Coloquio

Edición Nº29 - Abril 1998

Ed. Nº29: El código secreto de la Biblia

Por Mario Satz

Termino de leer con una mezcla de aprehensión y angustia El código secreto de la Biblia, meticuloso análisis y reportaje sobre los últimos acontecimientos históricos y su anticipada predicción —en forma de criptogramas de milenaria data— que la nerviosa mano del periodista norteamericano Michael Drosnin1 ha extraído de la Biblia y puesto a nuestro alcance. Si todo lo contenido en este libro es cierto, y existen pruebas matemáticas que lo avalan, vuelve a confirmarse una vez más el famoso dictum del Gaón de Vilna, sabio judío del siglo XVIII, cuando dijo aquello de: «Lo que ha sido, lo que es y lo que será está todo contenido en la Ibrá (Pentateuco)». 

Que sepamos, no existe ningún otro documento legado por la Antigüedad que contenga, predeterminados, los nombres de ltzjak Rabín y de Kennedy, los de Japón y Alemania, y mucho menos la relación de esos nombres con sus destinos y de esos países junto a su implicación en la Segunda Guerra Mundial. Hasta aquí, estupor, desconfianza y hasta una gran dosis de incredulidad, pues ¿cómo puede un texto escrito hace miles de años hablar del avión, el ordenador y de tantas otras cosas que vinieron después?

 

Que la Biblia es un gran puzzle lo habían explicado primero los rabinos y kabalistas y lo creyó a pie juntillas un sabio tan respetado como el óptico y físico inglés Isaac Newton, quien pasó los últimos años de su apasionante vida más interesado en descifrarlo que en acrecentar el oro para la Casa de la Moneda, pues pensaba que ese texto paradigmático contenía la historia del mundo. Un libro por el cual, en determinado momento, dejó de lado nada menos que su famoso binomio, la alquimia y la ley de la gravedad. El primero en hablar del código más allá de sus implicaciones religiosas y kabalísticas fue el maestro checo Rabí Weissmandel, quien halló, en el período de entreguerras, interesantes patterns o modelos cíclicos en el Pentateuco, secuencias matemáticas en forma de letras que se reiteraban a cierta distancia y en cierto orden. Pero, por alucinante que esto parezca, no había, a juicio del erudito citado, manera de determinar a priori las recurrencias y los espacios idénticos ínter lettera debido a las enormes posibilidades combinatorias que el mismo libro, la Biblia, permitía y permite realizar. El ELS o selecting sequences of equal spaced letters descubierto por Weissmandel sólo dedujo, en consecuencia, unas pocas ideas notables, lo suficientemente interesantes como para que, treinta años más tarde, en la década del setenta y más aún en la del ochenta, es decir hace menos de diez años, un matemático soviético llamado E. Rips, con la ayuda de un analista hebreo, Doron Witzmun, se atrevieran a publicar un artículo sobre sus investigaciones al respecto en el prestigioso magazine Statistical Science del Instituto de Estadísticas Matemáticas más importante de los Estados Unidos (Vol 9, n°3, agosto de 1994, p.429-438). Y eso tras una previa revisión rigurosa por parte de los matemáticos e investigadores del mencionado instituto. No hay ningún caso de predicciones científicas modernas más importantes que las que formuló el ruso Mendeleiev (1834-1907), autor de la clasificación periódica de los elementos químicos, quien anunció el espacio que llenarían algunos de los lantánidos y prefiguró, sin saber de dónde le venía esa idea, la casilla que ocuparían algunos actínidos. Basándose, para ello, en el número de átomos de los elementos y en sus respectivas valencias, Mendeleiev se anticipó al Einstenio y señaló, incluso, el espacio que tendría el elemento que lleva su propio nombre, el Mendelevio. El símil, en este caso tomado de la ciencia, no es fortuito: la teoría de los viejos kabalistas sostiene que todo lo que existe en el mundo es una combinación de los 32 senderos de sabiduría, es decir, básicamente, de los veintidós signos alfabéticos que articulan y componen la Biblia y de las diez primeras cifras que la numeran, de manera que en ese grande y críptico espejo cósmico —y al igual que la teoría química que postula que todo lo viviente es una finita y diversa mezcla de proteínas y oligoelementos, los cuales, si el carbono está en la madera, dan el árbol, y si están en nuestro cuerpo conforman nuestra piel y nuestros huesos—, en ese liber Dei, está contenido todo lo que ha sido y todo lo que será, escrito y bien escrito, aunque todavía no sepamos dónde y cómo hallarlo. La aparición de la palabra ordenador, que una de las secuencias bíblicas llama por ¡el nombre que tendría siglos después!, majsheb, vocablo que, misteriosamente, procede de majshabá, pensamiento, aparece, por ejemplo, en forma criptográfica, en Daniel 12:4,6, en donde se lee: «Y tú, Daniel, cierra las palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin». Pero también en Éxodo 32: 16, 17, lo que hace imposible buscar las codificaciones de manera secuencial y lógica

Los matemáticos Rips y Witzum hicieron la prueba —con el programa sonda que empleaban para consultar a su ordenador acerca de dónde encontrar tal nombre y tal fecha en la Biblia, habida cuenta que en ella las palabras son, también, números— de formularle preguntas al texto hebreo de Guerra y paz de Tblstoi, que tiene aproximadamente el mismo número de caracteres escritos, descubriendo que en la obra del autor ruso no hay ningún código secreto, o, cuanto menos, nada semejante a lo que contiene la Biblia. El porte y peso de las anécdotas que Michael Drosnin recopila —desde el no ponderado consejo a Rabín y sus allegados a propósito de su posible asesinato, descubierto en el Libro de los libros meses antes, hasta la Guerra del Golfo y la siniestra historia de la secta japonesa que tanta gente envenenó con el gas Sarín inventado por los nazis— cada uno de los hechos y sucesos constatados son, desde luego, impresionantes, pero aún lo es más hallar escrita, en el código, la palabra avión, la fecha precisa de la colisión del cometa que chocó contra Júpiter en julio de 1994, o ¡incluso el nombre de sus descubridores, Shoemaker-Levy! En la Biblia están Kennedy y su asesinato; Einstein y su teoría; Newton mismo; Netanyahu y Shakespeare. La cuestión, empero, es saber cómo buscarlos y conocer el suficiente hebreo, sus raíces trilíteras y su numerología como para poder leer las secuencias en todos los sentidos, a la manera de un crucigrama, sistema con el cual, dicho sea de paso, la forma de los criptogramas tiene mucho que ver. Sin embargo —y esto es algo que también sorprende a los estudiantes de Kábala—, a diferencia de las palabras cruzadas, en las que se cruzan los sonidos pero no los sentidos, en los hallazgos de Rips y sus compañeros no hay palabra, nombre propio o fecha que no menciona la constelación histórica que le corresponde.

Para Drosnin, el autor del libro, tal abrumadora sincronicidad, el hallazgo de la letras que componen nombres nuevos con signos viejos, no deja de ser meramente casual, aunque, eso sí, fascinante y todo lo sublime que se quiera, mientras que para el matemático Rips, de talante religioso, la Biblia es la obra de Dios, el Eterno, desde cuya perspectiva, el tiempo, sus eras y siglos, sus períodos y épocas, constituye un todo simultáneo. De cualquier manera, después de Einstein el tiempo ya no es el mismo para nosotros, y aún lo es menos tras la curiosa e interesante obra de Hawkins. En una de sus cartas a la familia de un amigo suizo, el autor de la teoría de la relatividad escribió: «La distinción entre el pasado, el presente y el futuro no es más que una ilusión, por tenaz que parezca». También para los filósofos hindúes este mundo es maya, pura ilusión, pero ninguno de sus textos sagrados configura, en cualquiera de sus posibles combinaciones, los nombres de los hermanos Wright junto al avión, el de autobús junto al de explosión y cadáveres. Ni, por supuesto, mucho menos, el de guerra mundial. En una única página, y hacia el final, Drosnin consigna que la misma Biblia explicita que «su código salvará» a nuestra especie cuando exista peligro de extinción total, lo cual debe entenderse, entonces, como que las profecías son espadas de Damocles que penden en forma de posibilidad, pero que la libertad de cambiar su fecha y curso es nuestra, siempre y cuando uno llegue a interpretar, diestro meteorólogo, el pronóstico de su consumación con bastante tiempo antes.

A un estudioso del texto bíblico, un libro como éste no hace más que confirmarle el poder de seducción, el hechizo que durante siglos ha ejercido la Biblia en sus lectores. Hasta cierto punto, si el primitivo cristianismo «creyó» en los versículos que anunciaban la llegada del Mesías; si, en el Renacimiento italiano, los kabalistas de ese país leían en el Génesis 27, donde se narra la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, y en la palabra que la nombra, betzelem, la voz tzlab, cruz, derivada, como se percibe, de idénticas letras, para explicarse así por qué Jesús habría de ser crucificado, hasta cierto punto estaban haciendo lo mismo que hoy intentan Rips y sus colaboradores con sus potentes ordenadores: justificar el carácter telenómico de la Historia, la convergencia de sus sentidos en un único plan integrador. Desde luego que, ante tamaño enigma, puede formularse una objeción: ¿por qué se confirma la profecía cuando ya ha ocurrido y no puede hablarse de su veracidad antes de que se haga visible? La respuesta es que aún no sabemos leer como se debe, ni tenemos la voluntad de atención que los hechos históricos requerirían, para ser entendidos en su totalidad. Lo que sí queda claro a partir del trabajo de Rips y sus amigos, es que la Biblia es un documento absolutamente universal y misterioso del que, como dijo el mismo Jesús, «ninguna yod o yota debe ser cambiada hasta que se cumplan las profecías».

Para finalizar, un último reparo: Drosnin olvida de citar, al margen de los desastres, las amenazas y los crímenes, los grandes logros obtenidos en este siglo, los nombres —que seguramente estarán en el Libro de los libros— de sus benefactores, médicos y sanadores, todos aquellos hechos relevantes como el descubrimiento del código genético y el proyecto Genoma, los nuevos remedios y las nuevas técnicas que aún no están en uso, pero es de suponer que eso queda para un segundo volumen que, entretanto, no hace más que incrementar nuestra ansiedad y acrecentar nuestro respeto por la Biblia y por los ordenadores. Esos nuevos oráculos cuyo advenimiento habrá que interpretar, quizá, de otra manera.

1 Michael Drosnin: El código secreto de la Biblia, Planeta, Barcelona, 1997.