acudían al «Jéider» (escuela primaria) y a la «Ieshíve» (escuela secundaria). En la última centuria, el sistema educacional se modernizó. Es asombroso cómo en el shtetl brotaron y maduraron nuevas ideas pedagógicas. En primer lugar, quedó demostrado que el «perimido» jéider no era tan «anticuado», como algunos sostenían. Por el contrario, se introdujo la modalidad de repetir en voz alta lo aprendido, o valerse de alumnos más adelantados como guías de los menos capaces. Estos métodos son considerados como revolucionarios en la pedagogía moderna. La iniciativa de fundar escuelas integrales, idiomáticas, en Yiddish, hebreo, o en ambas lenguas, más el idioma nacional respectivo, nació precisamente en el shtetl, pese al entorno gentil manifiestamente hostil. Las escuelas religiosas para muchachas, también se iniciaron en el shtetl. El marcado interés por la lectura y por la elevación cultural, era el rasgo prominente de la juventud del shtetl, se leía allí más que en ninguna parte en el mundo. Observadores gentiles quedaban asombrados al ver las colas de jóvenes en el horario de funcionamiento de las bibliotecas circulantes existentes en el shtetl. Las revistas periódicas serias, literarias o de temática específica, que por su costo no estaban al alcance de todos, era leídas colectivamente o circulaban de mano en mano.


Los grupos de estudios literarios, históricos, científicos o sociales, eran habituales. El gran clásico I.L. Péretz, impresionado por este fenómeno shteteliano, escribió un cuento corto, «La lectora», que refleja este movimiento. No era nada extraño ver a muchachas de condición humilde, discutir sobre las obras de Tolstoi y Dostoievski. Nuestros ideólogos y pensadores contemporáneos comprobaron que precisamente en los pueblitos galúticos (diaspóricos), la gente se liberó del síndrome del «complejo galútico». En el shtetl a nadie se le ocurría ocultar su identidad judía y el Yiddish se hablaba con naturalidad, sin inhibiciones. El escritor Péretz Smolenskin sostenía y remarcaba, que precisamente, gracias al shtetl y a sus habitantes, constituimos un Pueblo. En el shtetl la gente se sentía como si se hallaran en Jerusalem. En «Tíshebov» (el duelo del 9 de Ab, fecha de la destrucción del Templo jerosolimitano), todo el mundo andaba descalzo, conforme a la tradición milenaria.


En «Simjas Tóire» (fiesta de la finalización y el comienzo de la lectura del Pentateuco) y en «Púrim» (en recordación del triunfo de la legendaria reina Ester y Mordejai sobre el malvado Hamán) se bailaba en las calles. A propósito de esto, el gran pensador Ajad Haám confesó que lo invadía una tristeza cuando se encontraba con judíos residentes en los países occidentales, donde gozan de plenos derechos civiles, los cuales consideran su judaísmo cual una carga molesta, por lo que él los considera como sometidos a una esclavitud espiritual. En contraste, los judíos de Europa Oriental, víctimas de discriminaciones y con derechos civiles cercenados, se sienten y son gentes libres. Abraham Menes lo sintetiza así: el judío del shtetl se sentía hombre libre y no tenía para nada complejo galútico. No es, pues, extraño que muchas ideas foráneas que penetraron en el shtetl desde el exterior, fueron empapadas con contenido judaico y, a su vez, luego generaban renovadas energías nacionales. En el shtetl se tenía mucho respeto por la opinión pública. Había preocupación y cautela por las consecuencias de una expresión o un hecho imprudente, apresurado, no meditado, que pudiera lesionar la buena reputación judía. El concepto de «conciencia» era un elemento real.


Así como se estudiaba la Torá «lishmó», o sea por sí misma, -como, por ejemplo, «el arte por el arte»- del mismo modo se procuraba proceder con prudencia por la propia conciencia y por el sentido de responsabilidad ante la propia historia. Se percibía algo así como un permanente coloquio con la historia nacional. No es nada fácil ahora, cuando el shtetl ya no existe, explicar cómo y cuánto se estaba ligado con los permanentes valores de la historia judía. Hubo allí constantes y apasionados afanes de superación moral y humanística. Sus gentes no eran más que eso: gentes, pero en nuestra larga historia casi no hay parangón de que en comunidad alguna se evidenciaran impulsos tan poderosos por elevarse y sublimarse en valores judíos y humanos.


Esta voluntad de superación se expresaba en las plegarias diarias, pidiendo a la Divina Providencia ser guiados por las sendas correctas. En los seminarios rabínicos se daba preeminencia a la enseñanza de la moral y su aplicación en la vida diaria. Cabe entonces inferir que las razones que impulsaban a los jóvenes a integrarse en varios de los modernos movimientos sociales, no eran sólo a causa de las condiciones económicas sino, más bien, por la voluntad de luchar por una sociedad más justa, más ética. El movimiento por el progreso social abarcaba casi a la totalidad de la población del shtetl. A través de las arengas de los oradores, que visitaban al shtetl en representación de agrupaciones políticas y sociales, se podían percibir, como un eco, las prédicas de antaño en los montes de la Judea bíblica. Es algo difícil de explicar cómo en la monotonía de la vida diaria cabía tanto dinamismo y espiritualidad. La situación suscitaba inquietantes cuestionamientos e interrogantes. Las incógnitas, las dudas y las preguntas se multiplicaban y se acumulaban. Pero los cuestionamientos son también un fenómeno positivo, porque generan ideas nuevas. En las centurias pasadas el cuestionar, las dudas y las preguntas, eran una modalidad específica, practicada en las academias talmúdicas con el objeto de reformar disposiciones obsoletas y adecuarlas a la actualidad. El shtetl heredó esta modalidad. Si se profundiza un poco en las obras de autores oriundos del shtetl, se notará, que están llenas de interrogantes y cuestionamientos. El «Ieshive Bójer» (seminarista), héroe de la afamada canción del popular poeta Avróhm Reizen, recita: «Mai ko máshma Ion?» («¿Qué significan estas cosas?») En el shtetl se esperaba y anhelaba siempre algo nuevo, algún acontecimiento. Así como antaño se ansiaba y se suspiraba por la venida del Mesías, o sea por la liberación y la redención, del mismo modo en el shtetl se esperaba que se operara un cambio social, progresista. La búsqueda de nuevos horizontes nacionales y sociales se originó precisamente en el shtetl. Algunos veían la solución en Eretz Israel, otros en la emigración a las Américas, y algunos otros predicaban permanecer en los lugares del nacimiento, pero bajo un régimen social más justo. Estas soluciones tan diferentes, son las propuestas a los interrogantes que inquietaban a la gente del shtetl. Y a propósito de lo que es la conciencia de ser judío: en los años treinta hubo un «pogrom» (matanza de judíos) en el shtetl polaco de Pshítik. Un judío sobreviviente, acusado por «osar» defenderse contraatacando a los «juliganes» (matones), manifestó al juez: «Estoy muy orgulloso, porque soy de la simiente de Abraham, Isaac y Jacob».


En alguna parte en el Talmud, se lee: «Hay vivencias y experiencias que son inimaginables si uno mismo no las vivió». Lo citamos a propósito del shtetl: el que no vivió en él, difícilmente puede imaginárselo. El shtetl es, indudablemente, una única experiencia, un fenómeno único, en la historia judía y en la universal.


NOTA DEL TRADUCTOR: Los vocablos hebreos de este texto están transcriptos en el dialecto ashkenazi, comúnmente hablado en los pueblitos de Europa Oriental.