Coloquio

Edición Nº29 - Abril 1998

Ed. Nº29: Un siglo de sionismo político

Por Manuel Tenenbaum z’l

La siguiente es la versión del discurso pronunciado por Manuel Tenenbaum, director del Congreso Judío Latinoamericano, en el acto académico celebrado en el Palacio Legislativo del Uruguay, con la adhesión de todos los bloques parlamentarios, en homenaje al centenario del Primer Congreso Sionista.

 

Estamos en el fin del siglo XX, el siglo de las dos guerras mundiales y de la guerra fría, el siglo en que hubo necesidad de acuñar términos como genocidio y limpieza étnica.

Pero si junto a estos terribles acontecimientos intentamos una mirada retrospectiva, veremos que uno de los actos de mayor significación moral de toda esta centuria fue el restablecimiento del Estado judío después de un interregno de cerca de 2000 años.
Este retorno al concierto de los Estados responde a la acción del Movimiento Sionista, que hace exactamente 100 años fue fundado en su dimensión política en Basilea, en un Congreso que es el que rememoramos hoy.

El Estado de Israel se relaciona con el Sionismo —para emplear una hermosa metáfora de uno de los primeros diplomáticos israelíes que llegaron a América del Sur, Aryeh Kubovi— como en la mitología clásica Palas Atenea nació entera del cerebro de Zeus. Podemos decir que el Estado de Israel nació totalmente estructurado de la matriz del Movimiento Sionista.

Cuando evocamos esta realidad, se impone la remisión a los procesos causales que llevaron a la constitución del sionismo político y que, en esencia, son tres.

El primero es una constante de toda la historia de 4.000 años del pueblo judío. Sionismo no es ninguna denominación esotérica; viene de un nombre geográfico. Sión es un monte de Jerusalem y como metáfora se refiere al vínculo, al lazo, entre el pueblo de Israel y el país de Israel. Nada más, ni nada menos. Es el vínculo que recorre los cuatro milenios desde la conformación del pueblo hasta el día de hoy.

Si nos asomamos a esta asombrosa historia, nos vamos a dar cuenta que el judío jamás, en ningún ámbito, en ninguna época, renunció a esta relación fundamental.

Vayamos a la época que queramos, a la edad de oro del judaísmo español por ejemplo, y nos encontraremos con Yehuda Haleví, sabio y poeta excelso, que en sus Siónidas cantó a la antigua tierra exaltándola como domicilio de la Profecía.

En el siglo XII, Maimónides, cuya filosofía siguió el Santo Tomás cristiano, llegó a afirmar que establecerse en la tierra de Israel equivale para un judío al cumplimiento de todas las otras mitzvot, de todos los otros mandamientos de su religión.

Andando el tiempo, nos encontramos con los llamados movimientos pseudomesiánicos.

En el siglo XVI aparece de pronto un iluminado, David Reubeni, para anunciar, dirigiéndose incluso al Papa, la restauración de Israel. El personaje es falso, pero lo auténtico es el clamor de la gente que le cree y lo sigue. En el siglo siguiente, Shabetai Zvi, falso mesías, enciende otra vez la esperanza de la redención y comunidades enteras en Europa se ponen en movimiento y van hacia el Oriente… De nuevo los héroes son los que creen y no el personaje que despierta una falsa ilusión.

En el siglo XVIII, religiosos de las dos vertientes, de la mística y de la racionalista, jasidim y mitnagdim, hacen “aliá” elevándose espiritualmente al establecerse en Israel.

Pero la suprema fuente del Sionismo está en la Biblia misma. Tomemos una sola profecía: la visión del Valle de los Huesos Resecos del profeta Ezequiel (capítulo 37). La primera destrucción de Jerusalem ya ha ocurrido y el profeta de pronto ve como sobre huesos secos, signo de un pueblo aparentemente muerto, se instala de nuevo la vida, en carne y en espíritu. El simbolismo es claro: el pueblo judío se reconstruye, retorna a su tierra y rehace su existencia propia. Es una visión sionista de hace 2.500 años.

Este es el pasado lejano, que desde el fondo de la historia hebrea lleva al acto fundacional de hace 100 años en Basilea, para el cual gravita un segundo proceso causal más cercano en el tiempo a nosotros.

El siglo XIX es el gran siglo de las nacionalidades. Hay una verdadera eclosión nacionalista que sigue a la Revolución Francesa y al período napoleónico. Los griegos, por ejemplo, vuelven a la geografía política y luchan por su independencia; las naciones balcánicas se agitan; los pueblos iberoamericanos, el propio Uruguay signado por el artiguismo, se constituyen políticamente en este contexto. Es también más tarde el siglo en que se realiza la unidad italiana. Surge entonces en el pensamiento judío la pregunta fermental: si Grecia e Italia retornaron ¿no es ya también el tiempo de Jerusalem?

El tercer proceso causal, más triste, tiene que ver con el estado de necesidad en que se encontraban las poblaciones judías a fines del siglo pasado. Prácticamente la mitad de los 11 millones de judíos de entonces vivía en el imperio zarista: sin derechos, bajo la sombra permanente del pogrom, de la violencia y el saqueo endémicos.

En el Primer Congreso Sionista de Basilea se denuncia esta situación y se describen sus consecuencias. Los tiempos han madurado: la historia profunda, las características del siglo y el estado de necesidad confluyen para precipitar el alumbramiento del Sionismo Político a fines de agosto de 1897.

¿Quién es su fundador y cómo es la fundación? El fundador es un personaje extraordinario: Theodor Herzl, hombre de un carisma sin par.

En un principio pensaba que se podía solucionar el problema de su pueblo yendo a los notables. Se dirige al barón Rothschild, al barón Hirsch. No lo entienden, no lo apoyan.

Entonces Herzl invierte su orientación: se dirige al pueblo, da un salto histórico de más de 1800 años y reúne con 204 representantes el primer parlamento judío contemporáneo.

Herzl sabía perfectamente que es ley universal que primero se establezca un Estado y después se constituya su parlamento. Pero en el caso judío cambia el orden: primero se crea el Parlamento y de este parlamento surgirá el Estado.

Esta creación se hace en términos increíblemente liberales para su tiempo. Participan mujeres y el fundador demuestra criterio social porque piensa en una bandera de siete estrellas para simbolizar una jornada de trabajo de 7 horas, liberadora de la carga laboral de entonces que agobiaba al hombre común.

El impacto de Herzl es increíble, a tal punto que cuando inaugura el Congreso y pronuncia su discurso el entusiasmo que envuelve a todos los asistentes, judíos y cristianos por igual, es inenarrable.

La gente revive las exclamaciones con que se saludaba a los gobernantes judíos en la época clásica. Y cuando la carrera fulgurante de Herzl se extingue en menos de una década —muere a los 44 años víctima quizás de un corazón que palpitó demasiado— Israel Zangwill compone un soneto fúnebre que empieza con una conmovedora definición del personaje: “Adiós, dulce príncipe”, lo despide Zangwill. Herzl fue efectivamente el príncipe redivivo de los judíos que vino a guiar a su pueblo hacia la libertad y la independencia.

A partir del Congreso de Basilea se pone en marcha, fundado el Movimiento Sionista, lo que durante medio siglo hasta 1948 se llamó “el Estado judío en formación”. Se estructuran los tres poderes clásicos, se desarrolla una política sociocultural, se crea prensa. Pero lo más importante es que en ese medio siglo formativo se crea un ethos que se traduce en el retorno de los judíos a la tierra y en el surgimiento de una religión del trabajo allí donde se establecen los pobladores hebreos.

Con el Sionismo el judío vuelve a los cielos, surca los mares, derriba de un golpe todos los estereotipos negativos que se habían acumulado contra él durante siglos y demuestra en una epopeya pionérica lo que es capaz de crear ex nihilo.

Como contracara llega la Gran Destrucción. Seis millones de judíos son asesinados. La cifra es parca para traducir el horror que encierra. Según el reputado demógrafo Sergio Della Pérgola hoy la población judía mundial podría ser de 25 millones de almas. Es sólo de 13 millones por el Holocausto.

Al abrirse ahora los archivos y desclasificarse documentos que eran secretos, descubrimos consternados una cara oculta de la tragedia, la de la indiferencia y las complicidades. Y no podemos menos que pensar que si el Sionismo se hubiese hecho carne en el Estado judío un poco antes, no estaríamos hoy ante la aritmética macabra de los 6 millones. Porque la gran verdad es que en los umbrales del crimen más que faltar la vocación por rescatar judíos, faltó la vocación por salvarlos recibiéndolos. Desgraciadamente no había todavía un país al que los judíos pudiesen llegar a título de judíos.

¿Cuál es la invocación, recorridos los cien años posteriores al Primer Congreso Sionista?

En este recinto augusto invocaría a los profetas bíblicos. Al Isaías que vislumbró una humanidad que todavía no alcanzamos, en que la espada se trocará en reja de arado. Al Miqueas que veía a cada pueblo yendo por su propio camino, pacíficamente, sin hostilidad entre los unos y los otros.

Con el homenaje al Sionismo, forzoso es también invocar el deseo de paz consagrado en la Declaratoria de la Independencia del Estado de Israel del 14 de mayo de 1948, en cuyo párrafo diez se extiende un brazo amistoso a todos los pueblos de la región, con voluntad de hacerla un mejor lugar en el mundo.

Y más enfáticamente aún, permítaseme asimismo invocar el pedido que al fin de la Segunda Guerra Mundial hizo el gran jurista judío y francés René Cassin: “Declaremos el odio al odio”.

Cincuenta años antes que Cassin, Herzl había dicho que no le temía al antisemitismo, pero que tampoco lo dignificaba con su odio. Nada más apropiado que el recuerdo de la declaración del “odio al odio” para este Acto que tiene lugar en una República como la nuestra, cuya grandeza reside en los valores morales y jurídicos que le son internacionalmente reconocidos; en un país que desde el primer momento reconoció la justicia y la moralidad de la causa del Sionismo; en un Parlamento en el que todos los sectores, sin disidencias ni reticencias, emitieron una histórica declaración de apoyo al Estado de Israel en los albores mismos de su establecimiento.

Con profundo reconocimiento al Uruguay y con la felicidad de contemplar al Israel de hoy en el medio siglo de su existencia, rendimos homenaje al Movimiento Sionista que lo creó formulando votos por el advenimiento de una era de paz para la región y para todos los hombres de buena voluntad en el mundo.