Coloquio

Edición Nº27 - Octubre 1996

Ed. Nº27: América Latina. De la revolución a la democracia

Por Héctor Aguilar Camín

Si hubiera que resumir los polos mitológicos del arco cultural de mi generación, la nacida en América Latina en los años cuarenta, podría decir que arranca en nuestra adolescencia con el sueño de la revolución y termina en esta última década del siglo con la esperanza de la democracia. Todo empieza en la Revolución Cubana, pero no todo vuelve a ella. En algún momento de los años setenta la Revolución dejó de ser el mito rector, la vocación colectiva o dominante de la cultura latinoamericana, y empezó a ceder su sitio a la utopía más terrenal y más imperfecta, pero acaso más practicable de la democracia.

A principios de los años sesenta, la Revolución, con mayúsculas, era el foco hipnótico de nuestra credulidad y nuestro deseo. A tal punto, que nos parece ahora increíble el recuerdo de tanta vida -y tanta muerte- puesta sin titubear al servicio de aquella nueva invención de América. Una América posible, igualitaria y justa, rescatada de la opresión política, de las enfermedades curables y de su larga historia dictatorial de explotación y dependencia.

El espejo continental de aquel sueño fue la Revolución Cubana, que se imponía a nuestras conciencias con la fuerza legendaria de la utopía sin concesiones la idea de una revolución social que sería a la vez una revolución de la existencia, el cambio definitivo de la historia. Ese cambio habría de empezar en la implantación de una nueva política en los palacios de gobierno, en las plazas, en las tribunas públicas, y habría de terminar con un cambio de la vida diaria en las escuelas, las fábricas, las calles y los moteles. Ya que todo lo político era personal y todo lo personal, político, cumplido nuestro sueño, la buena causa política sabría engendrar y dar espacio a la buena causa amorosa; la plenitud de la vida pública garantizaría la plenitud de la vida privada y, al fin, como quería Plejánov, la libertad del individuo consistiría en asumir su papel colectivo en la historia y la historia sería, al cumplirse, el escenario, no de la precariedad, la contingencia y la esclavitud impuestos por la naturaleza, sino de la realización de la libertad del hombre.

La Habana fue la meca latinoamericana de aquel sueño imperioso y eufórico, juvenil, antiimperialista, libertario. Fue la capital de las esperanzas intelectuales y culturales no sólo de la América Latina, sino también de un sector decisivo de la intelectualidad europea, empezando por el maestro mayor, Jean Paul Sartre, quien encontró en el «huracán sobre el azúcar» un eco esperanzador para sus propios sueños y culpas metropolitanas, empeñadas entonces en la causa de la independencia de Argelia, la descolonización de África y la desmilitarización de Europa.

Por la revolución cubana, cruzaron nuestros más frescos impulsos, nuestras más incondicionales credulidades. En sus ondas concéntricas, en su llamado de atención continental y europeo hacia las potencialidades fundadoras de América Latina, creció la posibilidad de una de las más exitosas y enriquecedoras experiencias de nuestra cultura moderna. Me refiero al lanzamiento mundial de un puñado de escritores que formaron lo que conocimos entonces como el boom, una feliz reunión de obras maestras y oportunidad mercadotécnica, cuyo repertorio de nombres y títulos, sigue habiéndonos del conjunto más vigoroso de la literatura contemporánea de habla española.

El boom trajo la consagración de unos cuantos nombres, pero alumbró con sus fulgores un territorio cultural más amplio, construido en largas décadas de soledad. Las candilejas encendidas sobre Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, nos ayudaron a ver pronto, en la periferia de esa luminosidad, otras brasas, igual de intensas: las obras de Juan Carlos Onetti en Uruguay, de Joao Guimaraes Rosa y Jorge Amado en Brasil, de Juan Rulfo y Octavio Paz en México, de Pablo Neruda y Vicente Huidobro en Chile, de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y José Bianco en Argentina. Pocos momentos de autoafirmación habrá tenido la cultura latinoamericana que puedan compararse al descubrimiento, en los años sesenta, de este enorme caudal de la lengua española -y portuguesa- acumulado durante la segunda mitad del siglo XX en América Latina.

El alumbramiento de esta literatura, añadió a la idea de triunfo sobre el futuro traído por la Revolución Cubana, la muy complementaria sensación de habitar un territorio cultural propio, tan rico como cualquier otro de las literaturas metropolitanas, traducidas, en cuya frecuentación había transcurrido hasta entonces nuestra pedagogía artística y sentimental. Por primera vez en su historia, a partir de los sesenta, lectores y escritores latinoamericanos tuvieron la certidumbre de que podían no salir del ámbito de su lengua y encontrarlo todo. Por primera vez un público juvenil multitudinario y escolarizado pudo encontrar en libros accesibles y prestigiados el eco de su propia experiencia, un sabor no traducido, sino directo y natural, de su vida real, con los nombres de las calles y barrios familiares de su infancia y su adolescencia, las señas de identidad reconocibles de su propio y genuino mundo lingüístico, capaz de transmitir el «calor de lo vivido», como dijo Emir Rodríguez Monegal a propósito de la irresistible novedad montevideana que fue la aparición, en los años treinta, de la primera narración de Juan Carlos Onetti: El pozo.

La burocratización ostensible de la Revolución Cubana durante los años sesenta, y su endurecimiento ideológico a partir de la crisis de octubre, que la alineó definitivamente en uno de los polos de la Guerra Fría, obstruyeron los vasos comunicantes de la Habana libertaria y experimental, con el prestigio de las vanguardias culturales europeas y con los propios autores del boom. Siguiendo la lógica de la Guerra Fría, la Cuba revolucionaria engendró y difundió su propio evangelio práctico, prestigiado e incendiario, según el cual el deber de todo revolucionario no era ya cambiar la vida, sino hacer la revolución. La vanguardia cultural representada hasta entonces por la Revolución Cubana, su celebrada convocatoria de crítica, creación y compromiso latinoamericano, cedió su lugar a la difusión ideológica y la militancia política revolucionaria en América Latina.

El deber de todo revolucionario es hacer la revolución. A eso dedicó Cuba sus esfuerzos continentales y a eso dedicó su vida una generación de latinoamericanos. El método voluntarioso de aquel designio fue la teoría del foco guerrillero, una trasposición de la idea de la vanguardia revolucionaria leninista según la cual un grupo decidido y organizado podía actuar a nombre de las masas y a nombre de ellas hacerse del poder. Según la teoría del foco guerrillero, un grupo de revolucionarios trepados a la sierra podía precipitar la crisis política de regímenes opresivos e impopulares, como los de la América Latina, ganar la solidaridad de los campesinos, precipitar las luchas políticas en las ciudades y avanzar de la periferia al centro hasta conseguir el triunfo militar. La Biblia teórica de aquel despropósito fue el libro de Regis Debray que todos leímos entonces, La revolución en la revolución. Su leyenda viva fue Ernesto Guevara que emprendió a costa de su propia vida la tarea de crear en nuestro continente dos, tres, muchos Vietnams.

Contra lo que pudiera pensarse, el efecto de aquella doctrina fue mucho más duradero en el ámbito cultural e ideológico, que en el militar y político, para el que fue diseñada. La izquierda latinoamericana quedó marcada a fierro vivo por aquel evangelio, al extremo de que buena parte de sus dilemas y su discusión intelectual habría de calentarse durante las siguientes dos décadas, y aún ahora, en los rescoldos de aquellas llamas, en la reiteración voluntarista de sus recetas y la defensa ciega de la revolución.

El internacionalismo revolucionario venido de La Habana, se fundió en los sesenta con otro, igualmente penetrante en la cultura iberoamericana, venido de la contracultura estadounidense y los símbolos internacionales de la explosión juvenil de los sesenta. Mezclados en un mismo paquete de inspiración anárquica, vanguardista, cosmopolita, vivimos entonces la aglomeración cultural que definió la actitud de la avalancha juvenil del 68, sus vísperas y sus postrimerías.

La gran ola contracultural de los sesenta norteamericanos agrupó por igual la batalla por los derechos civiles -de Martin Luther King a Malcolm X- y la rebelión del campus contra el stablishment político y la Guerra de Vietnam. Fue una procesión de poderosas influencias culturales, personajes, libros, artistas, prestigios, entre los que recuerdo ahora a Stokeley Carmichael y sus Students for a Democratic Society, Angela Davis y su triple vindicación social, feminista e intelectual, Susan Sontag y su descubrimiento de Hanoi, las influyentes nóminas del nuevo periodismo (de Norman Mailer, a Truman Capote, a Tom Wolf), la pedagogía masiva de la libertad del viento y de los cuerpos en Bob Dylan y Joan Baez, la consagración juvenil de Los Beatles y el espíritu transgresivo e insaciable de los Rolling Stones, así como el prestigio recobrado de la literatura Beat con su aura marginal y tronada, pacifista, proclive a las drogas y al regreso a la naturaleza que nutrió el movimiento hippie.

La propuesta implícita en todo lo anterior no era, al fin, sino la de una nueva forma de vida no convencional, sexualmente libre, igualitaria; moral y vitalmente opuesta a la guerra, el hegemonismo, la explotación. En América Latina, la vertiente de convicciones políticas complementarias de esa actitud fue, de un modo natural, la simpatía con los procesos de descolonización y las guerras de liberación de los pueblos del Tercer Mundo, cuya Biblia, autorizada y subrayada por Sartre fue, sin duda, el libro de Franz Fanón: Los condenados de la tierra. Vimos cruzar en nuestra mitología formativa las luchas africanas de Patricio Lumumba, el canto de la negritud y sus altos poetas (Aime Cesaire o Leopold Senghor), la revolución argelina y la aventura del populismo egipcio. Pero sobre todo, llenó nuestro horizonte solidario e iracundo la guerra de Vietnam, lo que nos pareció entonces una insuperable lección moral de resistencia, dignidad, audacia y afirmación nacional frente a la prepotencia norteamericana.

Todo eso y muchas cosas más hubo en el espíritu del 68, un sueño que irrumpió de pronto, vuelto multitud, en las calles de Berlín y París en mayo de ese año y en las de la ciudad de México, dos meses después. En México, aquel sueño terminó en una regresión violenta, cuya memoria es todavía una herida abierta: la matanza del 2 de octubre de 1968. Pero abrió un período nuevo de la cultura mexicana que vivió en los setenta una vocación de intensa revisión crítica de su pasado y un auge, que pronto se volvió plaga, de las corrientes y los modos marxistas.

Por lo que hace a lo primero, tuvimos la irrupción de toda una carnada de historiadores preguntándose por el sentido de su pasado inmediato y su presente posible. La ola de revisión historiográfica fue la expresión mayor del principio de una inversión cultural: el ascenso de las academias, la profesionalización del conocimiento que acompañó la explosión demográfica y presupuestal de nuestras universidades. En México, los primeros años setenta trajeron a mi generación oportunidades sin precedentes de carrera intelectual académica: becas, centros de investigación, universidades y centros de estudios superiores.

Por lo que hace el auge del marxismo, puede decirse que fue la moda por excelencia de ese despegue de la educación superior y la vida académica. Lo fue en su doble vertiente: la refinada y crítica, que introdujo a Gramsci y retradujo a Marx, y la catequizadora, la misional, que refrendó la pertinencia práctica de Lenin y encontró en Louis Althusser el nuevo dogma de la cientificidad que Martha Harnecker pudo convertir en el mayor best-seller del marxismo latinoamericano, un catecismo laico llamado Cuestiones elementales del materialismo histórico que a principios de los ochenta era todavía el éxito mayor de la editorial que mejor representó en América Latina el ascenso de la cultura y la incultura de izquierda: Siglo XXI Editores.

Los terribles años setenta fueron la resaca dogmática y voluntariosa del ánimo experimental, expansivo y triunfal de los sesenta. Petrificada la Revolución Cubana, derrotada su opción heroica, guerrillera, en las selvas de Bolivia, donde el Ché Guevara fue ejecutado en 1967, la siguiente estación de la esperanza política y cultural del continente fue Chile, y su propuesta de una vía pacífica al socialismo, encarnada por el gobierno de Salvador Allende.

Como antes La Habana, Santiago bajo Allende se convirtió, a principios de los setenta, en la nueva capital del sueño, la nueva brújula de la cultura política latinoamericana. Sabemos hoy que las fracturas internas de aquella propuesta, sus tensiones no resueltas, la hacían difícilmente practicable, tanto como las condiciones internacionales que maduraban ya en el continente una década de endurecimiento político, guiado férreamente por la lógica de la Guerra Fría y la decisión de aplastar la subversión guerrillera que se mudo en aquellos años de la selva a la ciudad.

La clausura sangrienta del experimento chileno, en 1973, mediante un golpe de estado, fue el anticipo de la clausura política del cono sur en su conjunto. Al golpe de estado en Chile, siguió el de Argentina y a inmediata continuación el de Uruguay. La marca de la cultura latinoamericana de los setenta tuvo la doble cara oscura del exilio y la dictadura, cuyo expediente represivo, la guerra sucia, encontró enemigos propicios en las huestes de la última cara del voluntarismo guerrillero, trasladado ahora, como he dicho, a los escenarios urbanos.

La tragedia política de los setenta incubó la expectativa fundamental que habría de regir la vida política latinoamericana de la siguiente década, el clamor de un regreso a la legalidad, al régimen civil, a la democracia. Bajo las mallas opresivas de las dictaduras de los setenta, se verificó en el corazón de nuestra cultura política la mayor conversión histórica de estos años: el paulatino desplazamiento del sueño de la revolución por el paradigma de la democracia, los prestigios del cambio pacífico y la civilidad, las rutinas de la tolerancia, las reglas de la pluralidad política.

A la consolidación de esa nueva búsqueda, contribuyeron el fin del franquismo y la transición española de 1975, una experiencia germinal e inspiradora para la América Latina. España fue un polo de influencia y esperanza por lo menos en tres sentidos:

Primero, por las posibilidades probadas de una transición democrática sin más: de uno de los más arcaicos regímenes políticos de la posguerra al espectáculo de una sociedad moderna, plural, contagiosamente democrática.

Segundo, como capital editorial del mundo de habla española, incluyendo en ello la consolidación vertiginosa de una prensa que fue pronto paradigma de iniciativas y proyectos latinoamericanos.

En tercer lugar, derivación de lo anterior, como punto de encuentro del mundo iberoamericano con la cultura universal. De España volvieron a llegar las modas y las novedades; por un lado, la traducción del acervo cultural y literario de occidente; por el otro, la rápida difusión de nuevas tendencias y autores emergentes en la industria cultural europea y norteamericana: de Elías Canetti a Milán Kundera, de Dashell Hammet y Raymond Chandler a John le Carré y Chester Himes, de Walter Benjamin, Teodoro Adorno y Karl Krauss, a Roland Barthes, Michel Foucault, Claude Leyy-Straus o Norberto Bobbio.

Decisiva fue también, en la segunda mitad de los setenta, la derrota de Estados Unidos en Vietnam, que habría de revelarse pronto como una victoria para las fuerzas revolucionarias. El saldo de la victoria popular de Vietnam, no fue la liberación nacional prometida sino la aparición de un poder militar expansionista, férreamente implantado sobre un país en ruinas, defoliado y exhausto, más cercano en su triunfo a las formaciones burocráticas del despotismo oriental que a las de la solidaridad socialista y reunificación nacional previstas en su lucha contra la adversidad histórica y el genocidio.

Pese a la clausura democrática del continente latinoamericano y la expiación moral estadounidense del síndrome de Vietnam y la crisis de Watergate, el triunfo de la revolución sandinista de fines de los setenta, no fue sin embargo, un nuevo llamado iberoamericano a la refundación de la esperanza. Fue, en realidad, el llamado involuntario a la aparición de un nuevo conservadurismo norteamericano que recuperó en Centroamérica la mueca dura e inflexible de la política intervencionista, de abierta competencia estratégica y rechazo a la multipolaridad. La política centroamericana de Reagan, tanto como sus exigencias de incondicionalidad de la OTAN en Europa, repusieron en el mundo el ethos intransigente de la Guerra Fría, regida por la convicción central de un enfrentamiento Este-Oeste.

El neoconservadurismo reaganiano generalizó también en el mundo un nuevo paradigma de desarrollo económico que tuvo una vasta influencia en la política, la economía y la cultura latinoamericanas, el paradigma que hoy llamamos neoliberal y que no fue en esencia sino una vasta ofensiva política e instrumental contra lo que Ralph Dharendorf llamó el siglo social – demócrata, es decir, el largo ciclo abierto por la crisis de 1929 en que gran parte de las respuestas a las inequidades y desequilibrios producidos por el desarrollo capitalista tuvieron contrapesos en fuertes políticas de intervencionismo estatal, bienestar social y concesiones al trabajo.

La crisis universal del sueño de la revolución y la crisis paralela del Estado keynesiano, de la eficacia y bondades del Estado benefactor en el contexto de la revolución tecnológica y las nuevas realidades de la productividad y la competencia económica internacional abrieron el campo de la cultura política a las ideologías conservadoras y los programas de ajuste financiero antiestatistas, privatizadores. Los prestigios del estado y la planificación, cedieron su terreno a los de la sociedad civil y la iniciativa de particulares. El reclamo y la expectativa central no fue ya la justicia, sino la democracia.

Un aire de libertades cierra nuestro fin de milenio. Hemos visto caer muros y coerciones ideológicas en los países del Este, y bajo esa máscara burocrática, tan bruscamente removida, vemos reaparecer las viejas fronteras mentales, culturales y étnicas de la historia europea, violentada por la dura realidad de la posguerra y por la más funesta de sus herencias políticas: la organización bipolar del planeta.

Cuarenta años después de aquel reparto del mundo, el pasado oprimido regresa por sus fueros y restituye la identidad profunda de los pueblos de Europa central. Reactualiza también, parcialmente, la antigua y poderosa tradición occidentalizante, de la Unión Soviética.

Un aire de libertades cierra también el fin de milenio latinoamericano. En el curso de los ochenta, el subcontinente americano desplazó una por una las dictaduras que lo ennegrecieron en los setenta. Vimos tránsitos a la democracia pacíficos y esperanzadores en los dos países mayores del Cono Sur, Argentina y Brasil, lo mismo que en Perú, Uruguay, Bolivia, Guatemala, Honduras, e incluso Haití y Paraguay.

La Nicaragua sandinista ofreció el espectáculo de la primera revolución que entrega el poder en las urnas y Chile puso fin a una de las más largas dictaduras del siglo XX latinoamericano, la de Augusto Pinochet. La competencia y las reformas han alterado sustancialmente el rostro unipartidista del poder en México, añadiendo pluralidad, competencia y alternancia regional en el gobierno al viejo esquema autoritario de la estabilidad mexicana. Sólo Cuba y, con acentos menos drásticos, el Perú de Fujimori, no han cedido al viento del cambio democrático y persisten en el mapa de la región como anacronismos políticos típicos de la Guerra Fría y el caudillismo latinoamericano.

Al final de ese tránsito imponente que representa en su sentido último el fin de la guerra fría en el subcontinente, ya que la mayor parte de las dictaduras desplazadas nacieron para contener movimientos guerrilleros y proyectos de inspiración revolucionaria la América Latina puede ostentar una vigencia abrumadora de normas democráticas, libertades civiles de expresión y reunión, de asociación y competencia política.

Pero nuestras libertades democráticas, tan valiosas en sí mismas, no han traído cambios equivalentes en los ámbitos de la eficiencia económica o la justicia social. Por el contrario, la década del tránsito a la democracia en la América Latina, fue también la del estancamiento económico y la desigualdad. La década de nuestras libertades políticas readquiridas fue la «década perdida» de nuestro desarrollo. Al terminar esa década, en que nuestros países se volvieron, por el pago de su deuda externa, monumentales exportadores de capital hacia el mundo industrializado, los indicadores básicos del desarrollo latinoamericano estaban por debajo de los de fines de los años sesenta.

Muchas causas explican este desdichado fenómeno del fin de siglo latinoamericano. Mencionaré dos que están íntimamente vinculadas. Primero, la quiebra mundial de los modelos de crecimiento hacia adentro, basados en la industrialización y la sustitución de importaciones, que América Latina puso en práctica, con éxito, a partir de la Segunda Guerra Mundial. Segundo, el gran cambio tecnológico, financiero y comercial que desde los años setenta conduce justamente al lugar contrario del desarrollo latinoamericano de la posguerra y garantiza el éxito de los modelos de desarrollo orientados hacia afuera, regidos por amplios procesos de integración regional, competencia en los mercados externos y globalización de la economía.

Para tocar con alguna posibilidad de éxito a las puertas de la enorme recomposición que está en marcha, nuestros países deben reorientar hacia la competencia externa su modelo de desarrollo y deben buscar su nuevo lugar en los caminos vertiginosos de la integración mundial. Es el camino emprendido ya por Chile, Argentina y México, y el que se perfila como posible para el Brasil que dio su voto mayoritario al plan de estabilización y reforma que emblematiza Fernando Henrique Cardoso.

Sin disposición de nuestras naciones al cambio interno, que implica luchar contra el peso del pasado, no habrá oportunidad ni esperanza de que América Latina tenga un siglo XXI próspero o menos desigual. Pero sin un cambio en las condiciones externas, sin una escena internacional propicia, la disposición interna al cambio puede desembocar en un callejón sin salida. El cambio de nuestros países no parece posible sin la construcción de una nueva libertad global que yo resumiría, genéricamente, como la libertad de acceso a la modernidad. Se trata de un nuevo género de libertades, cuyos códigos están por ser construidos a fines del siglo XX, tal como estaban por construirse los códigos de los derechos universales del hombre al terminar el siglo XVII. Los protocolos de esas nuevas libertades acaso deban empezar revisando los viejos discursos de la soberanía nacional, como trasunto xenofóbico y aislacionista de una noción militar decimonónica: las fronteras como marcas fijas que previenen contra expansiones territoriales.

Debemos construir una noción de soberanía capaz de responder a los procesos de integración regional e imaginar, en servicio de esa nueva noción, un código de nuevas libertades y derechos de las naciones. Las libertades que garanticen el acceso a la modernidad, han de ser libertades de las naciones, tanto como de los individuos. Se trata de un conjunto de «libertades civilizatorias», por así decirlo, pensadas para remover los obstáculos de la dependencia y el hegemonismo, de forma similar a como los derechos del hombre desplazaron en su momento las nociones feudales de la servidumbre y el vasallaje.
No tengo, desde luego, una idea clara de los contenidos posibles para estas nuevas libertades civilizatorias, pero la crisis latinoamericana de los ochenta permite reconocer al menos tres sujeciones mayores que debieran dar nacimiento a un número correspondiente de nuevas libertades propicias al cambio.

Pienso, en primer término, en la libertad de acceso a los mercados mundiales, severamente restringidos aún por exclusivismos proteccionistas y agresivos procesos de especulación y dumping. Los países latinoamericanos han visto desplomarse el precio de sus materias primas tradicionales y no tienen industrias competitivas de exportación porque sus plantas fabriles fueron montadas para sustituir importaciones no para conquistar mercados externos. Deben cambiar y salir al mundo, pero cuando lo hacen enfrentan un circuito perverso. Por un lado, reciben la presión internacional de abrir sus mercados y sus economías a la competencia externa, como requisito de entrada al comercio mundial. Pero por otro lado padecen la resistencia de los países desarrollados a garantizar el libre acceso a sus mercados. Recogen así lo peor de las dos opciones: entregan su mercado interno y vulneran a sus productores nacionales, sin encontrar a cambio, en los mercados externos, la reciprocidad que les permita suplir, con el auge de sus exportaciones, las lesiones que la apertura inflinge a sus economías desprotegidas. La firma del North American Free Trade Agreement es entre otras cosas una respuesta racional a este dilema y en ese horizonte debiera buscarse una respuesta continental a los problemas del libre acceso a los mercados.

La segunda libertad fundamental para los destinos latinoamericanos, es la libertad de acceso al crédito internacional, restringido como nunca a partir de los años ochenta, luego del alegre dispendio de los setenta inducido a partes iguales por banqueros ávidos de colocar sus excedentes y gobiernos ansiosos de malgastarlos. Nadie habla ya de la deuda latinoamericana, pero su servicio significó para la América Latina una transferencia de 400 mil millones de dólares hacia el mundo desarrollado. El problema de la deuda puede haber quedado atrás, pero la realidad del insuficiente ahorro interno de nuestros países para emprender las grandes transformaciones de infraestructura que su competitividad internacional necesita, es todavía uno de los límites históricos al desarrollo cabal de la región. Sin una nueva libertad concertada de acceso al dinero internacional, la entrada de América Latina al siglo XXI será con crecimientos de bajo perfil, insuficientes para sus niveles de pobreza y población.

La tercera libertad que no tenemos es quizá la más importante en el largo plazo: la libertad de acceso a los depósitos del conocimiento y la tecnología donde se fragua desde hace décadas la mayor revolución productiva y cultural del siglo. Es una revolución silenciosa, incruenta, que reduce y cancela nuestras viejas ventajas comparativas; crea sustitutos de nuestras materias primas, vuelve prehistóricas nuestras fábricas y relativiza incluso el deplorable atractivo de nuestra mano de obra barata, mediante la automatización.

Nuestros países tienen que actuar hacia adentro en estos tres frentes si quieren participar y beneficiarse del cambio del mundo, en lugar de ser arrasados por él. Deben competir en los mercados mundiales, deben atraer inversiones y créditos externos, y desarrollar su propia estrategia de apropiación de los conocimientos y la tecnología que barren el mundo de ayer. Nadie hará eso por nosotros, pero tampoco podremos hacerlo solos. Todas nuestras aperturas al mercado, las finanzas y la tecnología moderna no serán suficientes si no hay una apertura internacional equivalente, recíproca, a nuestras mercancías, nuestras necesidades de inversión y nuestra demanda de conocimiento.

Según uno de sus biógrafos, al final de su vida, Ernest Hemingway cultivó una pasión por los aforismos «convertibles». «Un hombre puede ser derrotado, pero no destruido», decía y a inmediata continuación lo planteaba al revés: «Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado». En la América Latina de hoy nadie parece dudar de que sin democracia no habrá desarrollo. Pero no hay que mirar demasiado sobre las plagas de la pobreza y la violencia social del subcontinente para concluir, a la inversa, que sin desarrollo la democracia no durará demasiado. El sueño de la democracia podrá resultar entonces tan utópico e inalcanzable como el de la revolución. Hay indicios alentadores en la America Latina de hoy de dinamismo económico y posibilidades de un nuevo ciclo virtuoso de crecimiento y desarrollo, pero qué sucederá en realidad no los sabemos. Como siempre, la historia pasó y queda, el futuro está abierto si sabemos abrir sus puertas y el presente que nos toca vivir es el más decisivo y apasionante de los tiempos.